Rocío estaba abatida. No estaba acostumbrada a hacer un ridículo tan grande, y a
hacerlo aposta. Era cierto que solía empezar causando mala impresión a
cualquiera que tuviera posibilidades de convertirse en un amigo o un
pretendiente, lo suficiente para que esa persona considerara que no valía la
pena conocerla.
Era su táctica defensiva
para asegurarse desde el principio de que su hermana no se pusiera celosa. Y
llevaba tanto tiempo poniéndola en practica que le salía de modo automático.
Se había
esforzado en hacerlo con Gastón Dalmau el día que las encontró. Debería haber
bastado el hecho de acusarlo de tener intenciones nefandas cuando no dudaba en
absoluto de que había ido a rescatarlas. Era evidente que se había sentido
insultado y que desde entonces la había evitado: no le dirigía la palabra y ni
siquiera miraba en su dirección. El resultado perfecto. Pero no había contado
con el efecto que él tendría en ella.
Tenía que
admitirlo: le gustaba, y demasiado. La atracción inicial que había sentido por
él no disminuía con ese distanciamiento como debería. Pensaba en él sin cesar,
esperaba oír el sonido de su voz, alcanzar a verlo cuando cabalgaba junto al
coche; todo lo que no debería hacer, pero no parecía poder evitarlo.
Eugenia no se
había percatado aún de su interés por Gastón porque la consumía su propio
malestar. Pero si pensara, ni que fuera un segundo, que a Rocío le gustaba,
procuraría conquistarlo, no para quedarse con él, claro, sino sólo para
fastidiarla.
De modo que Rocío no tenía por qué aumentar la aversión de Gastón hacia ella: éste ya le
tenía bastante. Lo que ella debía hacer era quemar todas sus naves para
asegurarse de que nunca hubiera la más remota posibilidad de que él pudiera ser
suyo. Porque aunque perdiera el juicio por completo y le hiciera saber que le
gustaba, sabía que no podía competir por él con su hermana.
Eugenia intentaba todo lo habido y por haber para conseguir lo que quería. Si lo que
quería era un hombre, incluso dormía con él, aunque sólo fuera una vez, para
que sintiera devoción por ella. Lo había hecho antes, y se había asegurado de
que Rocío lo supiera si se trataba de un hombre por el que Rocío había
mostrado algún interés. Así que hasta que Amanda estuviese casada y se marchara
a vivir lejos de ella, no podría empezar a pensar en casarse a su vez.
De modo que
había vuelto a hacer el ridículo, y ahora se sentía triste y avergonzada por
ello. Y esa vez ni siquiera había sido queriendo. Chocar con Gastón aquella tarde
no había sido sino un accidente. Pero estar a punto de disculparse por ella
había disparado la alarma en su interior. No quería que pensara sólo que era
torpe. Eso no era un rasgo lo bastante malo para provocar una aversión extrema.
Aunque sí otra acusación injustificada.
Al menos, podía haber sido algo más ingeniosa.
Acusarle de ser perverso con los débiles era más que absurdo. Demostraba lo
nerviosa que se había puesto al encontrarse tan cerca de él que ni siquiera
podía pensar con claridad.
Habría dicho
entonces que no podría estar más avergonzada. Pero, quién lo iba a decir, él se
enfrentaba a algo de peligro durante aquel atraco abortado a la diligencia y
ella perdía todo su sentido común. Ni tan sólo estaba segura de qué era peor,
si tener miedo por él o comportarse como una idiota debido a ello.
Estaba
abatida por completo. Y encima, tenía que cenar con él justo esa noche, cuando
se ponía colorada cada pocos minutos porque no podía dejar de pensar en su
ridículo comportamiento. En cualquier caso, era inevitable, por lo menos esa
noche. El pueblo era pequeño y sólo había un restaurante en el único hotel, y
nada más que una mesa vacía en él; además el comedor estaba cerrando (el
cocinero ya se había ido a casa), de modo que no podía poner ninguna excusa
para volver más tarde a cenar, ni él tampoco.
Por lo menos
no tuvieron que oír la habitual serie de interminables quejas de Eugenia mientras comían. Había estado dormida todo el rato que duró el atraco, de modo
que no sentía ninguna inquietud por ello porque no se había enterado hasta
después, cuando estaban a mitad de camino del próximo pueblo y, en cierto modo,
se hallaba de buen humor por ello. Y que Eugenia estuviera de buen humor
significaba que coquetearía con todos los hombres que tuviera cerca.
Rocío encontró la comida insípida, apenas podía tragarla. Se le habían despertado
tantos sentimientos encontrados que empezó a dolerle la cabeza. Una cosa era
saber lo que podía pasar y otra muy distinta estar ahí sentada viendo cómo Eugenia captaba la atención embelesada de Gastón. Hasta el pobre Will Candles se
puso de lo más nervioso con las sonrisas de Eugenia. A Rocío se le revolvía el
estómago.
El dolor de
cabeza era una buena excusa para marcharse, y la utilizo. Y qué si se iba a
dormir hambrienta. Tendría suerte si conseguía dormir algo.
En realidad,
nadie salvo Esperanza la oyó disculparse ni se percato de su marcha; se la daba
muy bien pasar desapercibida. Logró llegar a la habitación que compartía con su
hermana y su sirvienta a pesar de que la luz del pasillo se había apagado. Y
estaba demasiado triste para encender la lámpara de la habitación. Se deshizo
el moño para soltarse el pelo, colocó las gafas en la mesa más cercana, dejó
caer el vestido al suelo y se metió en la cama para aliviar sus penas.
Tal cantidad
de sentimientos diversos tenía, de hecho, una ventaja: la agotaba más de lo que
pensaba y, gracias a Dios, se durmió enseguida. No había esperado hacerlo. Y no
tenía idea de cuánto tiempo había pasado, sólo sabía que estaba profundamente
dormida cuando la había despertado de golpe una voz sorprendida que había
gritado: «¿Pero qué...?»
Desde el
inicio del viaje en Haverhill, se había acostumbrado a que la despertara Eugenia, que no era nada considerada con los demás, cuando se iba a dormir. Pero
no era Eugenia quién estaba de pie junto a la cama. Rocío reconoció aquella voz
grave, y estaba lo bastante sorprendida para chillar:
—¡Salga
de mi habitación!
Él había
tenido tiempo de recuperarse.
—Ésta
es mi habitación —dijo Gastón con calma, incluso con algo de ironía.
—Oh. —Volvía
a estar avergonzada; era una mala costumbre que estaba adquiriendo—.
Entonces debo disculparme.
—No se
moleste —soltó Gastón.
—No lo
haré —replicó, y añadió con frialdad—: Buenas noches.
Durante esa
breve conversación, Rocío se había dado cuenta de dos cosas: Gastón había
abierto las sábanas ante de percatarse de que ya había alguien en la cama, y la
habitación seguía a oscuras. Como ella, no había encendido la lámpara para
meterse en la cama. Eso significaba que podía irse sin que pudiera verla bien y
esperaba no tropezar al salir.
Era un buen
plan, que llevó a la práctica de inmediato. Pero no había contado con que él
alumbrara una de las cerillas que estaban junto a la lámpara de aceite más o
menos al mismo tiempo que ella empezó a moverse. Esperaba que tuviera la mirada
puesta en la lámpara para encenderla y no en ella. No se detuvo a averiguarlo y
salió con rapidez de la cama para cruzar la puerta y darse de bruces con Will
Candles, que iba a entrar.
Chocó con él,
murmuró un rápido «Perdón, lo siento», pero no se detuvo. ¿Podría estar más
acalorada? Seguramente no. Y no se calmó una vez segura detrás de la puerta
adecuada, unos metros más allá del pasillo. Lo único que podía agradecer en ese
momento era que la habitación seguía vacía, de modo que no tenía que explicar a
su hermana ni a la doncella qué hacia corriendo por el hotel en ropa interior.

Quiero massss!! me gustaa!!!
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