lunes, 24 de diciembre de 2012

Antes Y Despues De Odiarte capitulo cuarenta y uno


—¡No puedo! ¡Dios, no puedo pararla!
Sus gritos de auxilio le desgarran la garganta.
La sangre surge a borbotones por entre sus dedos. Mana caliente mientras el cuerpo agujereado se va quedando frío. Sus manos no abarcan a tapar el hueco. La viscosidad roja continúa escapando y robándose la vida.
—¡Nooo! brama de nuevo Gaston.
Y esta vez abre los ojos de golpe y los clava en las sombras oscilantes del techo.
Jadeó angustiado. De nuevo, despertar de esa pesadilla no le provocó ningún alivio. Nada le desgarraba tanto como recordar con plena conciencia.
Miró a su izquierda. Rocio continuaba profundamente dormida. Eso significaba que tampoco esta vez había gritado en voz alta.
Las sábanas entre las que unas horas antes la había amado, sellando su reconciliación, ahora se le pegaban al cuerpo y le estorbaban.
Se levantó, con cuidado de no despertarla, y se acercó a la ventana. La luz de las farolas se filtraba por entre las cortinas iluminando a jirones su brillante piel desnuda. Apartó el visillo, posó su abrasada frente en la agradable frialdad del cristal y volvió a cerrar los ojos. Su pensamiento retrocedió hasta aquella tarde, hasta el instante en el que detuvo el coche en el polígono industrial, en la calle que discurría entre la pequeña ladera de tierra y las naves más antiguas y apartadas.
Yo llevare la bolsa dice Manu mientras miran hacia los dos coches que aguardan a escasos cien metros.
—¡Deja de fastidiar! Le increpa sin sospechar que ya no tendrá ocasión de disculparse. ¡Yo soy el mayor, yo llevo la bolsa, yo hablo y tú no te mueves de mi lado y no dices ni media palabra!
Manu resopla mostrando contrariedad, pero no protesta. Sale del coche y espera pacientemente a que su hermano coja la bolsa de deporte del maletero.
—¡¿Qué haces?! vuelve a gritarle Gaston cuando llega a su lado y le ve con las manos bajo la cazadora vaquera. ¿Quieres que nos maten? Mantenías alejadas del cuerpo o pensarán que vas a sacar un arma y nos freirán a tiros.
Otra vez obedece de forma instantánea y silenciosa, con la inquietud pintada en su joven rostro.
Caminan a la par, con la vista al frente y el corazón en constante estado de alarma. Sopla un aire fuerte, extrañamente helador para estar a primeros de septiembre, piensa Gaston. Y cada vez que una fría ráfaga le azota el rostro su preocupación se va ahuecando como el tejido de una vela desplegada al viento.
Llevan recorrida la mitad del camino cuando ven salir a los hombres, que se colocan flanqueando a Carmona. Tras la intimidante hilera de matones quedan los vehículos, con los conductores preparados y los motores encendidos.
Gaston se sobrecoge ante el despliegue. Le sudan las manos y las comprime con fuerza sobre el asa de la bolsa.
Tranquilo dice mirando de reojo a su hermano.
Consigue mostrar aplomo cuando se detiene frente a ellos. A pesar de la angustia tiene confianza en que todo va a salir bien. Aunque se hubiera sentido mejor haciendo eso en solitario y con Manu aguardando en casa, a salvo. Pero que él esté presente es una condición que por más que lo ha intentado no le han permitido discutir.
El de la cicatriz se adelanta para tomarle la bolsa. La abre, inspecciona el interior y se lo muestra a Carmona.
La tensión crece. El narcotraficante les mira en silencio durante unos segundos.
Aquí no está todo. Su sonrisa templada alarma a Gaston. ¡¿Qué os parece?¡—pregunta con sarcasmo a sus hombres. El hijo de puta este cree que me la puede pegar a mí.
Se vuelve hacia su hermano. Sus miradas se cruzan un instante para constatar que en las dos late el mismo desconcierto, el mismo temor a no poder controlar lo que esté a punto de llegar.
Y así es, pero no del modo en el que han temido.
Todo se precipita de una manera irreal e inimaginable. Unas milésimas de segundo que vive con una agonizante lentitud.
Unas piedras ruedan por la pequeña ladera y él gira la cabeza. Piensa que alguien que se esconde en lo alto ha tropezado. Otro de los hombres de Carmona. Pero debe de ser el único que no entiende lo que ocurre. Lo descubre cuando escucha la voz del policía ordenándoles que suelten las armas y levanten los brazos a la vez que se oyen disparos y el chirrido de neumáticos de coches abandonando con precipitación el lugar. Después más motores y sirenas que evidencian una persecución.
Siente que el cielo se abate sobre él. El kilo de cocaína está a sus pies y en una bolsa que le pertenece. Mira un instante a su hermano para infundirle calma. No va a permitir que pase ni un día de prisión por eso. Él es su responsabilidad como también lo son las consecuencias de lo que han hecho.
Alza las manos a la primera orden. Ya tienen suficientes problemas encima para añadir alguno más. Pero vuelve a escuchar al policía, ahora en un tono más alarmante y alterado.
—¡Suelta el arma! ¡Suelta el arma!
Sorprendido por la insistencia se vuelve hacia Manu. En ese momento le ve sacar la mano de debajo de la cazadora. Empuña una pistola.
Un frío mortal le congela las venas y le constriñe los músculos, pero se lanza hacia él con un grito que le destroza la tráquea. Quiere hacerle bajar el arma, interponerse entre él y los policías. Pero no llega a tiempo.
Suenan dos ensordecedores estallidos y Manu cae.
El dolor y la incredulidad le atraviesan el cerebro y el corazón. Hinca de un golpe las rodillas en el suelo. Le retira el pelo de la cara, asustado, sin saber qué hacer. Le palpa con dedos temblorosos el cuello, el pecho.
—¡Oh, Dios! gime cuando sus manos se cubren de sangre viscosa y caliente a la vez que un violento tirón en su hombro le lanza hacia atrás.
Al instante se encuentra con la presión de una bota sobre la cabeza que le obliga a morder la tierra y las manos contra la espalda.
—¡No! aúlla con desesperación al sentir el frío metal de las esposas en las muñecas. Tengo que ayudar a mi hermano. ¡Malditos cabrones! Se revuelve tratando inútilmente de liberarse. ¡Dejadme ayudar a mi hermano!
Expulsa aire con alivio al escuchar la orden de soltarlo. Mira fugazmente en dirección a esa autoritaria voz mientras los policías le abren las esposas. Ese hombre le resulta familiar.
En cuanto se ve libre de ataduras se precipita hacia Manu. Le aparta con rapidez la cazadora y ve la sangre salir de su pecho a borbotones. Grita pidiendo una ambulancia al tiempo que tapona el orificio con sus manos.
Tranquilo pronuncia a pesar de que la angustia le ahoga. Todo va a salir bien. Manu niega con un levísimo gesto—. Deja de llevarme la contraria aunque sea por esta vez ruega con una dolorosa sonrisa.
Tú... siempre sueles... tener razón concede con voz entrecortada.
Te recordaré más de una vez esto que acabas de decir. Manu gime de dolor, pero él no deja de apretar sobre la herida. Tranquilo repite. Te van a llevar a un hospital. Y girando la cabeza un instante vuelve a gritar: ¡Malditos cabrones! ¡¿Es que nadie ha pedido la puta ambulancia?!
Lo... siento... balbucea Manu con los párpados entrecerrados. Dos lágrimas se deslizan por sus sienes hasta perderse entre su cabello rubio. La he... jodido bien.
Soy yo quien te ha fallado. Aparta una mano de la herida para coger la que él le tiende. Está helada, temblorosa. Pero ahora no hables. Ahorra fuerzas. Traga para no llorar. Ya me perdonarás cuando esto haya pasado.
Me... muero... hermano...
Un escalofrío le recorre la espalda. Vuelve a gritar reclamando la ambulancia. La rapidez con la que Manu va palideciendo le angustia.
No digas tonterías. Hemos salido de cosas peores. De esta solo te quedará una cicatriz con la que podrás presumir con las chicas. Trata de bromear. Pero Manu se va quedando sin fuerzas. Los dos lo saben. No te duermas. Ahora llegan en tu ayuda. Y vuelve a levantar la cabeza. ¡¿Dónde está la ambulancia, hijos de puta?! ¡¿Vais a dejar que muera como un perro?!
Con las manos cerrando el hueco por el que se le va la vida a Manu, busca con los ojos al hombre que ha ordenado que le soltaran. Tiene la esperanza de que vuelva a ayudarle, pero no está en el mismo lugar. Con el corazón encogido de angustia sigue mirando a su alrededor.
Lo encuentra a pocos metros, a su espalda.
Pero ya no está solo.
Las palabras suplicando ayuda se le apagan en la boca. El viento le aborda de cara ahogándole, estremeciéndole. El mismo aire vigoroso que le enreda a ella su larga melena rubia y la eleva al cielo.
Por un instante fugaz la recuerda junto a ese hombre, en su piso. «Es un amigo», resuena de nuevo en su mente. «Es un amigo.» Y entonces comprende que ha sido un pobre incauto que ha caído en la trampa más vieja del mundo.
—¡Está llegando la ambulancia! escucha gritar. Y la humedad vela sus ojos hasta que se le emborrona la figura rígida e impasible de Rocio.
Se vuelve hacia su hermano. Le cuesta sujetar las lágrimas para que él no las vea. Su dolor es tan grande, tan intenso, que llega a creer que le acabará estallando el corazón.
Tengo... frío... susurra Manu tiritando sin fuerzas.
Gaston se quita el anorak alternando las manos para no dejar de presionar sobre el flujo de sangre, y le cubre como puede con él.
No me dejes le pide a la desesperada. No puedes abandonarme. Resiste un poco más. Solo un poco más.
Manu hace el esfuerzo de alzar los párpados. Una dulce sonrisa se forma en sus labios, tan blancos como el resto de su piel.
Al fin... conoceré a... mama.
—¡No, Manu, no! ¡Aún falta mucho para eso! grita sabiendo que ya es inútil. ¡No me hagas esto, maldita sea!
Algo parecido a un suspiro escapa de la boca de Manu. Sus ojos verdes, inmóviles como cristales, reflejan el gris tormentoso del cielo.
Gaston aúlla de dolor, recoge entre sus brazos el cuerpo inerte y lo estrecha contra su pecho mientras solloza con desgarro.
El corazón le estalla en pedazos y una sombra fría, dolorosa y amarga se extiende por su cuerpo y su mente.
Una sombra que, ahora, después de los años, seguía llevando dentro como si formara parte de su ser.
El vidrio de la ventana había perdido su frialdad y ya no le aliviaba, pero continuó pegado a él, con los ojos cerrados. Manu había sido su responsabilidad y nunca podría perdonarse no haber sabido cuidarlo. Debió haber muerto él aquella tarde. Debió haber muerto él en su lugar, se dijo mientras volvía la cabeza para mirarla dormir. Habría sido más justo y no habría pasado por el terrible dolor de perderlo. Además, se habría ahorrado descubrir la despiadada traición de Rocio.
Se acercó despacio y se detuvo junto a la cama. Ella dormía con placidez y respiraba con tal suavidad que tuvo que aguzar el oído para escucharla. Contempló un instante sus hombros desnudos y alzó con cuidado el edredón para cubrirla hasta el cuello.
No podía explicarse dónde le nacía esa destructiva necesidad de ella, pero estaba dispuesto a terminar con ese tormento. Lo había decidido hacía horas, mientras sujetándole las manos sobre la almohada la hacía gritar para él. Ella había encontrado espacio entre jadeos para repetirle una y otra vez que le amaba, y él, en lugar de atraparle la boca para silenciarla, había aceptado que esa noche y ese instante marcaban el final.
Ahora, cuando de puntillas se acercaba el amanecer y él iba a salir de esa casa, reafirmarse en su decisión le devolvió un poco de la calma que había perdido recordando la muerte de Manu.
Comenzaba a vestirse cuando ella abrió los ojos y le sonrió, somnolienta. Trató de hablar, pero él le posó dos dedos sobre los labios y siseó hasta acallarla. Esa mañana no quería conversaciones de última hora. Prefería vestirse en silencio mirándola sonreír arrebujada bajo el edredón. Esa mañana, más que ninguna otra, necesitaba llevarse esa dulce imagen consigo.

2 comentarios:

  1. no puedes dejarlo así me encanta da ya punto y final .

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  2. Ay no, que va a hacer. Ay me dolio en el alma lo de Manu. Pero que onda Gaston? tengo miedo. No la podes dejar ahi!!!!!!!!!!!!

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