Mery sonrió al ver
a Rocio mirar su reloj de pulsera. Eran las siete y cuarto de la tarde y
calculaba que, en la última media hora, había hecho el gesto de consultarlo cada tres
minutos. El catálogo, de
suaves tapas de cuero negro, había llegado a media mañana. Desde entonces, Rocio lo había abierto como cientos de veces y lo había lustrado con una pequeña gamuza en unas cuantas ocasiones. Pensó que era el lógico nerviosismo que precede a un
encuentro de enamorados, y lamentó que aquello no fuera una verdadera cita. No sabía qué sentía aquel hombre por su amiga, pero tenía muy claro lo que su amiga sentía por él, meditó mientras la veía elegir entre las gruesas bolsas de
papel con el anagrama de la tienda, como si entre ellas esperara encontrar una
más perfecta que el resto.
—¿Crees
que tu artista vendrá hoy?
Rocio introdujo
el muestrario en la bolsa y la cogió por las asas para comprobar su peso.
—Dijo que
lo haría, y que
yo sepa él no ha
fallado nunca. —Su
expresión
ausente no varió a pesar
de sus dudas internas. La posibilidad de que no apareciera tras haberlo
ofendido con su comentario sobre la honradez le roía el ánimo.
—Ten
cuidado. —Rocio la
miró extrañada—. Tu sonrisa —aclaró Mery con expresión divertida—. Cuando hablas de él sonríes como una boba y tus ojos chisporrotean
como estrellitas en una noche de verano. Y cuando lo tienes delante todavía es peor. Él lo notará si no tienes cuidado, y no sé si quieres que lo note.
Rocio fingió no haber oído. Sabía que no
bromearía con eso si conociera toda la verdad. Pero le había contado bien poco. Apenas unos apuntes
de su hermosa y frustrada historia de amor; nada que le hiciera imaginar la
verdadera dimensión del
drama que los había
separado.
Dejó la bolsa sobre la mesa, en el despacho,
y se sentó,
dispuesta a repasar cuentas para soportar mejor la espera. Las fue examinando y
separando por las fechas en las que debían afrontar los pagos.
No escuchó el sonido de la puerta del almacén ni a Gaston recorrerlo con lentitud de
extremo a extremo. Solo cuando sintió que alguien entraba en la oficina alzó la cabeza y lo vio.
Sintió su corazón latirle en la garganta. Y ni por un instante
recordó el
tonto consejo de Mery de disfrazar su sonrisa o atenuar el chisporroteo en sus
ojos. Se sentía
demasiado feliz cada vez que le veía, aun a pesar de sus formas destempladas, como para
pensar en otra cosa que no fuera él.
Gaston sí ocultaba sus sentimientos, y ella
lo sabía. Lo
sabía desde que, ahogado de alcohol, le
confesó que la
amaba tanto como la odiaba. Por eso, una vez más, no tuvo en cuenta la actitud distante
y fría con la
que se le acercó.
—Tenemos
el catálogo —dijo ella amontonando de forma acelerada
las facturas y metiéndolas en un cajón para desocupar el escritorio.
Gaston arrastró la silla y se sentó, con la espalda apoyada en el respaldo y
las piernas separadas, con aspecto cansado pero desafiante. Acababa de
inspeccionar el almacén y descubrir el escondrijo perfecto. Estaba tenso, más consciente que nunca de lo que le había llevado hasta allí.
—No hemos
hablado de plazos de entrega. —Apoyó los codos en los reposabrazos y juntó las manos bajo la barbilla—. No lo hice con el cliente y tampoco lo
he hecho contigo.
—Me he
permitido solucionar eso. —Se humedeció los labios, nerviosa—. Le dije al señor Ayala que los días laborables dispones de poco tiempo. Lo
entendió. Además, sabe que lo que ha pedido no se hace
de la noche a la mañana. Confía en tu sentido de la responsabilidad.
—¿También le contaste que mi falta de tiempo se
debe a que con el tercer grado me dejan salir de prisión para trabajar y poco más? —preguntó con actitud arrogante.
Ella se
sobresaltó al
verle comenzar con su sarcasmo y tardó unos segundos en responder.
—¿Por qué iba a darle detalles sobre tu vida? No
habría sido
natural.
—Tal vez
no le agrade que un convicto tenga acceso a su preciosa casa. Reconocerás que sería bastante comprensible.
—Ha
contratado al dibujante y eso es lo único que le importa. El día que uno de nuestros clientes se
interese por la vida personal de cualquiera de nosotros, dejaremos de trabajar
para él.
Gaston sonrió sin dejar de observarla. Pensó que seguía siendo la mujer fuerte y segura de sí, con la misma decisión y la misma falsa dulzura.
—Tienes
poder de persuasión —opinó taladrándola con la mirada sin ningún recato—. ¡Está bien! —aceptó al fin, alzando las manos—. No me demoraré más de lo inevitable. Mi tiempo libre de
ayer y de hoy los he agotado viniendo aquí, pero comenzaré mañana. Los fines de semana recuperaré el tiempo perdido.
Rocio deseó seguir preguntando, saber si disponía de un lugar para trabajar sin que nadie
le molestara, y, de paso, averiguar dónde y con quién estaba viviendo. Se aclaró la voz y se atrevió a decir:
—Si
necesitas algo para...
—Tengo
mis lápices y
mis rotuladores. No necesito nada más.
—Pero te
hará falta un ordenador para...
—He dicho
que no necesito nada —repitió despacio—. Lo tengo todo controlado. Haré los bocetos a mano porque es como me
gusta hacerlos. Una vez acabados te los pasaré en un archivo.
—No quería ofenderte. Si lo ha parecido...
—No lo ha
parecido —respondió con sequedad.
Se puso en pie. Rocio
se precipitó a
entregarle la bolsa al tiempo que él extendía el brazo para cogerla. Sus dedos se encontraron en
las asas de cartón
enrollado.
Bastó un segundo para que la electricidad
penetrara por sus poros y recorriera todas sus terminaciones nerviosas.
Rocio se apartó al instante musitando un «lo siento» mientras le invadían sensaciones pasadas pero nunca
olvidadas que volvieron a adherirse a su piel.
Gaston se quedó inmóvil mirándola mientras trataba de recuperarse. No
había estado atento. El arrebato que le llevó a inmovilizarle el rostro le había enseñado algo importante: tenerla demasiado
cerca y oírla
respirar, le desestabilizaba de una forma que no comprendía. Por eso ponía especial cuidado en no enfurecerse
hasta el extremo de que algo así pudiera repetirse. Pero no había evitado, con la misma eficacia, los
roces casuales que le desestabilizaban tanto como los provocados.
—Tengo
cosas que hacer —dijo con
una mueca burda que poco se parecía a una sonrisa.
Rocio asintió con un movimiento, sin fuerzas ya para
responder. Gaston salió del despacho cerrando tras él la puerta.
Entonces ella se
hundió en el
asiento.
«¿Por qué te amo tanto?», se preguntó cubriéndose los párpados con las manos. «¿Por qué, después de tantos años, te amo más que entonces, te amo más que nunca?» Dejó que las lágrimas se deslizaran lentamente entre sus
dedos. «¿Por qué sigo necesitándote, si sé que nunca te tendré?»
Ese miércoles Gaston había ido a buscar a Lali y juntos habían subido hasta el monte en el viejo
coche.
Pudo escoger
entre muchas formas de contar lo ocurrido en los últimos días, pero, por algún motivo que no pudo explicarse, comenzó hablándole de los diseños que le habían encargado que hiciera para la casa de
la playa. Ella, pegada a su costado y tiritando de frío, le escuchó embelesada, consciente de lo que un
trabajo así significaba
para él.
Gaston hizo una
pausa y cogió aire
para contarle el resto. Lali se le adelantó. Saltó al suelo y se colocó frente a él, entre sus piernas, con la sonrisa más espectacular de cuantas había mostrado hasta entonces.
—Esto sí que es un nuevo comienzo, Gaston. Un
nuevo comienzo de verdad. —Colocó las manos en su cuello, sobre la nuca, y le besó con suavidad en los labios.
—Lali... —empezó él estrechándola por la cintura.
—No te
preocupes. No olvido que te han contratado para algo muy puntual —reconoció sin dejar de besarle—. Pero verán tus diseños y ya no podrán prescindir de ti. ¿Quiénes son? ¿Cómo has contactado con ellos?
—Solo te
he contado una parte de la historia. Hay más.
—Ya lo
imagino. —Volvió a pensar en su desaparición del fin de semana—. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde el
sábado —suspiró preparándose para afrontar su reacción—. El trabajo me lo dio Rocio. —Percibió que el rostro de Lali se oscurecía y que su cuerpo se tensaba bajo su manos—. Me localizó varias veces para ofrecérmelo, y como puedes imaginar me negué. Hasta que descubrí que eso me daría acceso a la tienda para llevar a cabo
mi plan.
—No es
verdad —musitó escudriñando en sus ojos—. No puede ser verdad.
—Lo es.
Suena disparatado, lo sé, pero no podía desaprovechar la que probablemente sea
mi única oportunidad.
Lali se quedó aturdida. Gaston le acariciaba con mimo
la espalda, pero ella no lo notaba. Sobrecogida por un mal presentimiento, se
le amontonaban las preguntas: cómo y dónde se había encontrado Rocio con él, cómo había sabido que estaba en libertad, qué había hecho Gaston para que ella le hubiera
ofrecido un trabajo.
—La has
visto... —Reaccionó buscando su mirada. Él se limitó a mirarla en silencio—. ¿Por qué no me has dicho nada? —preguntó ofendida—. ¿Para qué te busca, qué quiere de ti?
—No lo sé, pero tampoco me importa. —Le rozó el rostro con el suyo—. Sé lo que quiero yo.
Esta vez fue
ella quien retrocedió unos centímetros.
—¿De
verdad lo sabes? —cuestionó con un punto de rabiosa ironía.
—¿Qué tratas de decir? —Detuvo las manos sobre la rígida cintura y arrugó el ceño—. No te entiendo.
Lali apretó los párpados y comprimió los labios. Pensó que había sido el coraje de sentirse relegada de
nuevo por la misma dichosa mujer el que le había hecho decir lo que no debía. Pero no quería seguir. Se sabía capaz de soportar su propio dolor, pero
no estaba segura de poder cargar con el de Gaston.
—Nada.
Dejémoslo así —rogó resistiéndose a ser ella quien le hiriera.
Trató de apartarse, pero él la retuvo y la aprisionó con sus brazos.
—No vamos
a dejarlo así. —Sonó demasiado rudo y él mismo trató de suavizarlo—. ¿Qué pasa?
—Pasa... —Se mordió los labios, impotente, y las palabras
salieron furiosas y atropelladas de su boca—. Pasa que creo que eres tú quien ha propiciado este acercamiento.
Quieres estar cerca de ella. Simplemente estar cerca de ella porque no has
podido olvidarla.
Gaston se quedó inmóvil mirándola con incredulidad. Tras un instante
su expresión se
tensaba y se ensombrecía.
—Lo que
estás insinuando es estúpido —gritó soltándola y bajando del capó.
Pero Lali, en
ese momento, ya solo era una mujer enamorada que sentía que comenzaba a perder a su hombre.
—No estoy
insinuando nada. Te lo estoy diciendo con claridad. La amas.
—¡¿Cómo puedes decir eso?! —Descargó su furia golpeando con su pie el neumático delantero—. ¡¿Cómo puedes pensarlo siquiera?! ¿Crees que puedo olvidar que destrozó mi vida, que fue la responsable de la
muerte de mi hermano, que me engañó desde el primer día? —increpó sin importarle que alguien pudiera
escucharle desde lo alto del mirador—. ¿De verdad crees que puedo olvidar todo eso?
—Puedes,
porque no eres dueño de tu
corazón, igual
que yo no soy la dueña del mío.
—¡Esto...
esto es...! —Alzó los brazos al cielo y los dejó caer con impotencia—. ¡Esto es increíble! ¿Por qué me haces algo así?
—Estoy
siendo sincera. Ya que tú te niegas a verlo, alguien te lo tenía que decir porque de aquí solo sacarás más dolor. Estás obsesionado con...
—¡Claro
que estoy obsesionado! —volvió a gritar acercándose a su rostro. Ella se sobresaltó—. ¡Cómo no voy a estarlo! Tengo sed de
venganza, Lali. Quiero devolverle un poco del dolor con el que asfixió mi vida. Y digo un poco porque es
imposible devolvérselo
todo. Al menos yo no sabría hacerlo aunque quisiera.
La oscuridad en
sus ojos apagó la
furia de Lali, que bajó la voz.
—Deja de
mentirte —pidió como lo hubiera hecho a un niño—. Tu obsesión es ella, no la venganza.
Gaston respiro
con fuerza y le dio la espalda tratando de tranquilizarse.
Durante unos
segundos inspiró el aire
frío que llegaba después de haber sobrevolado el bocho en el que anida la ciudad.
De nuevo se
volvió hacia Lali.
Parada ante el vehículo,
encogida de frío, con
las manos en los bolsillos de su abrigo, le miraba con ojos brillantes.
No se compadeció de ella. Los reproches le habían parecido absurdos, incomprensibles y
hasta casi malintencionados.
—Te has
propuesto joderme la noche. ¡Pues bien —aceptó con rudeza—, ya lo has hecho! —Rodeó el coche y abrió la puerta delantera—. Sube.
—¿Adónde vamos? —preguntó con cautela mientras tomaba asiento.
—Tú, no lo sé —dijo cerrando sin mirarla—. Yo a mi casa. Tengo mucho que dibujar
antes de ir a dormir a la cárcel.
Volvió a bordear el vehículo, hasta el otro costado, y entró sin abandonar su gesto agrio. Arrancó el motor, y ese fue el único sonido que los dos escucharon a
partir de ese instante. Su semblante, al
entrar en los servicios masculinos de la comisaría, indicaba que estaba contrariado.. Tras
él entró el agente Gómez. Un gesto silencioso del comisario y
el joven se inclinó para
avistar por la zona inferior de las puertas de cada excusado, abriéndolas después para asegurarse de que no tenían compañía.
—No puedo
creer que no tengas nada —dijo pablo con destemplanza—. No puedo creer que alguien con tu
ambición no sea
capaz de llevar a cabo una misión tan simple.
—Disculpe,
señor, pero no puedo averiguar nada si lo único que se me permite es intimar con
antiguas novias del sospechoso.
—¿Estás insinuando que no sé hacer mi trabajo? —Le miró a la vez que se retiraba la espuma bajo
el chorro de agua fría.
—No, señor —se apresuró a responder—. Nunca se me ocurriría, señor.
—Una
mujer despechada es siempre un pozo de información, sobre todo para un buen policía. Pero estoy empezando a creer que me he
equivocado contigo.
—Con el
debido respeto, señor, no
se puede sacar información de lo que no existe. Y le aseguro que no hay mujeres
despechadas en este caso.
—¿Qué necesitas para conseguir resultados? —Arrugó la toalla y la arrojó al cubo de basura.
—Libertad
de movimiento, señor —se atrevió a solicitar—. Poder seguir a quien yo crea
conveniente y en el momento en el que lo necesite sin perder tiempo en
localizarle y preguntarle a usted.
Si Rocio descubría lo que estaba haciendo no se lo
perdonaría nunca,
y no estaba dispuesto a perderla por la ineptitud de un subordinado.
—Voy a
acceder. —Hizo una
pausa durante la que siguió analizándolo—. Si consigues lo que quiero, yo obtendré para ti ese ascenso que tú deseas. Pero grábate bien lo que te voy a decir: si me
comprometes, con Rocio o con quien sea, archivarás estúpidos documentos hasta el día del juicio final.
—Me
gustan los desafíos, señor —aseguró con orgullo.
—Y a mí me gusta la eficacia, la limpieza, la
discreción. ¿Tienes algo así en ese cerebro de novato?
—Lo
tengo, señor.
—¡Pues
demuéstralo! —advirtió apretando los dientes—. Demuéstralo antes de que decida que has
agotado tu tiempo. adap Iribika

Bueh, tiene toda la razon Lali, que tonto Gaston que no se quiere dar cuenta, es que tambien se lo entiende, quiero más acercamientos entre Gas y Rochi, quiero ver que onda kjahs
ResponderEliminarPara mi no es que e no lo sabe y no quiere darse cuenta...Lo sabe y como!
ResponderEliminarHermoso capi, como siempre:)!
Fran.