Mortimer Laton recibió sepultura esa mañana en Haverhill, Massachusetts, la ciudad donde había nacido y vivido toda su vida. De hecho, la ciudad había cambiado su nombre por el de Haverhill en 1870. Cuando él nació y se crió en ella se la conocía como Pentucket. Su esposa, Ruth, se hallaba enterrada en uno de los cementerios más antiguos, que ya estaba fuera de uso porque había llegado al límite de su capacidad poco después de que la sepultaran. No le habría importado que su marido no reposara toda la eternidad a su lado. En realidad, seguramente lo habría preferido así, ya que no se amaban.
En
la gran lápida encargada para Mortimer se leería: «Aquí descansa Mortimer
Laton, querido padre de Eugenia y Rocío.» Esa breve inscripción era obra de Eugenia Laton, y a ella le parecía de lo más adecuado. Había adorado a su padre
y él, a su vez, había sido el padre perfecto para ella y le había proporcionado
todo lo que un niño necesita para sentirse amado y protegido. Rocío, si
hubiera tenido que dar su opinión, habría suprimido la palabra «amado».
El
funeral había sido una pequeña reunión, deprimente como la mayoría de los
funerales, a pesar del buen tiempo imperante esa mañana y de las flores
primaverales que llenaban los jardines. Sólo habían asistido los criados de
Mortimer, unos cuantos de sus socios y sus dos hijas.
El
oficio había transcurrido en un notable silencio. Esa mañana no había habido
muestras de histeria ni sonoros llantos, a diferencia del funeral de Ruth siete
años antes, en que Rocío había dado un espectáculo al llorar desconsolada.
Pero es que había sentido que con la muerte de su madre había perdido a la
única persona que la amaba de verdad.
Hoy
debería haber ocurrido algo parecido. Eugenia, que había sido la preferida de su
padre desde el día que nació, debería haber llorado a lágrima viva. Pero desde
que las dos hermanas recibieran la noticia de que su padre había muerto en el
camino de vuelta del viaje de negocios que había hecho a Chicago la semana
anterior, al caer del tren, cuando pasaba de un vagón al siguiente, Eugenia no
había derramado una sola lágrima de dolor.
Los
criados susurraban que sufría una forma extraña de conmoción, Rocío habría
estado de acuerdo, salvo por el hecho de que su hermana no negaba que su padre
hubiera fallecido. Hablaba de su muerte y la comentaba sin emoción, como si se
tratara de un acontecimiento mundano que no la afectara demasiado. ¿Conmoción?
Puede, pero de una clase que Rocío no había visto nunca. Por otro lado, Eugenia era una persona egocéntrica, como Mortimer. Era probable que le preocupara más
cómo iba a afectarla su muerte que ésta en sí.
Mortimer
sólo había sido capaz de amar a una persona a un tiempo. Rocío se había dado
cuenta de ello cuando era muy pequeña y, al final, había dejado de esperar que
fuera de otro modo. Por otra parte, jamás había visto a su padre comportarse de
una forma que indicara que estaba equivocada.
Su padre no había amado a su
madre. El suyo había sido un matrimonio concertado. No eran sino dos personas
que vivían juntas, compartían la misma casa y algunos intereses comunes. Se
llevaban bien , pero no existía amor entre ellos. Sus abuelos paternos habían
muerto antes de que Rocío naciera, de manera que no había visto de que modo se
portaba con ellos su padre. Y la única hermana que le quedaba se había mudado
de la ciudad cuando Rocío todavía era muy niña. Mortimer jamás hablaba de ella
lo que indicaba que le traía sin cuidado qué hubiera sido de su vida.
Pero
si había amado a Eugenia. De eso nadie tenía la menor duda. Desde el día en que
nació, su padre se había mostrado encantado con ella y la había colmado de
atenciones, malcriado en realidad. Las dos hermanas podían estar en la misma
habitación, pero él sólo veía a Eugenia, como si Rocío fuese invisible.
En
cualquier caso, ahora ya no estaba. Rocío podía dejar de atormentarse por
ello. No era que no hubiera satisfecho sus necesidades materiales durante todo
aquel tiempo. En ese sentido las dos hermanas habían recibido el mismo trato.
En cambio, sí habían desatendido las necesidades emocionales de Rocío.
Su
madre había intentado poner remedio y, en cierto modo lo había conseguido
mientras estaba viva. Había visto lo mucho que sufría Rocío porque Mortimer no
le demostraba afecto, y aunque amaba a sus dos hijas, Ruth había volcado un
poco más de cariño en Rocío. Por desgracia, Eugenia, que quería que su madre la
amara sólo a ella, se había dado cuenta, y estaba tan celosa que entre las dos
hermanas se había producido una ruptura insalvable desde hacía mucho tiempo. No
había forma delicada decirlo: Se odiaban de verdad.
Pero
no sólo contaba la cuestión de los celos. Eso podrían haberlo superado; incluso
podrían haber llegado a perdonarse la larga lista de agravios, ya que en su
mayoría éstos se habían originado en la infancia y ya la habían dejado atrás.
Pero quizá debido al exceso de mimos que avivaban su egocentrismo, Eugenia,
dicho de modo sencillo, no era buena persona.
Fuera de modo deliberado o debido
a una tendencia natural, lo cierto es que Eugenia lograba herir los sentimientos
de la gente con una frecuencia alarmante. Lo peor era que no parecía
preocuparle el daño que causaba, o no se daba cuenta de ello, y no se
disculpaba nunca.
Rocío no recordaba las veces, de tantas que eran, que había intentado en persona,
excusar a su hermana y disculparse ante la gente que Eugenia lastimaba. No era
que se sintiera responsable de los actos de su hermana. No. Eugenia había sido
desagradable y maliciosa toda su vida.
Ninguna de las dos tenía
verdaderas amigas. Eugenia porque no quería. Tenía a su padre, que la adoraba.
Él era su mejor amigo. Rocío hubiera deseado tenerlas, pero hacía mucho tiempo
que había desistido porque su hermana siempre las ahuyentaba, a menudo
llorando. El resultado era que la chicas no querían volver a acercarse a Rocío, si eso podía significar encontrarse con Eugenia.
Los
hombres eran otra cuestión. Desde que las dos muchachas empezaron a acercarse a
la edad de casarse, la casa de los Laton había recibido visitas masculinas con
asiduidad. Había un doble motivo: la riqueza de los Mortimer, bastante
considerable, y el hecho de que Eugenia era una de las jóvenes más bellas de la
ciudad.
Y
a Eugenia le gustaba recibir la atención masculina. Le encantaban los halagos. Y
si no deseaba que alguien en particular la adorara, lo denigraba e insultaba
sutilmente hasta que dejaba de visitarla. Así que tenía su grupo favorito de
admiradores desde hacía casi un año. Pero no se decantaba por ninguno de ellos
hasta el extremo de decidir con cuál le gustaría casarse.
Era
una lástima. Rocío deseaba que lo hiciera. Todas las noches rezaba para que su
hermana se casara y se marchara a otra parte, para poder llevar entonces una
vida real en lugar de esconderse, temerosa de que algún hombre pudiera intentar
cortejarla y terminara siendo uno de los objetivos de su hermana. Las dos veces
que había mostrado interés por un hombre, había aprendido bien la lección. No
iba a volver a ser responsable de que la lengua de Eugenia hiriera a un hombre
en lo más vivo porque se había atrevido a ignorarla para prestarle atención a
ella.
Por esa razón, aunque eran gemelas, Rocío se
tomaba muchas molestias a fin de disimular ese hecho desafortunado. Para pasar
inadvertida elegía vestidos de colores poco favorecedores y de diseños muy
sencillos. Lucía un peinado adusto, más adecuado para la abuela de alguien que
para una joven de apenas dieciocho años. Pero su disfraz no habría funcionado sin
las gafas que llevaba puestas. Eran de montura grande y de cristales gruesos
que le ampliaban los ojos hasta casi el doble de su tamaño, lo que le confería
un aspecto extraño, con los ojos saltones, que resultaba muy poco atractivo.

espero masss1!! :)
ResponderEliminarme encanto! :)
ResponderEliminarQuiero el próximo!