martes, 22 de enero de 2013

antes y despues de odiarte, CUARENTA Y SIETE


Le asfixiaba verse encerrada en el coche, sin otra cosa que hacer que esperar y confiar en que no fuera demasiado tarde cuando llegaran. No conseguía deshacerse del pensamiento de que no volvería a verlo con vida, de que cuando le abrazara para decirle cuánto le amaba, él ya no pudiera escucharla. Y ese padecimiento la fue aturdiendo y enterrando dentro de sí.
El estridente sonido del claxon no la inmutó. Peter acababa de realizar un peligroso adelantamiento, pero ella ni siquiera pareció notarlo. Quería que volaran, que atravesaran en un instante la distancia que aún les separaba de Gaston. En ningún momento protestó porque él condujera con desquiciada imprudencia, zigzagueando para adelantar a derecha e izquierda. Llegar. Ella quería llegar cuanto antes, no importaba cómo.
Me engañó dijo con la mirada perdida en el exterior. Me engañó y yo le creí.
Peter, atento a los coches que esa tarde parecían circular desesperadamente adormecidos, no respondió. No eran las primeras palabras sin coherencia que ella pronunciaba desde que habían salido.
Le exigí que le retirara la vigilancia musitó tras prolongados minutos. Le recordé que no es legal pinchar los teléfonos de un ciudadano honrado. Una agria mueca de impotencia curvó su boca. Estuve dispuesta a todo para que le dejara en paz.
Él prestó más atención, pero continuó en silencio mientras, entre una y otra revelación, ella hacía largas pausas. Estaba ausente, como si no supiera realmente de lo que hablaba. O tal vez, pensó, era a Gaston a quien se dirigía, con ese susurro tenue y extraviado, en la desesperanza de no saber si tendría ocasión de decírselo mirándole a los ojos.
Me dejó creer que le había convencido, que aceptaba continuó a la vez que apoyaba la sien en el cristal.
El pecho de Peter se comprimió ante su figura abatida, ante su voz ausente que brotaba de algún rincón perdido de sus pensamientos, ante su agonía. Pensó que similar sufrimiento llevaba su amigo metido en el alma, y rezó. Rezó como nunca lo había hecho para que Gaston tuviera la oportunidad de verla y escucharla como él lo estaba haciendo. Porque ya no dudaba de que su amor por él fuera sincero. Lo había visto en sus ojos, en su voz, en su angustia mientras él le fue contando cómo había llegado Gaston a reunirse con un narcotraficante llevando encima un kilo de coca. Cómo se había visto obligado a conseguir un paquete igual al que su hermano, junto a su amigo Sergio, robaron porque «había muchos y no se notaría la falta de uno». Cómo, los muy ingenuos, extrajeron los datos del ordenador para cubrirse las espaldas al pensar que lo más valioso que se llevaban eran la coca y la pistola que acabó llevándole a la muerte. La había visto encogerse de dolor cuando le habló del empeño de Gaston en alejarlo de las calles que le habían metido en la sangre la emoción por delinquir, y de cómo llegó a creer que al cambiar de barrio y de compañías lo había conseguido.
Debiste contarle que eras policia, que le habías estado vigilando. ¡Todo! soltó sin poder contenerse. Debiste contárselo todo.
Rocio volvió la cabeza hacia él, y la imagen de Gaston a la que hablaba se le fue emborronando, lentamente, hasta convertírsele en Peter. Apretó los párpados, consciente de pronto de que había estado pensando en voz alta.
Tuve miedo a que me dejara y lo fui retrasando un día tras otro. Creí que tendría tiempo para buscar las palabras adecuadas.
—¡Nunca habría hecho eso! le recriminó con resentida dureza. No existe nada que él no te hubiera perdonado.
Lo sé, pero entonces me equivoqué dijo con voz entrecortada. Comenzó a tratar con gente extraña y volví a desconfiar. Pensé que había estado ciega, que en verdad era el delincuente que buscábamos. Y aun así... Dejó escapar un suspiro, bajo y trémulo. No informé, no cumplí con mi deber. Le quería demasiado.
Entonces, ¿qué hacías allí, entre todos aquellos polis? preguntó para terminar de entenderla.
Ella se estremeció al recordar la mirada doliente y acusadora de Gaston, la sangre cubriéndole las manos. Lloró en silencio, pegada al ingrato vidrio que no empapaba sus lágrimas.
Cuando me dejó en casa aquella tarde, fui a comisaría. Su corazón se detuvo ante el recuerdo. Allí me enteré de que la operación estaba a punto de completarse y entonces comprendí lo que estaba ocurriendo: nunca le suspendieron la vigilancia. Mi encubrimiento no había servido de nada. Se enjugó las lágrimas con los dedos. Corrí a avisarle, pero no llegué a tiempo.
Él suspiró. Adelantó a un autobús de línea y regresó con rapidez a su derecha al darse de bruces con el cartel que señalizaba el inminente desvío al polígono. El temor se recrudeció y las pulsaciones de ambos se aceleraron a un tiempo.
—¿Cómo supiste dónde se encontrarían? preguntó con tiento, aminorando para internarse en la cerrada curva que les sacaba de la carretera.
Se lo oí decir cuando hablaba por teléfono recordó su intranquila voz baja, en la cocina, cuando la creía todavía dormida.
Peter aceleró al ver el largo y recto puente que atravesaba el río y conducía al amplio entramado industrial.
Ella le miró buscando un gesto que pudiera serenarla.
Un estruendo de disparos la paralizó como si los proyectiles le hubieran impactado a ella en el corazón. Cerró los ojos, aterida por la misma sensación de angustia que años atrás le provocaron dos únicas detonaciones. Unos segundos. Volvían a faltarle unos miserables y preciosos segundos que acababan de despedazarle el futuro.
Reconoció las descargas ininterrumpidas de un intenso tiroteo. El dolor lo ahogó todo, hasta los alaridos que le brotaban de su alma rota. Y descubrió que gritar alivia, que nada destruye tanto como el sufrir silencioso.
Tras una agonía breve y eterna, el coche se detuvo levantando en la frenada un denso halo de polvo. Inspiró con fuerza y alzó los párpados con lentitud, temerosa y vacilante como la agitación de la débil llama de una vela frente a una tempestad.
El silencio en el interior del coche era denso, casi físico, y ocupaba todo el espacio comprimiéndola contra el asiento. Dejó de ver a Peter. Miró al exterior, a la tierra rojiza que anunciaba desolación y muerte.

2 comentarios:

  1. ahhh no lo puedes dejar asii k no le pase nada a gassss xfavorrr subi el siguiente yaaaaa

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  2. Lei desde donde lo deje!!!!!!!!! NO PUEDO CREER TODO LO QUE PASO, es como irreal, y me muerdo las uñas de desesperación, no lo dejes ahi!

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