—¡No puedo! ¡Dios, no puedo pararla!
Sus gritos de
auxilio le desgarran la garganta.
La sangre surge
a borbotones por entre sus dedos. Mana caliente mientras el cuerpo agujereado
se va quedando frío. Sus
manos no abarcan a tapar el hueco. La viscosidad roja continúa escapando y robándose la vida.
—¡Nooo! —brama de nuevo Gaston.
Y esta vez abre
los ojos de golpe y los clava en las sombras oscilantes del techo.
Jadeó angustiado. De nuevo, despertar de esa
pesadilla no le provocó ningún alivio. Nada le desgarraba tanto como recordar con
plena conciencia.
Miró a su izquierda. Rocio continuaba
profundamente dormida. Eso significaba que tampoco esta vez había gritado en voz alta.
Las sábanas entre las que unas horas antes la
había amado, sellando su reconciliación, ahora se le pegaban al cuerpo y le
estorbaban.
Se levantó, con cuidado de no despertarla, y se
acercó a la
ventana. La luz de las farolas se filtraba por entre las cortinas iluminando a
jirones su brillante piel desnuda. Apartó el visillo, posó su abrasada frente en la agradable
frialdad del cristal y volvió a cerrar los ojos. Su pensamiento retrocedió hasta aquella tarde, hasta el instante
en el que detuvo el coche en el polígono industrial, en la calle que discurría entre la pequeña ladera de tierra y las naves más antiguas y apartadas.
—Yo
llevare la bolsa —dice
Manu mientras miran hacia los dos coches que aguardan a escasos cien metros.
—¡Deja
de fastidiar! —Le
increpa sin sospechar que ya no tendrá
ocasión
de disculparse—.
¡Yo
soy el mayor, yo llevo la bolsa, yo hablo y tú
no te mueves de mi lado y no dices ni media palabra!
Manu resopla mostrando contrariedad, pero no protesta.
Sale del coche y espera pacientemente a que su hermano coja la bolsa de deporte
del maletero.
—¡¿Qué haces?! —vuelve a gritarle Gaston
cuando llega a su lado y le ve con las manos bajo la cazadora vaquera—. ¿Quieres que nos maten?
Mantenías
alejadas del cuerpo o pensarán
que vas a sacar un arma y nos freirán
a tiros.
Otra vez obedece de forma instantánea y silenciosa, con la
inquietud pintada en su joven rostro.
Caminan a la par, con la vista al frente y el corazón en constante estado de
alarma. Sopla un aire fuerte, extrañamente
helador para estar a primeros de septiembre, piensa Gaston. Y cada vez que una
fría
ráfaga
le azota el rostro su preocupación
se va ahuecando como el tejido de una vela desplegada al viento.
Llevan recorrida la mitad del camino cuando ven salir
a los hombres, que se colocan flanqueando a Carmona. Tras la intimidante hilera
de matones quedan los vehículos,
con los conductores preparados y los motores encendidos.
Gaston se sobrecoge ante el despliegue. Le sudan las
manos y las comprime con fuerza sobre el asa de la bolsa.
—Tranquilo
—dice
mirando de reojo a su hermano.
Consigue mostrar aplomo cuando se detiene frente a
ellos. A pesar de la angustia tiene confianza en que todo va a salir bien.
Aunque se hubiera sentido mejor haciendo eso en solitario y con Manu aguardando
en casa, a salvo. Pero que él
esté
presente es una condición
que por más
que lo ha intentado no le han permitido discutir.
El de la cicatriz se adelanta para tomarle la bolsa.
La abre, inspecciona el interior y se lo muestra a Carmona.
La tensión
crece. El narcotraficante les mira en silencio durante unos segundos.
—Aquí no está todo. —Su sonrisa templada alarma
a Gaston—.
¡¿Qué os parece?¡—pregunta con sarcasmo a sus
hombres—.
El hijo de puta este cree que me la puede pegar a mí.
Se vuelve hacia su hermano. Sus miradas se cruzan un
instante para
constatar que en las dos late el mismo desconcierto, el mismo temor a no poder
controlar lo que esté
a punto de llegar.
Y así
es, pero no del modo en el que han temido.
Todo se precipita de una manera irreal e inimaginable.
Unas milésimas
de segundo que vive con una agonizante lentitud.
Unas piedras ruedan por la pequeña ladera y él gira la cabeza. Piensa
que alguien que se esconde en lo alto ha tropezado. Otro de los hombres de
Carmona. Pero debe de ser el único
que no entiende lo que ocurre. Lo descubre cuando escucha la voz del policía ordenándoles que suelten las
armas y levanten los brazos a la vez que se oyen disparos y el chirrido de neumáticos de coches abandonando
con precipitación
el lugar. Después
más
motores y sirenas que evidencian una persecución.
Siente que el cielo se abate sobre él. El kilo de cocaína está a sus pies y en una bolsa
que le pertenece. Mira un instante a su hermano para infundirle calma. No va a
permitir que pase ni un día
de prisión
por eso. Él
es su responsabilidad como también
lo son las consecuencias de lo que han hecho.
Alza las manos a la primera orden. Ya tienen
suficientes problemas encima para añadir
alguno más.
Pero vuelve a escuchar al policía,
ahora en un tono más
alarmante y alterado.
—¡Suelta
el arma! ¡Suelta
el arma!
Sorprendido por la insistencia se vuelve hacia Manu.
En ese momento le ve sacar la mano de debajo de la cazadora. Empuña una pistola.
Un frío
mortal le congela las venas y le constriñe
los músculos,
pero se lanza hacia él
con un grito que le destroza la tráquea.
Quiere hacerle bajar el arma, interponerse entre él y los policías. Pero no llega a tiempo.
Suenan dos ensordecedores estallidos y Manu cae.
El dolor y la incredulidad le atraviesan el cerebro y
el corazón.
Hinca de un golpe las rodillas en el suelo. Le retira el pelo de la cara,
asustado, sin saber qué
hacer. Le palpa con dedos temblorosos el cuello, el pecho.
—¡Oh,
Dios! —gime
cuando sus manos se cubren de sangre viscosa y caliente a la vez que un
violento tirón
en su hombro le lanza hacia atrás.
Al instante se encuentra con la presión de una bota sobre la
cabeza que le obliga a morder la tierra y las manos contra la espalda.
—¡No!
—aúlla con desesperación al sentir el frío metal de las esposas en
las muñecas—. Tengo que ayudar a mi
hermano. ¡Malditos
cabrones! —Se
revuelve tratando inútilmente
de liberarse—.
¡Dejadme
ayudar a mi hermano!
Expulsa aire con alivio al escuchar la orden de
soltarlo. Mira fugazmente en dirección
a esa autoritaria voz mientras los policías
le abren las esposas. Ese hombre le resulta familiar.
En cuanto se ve libre de ataduras se precipita hacia
Manu. Le aparta con rapidez la cazadora y ve la sangre salir de su pecho a
borbotones. Grita pidiendo una ambulancia al tiempo que tapona el orificio con
sus manos.
—Tranquilo
—pronuncia
a pesar de que la angustia le ahoga—.
Todo va a salir bien. —Manu
niega con un levísimo
gesto—. Deja de llevarme la contraria aunque sea por esta vez —ruega con una dolorosa
sonrisa.
—Tú... siempre sueles... tener
razón
—concede
con voz entrecortada.
—Te
recordaré
más
de una vez esto que acabas de decir. —Manu
gime de dolor, pero él
no deja de apretar sobre la herida—.
Tranquilo —repite—. Te van a llevar a un
hospital. —Y
girando la cabeza un instante vuelve a gritar—:
¡Malditos
cabrones! ¡¿Es
que nadie ha pedido la puta ambulancia?!
—Lo...
siento... —balbucea
Manu con los párpados
entrecerrados. Dos lágrimas
se deslizan por sus sienes hasta perderse entre su cabello rubio—. La he... jodido bien.
—Soy
yo quien te ha fallado. —Aparta
una mano de la herida para coger la que él
le tiende. Está
helada, temblorosa—.
Pero ahora no hables. Ahorra fuerzas. —Traga
para no llorar—.
Ya me perdonarás
cuando esto haya pasado.
—Me...
muero... hermano...
Un escalofrío
le recorre la espalda. Vuelve a gritar reclamando la ambulancia. La rapidez con
la que Manu va palideciendo le angustia.
—No
digas tonterías.
Hemos salido de cosas peores. De esta solo te quedará una cicatriz con la que
podrás
presumir con las chicas. —Trata
de bromear. Pero Manu se va quedando sin fuerzas. Los dos lo saben—. No te duermas. Ahora llegan
en tu ayuda. —Y
vuelve a levantar la cabeza—.
¡¿Dónde está la ambulancia, hijos de
puta?! ¡¿Vais
a dejar que muera como un perro?!
Con las manos cerrando el hueco por el que se le va la
vida a Manu, busca con los ojos al hombre que ha ordenado que le soltaran.
Tiene la esperanza de que vuelva a ayudarle, pero no está en el mismo lugar. Con el
corazón
encogido de angustia sigue mirando a su alrededor.
Lo encuentra a pocos metros, a su espalda.
Pero ya no está
solo.
Las palabras suplicando ayuda se le apagan en la boca.
El viento le aborda de cara ahogándole,
estremeciéndole.
El mismo aire vigoroso que le enreda a ella su larga melena rubia y la eleva al
cielo.
Por un instante fugaz la recuerda junto a ese hombre,
en su piso. «Es
un amigo»,
resuena de nuevo en su mente. «Es
un amigo.» Y
entonces comprende que ha sido un pobre incauto que ha caído en la trampa más vieja del mundo.
—¡Está llegando la ambulancia! —escucha gritar. Y la
humedad vela sus ojos hasta que se le emborrona la figura rígida e impasible de Rocio.
Se vuelve hacia su hermano. Le cuesta sujetar las lágrimas para que él no las vea. Su dolor es
tan grande, tan intenso, que llega a creer que le acabará estallando el corazón.
—Tengo...
frío...
—susurra
Manu tiritando sin fuerzas.
Gaston se quita el anorak alternando las manos para no
dejar de presionar sobre el flujo de sangre, y le cubre como puede con él.
—No
me dejes —le
pide a la desesperada—.
No puedes abandonarme. Resiste un poco más.
Solo un poco más.
Manu hace el esfuerzo de alzar los párpados. Una dulce sonrisa
se forma en sus labios, tan blancos como el resto de su piel.
—Al
fin... conoceré
a... mama.
—¡No,
Manu, no! ¡Aún falta mucho para eso! —grita sabiendo que ya es inútil—. ¡No me hagas esto, maldita
sea!
Algo parecido a un suspiro escapa de la boca de Manu.
Sus ojos verdes, inmóviles
como cristales, reflejan el gris tormentoso del cielo.
Gaston aúlla
de dolor, recoge entre sus brazos el cuerpo inerte y lo estrecha contra su
pecho mientras solloza con desgarro.
El corazón
le estalla en pedazos y una sombra fría,
dolorosa y amarga se extiende por su cuerpo y su mente.
Una sombra que, ahora, después de
los años, seguía llevando dentro como si
formara parte de su ser.
El vidrio de la
ventana había
perdido su frialdad y ya no le aliviaba, pero continuó pegado a él, con los ojos cerrados. Manu había sido su responsabilidad y nunca podría perdonarse no haber sabido cuidarlo.
Debió haber
muerto él
aquella tarde. Debió haber muerto él en su lugar, se dijo mientras volvía la cabeza para mirarla dormir. Habría sido más justo y no habría pasado por el terrible dolor de
perderlo. Además, se
habría
ahorrado descubrir la despiadada traición de Rocio.
Se acercó despacio y se detuvo junto a la cama.
Ella dormía con
placidez y respiraba con tal suavidad que tuvo que aguzar el oído para escucharla. Contempló un instante sus hombros desnudos y alzó con cuidado el edredón para cubrirla hasta el cuello.
No podía explicarse dónde le nacía esa destructiva necesidad de ella, pero
estaba dispuesto a terminar con ese tormento. Lo había decidido hacía horas, mientras sujetándole las manos sobre la almohada la hacía gritar para él. Ella había encontrado espacio entre jadeos para
repetirle una y otra vez que le amaba, y él, en lugar de atraparle la boca para
silenciarla, había
aceptado que esa noche y ese instante marcaban el final.
Ahora, cuando de
puntillas se acercaba el amanecer y él iba a salir de esa casa, reafirmarse en su decisión le devolvió un poco de la calma que había perdido recordando la muerte de Manu.
Comenzaba
a vestirse cuando ella abrió los ojos y le sonrió,
somnolienta. Trató de hablar, pero él
le posó
dos dedos sobre los labios y siseó hasta acallarla. Esa mañana
no quería
conversaciones de última hora. Prefería
vestirse en silencio mirándola sonreír
arrebujada bajo el edredón. Esa mañana,
más
que ninguna otra, necesitaba llevarse esa dulce imagen consigo.

no puedes dejarlo así me encanta da ya punto y final .
ResponderEliminarAy no, que va a hacer. Ay me dolio en el alma lo de Manu. Pero que onda Gaston? tengo miedo. No la podes dejar ahi!!!!!!!!!!!!
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