viernes, 5 de octubre de 2012

Un Hombre para Mi... Capitulo 7







Patán insoportable masculló Eugenia antes de entrar para volver a guardar en los baúles las pocas cosas que había sacado.
Gastón Dalmau se había marchado pero, al parecer, Eugenia no creía que fuera a abandonarlas como había hecho el conductor. Eso jamás se le ocurriría a alguien tan egocéntrico como Eugenia.
Rocío, que no estaba tan segura, rodeó deprisa el hotel hasta la parte posterior para asegurarse de que sólo había ido a recoger los caballos de la diligencia. Poco después suspiró de alivio al ver que salía de detrás de dos edificios situados calle abajo para adentrarse en el campo donde pastaban los caballos. Todavía estaban los cinco, aunque muy dispersos.
Lo observó unos minutos mientras empezaba a reunirlos. Uno le dio problemas; no quería volver a trabajar. Gastón tomó una cuerda que llevaba sujeta detrás de la silla y empezó a ondear un lazo sobre su cabeza para lanzárselo después al caballo. El lazo acertó en la cabeza del animal y quedó ajustado antes de que éste pudiera sacudírselo.
Rocío había oído hablar de la técnica de lanzar el lazo, pero no había tenido nunca la oportunidad de verla. Al parecer, el panadero había estado en lo cierto. Gastón Dalmau era un hombre que sabía trabajar con el ganado y con los caballos. Un vaquero, y el primero que ella conocía desde su llegada a Tejas. Sin duda conocía la zona y sería el guía perfecto. Ojalá no fuera además tan guapo...
Como la mayoría de los hombres guapos, intentaría cortejar a Eugenia. Todos lo hacían. Si creían tener la menor posibilidad con ella, lo intentaban. Eugenia era demasiado hermosa para que no lo probaran. Los pocos a los que había tenido años pendientes de ella y a los que había incluso animado ni siquiera sabían lo arpía que era. Si deseaba que volvieran, les mostraba sólo su mejor cara. Era muy buena engañando a los hombres.
Pero Gastón Dalmau no tenía ninguna posibilidad. No entraba en al categoría de guapo y rico que era obligatoria para Eugenia. Rocío esperaba que cuando su hermana se hubiera calmado un poco, no decidiera que Gastón sería un entretenimiento divertido. Si desplegaba sus encantos, Gastón se enamoraría de ella y eso sería terrible para él.
En cualquier caso no era probable que Eugenia se calmara, por lo menos hasta no estar de camino a casa, en Haverhill. Hasta entonces mostraría cuán desagradable era, y todos los que la rodeaban iban a sufrir su desagrado porque no soportaba que alguien no se sintiera abatido cuando ella lo estaba.
Eugenia detestaba de verdad aquel viaje y lo que lo motivaba. Tener que vivir con su nueva tutora y haber de obedecer sus dictados hacían que ya odiara a su tía, a pesar de no conocerla.
Las dos tenían sólo un vago recuerdo de ella, ya que Gimena se había ido de casa cuando eran muy pequeñas. Lo que más molestaba a Eugenia era no poder casarse con quién ella quisiera y tener que obtener antes el permiso de su tía. Su padre debería haberle dejado elegir, sin importar a quién eligiera, porque siempre le había dado todo lo que quería.
Era probable que su tía no fuera tan generosa y que se tomara su deber en serio porque era un deber nuevo e inesperado. Por lo menos, así era como Rocío habría reaccionado, de modo que daba por sentado que Gimena también.
Era de esperar que Gastón viera a Eugenia tal como era y no tuviera curiosidad por lo que podrían parecerle sólo los arrebatos de un niña mimada. Por su parte, Rocío tomaría las precauciones habituales y lo desanimaría, ya que podía ser muchísimo peor si, por alguna extraña razón, le dedicaba a ella su atención.
Volvió al hotel a hacer el equipaje. Antes de subir las escaleras se encontró con Ed Harding y le pidió que informara al señor Dalmau de que sólo había cinco caballos, a fin de que aquél no perdiera el tiempo buscando al sexto. Por un momento había pensado decírselo ella misma, pero decidió que cuanto menos contacto tuviera con él, mejor.
No tenía mucho que empaquetar. Ninguna de ellas lo tenía, pues, dado que carecían de cómoda o de armario, habían seguido guardando las cosas en los baúles. Dos eran de Rocío, uno de Esperanza y los cuatro restantes de Eugenia. Se había resistido a dejar tanto sus objetos de valor como sus baratijas, a pesar de que no habían cerrado la casa de Haverhill, sino que había quedado al cuidado de una persona para evitar los robos.
Antes de que los cinco caballos estuvieran enganchados al coche, habían acabado y estaban esperando en el porche. Por lo menos ella y Esperanza. Era una buena ocasión para que Gastón Dalmau se enojara lo bastante con Rocío para eliminarla por completo de sus pensamientos.
Cuando Gastón se estaba peleando con el arnés del caballo principal, Rocío se le acercó.
¿Tiene alguna prueba de que nuestra tía le enviara a buscarnos? le preguntó.
Gastón la miró de reojo y volvió a dirigir su atención al caballo.
Yo mencioné a su tía, no ustedes recordó en tono indiferente.
Sí, es cierto, pero todo el mundo en el pueblo sabe que perdimos hace poco a nuestro padre y que vamos a vivir con nuestra tía insistió Rocío.
No había pisado nunca este pueblo replicó mientras la miraba con el ceño fruncido.
Eso dice usted, pero...
¿Me está acusando de haber entrado a escondidas en el pueblo ayer, quizá, de haber oído esa historia que «todo el mundo» conoce y de idear un plan para fugarme con usted y su hermana? exclamó Gastón.
Dicho así, sonaba horrible. Tendría que ser una persona de la peor calaña para elaborar un plan como aquél. Se estremeció por dentro. Debería asentir con la cabeza, pero no logró hacerlo y no fue necesario, porque él ya estaba furioso con ella.
Gastón se metió la mano en un bolsillo del chaleco, sacó una carta y la puso delante de las narices de Rocío.
Así fue cómo supe dónde encontrarlas, señorita Laton, y ya que no las encontré donde debían estar, desde entonces las he estado buscando.
Sin duda, en sus palabras había cierta dosis de censura, y aún más en el tono. Le había molestado, y por demás, tener muchos más problemas de los previstos para encontrarlas. Rocío  se sonrojó, a pesar de que ni siquiera era culpa suya no haber estado en Galveston como deberían. Pero le había molestado mucho más aún su acusación. Bueno, de eso se trataba, ¿no? Lograr caerle mal y que, por consiguiente, la ignorara a partir de entonces.
La carta era la que Albert Bridges había mandado a su tía. Por supuesto, Rocío no había dudado que Gastón fuera quien decía ser. No había necesitado pruebas.
Sin embargo, aparentó que la prueba que le presentaba la había convencido.
Muy bien exclamó remilgadamente con un resoplido, tras ajustarse las gafas sobre al nariz. Me alegra estar en buenas manos. Y se marchó.
Era probable que fuera el enfado lo que lo llevó a replicar: «¿Buenas? No, sólo en mis manos.» Por lo menos, Rocío esperaba que sólo fuera el enfado.

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