Se olvidaba del
mundo cada vez que dibujaba. El resto del tiempo pensaba en Rocio, siempre en Rocio.
Y, ante esa irracional conducta, no encontraba ninguna explicación que le tranquilizara.
Esa mañana el riesgo no era demasiado alto. El
terreno era llano, y los árboles a derribar, pequeños. Gaston talaba los que le correspondían y los dividía en tres pedazos para que otros los desmocharan.
No se detenía a
hablar con nadie. Hacía su labor con rapidez y, como un autómata, pasaba a tumbar el siguiente
ejemplar erguido.
Tenía el pensamiento muy lejos. Demasiado
lejos y demasiado ocupado en el día en que la llevó a casa por primera vez; en las risas
ahogadas, los apremiantes susurros, la avidez por entrar al fin en ella.
Han llegado comiéndose a besos. El deseo, largamente
contenido, ha tomado por fin el control; ellos, ante su necesidad de tenerse y
de entregarse, han dejado que lo haga.
Apenas atraviesan el umbral Rocio arroja el bolso al
suelo, y las caricias más
osadas se unen a los besos más
ardientes que han experimentado juntos. Avanzan por el pasillo deteniéndose a cada paso, abandonándose al firme apoyo de la
pared, saciando la necesidad de internar las manos bajo las ropas, de rozar esa
piel durante tanto tiempo codiciada y prohibida.
Es la locura. Sentirla temblar bajo sus dedos,
comprobar que arde
en la misma irrefrenable necesidad que a él
le consume, es la locura. Llega a pensar que no conseguirá conducirla hasta su
habitación,
hasta su cama, que acabará
amándola
ahí
mismo si siguen tocándose
como lo están
haciendo. Lo cree firmemente cuando ella le levanta con apresuramiento la
camiseta.
—¡Oh,
Dios! —musita
cuando la boca, húmeda
y caliente, le recorre el torso—.
No imaginas cuántas
veces he soñado
con esto.
Ella alza la cabeza para mirarle. Las mejillas
encendidas, los ojos llameando como hogueras.
—¿Estás seguro de que no lo sé? —Su risa suena entrecortada,
como su respiración.
Gaston vuelve a besarla, la acopla a su cuerpo, la
sujeta con sus brazos y la alza del suelo para avanzar el último tramo hasta su
cuarto. Ya queda poco, comienza a creer que conseguirán llegar. Pero la necesidad
de acariciarse les detiene de nuevo.
Ella aprieta la espalda contra la pared mientras él, con dedos
sorprendentemente torpes, le suelta los botones superiores del ajustado suéter. La visión del fino encaje del
sujetador que cubre sus pechos le deja sin aliento. Gime mientras los envuelve
con sus manos a través
de la prenda de lana y besa la discreta abundancia que asoma por el borde.
—Gaston
—musita
Rocio, tensa e inmóvil.
Él trata de atemperar sus instintos para no asustarla—. Gaston. —Vuelve a susurrar, y esta
vez tira de su cabello para que alce la cabeza.
Se endereza, asfixiado. Las preguntas se extinguen en
su garganta cuando la ve mirar al frente, por encima de su hombro izquierdo, en
dirección
a la cocina.
Se vuelve a la vez que sus labios articulan una
silenciosa maldición.
—¡¿Qué haces aquí?! —reclama entre dientes al
tiempo que la cubre con su cuerpo para darle tiempo a que se arregle la ropa
mientras él
mismo se baja la camiseta.
Apoyado en el borde de la mesa, un muchacho de sedoso
cabello rubio los contempla con gesto divertido mientras muerde una brillante
manzana verde.
—No
me gusta el plan que han preparado para hoy —informa
sin inmutarse—.
Demasiado aburrido para mí.
He decidido que no voy a salir. —Sonríe
al poner su atención
en Rocio, que avanza unos discretos
pasos hasta colocarse junto a Gaston, que la abraza por la cintura.
—Esta
preciosidad es Rocio —la
presenta sin aclararse la aspereza en la voz—.
Y este enano, que casi siempre está
donde no debe, es Manu, mi hermano.
El chico se pone en pie y es evidente que lo de «enano» ha sido un cariñoso apelativo. Rocio,
dominando sus nervios, consigue decir:
—Tenía ganas de conocerte. —Tiende la mano con indecisión. Manu se adelanta con
descaro y le roba dos besos; uno por mejilla.
—Pero
no esperabas conocerme ahora, imagino. —Se
regodea sin disimulo.
Gaston carraspea. Su cuerpo sigue estando tenso y su
calma comienza a desfallecer.
—Hace
una noche preciosa para pasear con una chica a la luz de la luna —dice mirándole con determinación.
Manu le mantiene la mirada sin abandonar su gesto divertido.
En algún
momento los dos esbozan idéntica
sonrisa, como si la silenciosa conversación
hubiera finalizado en acuerdo.
—Puede
que tengas razón.
—Se
acaricia el mentón
fingiendo meditar—.
Además,
tampoco es que sea demasiado emocionante pasar la noche de un sábado en casa. —Se vuelve hacia Rocio—. Siento dejaros solos. Sé que os aburriréis sin mí.
—Te
aseguro que nos las arreglaremos —dice
Gaston revolviéndole
con los dedos la melena rubia—.
Preocúpate
por tus cosas.
Manu no le presta atención. Prefiere seguir
contemplando a Rocio. Zarandea con fuerza la cabeza para que los mechones
vuelvan a su lugar.
—Me
ha gustado conocerte —confiesa
ya sin mofa—.
Mi hermano siempre está
hablando de ti. Creí
que exageraba. Me alegra haberme equivocado.
Esta vez ella ríe
más
relajada, olvidando por completo la situación
embarazosa que le ha agolpado toda la sangre en las mejillas.
Manu aún
tarda unos interminables minutos en finalizar su conversación y desaparecer. Entonces Gaston
hace retroceder a Rocio hasta la pared, la encierra con sus brazos y le
acaricia los labios con los suyos.
—¿Dónde nos habíamos quedado? —susurra.
—Es
guapo tu hermano —dice
internando las manos bajo la camiseta para acariciarle con suavidad la piel. Gaston
gime—.
Tiene tus ojos verdes, tu mismo color de pelo. Se parece mucho a ti.
—Sí, eso dicen —admite con impaciencia
mientras intenta soltar de nuevo los primeros botones del suéter. Cuando el encaje
aparece su cuerpo se estremece con más
violencia que al verlo por primera vez.
—Os
lleváis
bien —insiste
disfrutando y encendiéndose
ella misma con su apasionada desesperación—. Salta a la vista la
complicidad que hay entre vosotros.
La mira a los ojos, pero ni sus manos ni su cuerpo se
detienen. Continúa
desabotonando, acariciando, apretando sus caderas contra las suyas, debilitando
todo dominio sobre sí.
—Es
mi única
familia —susurra
sin aliento, tratando de recuperarlo en el borde de su boca—. Le quiero. Daría mi vida por él igual que la daría por ti. Sois todo mi
mundo. Vosotros dos componéis
todo mi mundo.
Rocio tiembla. Desliza los dedos sobre los músculos tensos de su
espalda.
—Me
asustas cuando dices esas cosas.
—Eso
es porque aún
no terminas de creerlas. —Ríe con el poco aire que la
excitación
le permite tomar y expulsar—.
Pero te las demostraré.
Te demostraré
que en mi vida no hay ni habrá,
jamás,
más
mujer que tú.
—¿Suceda
lo que suceda? —pregunta
temerosa, casi sin voz, con los ojos abiertos y expectantes.
—Suceda
lo que suceda —asegura
él
perdiendo definitivamente el control—.
Nada conseguirá
cambiar el hecho de que ya no tengo más
mujer que tú.
«Ya no
tengo más mujer
que tú», repetía la mente de Gaston ahora, mientras
agarraba con fuerza la motosierra para que los dientes de acero penetraran en
la madera. «Ya no
tengo más mujer
que tú.»
Y había sido cierto. No hubo más mujer entonces, ni después, ni siquiera la había ahora. Estaba Lali, sí. Se acostaba con ella con relativa
frecuencia, la quería, pero no conseguía entregarse en cuerpo y alma, como
siempre hizo con Rocio. Por eso seguía sintiendo que no tenía mujer, que jamás la tendría, que ella fue la última. Que ella fue la única.
La hoja entró con limpieza en el cuerpo del árbol, pero perdió velocidad cuando fue aprisionada por el
corte. Gaston la extrajo para evitar que invirtiera la dirección y saliera disparada contra él.
El corazón le golpeaba con ímpetu. Había dejado que los recuerdos le alteraran
de nuevo y se sentía
furioso contra sí mismo.
Empuñó con
decisión la máquina y condujo la hoja de nuevo hacia el
tajo. Las puntas afiladas penetraron con facilidad, pero volvió a atascarse en el mismo punto. Gaston no
reaccionó con la
suficiente rapidez y se originó el temido retroceso. El contragolpe duró un segundo que le pareció una eternidad. Un segundo en el que todo
se movió con
desesperada lentitud y pesadez.
La espada
dentada salió del
tronco con violencia elevándose y formando un descontrolado arco hacia su pecho.
La protección de la
empuñadura
superior mantuvo a salvo su mano izquierda mientras su derecha pulsaba el freno
de emergencia de la cadena. A través del cristal de sus gafas protectoras pudo ver que la
punta de la espada se acercaba sin que los dientes hubieran dejado de girar.
Estaban a punto de destrozarle la carne. Nada es más rápido y mortal que el zarpazo traicionero
de una motosierra.
Tensó los músculos intentando retrasar el momento de
la toma de contacto con la hoja. Se preparó para soportar el dolor que las puntas
dentadas le provocarían al desgarrarle la piel.
Cuando estas le
golpearon el pecho, ya se habían detenido.
Resopló con fuerza y dejó la motosierra sobre la tierra. Miró a su alrededor, sin poder creer que
siguiera vivo, y vio que algunos compañeros se habían percatado de la tragedia que había estado a punto de ocurrir. Peter, que
nunca trabajaba demasiado lejos, se acercó despacio, temiendo que no le sujetaran
las piernas. Tenso, con el gesto contraído, le abrazó con fuerza.
—No
vuelvas a hacerme esto, cabrón —murmuró entre dientes, apretándolo enérgicamente contra sí. Al apartarse tenía los ojos brillantes y enrojecidos—. ¿Qué cojones te pasa? —espetó de pronto furioso—. ¿Dónde tienes la cabeza?
Gaston soltó el aire que había estado conteniendo.
—No lo sé —mintió, aún consternado.
Peter le señaló con el dedo. Un nudo en la garganta le
impedía
continuar. Comenzó a
retroceder de espaldas para regresar al trabajo.
—Tenemos
que hablar—dijo por
fin, apretando la mandíbula—. Tenemos que hablar muy en serio de toda esta mierda.
Me da igual si mis verdades te sacan de quicio.
Ahí no terminaban las broncas y Gaston lo
sabía.
Se agachó para tomar la motosierra y miró en dirección a la camioneta. El jefe de cuadrilla le
miraba desde el camino, con una actitud sospechosamente tranquila. adap A.Iribika

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