El comisario se
decepcionó con la
respuesta del joven policía. Se levantó y rodeó su escritorio con gesto impaciente.
—No puedo
creer que no esconda nada sucio. No sería lógico que le hubiéramos pillado en lo único ilegal que ha hecho en su vida. —Se detuvo ante la ventana y repitió con aire ausente—: No sería lógico.
—No he
encontrado nada, señor, pero... —se aflojó con agobio el cuello de la camisa— es que tampoco sé qué debo buscar. No se me permite acercarme
a él ni a la gente que le rodea y su ficha
policial ya la conoce usted. Aparte de su detención por tráfico de drogas, no tiene ni una miserable
multa de tráfico.
—Demasiado
limpio para ser cierto —opinó el comisario—. Es listo el cabrón —añadió frotando con suavidad su áspera y cuidada barba—. Estoy seguro de que aquella vez le
pillamos porque tenía al enemigo en casa y se confió.
Siguió inmóvil junto a la ventana mientras el agente
se mantenía firme
y a la espera, en el centro del despacho. Los minutos transcurrieron en silencio mientras
pensaba qué podía hacer para proteger a Rocio. Necesitaba
algo eficaz, pero que no le obligara a romper la promesa de no vigilarla ni a
ella ni al tipo que ya una vez le complicó la vida.
—Está bien —dijo al fin, volviéndose hacia el policía—. Investiga a sus amigos, pero asegurándote de que nadie te descubre haciéndolo.—Y a sus mujeres —añadió como si se le hubiera ocurrido de pronto—. Al parecer ha tenido muchas. Intima con
ellas. Alguna se confiará y te contará cualquier cosa que sepa. Busca alguna
despechada. —Miró de arriba abajo a su agente, valorando
el atractivo que pudiera tener para el sexo contrario—. Se te dan bien las chicas, ¿no?
—Sí, señor. Se me dan tan bien con uniforme como
sin él —declaró sonriendo con presunción.
—Quiero
resultados —exigió Pablo demasiado pensativo como para
prestar atención a su
jactancia—. Y los
quiero lo antes posible.
Al quedarse solo
volvió a
sentarse ante su escritorio. Él, que acostumbraba tenerlo todo bajo control, lo había perdido en lo más importante: la seguridad de la mujer
que amaba. Llevaba años temiendo la vuelta de aquel malnacido, presintiendo
que Rocio ni podría ni
querría luchar
contra él. Y al
fin sus peores temores se estaban cumpliendo.
Maldijo en
silencio.
¿Cómo podía ayudarla si ella le ataba de pies y
manos? ¿Cómo podía deshacerse de aquel tipo si, a pesar de
todo, ella le seguía
queriendo?
Desalentado,
descolgó el teléfono para llamar a la tienda. Quería hablar con Rocio. Necesitaba escuchar
su voz, saber que estaba bien, decirle que pasaría a buscarla para acompañarla a casa, para llevarla a cenar, para
invitarla al teatro, para tomar un simple café mientras la miraba a los ojos y le
contaba cosas que la hicieran reír.
—Ha
llamado el señor
Ayala, nuestro cliente más pomposo.
Fue lo primero
que Rocio escuchó, de
labios de Mery, al llegar a la tienda el lunes.—¿Qué ha dicho? —preguntó ansiosa, petrificada ante el mostrador.
—No le
gusta nada de lo que le hemos preparado —respondió con gesto de derrota.
—Hemos...
—Rocio toqueteó con dedos nerviosos un botón de su abrigo—. ¿Hemos perdido a nuestro mejor cliente?
Mery alzó los hombros y frunció los labios en señal de impotencia.
—Ha
averiguado qué es lo
que no le gusta. Dice que no quiere papeles y telas pintadas en serie. Quiere
algo hecho exclusivamente para él.
—Pero...
pero nosotras podríamos
conseguir eso —dijo con
desconcierto.
—¡Exacto!
—gritó Mery, echándose a reír—. Perdóname, pero no he podido evitar hacerte
sufrir un poquito. Le he dicho que algunas de las casas con las que trabajamos
podrían hacer
algo exclusivamente para él.
Rocio suspiró aliviada, y su rostro recuperó su suave tonalidad. Sacó la correa de su bolso por el brazo y la
cabeza, y lo dejó en el
mostrador.
—Me has
dado un susto de muerte. —Su sonrisa indicó que ya lo había olvidado—. ¿Le has hablado de que eso engrosará el presupuesto?
—Al
parecer, el dinero no es problema. Me ha dicho que la casita es de su esposa.
La ha heredado de sus padres. Está haciendo todo esto sin que ella lo sepa. Asegura que
este será el
dinero mejor gastado de toda su vida.
—¡Vaya!
Además de
millonario y caballero, es romántico y detallista.
—... y
guapo. No olvides lo de guapo —exclamó Mery con buen humor.
—Y guapo —concedió Rocio mientras se quitaba la bufanda y los guantes, y recogía su bolso—. Tenemos que decidir qué proveedor sería el apropiado para hacer esto —dijo pasando a la trastienda—. No podemos meter la pata esta vez.
—Hay algo
más —indicó Mery yendo tras ella—. Quiere que la persona encargada de diseñar sus piezas visite la casa y hable con él. Según sus propias y genuinas palabras: «Para que se impregne de la esencia del
lugar y consiga que casa y espacio se integren con armonía.» —Alzó las cejas y sonrió mirando a Rocio—. ¿Cómo te has quedado?
Ella permaneció pensativa unos segundos y sonrió.
—Suena
bien. Espero que sepa realmente lo que quiere y no nos vuelva locos a todos.
—Me dio
la sensación de que
lo sabe con exactitud. —Las campanillas de la puerta señalaron la llegada de un comprador—. Ve pensando en qué fabricante puede hacer esto. Sobre todo
lo de enviarnos a uno de sus diseñadores.
Mery salió. Rocio terminó de quitarse el abrigo y lo colgó en el perchero. Puso sobre él el bolso, la bufanda y los guantes. Lo
hizo despacio, al tiempo que visionaba en su mente los estilos de las firmas
que les suministraban las más distinguidas piezas.
Después de dos días de lluvia, los restos de nieve ni
siquiera se mantenían en
las cimas de los montes más altos. Esa mañana había amanecido con un cielo despejado y un tímido sol de invierno despertando por el
horizonte. En la trasera de la camioneta Gaston viajaba con aire ausente,
sujetando un cigarrillo entre los dedos a la espera de llegar al destino y
poder encenderlo.
—¿Pensando
en la chica de la otra noche? —bromeó Peter empujándole el hombro con el suyo.
—No
empieces otra vez —advirtió riendo—. Te dije que dormí en casa de un amigo porque estaba
demasiado borracho como para ir a ninguna otra parte.
—No, si
lo de demasiado borracho lo entendí —aseguró en voz baja—. Lo que me cuesta creer es que no fuera
una chica quien se apiadara de ti.
—Ni
siquiera había
chicas. —Se colocó el cigarro entre los labios y friccionó la palma de una mano contra la otra para
calentarlas—. Y, si
me estás
machacando con esto por todo lo que te preocupaste por mí, ya te he pedido perdón. Ni siquiera sabía lo que hacía cuando apagué el móvil. Seguramente me molestaba el sonido
de llamada.
—¡Y yo
esperando a que encendieras el dichoso teléfono!
—Lo
siento, amigo —dijo dándole una palmada sobre la rodilla—. Ni siquiera puedo decirte en qué tenía la cabeza, porque no recuerdo nada de
lo que hice.
—No te
preocupes por eso. Una vez, cogí una cogorza tan grande que me fui a la cama con una
chica y me desperté con un
tío.
Gaston se echó a reír. Recuperó el pitillo y comenzó a girarlo de nuevo entre los dedos.
—¡No me
fastidies! No se puede confundir algo así.
—Te
aseguro que se puede —afirmó sin dejar de sonreír—. Sobre todo si el cabrón va vestido de mujer, se mueve como una
mujer y te susurra como una mujer. Gracias a Dios los dos estábamos lo bastante cocidos como para no
poder hacer nada. Lo recuerdo y aún siento escalofríos.
—¡Vaya
situación
embarazosa! Por fortuna, yo dormí solo —alzó una ceja para mirar a Peter—, ¿de acuerdo?
—De
acuerdo; dormiste solo —repitió fingiendo no creerle—. Por cierto, di a tu «amigo» que la próxima vez te despeje antes de meterte en
la cama. Si te acuestas en plena borrachera la resaca es mucho peor. Que te dé un café bien cargado o te meta bajo la ducha o...
La repentina
risa de Gaston sobresalió del tono bajo de la conversación. Algunos hombres se volvieron a mirarle.
—No habrá próxima vez —le aseguró—. Una y no más.
—¿Lo sabe
Lali? —preguntó Peter de improviso.
—Ni lo
sabe ni lo sabrá. La dejé en el portal de su casa diciéndole que me encontraba cansado. Después me metí en el primer bar con el que me topé y bebí hasta reventar. —La sonrisa desapareció del rostro de Peter—. ¡Eso mismo sentiría ella! —expresó Gaston—. Si se lo cuento comenzará a darle vueltas y llegará a la conclusión de que bebí porque no estoy bien a su lado o porque
quiero dejarla, y no sé cómo hacerlo. Cualquiera de esas cosas absurdas que la
harían daño. Y yo la quiero —dijo en voz baja—. Ella es lo único que tengo.
—Tal vez
si comienzas contándole
por qué bebiste.
—Eso no
mejoraría las
cosas. Es preferible olvidar esa noche.
—Le asaltó la imagen de Rocio esperándole en la cocina, y se frotó con fuerza los párpados cerrados—. Nunca ocurrió.
Necesitaba
fumar. El corto trayecto hasta la zona que iban a limpiar esa jornada se le estaba
haciendo eterno. El cigarro comenzaba a abrasarle los dedos. Sacó el mechero y se inclinó para protegerlo del viento. Tras dos
intentos fallidos, Peter se colocó ante él y ahuecó las manos alrededor de la llama. Cuando el pitillo
humeó regresó a su sitio.
—Dices
que quieres a Lali —dijo volviendo a apoyar la espalda en la pared del
camión—. ¿Cuánto la quieres?
Gaston echó el humo, despacio, con los ojos
cerrados, sin ninguna prisa por responder.
—Más de lo que imaginas —musitó al fin—. A veces pienso que podríamos formar una familia y ser felices
juntos. Pero nunca se lo digo. Me parece egoísta por mi parte quedarme con su amor y
entregarle tan solo mi cariño.
Peter calló un momento. Se sentía culpable cada vez que le abordaban los
celos, pero no podía
evitarlos. A pesar de lo mal que veía la mayor parte del tiempo a su amigo, a pesar de los
años de prisión, envidiaba su lugar. Y eso, pensaba él, solo podía significar que estaba enamorado sin
remedio o que se estaba volviendo loco.
—Ella... ¿ella cree que la amas?
—No —murmuró Gaston—. Ella sabe exactamente lo que hay. Y
dice que no le importa.
Peter le observó, como siempre que hablaban de Lali, y
otra vez creyó ver la
inquietud que provoca el cargo de conciencia.
—Pero a
ti sí te
importa.
Gaston no respondió. Aplastó el cigarro contra el suelo de la
camioneta y miró el
cielo azul. Recordó los
momentos que pasaba con ella, la paz, el sosiego, las risas, la casi felicidad
que sentía cuando
estaban juntos. Después pensó en la angustiosa soledad que le golpeaba el resto del
tiempo, cuando era Rocio quien se adueñaba de su mente.
La mayor parte
de la habitación estaba
sumida en una tenue penumbra. Una leve y macilenta claridad llegaba hasta la cómoda, que tenía el cajón inferior abierto. Algunas camisetas,
cuidadosamente dobladas, habían sido apartadas a un lado para dejar al descubierto
una serie de folios con dibujos. Sobre la alfombra, los pies desnudos de Rocio
se frotaban entre sí para darse calor mientras ella apoyaba la espalda en
el edredón
blanco, que colgaba a un costado de la cama. La luz procedente de la lamparita
que estaba sobre la mesilla, junto al reloj que marcaba las cuatro de la mañana, la iluminaba con suavidad.
Contemplaba un
dibujo. El que más
significado tenía para
ella de todos cuantos conservaba. Era su propio rostro sobre una mullida
almohada blanca, con los ojos cerrados. Era una imagen que transmitía paz, la misma paz que descubrió en Gaston mientras la pintaba. Lo
recordaba igual que si estuviera ocurriendo en ese instante.
Es por la mañana
y la luz del alba aún
busca un camino por el que asomarse. Ella abre los ojos, despacio, con una
dulce y maravillosa desgana. Descubre encendida la luz del escritorio, junto a
la cómoda,
y a Gaston dibujando en uno de sus cuadernos. Se queda quieta, contemplando la
estampa que ofrece su perfecto cuerpo desnudo: sus musculosas piernas, su
vientre plano, sus fuertes brazos, su atractivo perfil absorto en las líneas que traza sobre el
papel.
Finge dormir cuando advierte que se vuelve. Ve, entre
las sombras y la luz que proyectan sus pestañas,
que él
la contempla con dulzura y que después
vuelve a enfrascarse en su obra. Sonríe
por dentro al comprender que ella es su inspiración de esa mañana. Y espera, paciente, dichosa,
sintiendo en su piel la caricia cálida
de la mirada de su hombre.
—Tramposa
—le
escucha decir de pronto.
—¿Yo?...
¿Yo,
tramposa? —pregunta
con teatralidad.
Gaston sigue trazando rápidas
líneas
curvas que ella intuye que son sus cabellos enredados entre los blancos
pliegues del edredón.
—No
sonreías
cuando he comenzado a dibujarte —musita
en voz baja, como si no quisiera despejarla por completo.
—¡Y
ahora tampoco! —protesta
sin levantar la cabeza de la almohada—.
No he movido ni una pestaña.
—Oh,
sí
que las has movido. Y además
me llamabas. —Deja
el lapicero sobre el escritorio. Una seductora sonrisa le ilumina el rostro—. Me pedías que abandonara lo que
estaba haciendo y que fuera a abrazarte y a llenarte de besos. —Ladea el rostro para
mirarla desde su misma posición—. Dime que no lo he
imaginado.
Ella se echa a reír
mientras él
se levanta despacio y conduce su espléndida
desnudez hacia la cama.
—He
estado quietecita —reitera
entre risas—,
no he sonreído
y tampoco he dicho ni media palabra.
—Pero
las has pensado —insiste
rozando las mantas con los dedos—
y yo sé
escuchar tus pensamientos.
—¿Y
puedes decirme qué
estoy pensando ahora? —pregunta
a la vez que un agradable cosquilleo comienza a templarle la piel.
—Que
por qué
estoy hablando tanto aquí
fuera, cuando tú
me esperas ahí
dentro. —Se
introduce entre las sábanas,
se tiende junto a ella y le pasa el brazo por la cintura. Ella le ciñe las caderas con sus
piernas.
—¿Esto
de leer la mente es otra magia que te enseñó
tu abuela? —susurra
melosa.
—No.
Esto es un poco de la magia que me has enseñado
tú —musita
al tiempo que sus labios buscan su boca.
La besa con la pasión
dulce de las veces en las que se aman despacio, descubriendo y saboreando cada
milímetro
de piel con todos los sentidos y toda el alma.
—A
veces creo que no podrías
vivir sin dibujar —dice
cuando él
se aparta para dejarla respirar.
Gaston le desliza la yema de su dedo índice por el contorno del
rostro, como si lo trazara sobre un lienzo.
—No
podría
vivir sin dibujarte a ti —puntualiza
con dulzura—.
Sin ver tus ojos, sin oír
tu voz, sin rozar tu piel. No podría
vivir sin respirar de tu aliento.
Ella le peina con los dedos los mechones rubios que le
rozan la frente. Los aparta y se queda mirándole
a los ojos.
—La
intensidad con la que lo vives todo me sigue asustando.
—¿Quieres
que te ame un poco menos? —bromea
besándole
con suavidad la nariz.
—¡No!
—Se
encoge hasta casi desaparecer en el hueco que él
le ofrece entre sus brazos y su cuerpo—.
Me gusta que me quieras así,
que me necesites así.
Me gusta saber que tu mundo comienza y termina en mí, como el mío comienza y termina en ti.
Él la abraza con fuerza. Ella, con la mejilla pegada a
su pecho, puede oír
cómo
se le acelera el corazón.
Ahora, sentada
sobre la alfombra y con la cabeza apoyada en esa misma cama, volvía a escuchar aquel apasionado latido, a
sentir sus
caricias, a escuchar sus «te amo». Pero ahora estaba sola, evocando con un dibujo la
paz y la dicha que sintió aquella mañana.
Miró hacia el cajón de la cómoda. Allí guardaba más diseños hechos por Gaston. Cada vez que los
contemplaba se repetía que sería la última vez; que los metería en una caja y los guardaría en lo alto de un armario para dejar de
hacerse daño con
recuerdos. Pero todo seguía en el mismo lugar, oculto bajo sus prendas, apartado
de la vista, pero cerca, dispuesto para ser descubierto cada vez que sintiera
la necesidad de regresar a los días felices del pasado.
Guardaba algo más en aquel cajón. Una novela de misterio para la que Gaston
había diseñado la cubierta, dos revistas de las que
también eran
suyas las portadas y la carátula del tercer disco de un grupo de rock: los diseños que con más orgullo le había mostrado al hablarle de su trabajo, que
le apasionaba.
Dejó el dibujo en el suelo, frente a sus
pies. Apoyó el mentón en las rodillas y se abrazó a sus helados tobillos. Mientras miraba
los delicados trazos que formaban las cejas y los párpados cerrados, pensó en el brillante futuro que Gaston había tenido por delante cuando todo ocurrió. Estaba segura de que si la vida no se
le hubiera roto aquella tarde, ahora no estaría talando árboles, sino diseñando cosas importantes.
Cerró los ojos con fuerza. Las manos de Gaston
no estaban hechas para trabajos duros. Había nacido para crear cosas hermosas. No
podía desperdiciar su talento de aquel modo,
no le parecía justo
que un error del pasado le cambiara de aquel modo todo su futuro.
Se secó las lágrimas con los dedos. De modo
inconsciente su mirada terminó vagando por el papel pintado de la habitación, por las pequeñas flores azules que alguien había trazado con mano firme.
Volvió a pensar en el señor Ayala y su casa en la playa, en su
disconformidad con los dibujos en serie, en su interés por que el artista visitara el lugar
para que pudiera trasladar esa magia al interior de cada estancia.
Gaston podía hacer algo así, razonó una vez más. Podía hacer cualquier cosa que quisiera con
sus manos, sobre todo si esta requería de sensibilidad. Podía crear las imágenes más hermosas del mundo. Pero estaba
desbrozando montes.
Se encogió contra la cama y apoyó la frente en sus piernas. El destino, la casualidad o quien fuera, había puesto ante ella un trabajo perfecto
para Gaston. Algo que le ayudaría en la adaptación a este mundo en el que era evidente que
andaba perdido. Le resultaba revelador que en plena borrachera hubiera acabado
justo frente a su casa. Pensó que, inconscientemente, había buscado su ayuda. Pero la cosa no era
tan sencilla como hablar con él, proponerle que hiciera unos diseños y esperar que aceptara. Sabía que mientras no volviera a perder la
conciencia en litros de alcohol, rechazaría cualquier cosa, buena o no, que
procediera de ella.
—Mira
bien esta cara y dime si te suena —preguntó el comisario tendiéndole dos fotografías de una ficha policial.
Nadie debía verlos juntos; nadie podía sospechar que uno de los chicos malos
de Carmona trabajaba en realidad para él. Por eso nunca lo llamaba por su
nombre, por eso sus encuentros se reducían a los inevitables para pasarse
información;
excepto ese, en el que los motivos fueron más personales.
—No lo he
visto nunca. —dijo
mientras se demoraba en la imagen frontal del desconocido.
—Se le
conoce como Trazos —informó el comisario—. Cumple condena por tráfico de drogas y acaba de salir con el
tercer grado. Si mantiene contacto con Carmona o con cualquier otro cabrón de su calaña, quiero saberlo.
—Cuente
con eso, jefe —prometió devolviéndole las fotos—.
—¡Y todo
por esa maldita y desastrosa redada que hicimos! —Su furia contenida durante días exploto—No desconfío de mis hombres. —Abrió la portezuela de su coche—. De todos modos ese malnacido tiene
amigos hasta en el infierno.
—Vigile a
su gente, «gran
jefe» —se mofó volviéndose en dirección a la salida de peatones—. Si tiene alguna fuga de nada va a
servirle la información que yo le consiga.

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