sábado, 20 de octubre de 2012

Antes y Despues de Odiarte capitulo 32


Pagó las revistas al quiosquero y este le devolvió el cambio en monedas. Las guardó en el bolsillo del abrigo y sujetó las publicaciones con el brazo izquierdo, pegadas a su pecho. Después, con expresión lastimosa, se encaminó hacia la tienda.
Llevaba días en los que nada le daba ánimos. A Gaston le quedaba un último diseño que no tardaría en entregar, y ahí terminaría todo. Lo más probable era que nunca más volvieran a verse.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y se las secó con la suave lana gris de sus guantes. Hacía rato que había anochecido. Las farolas y los escaparates de los comercios iluminaban la calle y ella caminó por el centro, con la cabeza gacha para que nadie la viera llorar.
Tomó aire al avistar la tienda, se frotó las mejillas y ensayó una sonrisa.
Llevaba esa mueca, rígida y artificial, encajada en el rostro, cuando abrió la puerta y sonó el tintineo de bienvenida. Y, de pronto, todo ese artificio se hizo verdad: sus ojos chispearon sorprendidos y su boca dibujó un emocionado arqueo.
Él interrumpió su conversación con Mery y se volvió al oír el sonido que anunciaba una llegada. Se pasó la mano por la nuca, azorado. Se había acercado con la única intención de ver a Rocio, había entrado sin tener claro qué disculpa utilizar para su visita, y ahora que la tenía enfrente seguía sin ocurrírsele ninguna.
La amiga se le adelantó con la explicación.
He pedido a Gaston que eche un vistazo a los muebles y que nos diga si pueden encajar con el diseño que aún tiene entre manos.
Sonrió a Rocio, orgullosa de la hazaña de haberle retenido hasta que ella llegara.
Gaston soltó aire, aliviado. Con la cazadora abierta, introdujo las manos en los bolsillos de sus vaqueros, encogió los hombros y sonrió con torpeza.
Rocio, ensordecida por los latidos de su aturdido corazón, se acercó sin dejar de mirarle.
Es una sorpresa encontrarte aquí murmuró soltando las revistas sobre el mostrador.
Mery tosió con suavidad y le pellizcó el dorso de la mano mientras fingía interesarse por las portadas.
Sí, qué sorpresa intervino con agilidad. Yo también se lo he comentado: ¡bendita casualidad, hoy que necesitábamos tu opinión! Y ella misma rio su ocurrencia.
Rocio no se atrevió a confirmar la mentira, pero tampoco la objetó. Ante su silencio Gaston comprendió que debía hacer algún comentario.
Yo le he respondido que... tragó, y el nudo en su garganta aumentó de tamaño, que por mi parte no hay problema.
Una apocada sonrisa fue el comedido agradecimiento de Rocio.
Al cabo de unos minutos ocupaban el despacho. Sentados ante el escritorio, uno al lado del otro, examinaron muebles, lámparas y adornos, y lo hicieron sin preocuparse de que el tiempo avanzara y llegara el momento del cierre. Rocio disfrutó de la sensación de estar junto al hombre del pasado, el dulce y tierno, el tímido que se acercaba sin rozarla. Gaston, por su parte, encontró lo que buscaba al entrar allí esa tarde: había deseado sentir de nuevo esa calma que le acompañó mientras pintaba con ella al lado; esa serenidad que le invadió al mirar al mar, sentado en la arena; esa inconsciencia que consiguió borrarle los malos recuerdos cuando la escuchó reír. Había querido volver a sentirse bien, y no conocía otro modo de hacerlo que estando con ella.
Pero esa paz, tan verdadera como extraña, terminó de pronto cuando Mery abrió la puerta y les dedicó una mueca apagada.
Lamento deciros que se ha hecho tarde. Y tú tienes visita informó con lástima a Rocio.
Se apartó, y en su lugar asomó el comisario con una hermosa rosa blanca de tallo largo. La sonrisa se le congeló en la boca y las palabras de disculpa que llevaba preparadas se le extinguieron en la garganta.
Entró, con los ojos fijos en Gaston, y se paró junto a la mesa.
No esperaba verte aquí dijo en voz baja y templada. En realidad no esperaba verte en ningún sitio.
Gaston cerró con rudeza el catálogo.
Yo también me alegro de verte respondió poniéndose en pie.
—¿De visita? insistió el comisario clavando en él sus incisivos ojos.
Rocio se levantó, suspirando con exageración y arrastrando escandalosamente la silla, y se acercó a los dos hombres.
Estamos trabajando aclaró tratando de no mostrar lo contrariada que se sentía.
Sí, trabajo repitió Gaston. Pero no te preocupes. Cogió su cazadora sin apartar los ojos de él. Ya me iba.
Pablo hinchó el pecho. A punto de posar su mano en la cintura de Rocio la apartó y la introdujo en el bolsillo. No tenía claro cuál podía ser su reacción. Se conformó con acercarse hasta rozarla como si fuera suya.
Espero que esto no se convierta en una costumbre.
Gaston captó su gesto posesivo y amenazante, su advertencia de que ella le pertenecía, el recordatorio de que iría a por él si insistía en mantenerse cerca.
—¿Lo de encontrarnos tú y yo? Rio por lo bajo al tiempo que se ponía la prenda. Yo también espero que no se convierta en costumbre.
El comisario apretó los dientes, furioso por la impertinencia. Pero ni por un segundo olvidó que Rocio estaba presente, por lo que no se permitió ningún error.
Abrígate aconsejó con calma. Hace mucho frío ahí fuera.
Gaston se subió la cremallera hasta el cuello y sonrió con guasa. Miró a Rocio y se despidió con la mirada; un gesto tierno que para nada reflejaba el coraje que sentía.
Ella le contempló salir y al momento se sintió invadida por el desánimo. Había esperado una despedida diferente: una sonrisa dibujada tan solo en sus ojos, unas palabras dulces enviadas en silencio a su corazón... Le había faltado una última imagen amable de él que pudiera guardar para siempre en su memoria.
Se acercó al escritorio y comenzó a ordenar los muestrarios.
Quería retrasar el momento de hablar con Pablo. Estaba furiosa con él, pero tampoco encontraba nada específico que echarle en cara.
Suspiró al tiempo que él le ofrecía la rosa y, con voz susurrante, le pedía disculpas por su comportamiento de la noche anterior y le suplicaba que le permitiera acompañarla a casa.


Gaston introdujo el portarretratos con la foto de Manu y cerró el cajón de la mesilla con un golpe. Hacía semanas que no se acercaba al cementerio. Le avergonzaba pararse ante su tumba y hablarle como había hecho tantas veces. No podría hacerlo mientras no supiera cómo explicarle lo que estaba ocurriendo con Rocio; no podría hacerlo mientras se sintiera indigno. Esa noche ni siquiera podía mirar su fotografía. Le provocaba verdadera vergüenza encontrarse con el infantil e inocente rostro de su hermano.
Se reprochaba haber sentido celos cuando apareció el comisario. No conseguía engañarse diciéndose que había sido rabia, impotencia, resentimiento. Porque, sí, había experimentado todas esas cosas, pero por encima de todas ellas le había hostigado la irracionalidad de los celos.
Encendió un cigarro y miró hacia el escritorio. Allí, protegido por un quebradizo papel de seda, estaba el último de los diseños, ya terminado. ¿Por qué no lo había entregado aún? ¿Por qué se resistía a romper el último lazo con Rocio? ¿Por qué no lo hacía, pronunciaba las palabras que ponían en marcha su plan y terminaba con todo?
Sobre la cama, vibró y sonó el móvil. Se acercó para leer en la pantalla iluminada. Era Lali, y llamaba por tercera vez en la última media hora. Lo cubrió con la almohada para amortiguar el sonido. Se acercó a la ventana y expulsó el humo, que se dispersó por la superficie del cristal. Contempló la calle a través de esa neblina tóxica hasta que el teléfono enmudeció.


Durante todo el día, mientras talaba árboles y despiezaba troncos, había tenido una sola obsesión: volver a verla. Volver a sentir esa paz, esa inconsciencia. En su habitación ya no estaba la imagen acusadora de su hermano, con lo que al llegar a casa sus ganas no encontraron nada que las retuviera. Se duchó, se cambió de ropa y condujo su coche.
Lo necesitaba. Necesitaba con desesperación todo lo que ella le hacía sentir.
Ascendió a la superficie por la escalera automática y se detuvo al inicio de la calle. El acelerado ritmo de su respiración le había secado la boca. Trató de inspirar pequeñas cantidades de aire y expulsarlas despacio, pero no consiguió nada. Ahogado como se sentía, encendió un cigarro. Unas pocas aspiraciones, profundas y lentas, le calmarían. Le temblaban los dedos. No recordaba dónde había dejado los malditos guantes. Probablemente en el coche. Pero ¡qué importaba! Estaba yendo hacia ella cuando sabía que no debía hacerlo. Llevaba años sabiéndolo y aun así no iba a hacer nada para evitarlo.
Arrojó el cigarro, lo aplastó con el pie y siguió su camino.
No supo qué iba a decir hasta que la tuvo enfrente, con sus hermosos y sorprendidos ojos abiertos de par en par.
—¿Qué clase de muebles vais a poner en la habitación del ático? preguntó tratando de no resultar absurdo.
La sorpresa y la felicidad brillaban disimuladamente en los ojos de Rocio cuando respondió:
—¿Si te los enseño nos dejarás conocer tu opinión?
Escucharla le dio a Gaston serenidad. Por eso no le importó que los dos supieran que era un tonto pretexto; ni dudó en seguir acudiendo cada tarde, después del trabajo, para reunirse con ella en el pequeño despacho e ir repasando las diferentes estancias de la casa.
Ojearon infinidad de muestrarios, hablaron, rieron y hasta en alguna rara ocasión bromearon. En lo que sí pusieron especial atención fue en que no tropezaran sus manos en las mismas tapas, en las mismas hojas. Pero eso no siempre fue posible. Cuando sus dedos se encontraban los retiraban con rapidez y pedían disculpas. Después se quedaban en silencio durante largo tiempo, inquietos, sin saber qué decir ni cómo comportarse. A veces volvían a hablar a un tiempo, y eso provocaba leves sonrisas que aligeraban la tensión.
Y esta vez no fue la brisa con olor a mar la que les relajó el espíritu hasta hacerles olvidar quienes eran. Esta vez no fue abandonar la mirada por el horizonte ni oír el murmullo de las olas lo que consiguió que Gaston arrinconara el hecho de que ella fuera la culpable de su desgracia. Esta vez, el inesperado milagro tuvo lugar entre cuatro paredes, mientras contemplaban y hablaban de simples muebles.
Para el viernes, ojeando con pena el último muestrario, los dos estaban ebrios de palabras, de silencios, de miradas, de sonrisas, de roces por descuido y alguno hasta causado con intención. Al tropezar sus manos sobre la fotografía de una chaise longue en madera de cerezo ninguno se apresuró a apartarla como en otras ocasiones. Guardaron silencio, sí, pero lo hicieron mientras sus dedos se rozaban con suavidad y prudencia.
Se miraron a un tiempo. Sus rostros quedaron tan cercanos que entre ellos apenas si quedó espacio para la respiración. Rocio sintió calor en las mejillas y sequedad en la boca. Se humedeció los labios, nerviosa, consciente de que el aire que respiraba era el aliento agitado que él despedía.
Gaston la oyó suspirar y deseó besarla, igual que le ocurrió al tenerla entre su cuerpo y la arena. Bajó la cabeza, despacio, hacia los atrayentes y apetecibles labios. En ese instante su deseo era más poderoso que ninguna otra razón. No podía elegir la dignidad cuando tenía a su lado la boca más deseable y pecaminosa de cuantas había probado nunca.
Antes de alcanzar a rozarla sintió la suave brisa de su aliento acariciándole la piel, como entonces...
De pronto fue plenamente consciente de lo que, por segunda vez en pocos días, había estado a punto de hacer. Se levantó sin dejar de mirar los abiertos y sorprendidos ojos, arrepentido de su deshonrosa debilidad. tomó la cazadora y huyó sin ser consciente, aún, de que eso de lo que escapaba se lo llevaba consigo: la brasa candente del deseo. Esa que una vez prendida ni el aire más hiriente y gélido podría apagarle.
Salió abrumado de vergüenza y de culpa. En el exterior el cielo derramaba una gruesa y fría lluvia, y él, con las manos en los bolsillos, se dejó empapar mientras sus ojos vertían sus propias lágrimas.
Caminó sin que le importara hacia dónde lo hacía, sin molestarse siquiera en arrimarse al amparo de los aleros. Toda su obsesión fue encontrar una razón que le justificara. Pero no tenía excusa el desear a la mujer a la que debería odiar con cuerpo y alma. Porque la deseaba como sabía que no la había deseado nunca. La deseaba hasta el delirio. No, no existía alegato posible, porque había instantes, como ese, en los que habría dado lo que le restaba de vida por una noche. Por unas horas. Por unos minutos en los que pudiera hacerla suya en silencio. En el más completo y desconsolado silencio.
                                                                                                                                   adap: A.Iribika

3 comentarios:

  1. Quiero maaaaaaas, esta hermosa la nove!

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  2. Nah nah nah, por dios que capitulo.. Amo amo esta novela.. Es genial y necesito màs capitulos :))))

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  3. Ay, si seras Gaston, si seraaaaaaaaaaaas. Pense que la iba a besar!!! que tonto, ay ay ay, me quede con los nervios asi WOW, pobre Rochi, menos mal que se dió cuenta que por lo menos la desea, pero es más que eso, la ama, la ama la ama pero solo que él esta confundido, cada vez me confunden más estos, quiero otro ya ya ya ajhsdaqgshags.

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