viernes, 31 de agosto de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 23


Se olvidaba del mundo cada vez que dibujaba. El resto del tiempo pensaba en Rocio, siempre en Rocio. Y, ante esa irracional conducta, no encontraba ninguna explicación que le tranquilizara.
Esa mañana el riesgo no era demasiado alto. El terreno era llano, y los árboles a derribar, pequeños. Gaston talaba los que le correspondían y los dividía en tres pedazos para que otros los desmocharan. No se detenía a hablar con nadie. Hacía su labor con rapidez y, como un autómata, pasaba a tumbar el siguiente ejemplar erguido.
Tenía el pensamiento muy lejos. Demasiado lejos y demasiado ocupado en el día en que la llevó a casa por primera vez; en las risas ahogadas, los apremiantes susurros, la avidez por entrar al fin en ella.
Han llegado comiéndose a besos. El deseo, largamente contenido, ha tomado por fin el control; ellos, ante su necesidad de tenerse y de entregarse, han dejado que lo haga.
Apenas atraviesan el umbral Rocio arroja el bolso al suelo, y las caricias más osadas se unen a los besos más ardientes que han experimentado juntos. Avanzan por el pasillo deteniéndose a cada paso, abandonándose al firme apoyo de la pared, saciando la necesidad de internar las manos bajo las ropas, de rozar esa piel durante tanto tiempo codiciada y prohibida.
Es la locura. Sentirla temblar bajo sus dedos, comprobar que arde en la misma irrefrenable necesidad que a él le consume, es la locura. Llega a pensar que no conseguirá conducirla hasta su habitación, hasta su cama, que acabará amándola ahí mismo si siguen tocándose como lo están haciendo. Lo cree firmemente cuando ella le levanta con apresuramiento la camiseta.
—¡Oh, Dios! musita cuando la boca, húmeda y caliente, le recorre el torso. No imaginas cuántas veces he soñado con esto.
Ella alza la cabeza para mirarle. Las mejillas encendidas, los ojos llameando como hogueras.
—¿Estás seguro de que no lo sé? Su risa suena entrecortada, como su respiración.
Gaston vuelve a besarla, la acopla a su cuerpo, la sujeta con sus brazos y la alza del suelo para avanzar el último tramo hasta su cuarto. Ya queda poco, comienza a creer que conseguirán llegar. Pero la necesidad de acariciarse les detiene de nuevo.
Ella aprieta la espalda contra la pared mientras él, con dedos sorprendentemente torpes, le suelta los botones superiores del ajustado suéter. La visión del fino encaje del sujetador que cubre sus pechos le deja sin aliento. Gime mientras los envuelve con sus manos a través de la prenda de lana y besa la discreta abundancia que asoma por el borde.
Gaston musita Rocio, tensa e inmóvil. Él trata de atemperar sus instintos para no asustarla. Gaston. Vuelve a susurrar, y esta vez tira de su cabello para que alce la cabeza.
Se endereza, asfixiado. Las preguntas se extinguen en su garganta cuando la ve mirar al frente, por encima de su hombro izquierdo, en dirección a la cocina.
Se vuelve a la vez que sus labios articulan una silenciosa maldición.
—¡¿Qué haces aquí?! reclama entre dientes al tiempo que la cubre con su cuerpo para darle tiempo a que se arregle la ropa mientras él mismo se baja la camiseta.
Apoyado en el borde de la mesa, un muchacho de sedoso cabello rubio los contempla con gesto divertido mientras muerde una brillante manzana verde.
No me gusta el plan que han preparado para hoy informa sin inmutarse. Demasiado aburrido para mí. He decidido que no voy a salir. —Sonríe al poner su atención en Rocio, que avanza unos discretos pasos hasta colocarse junto a Gaston, que la abraza por la cintura.
Esta preciosidad es Rocio la presenta sin aclararse la aspereza en la voz. Y este enano, que casi siempre está donde no debe, es Manu, mi hermano.
El chico se pone en pie y es evidente que lo de «enano» ha sido un cariñoso apelativo. Rocio, dominando sus nervios, consigue decir:
Tenía ganas de conocerte. Tiende la mano con indecisión. Manu se adelanta con descaro y le roba dos besos; uno por mejilla.
Pero no esperabas conocerme ahora, imagino. Se regodea sin disimulo.
Gaston carraspea. Su cuerpo sigue estando tenso y su calma comienza a desfallecer.
Hace una noche preciosa para pasear con una chica a la luz de la luna dice mirándole con determinación.
Manu le mantiene la mirada sin abandonar su gesto divertido. En algún momento los dos esbozan idéntica sonrisa, como si la silenciosa conversación hubiera finalizado en acuerdo.
Puede que tengas razón. Se acaricia el mentón fingiendo meditar. Además, tampoco es que sea demasiado emocionante pasar la noche de un sábado en casa. Se vuelve hacia Rocio. Siento dejaros solos. Sé que os aburriréis sin mí.
Te aseguro que nos las arreglaremos dice Gaston revolviéndole con los dedos la melena rubia. Preocúpate por tus cosas.
Manu no le presta atención. Prefiere seguir contemplando a Rocio. Zarandea con fuerza la cabeza para que los mechones vuelvan a su lugar.
Me ha gustado conocerte confiesa ya sin mofa. Mi hermano siempre está hablando de ti. Creí que exageraba. Me alegra haberme equivocado.
Esta vez ella ríe más relajada, olvidando por completo la situación embarazosa que le ha agolpado toda la sangre en las mejillas.
Manu aún tarda unos interminables minutos en finalizar su conversación y desaparecer. Entonces Gaston hace retroceder a Rocio hasta la pared, la encierra con sus brazos y le acaricia los labios con los suyos.
—¿Dónde nos habíamos quedado? susurra.
Es guapo tu hermano dice internando las manos bajo la camiseta para acariciarle con suavidad la piel. Gaston gime. Tiene tus ojos verdes, tu mismo color de pelo. Se parece mucho a ti.
Sí, eso dicen admite con impaciencia mientras intenta soltar de nuevo los primeros botones del suéter. Cuando el encaje aparece su cuerpo se estremece con más violencia que al verlo por primera vez.
Os lleváis bien insiste disfrutando y encendiéndose ella misma con su apasionada desesperación. Salta a la vista la complicidad que hay entre vosotros.
La mira a los ojos, pero ni sus manos ni su cuerpo se detienen. Continúa desabotonando, acariciando, apretando sus caderas contra las suyas, debilitando todo dominio sobre sí.
Es mi única familia susurra sin aliento, tratando de recuperarlo en el borde de su boca. Le quiero. Daría mi vida por él igual que la daría por ti. Sois todo mi mundo. Vosotros dos componéis todo mi mundo.
Rocio tiembla. Desliza los dedos sobre los músculos tensos de su espalda.
Me asustas cuando dices esas cosas.
Eso es porque aún no terminas de creerlas. Ríe con el poco aire que la excitación le permite tomar y expulsar. Pero te las demostraré. Te demostraré que en mi vida no hay ni habrá, jamás, más mujer que tú.
—¿Suceda lo que suceda? pregunta temerosa, casi sin voz, con los ojos abiertos y expectantes.
Suceda lo que suceda asegura él perdiendo definitivamente el control. Nada conseguirá cambiar el hecho de que ya no tengo más mujer que tú.
«Ya no tengo más mujer que tú», repetía la mente de Gaston ahora, mientras agarraba con fuerza la motosierra para que los dientes de acero penetraran en la madera. «Ya no tengo más mujer que tú.»
Y había sido cierto. No hubo más mujer entonces, ni después, ni siquiera la había ahora. Estaba Lali, sí. Se acostaba con ella con relativa frecuencia, la quería, pero no conseguía entregarse en cuerpo y alma, como siempre hizo con Rocio. Por eso seguía sintiendo que no tenía mujer, que jamás la tendría, que ella fue la última. Que ella fue la única.
La hoja entró con limpieza en el cuerpo del árbol, pero perdió velocidad cuando fue aprisionada por el corte. Gaston la extrajo para evitar que invirtiera la dirección y saliera disparada contra él.
El corazón le golpeaba con ímpetu. Había dejado que los recuerdos le alteraran de nuevo y se sentía furioso contra sí mismo. Empuñó con decisión la máquina y condujo la hoja de nuevo hacia el tajo. Las puntas afiladas penetraron con facilidad, pero volvió a atascarse en el mismo punto. Gaston no reaccionó con la suficiente rapidez y se originó el temido retroceso. El contragolpe duró un segundo que le pareció una eternidad. Un segundo en el que todo se movió con desesperada lentitud y pesadez.
La espada dentada salió del tronco con violencia elevándose y formando un descontrolado arco hacia su pecho. La protección de la empuñadura superior mantuvo a salvo su mano izquierda mientras su derecha pulsaba el freno de emergencia de la cadena. A través del cristal de sus gafas protectoras pudo ver que la punta de la espada se acercaba sin que los dientes hubieran dejado de girar. Estaban a punto de destrozarle la carne. Nada es más rápido y mortal que el zarpazo traicionero de una motosierra.
Tensó los músculos intentando retrasar el momento de la toma de contacto con la hoja. Se preparó para soportar el dolor que las puntas dentadas le provocarían al desgarrarle la piel.
Cuando estas le golpearon el pecho, ya se habían detenido.
Resopló con fuerza y dejó la motosierra sobre la tierra. Miró a su alrededor, sin poder creer que siguiera vivo, y vio que algunos compañeros se habían percatado de la tragedia que había estado a punto de ocurrir. Peter, que nunca trabajaba demasiado lejos, se acercó despacio, temiendo que no le sujetaran las piernas. Tenso, con el gesto contraído, le abrazó con fuerza.
No vuelvas a hacerme esto, cabrón murmuró entre dientes, apretándolo enérgicamente contra sí. Al apartarse tenía los ojos brillantes y enrojecidos. ¿Qué cojones te pasa? espetó de pronto furioso. ¿Dónde tienes la cabeza?
Gaston soltó el aire que había estado conteniendo.
No lo sé mintió, aún consternado.
Peter le señaló con el dedo. Un nudo en la garganta le impedía continuar. Comenzó a retroceder de espaldas para regresar al trabajo.
Tenemos que hablardijo por fin, apretando la mandíbula. Tenemos que hablar muy en serio de toda esta mierda. Me da igual si mis verdades te sacan de quicio.
Ahí no terminaban las broncas y Gaston lo sabía.
Se agachó para tomar la motosierra y miró en dirección a la camioneta. El jefe de cuadrilla le miraba desde el camino, con una actitud sospechosamente tranquila.                                             adap A.Iribika

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