La luz de un día frío y gris entristecía las primeras horas de la mañana. Una fina lluvia perseveraba desde
que finalizó el
fuerte chaparrón de la
noche anterior. El cementerio estaba prácticamente vacío. Una pareja de ancianos rezaba, bajo la
protección de un
paraguas negro, ante un panteón con la figura en granito de un abatido ángel, y una mujer caminaba a lo lejos al
abrigo de los cipreses. Ante la sepultura de piedra gris estaba Gaston, de pie,
soportando la humedad como quien aguanta un merecido castigo eterno.
Esta vez no había ofrenda. Ninguna flor robada iba a
concederle la indulgencia de su hermano.
—Hace
mucho que no vengo a verte. Perdóname —pidió mirando hacia los lados porque le avergonzaba poner
sus ojos sobre la lápida—. Últimamente estoy haciendo cosas que...
Se pasó la mano por la cara, de arriba abajo,
para aguantar las lágrimas. No pudo contenerse. Se dejó caer de rodillas sobre la tierra y
durante unos minutos lloró en silencio, con los puños crispados en el borde de la húmeda losa.
—Te he
fallado. —Sollozó y bajó la cabeza—. No soy tan fuerte como creía. No sé lo que siento cuando estoy con ella,
pero sea lo que sea no duele, Manu. No duele. ¡Y estoy cansado de que todo me duela! —Se apartó las lágrimas con rabia. Quería mostrarse fuerte ante él a pesar de haberse derrumbado—. No volverá a ocurrir. No volveré a acostarme con ella ni a verla. Ni
siquiera pensaré en
ella... —Se
detuvo al comprender que estaba mintiendo a su hermano y se estaba mintiendo a
sí mismo—. ¡Maldita sea, Manu! La he besado, la he tenido entre mis brazos,
la he... —rugió con impotencia—. Pero esto no cambia nada. Pagará lo que nos hizo. Lo juro.
Se secó el rostro, que siguió empapándose con el lloro silencioso del cielo,
y cerró los
ojos para oír el
suave lamento de los cipreses. Por un instante envidió la paz perpetua de los muertos.
Y con esa
desgana de vivir volvió a preguntarse por qué le abría ella los brazos, por qué le dejaba entrar en su cuerpo, por qué se mostraba tan dispuesta si nunca le
quiso. Qué quería, qué buscaba. Pero, igual que le ocurría con tantas otras preguntas que se hacía sin descanso, tampoco para estas
encontró
respuesta, aunque sí la feroz necesidad de buscarla de nuevo para ahogarse
en ella.
—No voy a
pedirte perdón —dijo de pronto—. No lo merezco. Sé que voy a volver a caer, hermano. Sé que voy a olvidarme de la poca dignidad
que me queda y la voy a buscar porque... —durante unos segundos se frotó los párpados con los dedos—, porque con ella estoy vivo. Jodido y
miserable, pero vivo. Por eso cuando... cuando esto acabe, cuando ella esté entre rejas, cuando ya no pueda verla
aunque me maten las ganas, volveré y te pediré perdón. No antes. —Una suave ráfaga de viento arrancó lastimeros gemidos a los cipreses y llegó hasta él para acariciarle el rostro—. Y, por favor, cuida de mama. —Las lágrimas regresaron para rodar por sus
mejillas—. Dile
que la echo de menos.
Reanudó el recorrido con los dedos por el nombre
de Manu. Justo sobre él, igualmente inundado de lluvia, estaba tallado el de
su padre. Lo ignoró
deliberadamente para ir a rozar el de su madre. Lo tocó con dulzura mientras con una pena
infinita le susurraba un «te quiero».
No le quedaba
alma cuando, media hora después, salió del cementerio por la puerta principal. Sentía que estaba traicionando a quienes quería, a quienes necesitaba. Y todo por
sentirse, durante unos miserables momentos, un poco más vivo.
—Está muy solo ahí, en esa fosa —escuchó decir a su derecha. Se detuvo y se volvió despacio. Junto al muro, resguardado de
la llovizna por un paraguas negro, el comisario le miraba con gesto retador—. ¿Te gustaría hacerle compañía?
No respondió. Estaba cansado. La conciencia le pesaba
tanto como la losa bajo la que se descomponía el joven cuerpo de su hermano, y eso
consumía todo
su ánimo y todas sus fuerzas.
—Tal vez
te apetezca ahorrarte los viajes cada vez que quieras estar un rato con él. Si es así, puedo darte ese gusto —siguió diciendo sin moverse—. Aunque tal vez prefieras venir de vez
en cuando y después
largarte para seguir con tu mierda de vida. ¿Es eso? —preguntó en tono jocoso.
Una furia ácida le estalló a Gaston en las entrañas y se le dispersó hasta adueñarse de todo su ser, borrándole el cansancio. Con la mente nublada
se abalanzó hacia
el comisario, dispuesto a partirle la sonrisa.
—¡Maldito
cabrón! —exclamó agarrándole por las solapas del abrigo.
Y al mirarle
descubrió que en
sus ojos brillaba el regodeo por que estuviera respondiendo a su provocación.
Sobre sus
cabezas, las gotas de lluvia rebotaban en el nylon tenso del paraguas a un
ritmo tan desacompasado como el bombear de su sangre. Luchó por contenerse destrozándose los dedos contra el paño del abrigo y mordiendo hasta triturarse
los dientes. Si golpeaba a un agente de la ley acabaría con los privilegios del tercer grado, y
eso era lo que el malnacido quería que hiciera.
Durante eternos
segundos calibró si le
compensaba dominar el violento instinto que le presionaba las sienes. Y,
finalmente, entre desahogar su furia contra aquel miserable o la libertad, no
le quedaron demasiadas dudas.
Lo soltó con un gesto de asco y le dio la
espalda.
—Eres un
jodido cobarde —profirió el comisario riendo y arreglándose la ropa—.Gaston decidió ignorarle y comenzó a andar con lentitud hacia el
aparcamiento. Intuía que
por la boca del condenado poli hablaban los celos, el resentimiento, las ganas
de quitarlo de en medio. Y en ese momento él tenía algo más importante en lo que centrarse que en
una pelea en la que demostrarse quién de los dos podía ser más estúpido.
Él había regresado al cansancio, a la desgana, a
la necesidad de alejarse de allí para dejar de oír, en el susurrar de los cipreses, las
recriminaciones que le hacían los muertos.
—Aléjate de ella —aconsejó el comisario sin alterarse—. Déjala en paz o acabarás sabiendo cómo soluciono yo mis problemas.
Al abrir la
puerta y encontrarla en el rellano, una mezcla de satisfacción y rabia asaltó a Peter. Satisfacción por tenerla allí, deslumbrante y risueña, y rabia porque era evidente que Gaston
había vuelto a dejarla plantada.
Le dolió tener que darle la respuesta que iba a
borrar su hermosa y siempre deseada sonrisa.
—No está —maldijo para sí cuando vio que se afligían sus grandes ojos negros—. Ha salido pronto esta tarde.
—¿Adónde
ha ido? —Su voz
fue apenas un susurro.
Peter se juró que mataría a Gaston apenas lo viera.
—No te
quedes ahí. Pasa y
hablamos —pidió haciéndose a un lado para despejar la entrada.
Ella vaciló. Sabía que no era buena conversadora cuando
estaba triste o enfadada. Pero tampoco tenía claro qué iba a hacer cuando saliera de allí. Aceptó su invitación. Pasó a su lado y fue directa a la cocina.
Cuando Peter
entró tras
ella miró con
preocupación a su
alrededor suplicando que no hubiera ningún desorden. Un botellín de cerveza vacío fue lo único que estaba donde no debía. Se apresuró a retirarlo de encima de la mesa.
—¿Dónde está? —preguntó de nuevo, sin hacer ningún movimiento que indicara que pensaba
quitarse el abrigo, soltar el bolso o cualquier otra cosa que le aportara
comodidad—. Vuelve
a tener el teléfono
desconectado.
Peter, que se
acercaba al cubo en el que dejaban el vidrio, se detuvo al escucharla.
—No lo sé —respondió volviéndose para mirarla con cariño—. Pero deberías preguntárselo. Deberíais poner claras algunas cosas antes de
continuar con vuestra relación.
—¿Qué tipo de cosas?
—Tú las conoces mejor que yo. Me las has
enumerado más de una
vez. —Lali
desvió la
mirada, incómoda—. Gaston es mi amigo, le quiero, pero
también por ti
siento... —Se mordió los labios a tiempo—. Temo que os hagáis daño. —Ella negó con la cabeza—. No hablo de un daño intencionado, y lo sabes. Pero hay
cosas. Por ejemplo esa mujer.
—Esa
mujer no es nadie —dijo con
desprecio—. Gaston
tuvo innumerables novias antes de que ella llegara.
—Pero a
ninguna la quiso así.
—Nunca
estará con ella.
No puede, después de lo
que le hizo.
—Es
posible que tengas razón. —Dejó el botellín en la mesa. Ya no le preocupaba el desorden—. Pero también es probable que jamás se la quite de la mente.
—Lo hará cuando esto acabe.
La observó, pensativo. No vio en sus ojos la misma
seguridad que ponía en sus
palabras; tenía miedo
a perderlo y el único
modo que había
encontrado para defenderse era no reconocerlo.
—Creo que
deberíais
hablarlo.
—Lo hemos
hablado muchas veces. Todo está claro entre nosotros, no te preocupes. —Sacó el móvil del bolso y marcó el teléfono de Gaston. Se lo colocó en el oído y colgó casi al momento—. Puede que se haya quedado sin batería; a veces le ocurre —sugirió en voz baja—. Si aparece por aquí o te llama le dices que...
—No te
vayas. —Reparó en que había puesto demasiada vehemencia y atemperó el tono—. Iba a salir, pero puedo cambiar mis planes.
—Por mí no lo hagas.
—Te
aseguro que no lo hago por ti —declaró con una sonrisa—. Has comentado alguna vez que te gusta
el cine. Podemos ir a ver una película y a inflarnos de palomitas. —Se animó a continuar al no observar rechazo—. Estoy abierto a todo: aventuras,
terror, risas, lágrimas,
una empalagosa y romántica historia de amor. Tú elijes.
—Hoy no
seré una acompañante divertida.
—No es
necesario que lo seas. Esta vez soy yo quien tiene que resultar divertido para
levantarte el ánimo. —Lali rio, y él se sintió feliz—. ¿Ves? Has sonreído con solo oírmelo decir.
—¿Por qué eres siempre tan amable?
Introdujo las
manos en los bolsillos del pantalón y encogió los hombros.
—Me caes
bien. Me gusta tu compañía, tu conversación, y... —sonrió, azorado— y el plan que tenía para hoy era tremendo. Si aceptas mi
invitación me
estarás
salvando la vida.
—¡Qué gran responsabilidad pones sobre mis
hombros! —bromeó sin ningún ánimo.
—Prometo
que lo pasarás bien.
Y, después, si
quieres, podemos volver aquí por si ha regresado Gaston. No es un mal plan, ¿no te parece?
—No. No
es un mal plan —aceptó con una sonrisa triste—. Y podemos aprovechar para que me cuentes
algo que me causa mucha curiosidad.
—Lo que
me pidas —prometió, atento y complaciente.
Ella le sonrió agradecida, sin reparar en que la miraba
con turbada admiración.
—Es sobre
el motivo que te llevó a la cárcel —aclaró—. ¿Cómo pudiste gastar treinta mil euros en unos pocos días?
Peter se cubrió los ojos con la mano y rio, pudoroso.
Gastar esa escandalosa cantidad fue un placer y una absoluta locura. Lo que le
parecía
realmente complicado era explicárselo a ella sin morirse de vergüenza.
Durante todo el
sábado, Rocio anduvo por la tienda como un
alma en pena. Sonriente unos ratos, cabizbaja otros y ausente en todo momento. Mery
había tratado de sonsacarle qué había ocurrido desde la tarde anterior,
cuando la dejó
trabajando con Gaston, pero ella se las había ingeniado para responder sin aclararle
nada.
Por la tarde, y
viendo que su amiga estaba demasiado conversadora, decidió trabajar a solas en el almacén. Desenvolver las piezas de tela de un
pequeño pedido
y colocarlas en los estantes no requería de mucha atención.
Desde la noche
anterior no sabía qué debía pensar ni cómo debía sentirse. Él había llegado pidiendo sus brazos y ella se
los había
abierto. Pero después nada transcurrió como había esperado. Gaston le había dejado ver su rabia, su dolor, pero no
su amor ni su ternura.
Sentada sobre la
pequeña
escalera de tres peldaños, rasgó el papel que envolvía una pieza azul y la colocó en el estante más bajo. Se cubrió la cara con las manos y se dobló sobre sus rodillas con un gemido. No sabía cómo detener la sucesión de recuerdos que la saturaban de
amargura.
Quería creer que no sentiría ese dolor si el final hubiera sido otro
menos abrupto, menos frío. Ninguno de los dos había terminado aún de recuperar el aliento cuando él comenzó a apartarse. Lo hizo despacio, mirándola con una intensidad que la dejó clavada a la pared, muda pero suplicándole con los ojos. Notó, por sus movimientos, que se colocaba y
se abrochaba el pantalón. Se preguntó de dónde sacaba fuerzas para vestirse cuando
ella no las encontraba ni para respirar con normalidad. Él se agachó para tomar su jersey y ella aprovechó ese instante para cerrar los ojos y
suspirar. Cuando los abrió lo tenía de nuevo enfrente, observándola mientras se ponía la prenda.
Ella esperó inútilmente a que hablara.
Debió haber dicho algo para ayudarla a
soportar la vergüenza que
sintió al
verlo totalmente vestido, mirarse y descubrirse medio desnuda: la blusa
abierta, el sujetador enrollado por encima de los pechos, el pantalón y las braguitas por el suelo. Debió haber dicho algo cuando la vio enrojecer
de humillación. Pero
solo se comunicó con sus
expresivos ojos verdes, con su gesto confuso, con su aire indeciso, incluso con
sus labios que se separaron varias veces para no pronunciar ni media palabra.
Aún se agachó una vez más para recoger su cazadora, junto a la
puerta. Desde allí volvió a abrir la boca, a humedecerse los
labios, a tragarse lo que fuera que había estado a punto de decir.
Había sentido frío al quedarse sola. Se había apresurado a recoger el pantalón del suelo y había terminado sentada, abrazada a su ropa y
sin saber si debía reír o llorar.
La voz de su
amiga, que llegaba con debilidad, le hizo reaccionar. Irguió la espalda y comenzó a descubrir un nuevo rollo de tela.
—Te
hablaba a ti —dijo Mery
asomando medio cuerpo—. Te preguntaba si ayer terminasteis de mirar los
muebles.
—Sí
—respondió sin entender el motivo de la consulta—. Contrastamos opiniones para todas las
estancias.
—Entonces
viene a por ti —dijo con
una resplandeciente sonrisa.
—¿Qué? ¿Quién viene a qué?
—Ese que
aseguras que no es tu chico. Acaba de llegar, es de noche, estamos a punto de
cerrar. —Guiñó el ojo con cariño—. Conclusión: viene a por ti.
Rocio se levantó y salió rauda hacia la tienda. A través del cristal del escaparate lo vio,
apoyado en uno de los árboles alineados en el centro de la calle y expulsando
el humo de un pitillo.
—Pero no
va a entrar —opinó Mery, a su espalda—. Me encantaría que lo hiciera, como Richard Gere, en Oficial
y caballero, cuando irrumpe en la lúbrica y saca a la chica en brazos. —Suspiró con teatralidad—. Pero este se va a quedar ahí fuera, esperando a que seas tú quien salga.
Rocio no la
escuchó. La
presencia de Gaston solamente podía significar una cosa: quería repetir. El hombre al que amaba con
todo el corazón había llegado a buscarla porque quería acostarse con ella, y ella, que se moría por perderse en sus brazos, iba a
aceptarle sin hacer ninguna pregunta, ningún reproche.
Se volvió y regresó precipitadamente al almacén. Cogió sus cosas y volvió a salir. Se ponía el abrigo con prisa cuando, esta vez sí, escuchó a Mery.
—No lo
dejes escapar de nuevo. —Rocio la miró con una sonrisa apocada—. Ese hombre te quiere. No la fastidies,
porque no creo que la vida te dé más oportunidades con él.
Suspiró mientras se colgaba el bolso y tiraba de
la manilla. Al alcanzar la calle se quedó quieta junto a la puerta, esperando
indecisa. Transcurrieron unos interminables segundos hasta que él volvió la cabeza y la vio. Y a partir de ese
instante ya no quitó los ojos de ella.
Se incorporó al tiempo que daba una última calada a su cigarro, lo arrojó al suelo y lo destrozó con la punta del zapato. Después se acercó despacio, temeroso de llegar y no saber
qué decir. Pensaba que era evidente el
motivo que le había llevado
allí, y estaba seguro de que ella lo sabía.
Cuando estuvo a
su lado siguió mirándola en silencio. Seguía sin entender por qué, la noche anterior, no le había rechazado a pesar de ser la mujer de
otro. Pero tampoco le importaba. Únicamente necesitaba que ahora volviera a decirle que
sí.
Rocio entendió su silencio porque a ella le ocurría lo mismo. Había cosas que no era necesario expresar, y
esta era una de ellas. Apartó la mirada y comenzó a andar, desde allí, tomar las calles que con más rapidez les condujeran a casa.
Él tomó aliento y la siguió. En tres pasos ya caminaban a la par,
tan silenciosos como si fueran extraños, sordos al ruido de la ciudad, percibiendo tan solo
el golpear de sus corazones y el sonido de sus pisadas en las baldosas de las
aceras.
La noche era
clara. Una redonda y brillante luna se asomaba por entre los tejados para
contemplarlos con curiosidad. Hacía frío. Rocio se llevó la mano al cuello y descubrió que con la prisa no había tomado la bufanda. Los guantes sí. Los llevaba en los bolsillos del
abrigo, uno en cada lado. Los sacó y trató de ponérselos, pero no consiguió hacer encajar sus temblorosos dedos en
sus respectivos y estrechos espacios. Fue como si la lana hubiera encogido una,
dos, incluso tres tallas. Los introdujo de nuevo en los bolsillos y con ellos
las manos, que comenzaban a quedársele congeladas.
Desde el puente,
Gaston oteó el
edificio en el que vivía Rocio y los árboles que ocultaban las ventanas de su
piso. Pensó que en
unos minutos estarían allí, la abrazaría de nuevo, la besaría, la haría gritar de gozo. tomó una gran bocanada del aire frío que azotaba siguiendo el curso de la ría. Deseó no sentir ese remordimiento que le impedía disfrutar el instante en toda su
intensidad. Deseó volver
al pasado, porque entonces la habría tomado de la mano para correr juntos hasta el portal
y comérsela a
besos en el ascensor. Deseó perder la memoria, mirarla sin reconocerla y amarla
con la libertad de la primera vez.
Comenzaron a
descender la escalera de caracol. Rocio deseó pararse entre la gruesa columna central
y la pared del viejo puente. Anheló quedarse en ese refugio escondido a las miradas para
abrazarse a Gaston, para besarle y decirle que le amaba. Pero continuó descendiendo con la mirada fija en los
peldaños de
piedra.
Ignoraba que él había tenido similar intención: inmovilizarla en esa zona ciega,
besarla, internar las manos bajo el abrigo y tocarle esa piel que le enloquecía. No se atrevió. Acercarse a ella le costaba casi tanto
como después le dolía alejarse.
El siguiente
tramo daba al exterior, a las preciosas vistas de los jardines, del Centro.
Después se
adentraron por última
vez tras la columna.
Gaston se
humedeció los
labios y crispó los
dedos en el interior de los bolsillos. Se juró que no lo haría, que esperaría hasta llegar a su destino.
Pero su deseo
fue más
fuerte.
Se adelantó un paso y se detuvo frente a ella. Hundió los dedos en su cabello y la besó en los labios. Comenzó con suavidad, pero en un instante la
abrazaba y la devoraba con ansia.
El sonido de
pasos sobre sus cabezas les indicó que en unos segundos tendrían compañía.
Gaston la
desgastó con los
ojos mientras reunía
fuerzas para soltarla. A los ruidos, cada vez más próximos, se les añadieron murmullos y risas. No quedaba
tiempo para dudas. Siguiendo un impulso le pasó el brazo por los hombros y la arrimó a él para terminar de bajar la escalera.
Cuando quiso
darse cuenta caminaban juntos, como en el pasado, pero él llevaba un pertinaz desasosiego estrujándole el corazón.
adddap:A.

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