Aún le
temblaba el corazón cuando
entró en
casa, cerró la
puerta y apoyó en ella
la espalda. Hacía unos
minutos que, sobre el puente, y tras asegurarse de que nadie le veía, había desgarrado el paquete para que el polvo
blanco se esparciera al aire y acabara disuelto en las aguas del río. Pero ni siquiera después de eso se había sentido tranquilo.
La oscuridad de
la noche se había colado
por las ventanas. Un pálido resplandor se filtraba por la puerta entreabierta
de la cocina aportando un poco de claridad al pasillo. Escuchó murmullo de voces, y, casi al instante,
vio salir a Peter y acercársele con gesto de preocupación.
—¿Estás bien? —le preguntó sin molestarse en encender ninguna luz.
—No estoy
seguro. —Cogió aliento y se soltó la parka, necesitado de espacio para
respirar.
—Ya que
lo has hecho, espero que al menos hayas llegado a tiempo.
Gaston asintió con los ojos fijos en la entrada a la
cocina.
—¿Cómo está Lali? —preguntó, pesaroso de haber reaccionado de forma
tan incontrolada con ella.
—Todo lo
bien que se puede estar después de lo ocurrido. —Gaston frunció los labios con impotencia—. No la culpes. Lo ha hecho porque te
ama, como el resto de las cosas que ha hecho por ti.
—No podría culparla aunque quisiera —reconoció introduciendo las manos en los estrechos
bolsillos de sus vaqueros—. Le debo demasiado.
—¿Por qué no lo dijiste? —reprochó al tiempo que se atusaba la perilla y le
miraba fijamente a los ojos—. Si habías decidido que ya no joderías a esa, ¿por qué no lo dijiste? —insistió—. Lali no habría hecho esto y todos nos habríamos ahorrado una buena dosis de
sufrimiento.
Gaston cerró los párpados y echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la puerta.
—He
estado a punto de perderla —musitó sin fuerzas—. Ayer por la noche, al recuperarla,
decidí que
ningún estúpido odio volvería a alejarme de ella. No compensa —reveló, derrotado—. ¡Mi rencor resulta tan insignificante al
lado del amor inmenso que siento por ella, que nada me compensaría perderla!
—¿Y por
qué no estás diciéndoselo en este momento?
—Tenía que alejarme de la tienda, deshacerme
del paquete, dejar pasar el tiempo por si aparecía la Ertzaintza... Y además tengo miedo —admitió con ojos brillantes—. Hoy mismo pensaba hablarle con
sinceridad de lo que siento. Después iba a confesarle lo que en mi ceguera he estado a
punto de hacer. Pero ya es tarde. Ahora ya lo sabe, y se ha enterado de la peor
manera. —Inspiró a la vez que se frotaba el espacio entre
los ojos—. Tengo
miedo de haberlo estropeado todo, de que no quiera saber más de mí. Lo que he intentado hacerle es grave,
muy grave, sobre todo si ignora que antes de causarle algún daño a ella me lo haría a mí mismo.
Peter le apoyó la mano en el hombro, en su particular
modo de infundir ánimos, y
oprimió
ligeramente.
—No
esperes más para
saber cómo están las cosas. Ve y cuéntaselo todo.
—Pero...
tengo que hablar con Lali.
—Ella no
necesita explicaciones, sino tiempo para aceptar lo que ya sabe —dijo dispuesto a no dejarle llegar hasta
ella aunque insistiera—. Sal y arregla tu vida con quien debes hacerlo.
Gaston resopló con fuerza. Comprendió que era Lali quien no quería verle en ese momento, y entendió sus motivos.
—Deséame suerte —pidió separándose de la puerta.
Peter tiró de él, le pegó contra sí y ambos se unieron en un fuerte y
emocionado abrazo. Pero todos los buenos deseos, compartidos sin que de sus
bocas saliera palabra alguna, no lograron tranquilizarle. Tenía un mal presentimiento oprimiéndole la mente y el corazón.
El cerebro de Rocio
era un hervidero de preocupación y malos pensamientos. Si había tenido alguna duda sobre el contenido
del paquete, esta desapareció al ver llegar a la Ertzaintza y tomar la tienda con
un desproporcionado alarde de medios. Había dado la mano a Mery durante todo el
tiempo que duró el
registro, sorprendida y angustiada. Después, cuando se quedaron a solas, le costó tranquilizarla. Le había asegurado que Gaston tendría una buena explicación, pero sabía que no era cierto. Había sido una solución momentánea para que dejara de preguntar, una
pobre manera de retrasar la dolorosa verdad. Porque ya no podría seguir ocultándole su pasado delictivo.
Había llegado a casa con la esperanza de
encontrarlo en cualquier esquina, en los jardines, en el portal. Había esperado que apareciera de entre las
sombras y la abrazara para calmarle ese temblor del que no podía deshacerse, para que le susurrara al oído que todo estaba bien. Eso era todo
cuanto necesitaba. Ninguna aclaración, ninguna promesa. Tan solo amor y un poco de consuelo.
No recordaba cuántas veces le había llamado por teléfono durante los últimos minutos, pero no se dejó vencer por el desánimo. Siguió insistiendo, segura de que en algún momento tenía que responder. Una vez más pulsaba el botón de rellamada cuando el sonido del
timbre la sobresaltó. Soltó el teléfono sobre la mesa de la cocina y se lanzó hacia la puerta.
Suspiró decepcionada al encontrarse con el
comisario, agitado y con la preocupación reflejada en el rostro. Aturdida, se
dejó confortar por su largo y cálido abrazo. Inmóvil junto a su pecho, advirtió la angustia con la que le latía el corazón y la tensión que le endurecía los músculos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó en cuanto halló fuerzas para soltarla.
—Una
simple anécdota —dijo ella mientras le daba la espalda y
avanzaba por el pasillo. Necesitaba que la visita acabara antes de la llegada
de Gaston—. ¡Alguien facilitó a la Ertzaintza una información equivocada! —exclamó tratando inútilmente que sonara divertido.
Él la tomó por el brazo y la obligó a volverse.
—No es lo
que me han contado. —Escrutó sus ojos con detenimiento—. No encontraron nada, pero el perro
olfateó algo.
Rocio recordó la angustia que había sentido al ver al pastor alemán señalar el lugar del que Gaston había sacado el paquete. Volvió a temblar aparatosamente y se cruzó de brazos para controlarlo.
—No sé de qué te sorprendes, Pablo. ¿Cuántas veces ha recibido tu unidad
confidencias erróneas? ¿Cuántas veces habéis salido a buscar algo que no existía?
Él apoyó el brazo en la pared y afiló la mirada.
—¿Y
precisamente ocurre en tu tienda, donde ese delincuente está metido día sí y día también? —preguntó con desconfianza—. ¿De qué quieres convencerme? Los dos sabemos que
te está
utilizando de nuevo. Y esta vez está yendo más lejos haciendo que le guardes la mercancía. Solo Dios sabe qué te tiene preparado para más adelante.
—Por
favor, Pablo. No hagamos un drama de esto. Quien te haya informado con tanta
rapidez también te
habrá dicho
que no había nada
en la tienda, absolutamente nada. Solo fue una desafortunada operación más.
Trató de reanudar el camino a la cocina, pero él volvió a sujetarla.
—No eres
tan ingenua como quieres aparentar. —Acercó el rostro como si pretendiera leer en sus ojos—. ¿Qué te da ese cabrón para que se lo perdones todo? —preguntó consumido por unos irracionales celos.
—No me
gustan tu tono ni tus formas, Pablo —exclamó apartándose—. Si vas a continuar así te pido que te marches y me dejes sola.
—Es lógico que me pregunte qué te da —insistió bloqueándole el paso—. Te juro que me encantaría saberlo. Llevo años tratando de llegar a ti, y aparece un
vulgar maleante del que no deberías fiarte y pierdes la cabeza por él —chasqueó los labios con impaciencia—. Sí, Rocio, sí —susurró áspero—. Me pregunto una y mil veces qué es lo que ese tipo te da.
Ella le aguantó la mirada, apenada por él, inquieta por Gaston.
—No es el
delincuente que imaginas.
—No
imagino, Rocio. Me baso en pruebas, en un juicio, en una sentencia. Y ahora
también en lo
que acaba de pasar —razonó intentando convencerla—. Te está utilizando, está haciendo que le guardes la mercancía. Te va a implicar —acusó sin apartar la vista—. Te va a implicar en toda su mierda y
esta vez ni siquiera yo voy a poder ayudarte.
—Te
repito que Gaston no ha tenido nada que ver con lo ocurrido —dijo con rotundidad—. Está limpio.
—¿Cuántas veces me dijiste eso mismo antes de
que le pilláramos? ¡Despierta, Rocio! —pidió sujetándola por ambos brazos—. La gente como él no cambia nunca y los que están a su lado pagan las consecuencias. Apártate de él de una vez para siempre.
Rocio dio unos
pasos atrás para
que la soltara. Las lágrimas amenazaban con desatarse y no quería que la viera llorar. Mostrar debilidad
era como aceptar que él tenía razón, y ella nunca haría eso.
—Quiero
estar sola, por favor —dijo presintiendo que Gaston no tardaría en aparecer—. No lo tomes a mal, pero quiero que te
vayas y me dejes sola.
—Lo haré —aceptó encogiendo los hombros—. Te dejaré sola si es lo que quieres, pero antes
tengo que comprobar algo. —Miró alrededor como si lo viera todo por primera vez—. Ese cabrón ha escondido mercancía también aquí —aseguró encaminándose con prisa hacia la habitación.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, alarmada y furiosa.
—Solo será un momento. No revolveré nada —dijo sin detenerse—. Dame unos minutos y la encontraré. Tengo buen olfato para esto.
Aterrada, fue
tras él, le
adelantó y se
plantó ante la
puerta.
—No
quiero que busques porque no hay nada —advirtió colocando las manos a ambos lados del
umbral—. Quiero
que te vayas y me dejes en paz.
—Me
quedaré más tranquilo si yo mismo lo compruebo —le rozó la mano con intención de apartarla.
—No vas a
hacerlo a no ser que traigas una orden de registro —advirtió desafiándole con la mirada.
Él frunció el ceño, dolido.
—Por lo
que veo, tu confianza en él no es tan firme como pretendes hacerme creer —opinó con sarcasmo—. Sabes que te utiliza, lo sabes, y a
pesar de eso no haces nada por evitarlo. —Trató de mantener el control, pero su rabia
fue más
poderosa—. Al
final va a resultar que es cierto; que ese desgraciado sabe cómo mantener satisfecha a una mujer.
—¡Lárgate de una vez! —vociferó tan molesta como furiosa—. ¿Es que no entiendes que quiero que te
vayas?
—¡Maldito
cabrón! —exclamó golpeando la pared con el puño cerrado—. Debió haber sido él quien recibiera el tiro en lugar de su
hermano. Todos estaríamos mucho mejor. Pero lo pillaré en plena faena, Rocio, y entonces verás la clase de hombre que es. —Apretó la mandíbula y masculló algo entre dientes—. Estoy cerca, mucho más cerca de lo que imaginas.
—¡Déjale en paz! —gritó con toda su alma—. ¡No ha hecho nada! —Pero Pablo ya descendía por la escalera haciendo caso omiso a
sus voces—. ¡Aléjate tú de él! —continuó chillando desde la entrada—. ¡No ha hecho nada! ¡No ha hecho nada!
Pero ni gritos
ni súplicas
valdrían esta
vez con Pablo, y ella lo sabía.
Cerró la puerta, arrimó la espalda a la madera y se escurrió hasta el suelo, envuelta en llanto. Su
preocupación ya no
era saber si Gaston estaba mezclado en asuntos sucios. Ahora su angustia se
centraba en que se mantuviera a salvo de la justicia, a salvo de la sagacidad
del comisario.
Recordó la última conversación en su despacho antes de que todo
ocurriera. Entonces ya amaba a Gaston con toda su alma, creía ciegamente en su inocencia y compartía con él días enteros y noches completas.
—Está limpio —dice ella con vehemencia
mientras le pasa el informe—.
Quítale
la vigilancia y deja de grabar sus conversaciones telefónicas, porque es el hombre
más
honrado que te puedas imaginar —afirma
sentándose
frente a él.
—¡Vaya!
—dice
Pablo sonriendo de modo forzado—.
¿Y
todo eso lo has descubierto mientras le vigilabas desde el coche?
—En
este tiempo no ha hecho otra cosa que trabajar y divertirse como cualquier
joven normal —responde
nerviosa.
La persistente mirada del comisario le hace sospechar
que su relación
ha dejado de ser un secreto.
—¿Tienes
idea del lío
en el que te estás
metiendo? —presiona
con preocupación.
Ella siente que se queda sin aire—.
Debí
seguir mi instinto y apartarte de ese tipo cuando estuve a tiempo. Pero, iluso
de mí,
no quise provocar tu furia.
Rocio se arrellana en el asiento, incómoda.
—¿Vas
a retirarle la vigilancia y las escuchas? —insiste
como si no hubiera oído
sus recriminaciones.
El comisario resopla con impaciencia.
—¿Sabes
qué
te ocurrirá
si se llega a saber lo que estás
haciendo? —pregunta
en un murmullo—.
¿Sabes
que yo no debería
callarme lo que sé?
Ella se mantiene firme, dispuesta a no mostrar su
inquietud.
—Haz
lo que tengas que hacer.
—Me
duele que digas eso. Me ofende. —El
brillo en sus ojos lo corrobora—.
Sabes que te amo, y a estas alturas también
sabes que haría
cualquier cosa por ti. Pero me cuesta soportar que estés con un delincuente que
antes o después
será
tu perdición.
Me preocupas.
—No
deberías
hacerlo —asegura
convencida—.
Es honrado, Pablo. Respondería
con mi vida por él.
Se
apretó
más
contra la puerta y su llanto se hizo más
intenso al recordar aquellas palabras. La seguridad le había
durado poco. Unos días después
de su enérgica
defensa se sintió morir cuando le vio hacer movimientos extraños,
visitar antros de delincuencia y sexo y finalmente esconder, en el hogar que
compartía
con su hermano pequeño, un paquete exactamente igual al que había
sacado de la tienda esa misma tarde. En aquella ocasión
su corazón
se equivocó,
y después
de los años
estaba ocurriendo lo mismo. Nada había cambiado. Ni su forma de engañarse
ni la fuerza de sus sentimientos.

un gran capitulo me imagino que en el próximo estará gaston con rochi ojala a pasense por mi blog gastochi nunca muere xoxo
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