Gaston tuvo que
dar algunas explicaciones a Lali. No la había
visto el sábado y tampoco sabía si podría encontrarse con ella en algún
momento de ese domingo. Ante la imposibilidad de decirle la verdad sin herirla,
se escudó en su necesidad de estar solo, de poner en orden sus ideas, de
encontrar un nuevo plan que sustituyera al que había
tenido que abandonar.
La misma disculpa utilizó con Peter cuando este le pidió cuentas
de lo que había hecho el día anterior. Le pareció curiosa la mezcla de enfado y satisfacción con la que le habló del tiempo que había compartido con Lali, de la cena que habían preparado entre los dos mientras esperaban a que él llegara. Pero no le extrañó que
lo que mostrara no fuera solamente enojo. Ella era una criatura maravillosa,
capaz de robar el corazón de un hombre en una sola tarde.
La conversación
entre los dos amigos fue breve. Gaston engulló deprisa
el desayuno especial de los festivos y salió de
casa sin haber dicho nada de su encuentro en el café ni
del lugar en el que iba a pasar una buena parte de ese día.
Antes de preocupar a ninguno de los dos,
quería asegurarse de que aceptaría el
trabajo.
Se desplazó en
su viejo coche. Cuando llegó, Rocio y el cliente le esperaban
conversando en el jardín delantero, junto a la
carretera.
—Es un placer conocer a un verdadero artista —le había dicho, estrechándole la mano, el que le fue
presentado como el señor Ayala—. Me han dejado a mí la responsabilidad de
convencerte, pero
dejaré que sea el lugar quien lo haga. Él te hablará mejor que yo. Sé que tienes la sensibilidad que se necesita para escucharle.
Gaston se preguntó qué le había contado Rocio de él para que se mostrara tan
fascinado. De lo que estuvo casi seguro era de que no le había dicho que era un presidiario. Sabía cómo reaccionaba la gente ante los que habían
pasado un tiempo entre rejas, y él le trataba con respeto, casi
con reverencia.
Rocio le contempló a distancia. Había decidido no tomar parte activa
en la conversación para no interferir de forma negativa. Pero no quiso perderse
ninguna de sus reacciones. Sobre todo la primera, cuando llegaron a la zona trasera
del chalé y les azotó el recio viento del norte.
A Gaston, la sensación que le invadió le resultó indescriptible. Se llenó los
ojos y el alma contemplando el encrespado mar de frente y los rocosos
acantilados que custodiaban la playa por ambos lados. A sus pies, el césped al que apenas un metro de pendiente herbácea y rocas separaba de la fina y dorada arena. Y el cliente quería que esa grandiosa sensación de
libertad imperara en todos los espacios de la casa.
Le pareció
curioso. Nadie más que él podía sentir lo que era la libertad. Nadie mejor que él podía recrearla entre cuatro paredes. Nadie, con más precisión que él,
podía abrir ventanas imaginarias donde solo había muros. Al fin y al cabo era lo que, en su lucha por subsistir,
había estado haciendo durante cuatro largos años.
Una vez dentro de la vivienda, le resultó más difícil ignorar la presencia de Rocio. Si bien era cierto que ella
hablaba poco y siempre con el cliente, también lo
era que estaban en un espacio cerrado y que hasta las estancias más amplias parecían encogerse cuando la tenía cerca. Un único roce tuvo con ella. Un roce
leve y casual de sus manos, al coincidir ambos en la entrada al salón. Él crispó los puños sin mirarla, y el celo con el que se movió a partir de ese momento evitó más contactos y proximidades.
Cuando consiguió
centrarse descubrió que dotar de identidad a esas paredes podía ser una labor sencilla a la vez que apasionante. Por los enormes
ventanales entraba con ímpetu la luz, el cielo, el mar,
los árboles... la vida.
El señor Ayala le dio autonomía para hacer lo que quisiera,
pero adelantó que rechazaría cualquier cosa que no estuviera
a la altura de sus expectativas. Tal y como había avanzado Rocio, era un gran reto. Un reto bien distinto a todos
cuantos se había enfrentado durante la última
y oscura parte de su existencia. Y, sí, le
apetecía hacerlo. Le apetecía volver a trabajar con lápices de colores, a tratar de sorprender con cosas hermosas.
Aunque aún le
quedaba por oír la parte que terminaría con sus pocas dudas.
—Esta pared frontal la quiero pintada a mano —dijo el dueño de la casa al mostrarle la
habitación del ático—. Ya sabes, como los frescos de las grandes capillas.
Pintar en esa casa llena de luz, con los
ojos en esa pared y el mar a su espalda...
En un arranque de emoción, dijo que aceptaba el trabajo. Selló el
acuerdo con un apretón de manos con el cliente, que mostró abiertamente
su satisfacción y le dio las gracias. El semblante dichoso de Rocio, que se
mantuvo ligeramente apartada, volvió a confundirle.
Iban a trabajar en un mismo proyecto. Por
más que se lo repetía no conseguía asimilar esa irracionalidad. Aunque lo que más le inquietaba era que no podía
asegurar que la idea le desagradara del todo.
Un rato después, al
abandonar la casa por el jardín delantero, escuchó el sonido de pasos acelerados.
—Me alegra que hayas aceptado —dijo Rocio
tomando aire con fuerza al cruzar tras él la
verja—. Te gustará, ya lo verás.
Gaston cerró
hasta arriba su cazadora y no respondió. No
terminaba de entender cuál era su intención.
Al llegar a la carretera ella miró hacia el viejo Renault rojo. Lo había
hecho, también, al verlo aparecer unas horas antes. Gaston supuso que lo estaba
comparando con el lujoso Audi.
—Veo que te agrada el cambio —ironizó sin poder resistirse—. A mí
también. Este es más rápido,
más seguro, más práctico.
Es el coche de los sueños de cualquiera.
Una ráfaga
de viento, fría y con olor a sal, revolvió el
cabello de Rocio, elevándolo como a hilos de cometa y
arrojándolo después sobre su rostro. Reunió los mechones con sus manos, los enrolló
entre sí y los aprisionó en el interior de su abrigo. Se
subió las solapas y metió las manos en los bolsillos,
agradecida por no haberse sentido obligada a responder a la acidez de Gaston.
—Estaría bien que pasaras por la tienda —dijo
a cambio, escogiendo con cuidado cada palabra—. Ver
tejidos y papeles te puede dar una idea de cómo se
trabaja en esto.
Gaston apoyó las
manos sobre el capó delantero, pensativo. En la ausencia de voces se escuchó con más claridad el enérgico sonido del mar y el agitar
del viento entre las ramas de los árboles. Alzó los ojos hacia los que tenía
enfrente y volvió a preguntarse qué diablos buscaba esa mujer.
—¿Por qué lo haces? —preguntó
volviéndose hacia ella—. Y no me digas que por tener un
cliente satisfecho. Quiero la verdad.
Rocio cogió una
bocanada de aire húmedo y frío.
—La verdad —repitió
rehuyéndole su mirada inquisidora—. La
verdad es que, de todos los dibujantes que conozco, tú eres
el único que puede conseguir lo que el cliente quiere.
Furioso, le sujetó la cara con su mano diestra y ella no tuvo más opción que mirarle.
—Me crees estúpido, ¿verdad?
—reprochó sin el más leve pestañeo.
La tenía
cerca, tan cerca que podía oír su
inquieta respiración y respirar él a su vez el aroma a azahar que
recordaba. Las yemas de sus dedos reaccionaron al contacto templándole la piel, como hicieron infinitas veces en el pasado, como
habían hecho también hacía un
rato cuando la rozó sin pretenderlo.
La soltó con
brusquedad y crispó de nuevo los puños. Enfurecido consigo por su
imprudencia de acercarse hasta volver a tocarla, entró en
el coche y casi al instante arrancó el motor.
Rocio se recuperó con rapidez del impacto que le causó su
inesperada violencia, pero la tensión de su cuerpo no desapareció con la misma facilidad.
—¡Espera! —le exigió golpeando con la palma abierta el cristal de la ventanilla—. No hemos terminado.
Gaston metió la
primera velocidad y el vehículo avanzó con lentitud.
Se recordó a sí mismo agarrado a otra ventanilla abierta, la de un taxi, de
madrugada, frente a un local de copas.
—Por favor —suplica él—. Dame tu teléfono, algo, cualquier cosa con la que pueda localizarte. Una cita,
un lugar, una hora —implora con una sonrisa—. Iré a la luna si me aseguras que allí podré verte.
En
el interior del coche, Rocio ríe, halagada y dichosa, pero no se compadece.
—Dejemos
que sea el destino quien decida si debemos volver a encontrarnos.
—No me
fío del
destino —bromea
él a
la vez que se inquieta al escuchar el sonido del motor—. Te ha tenido escondida hasta
ahora, el muy cabrón. —Deja escapar una risa impaciente—. Si no hacemos algo, seguro que te vuelve a reservar durante
otros veinte o treinta años. Ahora que te he descubierto no podría esperar tanto tiempo sin
volverme loco.
El
taxista acelera y ella no le indica que se detenga.
—Suéltate o te harás daño —advierte a Gaston, se coloca dos dedos sobre los labios y le lanza
un beso.
—Una
cita —grita
desesperado—.
Solo una cita —repite al apartarse para que el vehículo no le arrastre.
Pero
el taxi desaparece, y, con él, la mujer a la que dos horas atrás ni siquiera conocía. Dos simples horas en las que se le ha quedado clavada en su
mente y en su corazón. Dos malditas horas que terminarán marcando el resto de su vida.
Y ahora era ella quien intentaba que él le prestara atención desde el otro lado de la
ventanilla.
Frenó el
coche, bajó el cristal y la miró un instante.
—Pasaré por la tienda —dijo con su habitual parquedad,
mostrando que él sí había terminado, y volvió a poner el coche en movimiento.
—Sabes dónde queda, ¿verdad? —preguntó cargada de ironía.
Gaston ni se detuvo ni dijo una palabra.
Los dos conocían la respuesta.
El espejo retrovisor le devolvió la imagen de Rocio, parada en medio de la carretera, contemplando
cómo él se alejaba. Le pareció pequeña,
confiada, indefensa a pesar del veneno que sabía que
llevaba dentro. Por fin la tenía, y si su percepción no estaba equivocada, la tenía más cerca y en mejor posición de
lo que, mientras preparó su venganza, llegó a imaginar que la encontraría.
A Gaston le hubiera gustado hacerse
esperar. No presentarse en la tienda ese lunes y tal vez tampoco en los dos o
tres días posteriores. Pero le pudo la impaciencia. Había dormido mal, preguntándose si realmente encontraría allí la solución. Unas cuantas veces había despertado, ahogado y sudoroso, en medio de pesadillas con la
policía, con Rocio, con él de nuevo en prisión. Por fortuna pasaba la noche en el piso y pudo abrir la ventana
para respirar aire puro, salir de la habitación y
caminar hasta la cocina para convencerse de que no había rejas, que seguía estando libre. No quiso
arriesgarse a pasar otra noche parecida alojado entre cuatro asfixiantes
paredes con una puerta sellada con un cerrojo.
La tarde del día
anterior, tras regresar de la playa de, había
estado con Lali para atenuar sus remordimientos por el poco tiempo que venía dedicándole. La llegada del anochecer les había
encontrado, en la cama de Gaston, donde cada uno se desvivió por saciar la necesidad y el vacío que
intuía que sentía el otro. Después, adormecido ya su sentimiento de culpa y satisfecha su necesidad
de hombre, la llevó a casa. Lo hizo sin prisa, demorándose
en el trayecto con la intención de llegar lo bastante tarde
como para que no insistiera, una vez más, en
que subiera a ver a sus padres.
Eran las siete de la tarde y la oscuridad
era total. Por primera vez caminó por el centro de la calle, hacia
la luz de la tienda, en lugar de ocultarse por los costados.
Desde el instante en que empujó la puerta y escuchó el sonido de bienvenida, todos
sus sentidos se pusieron en estado de alerta. Iba a verla de nuevo. Iba a
tenerla cerca. Iba a escuchar su voz mientras alimentaba la rabia y el odio que
sentía por ella.
La rabia y el odio que se encendieron en
cuanto la vio.
Estaba al fondo, tras el mostrador,
hablando con la socia. Él caminó
despacio, nutriendo su ira y soltando la cremallera de su cazadora. Esta vez no
había gorro de lana que recordara al presidiario que era. Llegaba
dispuesto a causar buena impresión, precisamente porque sus
intenciones no eran buenas.
—Buenas tardes —saludó sin
dirigirse a ninguna de las dos mujeres en concreto—. Veo
que he acertado con el sitio —dijo con una ironía que solo Rocio pudo captar.
—Mi nombre es Mery —anunció
tendiéndole la mano—. Y, por la reacción de mi amiga, tú debes de ser Gaston. Me han
hablado mucho de ti.
—Creo que estoy en manifiesta desventaja. —Miró a Rocio y curvó los
labios con una sonrisa cínica—. A mí nadie me ha hablado de ti.
—Es mi socia —interrumpió, y ya no supo cómo continuar.
Mery voló
rauda a sacarla del aprieto, o al menos esa fue su primera intención.
—Si la mitad de lo que me ha contado de ti es cierto, va a ser un
placer trabajar con tus diseños y contigo.
Rocio enrojeció con
violencia cuando sintió sobre sí la mirada de Gaston, y le dio la espalda para buscar en una de
las baldas. Mientras ellos hablaban rozó los
lomos de los catálogos y escogió uno con tapas de piel negra. Lo
hizo con lentitud, para dar tiempo a que las mejillas le dejaran de arder.
Cuando lo dejó sobre el mostrador estaba más
tranquila y había dejado de jurarse que ahogaría a
su amiga.
—Esta casa tiene muy buenos diseños —dijo mientras lo abría por una página al azar.
Gaston prestó
atención mientras ella le explicaba detalles con voz trémula. Eso le desconcertó. La observó tratando de entender a qué se
debía aquel temblor, ya que era consciente de que, por alguna razón, ella había dejado de temerle.
El tintineo de la puerta le sacó de sus pensamientos. Una atractiva y elegante mujer entró saludando con animosidad.
—Deberíais ir adentro para trabajar sin interrupciones —aconsejó Mery—. Yo me encargo de los clientes.
Rocio orientó los
ojos hacia ella suplicando que no la dejara sola. La sonrisa satisfecha de Mery
le indicó que estaba encantada de hacerlo; que en realidad había estado esperando la oportunidad de apartarse. Y una vez más deseó ahogarla.
Suspiró
evitando mirar directamente a Gaston. No culpaba a su amiga. Ella no podía saber el desasosiego que le causaba encontrarse con él a solas; no podía imaginar lo cruel que se
mostraba cuando no se veía obligado a fingir amabilidad. Y
tampoco pensaba contárselo.
Sin otra opción,
suspiró resignada, cerró el pesado catálogo y lo cogió entre los brazos.
—Acompáñame —dijo con un hilo de voz mientras se dirigía hacia una puerta al fondo del establecimiento.
Él no había
esperado que una primera visita a la tienda fuera a resultarle tan provechosa.
Había pensado que necesitaría algunas más para encontrar una disculpa que le condujera al almacén. Pero
allí estaba, en ese espacio de
paredes revestidas con baldas repletas de rollos de telas y papeles pintados.
No había un rincón, sino muchos donde podría ocultar cualquier cosa.
Rocio avanzó
hacia una puerta a su izquierda. Estaba demasiado inquieta como para reparar en
el comportamiento de Gaston, que estudiaba cada recodo calibrando cuáles podían ser los mejores escondrijos.
—Es nuestro despacho —indicó sin
volverse por si al hacerlo descubría que lo tenía demasiado cerca.
Él contempló la
suavidad con la que su cabello acariciaba su espalda rígida, y mientras lo hacía algo se le incendió en las entrañas. El rencor. Rencor por que le
hubiera dejado conocer la felicidad que suponía
amarla, rencor por que le hubiera alentado a soñar
con que la tendría a su lado eternamente.
Caminó tras
ella tratando de aplacar su fuego. Se dijo que ahora era él quien extendía las redes para atraparla. Que
tenía que ser igual de frío, igual de efectivo que ella fue
en el pasado. «Yo soy ahora el cazador sin alma», se
repitió hasta que al entrar en el despacho sintió que sus entrañas se habían convertido en hielo.
Rocio se sentó ante
un antiguo y bien cuidado escritorio de caoba. Colocó el
catálogo sobre la mesa y lo abrió por
la primera página.
—He estado mirando entre nuestros muestrarios —contó nerviosa, al tiempo que Gaston se quitaba la cazadora y tomaba
asiento frente a ella—. Por muchos motivos creo que
este es perfecto. Tiene colecciones muy especiales.
Se quedó
quieta, casi rígida, mientras él deslizaba una hoja tras otra y
examinaba los diseños. Fueron unos breves minutos en los que ella ni siquiera pudo
respirar con normalidad.
—Hay diferentes texturas de papeles y de tejidos —comentó él sin levantar la vista—. ¿También eso puedo decidirlo yo?
—Por supuesto. Serán tus creaciones —manifestó comenzando a tranquilizarse al
ver que la conversación transcurría casi con normalidad—. Tú
decides cómo debe ser el resultado final. —Él
siguió
curioseando entre los distintos modelos, y ella
continuó—: He pedido a la firma que nos envíen
otro catálogo para que puedas quedártelo.
Mañana mismo lo tendremos aquí.
—No creo que lo necesite. Me bastará con
echar un vistazo a este.
—Puede que tengas razón, pero también es posible que te surja alguna duda mientras trabajas y quieras
volver a ojearlo.
—Vendré a por él —dijo cerrando el muestrario y mirándola
a los ojos. Su expresión fue la fría y desafiante de siempre.
—Perfecto. —El nerviosismo la invadió de nuevo. No sabía qué
hacer con sus manos, con sus ojos, con su corazón,
que latía atropellado ante el descarado escrutinio al que la sometía.
Él sacó el paquete de tabaco y deslizó un
cigarro con la parsimonia de quien acaba de realizar un gran esfuerzo y precisa
relajarse.
—No puedes fumar aquí. —Gaston
entrecerró los ojos, como retándola a repetirlo, y ella insistió con seguridad—: Lo siento, pero esto está lleno de cosas que arderían
con facilidad. Nadie puede fumar aquí.
Sin ninguna prisa introdujo el cigarro en
la cajetilla y la dejó sobre la mesa, de tal manera
que, en lugar de un acto de consideración,
pareció un gesto de abierto desafío.
—¿Se trabaja con una medida establecida en estas cosas? —consultó con media sonrisa cínica.
—Con unas cuantas. —Se humedeció los labios con precipitación—. Puedes amoldarte a la que tu diseño
necesite o a la que tú prefieras. Todas están detalladas aquí. —Señaló las últimas páginas.
—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó al abandonar la silla y ponerse en pie—. Es
que tengo un poco de prisa. ¡Es lo que tiene ser un recluso! —La sonrisa le bailó esta vez en los ojos—. Aunque ya no eres poli seguro que sabes mucho de eso.
Rocio sintió una
dolorosa punzada en el pecho. No había noche en la que no lo imaginara
durmiendo en una fría celda, sobre un estrecho y duro camastro.
—Lo sé, sí —reconoció bajando con abatimiento los párpados—. Y no, no creo que haya nada más que
precises saber. De todos modos, siempre que te surja alguna duda puedes
llamarme o... o venir por aquí.
Gaston se puso con lentitud la cazadora,
se alzó el cuello y guardó el tabaco en uno de los
bolsillos. Un pequeño montoncito de tarjetas llamó su
atención. Cogió una y la leyó para sí.
Después volvió a dejarla solitaria, en el centro de la mesa, y le dio unos
suaves golpecitos con las yemas de los dedos.
—Arte e imaginación —rio
con suavidad.
Rocio lo recibió como
una acusación. Pensó que, para él, ella no podía dedicarse a algo que no fuera detener, encarcelar, mentir,
destrozar vidas.
—No soy decoradora, como lo es Mery. Tan solo hice unos cursos —indicó aun estando segura de que él lo
sabía—. No puedo engañar a quienes confían en mí para la decoración de sus hogares.
Gaston se tensó
tratando de dominar la rabia que le provocaba oírle
hablar de confianza. Según ella, cualquier desconocido que
entrara en su tienda merecía su honradez; cualquiera excepto
él, que le había confiado su vida, que la había amado más que a nadie.
Al final no pudo contenerse. Apoyó las manos sobre la mesa y adelantó el
cuerpo hasta tener los ojos miel frente a los suyos.
—No puedes engañar a los que confían en ti —masculló en
voz baja—. Buena frase. Muy buena frase —recalcó con acidez mientras ella dejaba de respirar—. ¿Esta era tu intención al ofrecerme el trabajo? ¿Tan mezquino te parezco que crees que no me jodiste bastante y
quieres seguir haciéndolo? —Apretó los dientes y no le dejó
tiempo para contestar—. Tranquila, porque esta vez no
lo vas a conseguir. Puedes estar segura de que no dejaré que lo hagas.
Se apartó mirándola con frialdad mientras cerraba hasta el cuello la cremallera
de su cazadora. Comprimió los labios y le dio la espalda
para salir de allí.
Rocio se estremeció. No podía creer que le hubiera ofendido
de una forma tan burda, tan involuntaria. No debió
ocurrir. Ella sabía bien la facilidad con la que solía
estallarle el resentimiento, y se prometió que
elegiría sus palabras con más cuidado del que ya lo hacía. Eso contando con que su desafortunado comentario no lo hubiera
estropeado todo.
adap Iribika

Oh, yo quiera más acercamiento loco!!!!!!! ah que, que reconroso esta Gaston, ya se todo lo que paso pero a veces se pasa, quiero que se acercen más, ellos se aman kjahskjagjshga.
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