Fue Gaston el primero en llegar. Aparcó su Renault frente a la casa metiendo un
par de ruedas en la cuneta. Encendió un cigarro con el que aliviar la espera y bajó un tercio de la ventanilla para dar
salida al humo. Se apoyó en el respaldo y movió el espejo retrovisor para avistarla
apenas llegara.
Consumía ya el tercer pitillo cuando reconoció el Fiat verde que Rocio tenía cuatro años atrás. Apretó los dientes al sentir un vuelco en el
interior del pecho y subió el cristal.
Salió poniéndose la cazadora, con la colilla
suspendida entre los labios y entrecerrando los ojos para divisarla a través de la hilera de humo ascendente. La vio
detener el coche tras el suyo, buscar algo en el asiento del copiloto, abrir la
portezuela y sacar ligeramente la cabeza.
—¡El aire
es helador! —exclamó a la vez que trataba de ponerse el
abrigo sin levantarse.
Gaston no
respondió. Alzó el cuello de la cazadora para protegerse
del viento frío
mientras contemplaba la lucha que ella mantenía con su prenda.
La había amado. La había amado con adoración, la había amado con estúpida ceguera. Había estado dispuesto a dar hasta la última gota de su sangre por ella. Por
ella, que seguía siendo
igual de hermosa, de dulce, de delicadamente femenina. Igual de engañosa.
Abandonó esos pensamientos cuando la tuvo
enfrente, con la bufanda cubriéndole la boca y el bolso colgado del hombro.
—Cuando
quieras —dijo de
forma escueta. Quería dejar claro que no pensaba iniciar ninguna conversación y que todo su interés se limitaba a su trabajo en el interior
de la casa.
La expresión dichosa de Rocio se oscureció. Cruzó la carretera y abrió la verja de acceso al jardín. Le entristecía encontrar a Gaston casi siempre a la
defensiva, con ese escudo de impertinencia con el que insistía en protegerse.
Subieron
directamente al ático,
acompañados por
el sonido de sus pasos en los peldaños del veteado mármol ocre. Ella se paró junto a la puerta de la habitación que buscaban y se hizo a un lado; Gaston
la sobrepasó
evitando rozarla. Recorrió la estancia examinando la inclinación del techo, el claro suelo de madera, el
ventanal que ocupaba toda la pared frontal.
—¿Necesitas
ayuda? —preguntó Rocio, tras él.
—No —respondió sin volverse—. Solo preciso de un poco de silencio.
Ella caminó con exagerado sigilo hasta la ventana.
Desde esa altura se divisaba toda la playa, desierta por lo desapacible del
tiempo. El cielo se veía gris y pesado y el viento soplaba con ímpetu alzando olas virulentas. Un pequeño grupo de arriesgados surfistas
cabalgaban, con sus endebles tablas, sobre un mar encrespado y furioso,
desafiando a la naturaleza.
Trató de centrarse en lo que veía queriendo ignorar que Gaston estaba a
su espalda, pero no pudo. Su presencia la afectaba de tal manera que a ratos
creía sentir su aliento en la nuca con una
calidez tan real que le erizaba la piel.
Cuando se volvió lo encontró inmóvil, con los ojos cerrados, inspirando
con suavidad y absorbiendo sensaciones que después convertiría en dibujos. El amor le estalló a Rocio en el corazón al contemplar su expresión serena, sin rastro de tensión. Solo su corto cabello le diferenciaba
del hombre dulce y apasionado que una vez la enamoró. Se imaginó deslizando las yemas de sus dedos por
los carnosos labios que tantas veces la habían besado, acariciándole la mejilla, los relajados párpados que ocultaban a sus ojos azules.
Hasta que de
pronto retuvo el aliento. Retrocedió unos pasos y deseó haber sido más prudente.
Gaston la miraba
sorprendido. Había
abierto los ojos y se había encontrado con una mirada que no terminaba de
entender. Hubo un tiempo en que interpretar los mensajes silenciosos de una
mujer le resultó
sencillo. Pero, tras el aislamiento con el mundo, había perdido esa facultad. Solo así podía explicarse lo irracional de lo que había creído distinguir.
—Voy a
por las pinturas —dijo
deseando salir de allí para recuperar el aplomo.
Rocio suspiró al quedarse a solas. Pensó que la sospecha de que tenía por delante unos días difíciles comenzaba a convertirse en una
realidad.
Pero se equivocó. Su segundo día en ese idílico lugar fue más relajado. Gaston llegó con una actitud más neutra, y ella se atrevió a sentarse en el suelo de la habitación, en una esquina alejada, para
contemplarle trazando líneas que después llenaba de color. Le sorprendió la rapidez con la que movía sus dedos colocando los tonos en los
lugares precisos para que captaran y reflejaran la luz. Durante la larga
jornada compartieron algunas palabras y muchos silencios, pero, sobre todo,
abundantes miradas; miradas encontradas, miradas fugaces, miradas furtivas.
Al tercer día Gaston había pasado de la tensión que le provocaba tenerla durante horas
tras él, a
desear su silenciosa compañía. Solo a veces, cuando le asaltaban recuerdos que le
envenenaban la calma, se volvía y la miraba con fiereza. Entonces ella se levantaba
y desaparecía
durante un rato.
La última tarde la dedicó a dar los últimos retoques a la obra ya terminada.
Mientras lo hacía le
oprimía un
vago sentimiento de pérdida y se preguntó si podía deberse a que jamás volvería a tener un trabajo como ese. El destino
había decidido que debía derribar árboles, no plasmarlos en diseños.
Dejó el pincel sobre la paleta y miró su obra desde el centro de la habitación calculando dónde debía añadir luz, y dónde, algunos trazos de sombra.
—Impresionante
—dijo Rocio, a su espalda. Se volvió hacia ella. Estaba apoyada en el marco
de la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho—. El señor Ayala va a quedar fascinado.
La observó con la misma expresión interesada con la que había estado contemplando el dibujo. No le
había dado las gracias por que le hubiera
conseguido ese trabajo. Cada vez que había estado a punto de hacerlo se había mordido la lengua hasta percibir el
sabor a óxido de
la sangre. No podía
olvidar que, aunque a veces ella fuera un bálsamo, también era la herida. Solo aliviaba un daño que ella misma le había provocado.
Avanzó despacio sin dejar de analizarla, pero
con tan poca eficacia que no advirtió que, nerviosa, apretaba la espalda contra el marco de
madera. Llegado a su altura apoyó ambas manos en la repisa de la ventana y miró al exterior.
—¡Por qué tiene que ser todo tan condenadamente
difícil! —murmuró con ronquera.
—No tiene
por qué serlo —dijo ella sin llegar a entenderle.
—Lo es,
aunque no queramos —aseguró con aire ausente—. Nacimos sufriendo y provocando dolor, y
así seguimos hasta el fin de los días. Es una ley no escrita, pero es una
ley. —Inspiró hondo y la miró de soslayo—. Y uno no puede saltarse la ley, ¿verdad?
Rocio le miró durante unos segundos tratando de
sobreponerse a su ya familiar acidez. «Tú lo sabes bien», habría podido responderle, pero no quiso herirle.
Nunca olvidaba que sus ataques eran solo instintivas defensas.
En silencio,
introdujo las manos en los bolsillos del abrigo y alzó los hombros como si tuviera frío. Miró hacia el mar. Los osados surfistas de
cada fin de semana esta vez eran dos, y por la arena corrían a la par un enorme perro y su amo.
Gaston la oyó suspirar, bajito y sin fuerzas, y se
sintió
culpable. Ella siempre era amable. Siempre. Por más grosero e hiriente que se mostrara,
ella seguía siendo
amable.
—Voy a
salir un rato —indicó Rocio cuando sintió que le faltaba aire—. Así te dejo que termines con tranquilidad.
Al quedarse a
solas, Gaston volvió a percibir un tenue latido de lástima junto a un retumbar de
resentimiento. Cada vez sentía más nostalgia del pasado, más miedo al futuro. Cada vez el dolor de
vivir se le hacía más grande y difícil de soportar.
La vio recorrer
el sendero de piedras encajadas en el jardín y descender la pequeña pendiente hasta alcanzar la playa. La
contempló, como
otros días,
quitarse las botas y los calcetines, dejarlos sobre una pequeña roca y alejarse por la arena con los
pies descalzos y seguramente ateridos de frío.
—¿Qué tienes, mujer, que ni aun odiándote con toda mi alma consigo alejarme
de ti? ¿Qué es lo que tienes? —murmuró mientras sus nudillos blanqueaban sobre
la madera del alféizar.
Apretó los dientes y la maldijo hasta que le
sangró el
corazón.
Ella podía hacer lo que quisiera, pero él se iba. Bajaría, montaría en su coche y desaparecería sin despedirse. Sí, eso haría. Ya había terminado el dibujo y se llevaba
sensaciones para los que le quedaban por terminar en casa. Pero también cargaba con otras sensaciones, bien
confusas, que no había esperado encontrarse.
Recogió sus pinturas y pinceles y los metió en la caja de cartón. Antes de salir definitivamente del
cuarto echó un último vistazo a su obra. Cada pincelada
en esa pared le recordaba un instante de los vividos durante cuatro largos días. Rocio respirando tras él, Rocio dedicándole un cumplido, Rocio saliendo
compungida porque él le había respondido con desaire o mirado con
recelo. Podía
identificar cada trazo hecho con sosiego, con dicha, con amargura, con rabia.
Salió, por la puerta acristalada del salón, a la zona del jardín que daba al mar y volvió a contemplarla. La observó caminar un tramo y sentarse sobre la
arena, frente a los surfistas.
Ella era dueña de hacer lo que quisiera, volvió a decirse. Y mientras rodeaba la casa
para salir a la carretera sintió que la angustia le encogía el pecho. Angustia porque se encaminaba
a su eterna soledad, angustia porque se alejaba de Rocio.
Se detuvo al
avistar el coche tras la valla. Apretó los párpados y se pasó la mano por la cabeza. Acabaría volviéndose loco. Sentía que le estaba venciendo esa parte de sí que no controlaba; ese sentimiento irracional
y a veces autodestructivo. Odiaba a esa mujer y, sin embargo, se empeñaba en tenerla cerca.
Ajena a esa
lucha, Rocio se entristecía porque esos días de encuentro habían llegado a su fin. Había dejado a Gaston a punto de terminar el
trabajo y sospechaba que ya se habría marchado, como había hecho cada una de las tardes, sin
molestarse en despedirse. Y esa forma de irse, igual que cada desaire, cada
mala palabra o cada simple gesto agrio se le seguían clavando muy hondo.
Le danzó el alma al escuchar sonido de pisadas en
la arena. No tenía que
volverse para saber que era él. Sentía su presencia igual que captaba sus volubles estados
de ánimo sin necesidad de mirarle.
Contuvo el
aliento cuando advirtió que se detenía y lo soltó al notar que se sentaba a su lado. Lo
percibió
tranquilo, relajado, y se sintió feliz a pesar de la significativa distancia que él había dejado entre ambos.
Gaston aspiró con fuerza el aire frío con olor a mar y posó la mirada en el enérgico oleaje. Palpó la cajetilla de tabaco tras el cuero de
su cazadora, lo dejó donde estaba y apoyó los antebrazos sobre las rodillas.
—Parece
divertido —dijo
admirando las acrobacias de los surfistas.
—En
verano, con sol y un agua más caliente, puede que sí —respondió dichosa.
Gaston miró disimuladamente hacia sus pies. Sus
dedos, enrojecidos de frío, jugaban a enterrarse una y otra vez en la arena.
Sonrió para sí ante esa contradicción y volvió a guardar silencio. Un silencio
apacible, casi cómplice,
en el que los dos se perdieron durante largos y sosegados minutos.
—Siempre
me ha gustado el mar —comentó él de pronto, sin apartar la vista del horizonte—. Es hermoso. Puedo pasar horas
simplemente mirándolo.
—Un
atardecer en el mar es una de las cosas más bonitas que existen —opinó Rocio encogiendo las piernas y abrazándose a ellas.
Se sentía eufórica. Que él no se hubiera ido, como el resto de las
tardes, ya le parecía un motivo para estar dichosa; que se hubiera
acercado a acompañarla y
que estuviera manteniendo una conversación relajada, la aflicción que le habían provocado todos sus desaires. Hasta la
distancia que había
guardado creyó ver que
se acortaba.
—Y un amanecer
—añadió Gaston, que lamentó no haberlo disfrutado junto a ella
mientras estuvieron juntos—. Me gusta la sensación de libertad que me provoca. Me da
fuerza, me da calma, me da vida.
—A mí, contemplar algo tan inmenso me hace
sentir muy pequeña.
—Es que
eres pequeña —se burló con un asomo de sonrisa.
Los problemas,
los rencores, las amarguras; todo se desvaneció en un instante, el pensamiento se volvió perezoso y ellos se encontraron cómodos y despreocupados.
Rocio le miró falsamente ofendida, ocultando que la
inesperada broma le había inflamado su ya copiosa felicidad. Pero él continuó mirando al frente, como si no hubiera
dicho nada especial, y ella se dejó llevar. Cogió un puñado de arena de entre sus pies descalzos
y se lo lanzó sin
demasiada fuerza.
Él se
volvió
sorprendido. No entendía qué le había pasado por la cabeza para hacer algo así, y durante unos breves e interminables
segundos la miró
tratando de averiguarlo. Encontrarse con su expresión inquieta y su risa contagiosa le terminó de confundir. Sacudió la manga de su cazadora y volvió a mirar al frente para disimular la
media sonrisa incontrolable que se le había instalado en el rostro.
Le gustaba estar
junto a ella sin esa tensión que le acalambraba los músculos. No sentir dolor en el alma ni
amargura en la boca a pesar de tenerla cerca era una insólita novedad. Tal vez, con el tiempo, podría alcanzar por sí mismo esa calma de espíritu.
Un nuevo
impacto, esta vez en el hombro, interrumpió sus pensamientos. Se quedó inmóvil, calibrando qué cantidad de granos se le habían introducido por el cuello. Los sintió deslizarse, fríos y ásperos, por el torso. Bajó la cremallera de su cazadora y ahuecó el jersey y la camiseta para que los incómodos invasores abandonaran su cuerpo, y
volvió a
mirarla.
Ella se mordía los labios, insegura, preguntándose si esta vez había ido demasiado lejos. Pero la abierta
sonrisa de Gaston la tranquilizó. Se levantó animada, le sonrió con desafío y se inclinó para armarse de nuevo.
—Así que pequeña, ¿eh? —dijo en tono amenazador y alzando su mano
cerrada.
Gaston obedeció a un primer impulso. Llenó sus dos puños con arena a la vez que ella echaba a
correr para que su lanzamiento no la alcanzara.
No lo pensó. No tuvo tiempo. Salió tras su cabello que volaba al viento,
tras el sonido de su risa que se mezclaba con el rumor de las olas.
No distinguió si fue ella quien cayó, si él mismo se arrojó llevándosela consigo. La tenía bajo su cuerpo, más cerca de lo que había pensado que volvería a tenerla. Le envolvía su conocido y embriagador olor, la
escuchaba respirar y podía verse en sus ojos cálidos. Dejó de escuchar su risa, miró sus mechones rubios extendidos por la
arena y bajó
despacio la cabeza. Recordaba el sabor de sus besos; lo recordaba casi con
precisión.
Llevar ese gusto en su boca le había amargado durante años. Ahora quería percibirlo de nuevo.
Y eso era lo peor que podía ocurrirle.
Pero deseó quedarse. Por alguna loca razón deseó quedarse allí, contemplando sus labios y el parpadeo
sorprendido de sus pestañas. Quedarse escuchando el agitado sonido de su
aliento, el acelerado latir de su corazón.
No era capaz de imaginar
un lugar mejor...
... ni peor.
Porque él no debería estar allí.
Se puso en pie,
confundido, nervioso, mortificado de nuevo en cuanto dejó de sentir su contacto, y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ella
dudó, confusa, hasta que le vio desplegar los
dedos con impaciencia. Entonces los agarró y dejó que la alzara.
—Espero
no haberte hecho daño —musitó Gaston, con sus brillantes ojos verdes clavados en
los suyos.
—No. No,
no —murmuró incapaz de vocalizar nada diferente. De
pronto sintió el frío que le entumecía los pies.
Gaston asintió con un leve movimiento de sus pupilas y
le dio la espalda para volver hacia la casa.
Le urgía escapar de allí. Quería coger el coche y conducir hacia
cualquier lugar lejos de ella y de lo que había sentido. Pero se llevaba, encajado muy
dentro, un afilado sentimiento de culpabilidad. Se consideraba estúpido, traidor a la memoria de su hermano
y a sí mismo.
¿Cómo había podido participar en su broma, ir tras
ella? ¿Cómo había podido desear besarla? Manu debía de estar revolviéndose en su tumba, avergonzándose de él. ¡Valiente vengador estaba hecho, tan
torpe, tan débil, tan
malditamente simple y humano!
Y lo peor de
todo era que se había sentido bien. Tan bien como no recordaba haber
estado nunca con nadie más que con ella. adaptacion:A.Iribika

Hermosoooooooooooooooooooooooooo!
ResponderEliminarnaaaaaa moni fue INCREIBLE.. espero el proximo. Besos Lucia
ResponderEliminarsoy nueva leyendo la novee pero esta buenisiimaaa =)
ResponderEliminarLA AGSJASHFANFGSD, no puede NO haberla besado, que capitulo, no puedo creerlo, ah, yo queria el beso, pucha pucha pucha. Gaston creo que no sabe algo, hay algo por ahi, Rochi me da pena porque lo ama como a nadie, y él no se, la trata tan mal, lo bueno es que un poco cuenta se dio, ay no puedo comentar, no puede haberse levantado asi, deberia haberle partido la boca de un beso, pero su orgullo y la culpa, para mi Rochi no es la culpable, para mi hay algo que no sabemos aun.
ResponderEliminarVAS BIEN SOL..POr AHI VA LA COSA....
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