No había
contado con que Peter estuviera aún en casa. Había albergado la esperanza de que al fin, y
por mucho que necesitara su ayuda, le mantendría alejado de su último problema. Pero se equivocó. Lo supo en cuanto comenzó a avanzar por el pasillo.
—¿Lo ha
entendido? —La voz
emergió de la
cocina y tras ella asomó su amigo—. ¿Habéis hablado?, ¿todo está bien entre vosotros?
—Ahora no
puedo, perdona.
—Es
cierto; te has retrasado. Mejor me lo cuentas por el camino o no llegaremos a
la hora.
—No voy a
ir —dijo sin detener el paso—. Tengo algo que hacer.
—¡No
jodas,! —exclamó yendo tras él—. No puedes arriesgarte a perder el
trabajo, así que déjate de tontadas. Si no has dormido esta
noche ya lo harás cuando
volvamos por la tarde.
Gaston se
paralizó en la
entrada del cuarto y se dobló con un gemido. Peter acudió en su ayuda con rapidez.
—¿Qué te duele? ¿Qué tienes? —preguntó, nervioso y sin saber qué hacer.
—Creo que
me han roto una costilla —resopló con lentitud.
—¡¿Pero
qué dices, de qué estás hablando?!
—De tres
malditos hijos de puta —gimió al enderezarse—. Me han destrozado las entrañas.
—Deja que
te mire —pidió mientras trataba de quitarle la parka. Gaston
se dejó ayudar,
pero solo hasta deshacerse de la prenda.
—No hay
tiempo. —Entró en su habitación—. Hay algo que debo encontrar.
Abrió el armario haciendo caso omiso a las
preguntas de Peter sobre quiénes le habían dado la paliza. Dos grandes cajas de cartón con el nombre de Manu pintado con
grueso rotulador negro quedaron a la vista. tomó la que estaba en la parte superior. Casi
al instante aulló de
dolor mientras doblaba las rodillas y él y la caja terminaban en el suelo.
—¡No seas
cabezota! —protestó Peter agachándose a su lado—. ¿Y si de veras tienes rota una costilla? ¡No tienes buen aspecto, joder!
Gaston se quedó inmóvil y en unos segundos se le atenuó el dolor.
—Todo está bien —aseguró—. Tengo que encontrar algo entre las
cosas de Manu.
—Primero
deberíamos
comprobar qué tienes.
O mejor todavía, ir a
urgencias a que te examine un médico.
Pero Gaston ya
no escuchaba. Había
retirado el fleje de la caja que había mantenido escondida con el fin de evitarse un poco
de sufrimiento. Como si los recuerdos se pudieran ocultar en algún sitio; como si los recuerdos no
estuvieran siempre en ese corazón que se desangra día a día porque añora al ser que perdió.
Destaparla fue
para él como
una profanación. Le
mortificó
contemplar los libros, los discos, los cómics. Toda la vida de su hermano en dos
simples bultos que cabían en el sobrante de un armario. En un lateral, entre
el cartón y unas
fotografías,
sujeto por una goma elástica, un montoncito de entradas de cine, de
conciertos, de partidos de fútbol. Recuerdos de grandes momentos; cosas simples que
para él habían sido verdaderos tesoros.
Llevó los ojos a la oscuridad y dejó que su tristeza aflorara convertida en
llanto silencioso, en desconsuelo.
—Gaston...
—musitó Peter presionando con afecto sobre su
hombro.
Él alzó su palma abierta para pedirle que
esperara, que le diera unos segundos, que necesitaba las lágrimas para limpiar el dolor que le
estaba matando por dentro.
Lloró sin levantar los párpados, sin ocultar sus lágrimas, sin enjugárselas, dejando que se derramaran sobre
las pertenencias de su hermano mientras a él le iban resecando el corazón.
—Lo
siento —susurró cuando pudo hablar—. Encontrarme con sus cosas me ha... —Respiró con fuerza para ahuyentar la congoja y
el esfuerzo volvió a
castigarle el magullado estómago. Lo soportó sin un gesto de dolencia—. Necesito encontrar algo aquí
—dijo a la vez que comenzaba
a sacar objetos y a dejarlos sobre la alfombra.
—Por
favor, dime qué es lo
que está
pasando.
Gaston suspiró sin detener la búsqueda.
—La vida,
que sigue siendo una puta mierda —profirió con ira—. Da igual los planes que hagas, porque nada saldrá como esperas.
Las preguntas se
le amontonaron a Peter mientras le veía abrir fundas de discos compactos,
mirarlos y diferenciarlos en dos montones.
—¿Qué buscas?
—No estoy
seguro. Un CD —dijo
mostrándole
uno, escrito con rotulador—. Tengo hasta mañana para encontrar un CD que no contenga
lo que aparenta.
—Pero... —Se frotó la perilla, pensativo—. Eso es algo que tendremos que comprobar
en el ordenador, uno por uno. Y ahí hay muchos —opinó al inclinarse a observarlos.
—Yo lo
haré. Tú vete al trabajo.
—¡Ni
loco! —exclamó yendo hacia el armario para sacar la
segunda caja. La dejó junto a la otra y se sentó en el suelo—. Te ayudo y me vas contando qué cojones está sucediendo ahora.
Durante unos
segundos Gaston le miró con agradecimiento.
—No sé cómo voy a pagarte todo lo que...
—A un
amigo nunca se le debe nada. —Rasgó el precinto y levantó las solapas de cartón—. ¿Quiénes te han golpeado, qué está pasando?
—Pasa que
todo llega a su fin en algún momento —comenzó a decir mientras volvía a oír la risa obscena de Carmona. El muy
desgraciado no había dudado
en dejarlo marchar, para que buscara el CD y se lo llevara, seguro de que podía manejarle a su antojo si en el juego la
incluía a
ella. Sabía bien
que no existía
infierno al que él no
regresaría una y
mil veces por protegerla.
—¡Por fin
tenemos a ese cabrón! —exclamó el comisario descargando su puño en el capó delantero del coche. El golpe encontró eco en la sombría amplitud del parking—. No imaginas la euforia que siento.
El joven sin
nombre, parado frente a él, sonreía satisfecho. El esperado final estaba cerca. En
cuanto la operación
finalizara con éxito el
comisario le pagaría lo
acordado y eliminaría sus antecedentes. Se lo había ganado con creces, pensaba al mirarle
el gesto de triunfo. Se había jugado la vida al unirse a Carmona y sus hombres.
Había delinquido como ellos lo hacían, había extorsionado, torturado, asesinado.
Incluso, para no despertar sospechas, había participado en la paliza que entre
todos dieron al infiltrado antes de ejecutarlo.
—Mañana por la noche Carmona será suyo, jefe —dijo ensanchando el pecho con orgullo—. Esta vez no habrá abogado que pueda arrebatárselo. Drogas recién llegadas, armas y un muerto todavía caliente.
—¿Estás seguro de que el maldito Trazos estará entre ellos?
—Será la estrella de la reunión —indicó con mofa.
—¡Siempre
lo he sabido! Siempre he tenido claro que ese hijo de puta seguía traficando. No imaginas cómo me alegra que seas tú quien me lo esté sirviendo en bandeja junto con el plato
fuerte —rio a la
vez que le señalaba
con el dedo—. Esta
vez no habrá tercer
grado ni beneficios por buen comportamiento ni tomaduras de pelo de esas. Esta
vez me cercioraré de que
se pudra en la cárcel.
—¿Cárcel? —preguntó sorprendido—. Pero señor, ese hombre no podrá ir a la cárcel. Ese hombre estará muerto cuando la policía entre para detener a Carmona. Se lo he
dicho. —Se apoyó en el coche, con los brazos sobre el
pecho y entrecruzando los tobillos—: Ese tipo será el invitado de honor de esa fiesta. En
realidad él
será la fiesta.
—Pero no
has quedado en que...
El móvil le vibró en el interior de un bolsillo del abrigo
y se apartó unos
pasos para atender la llamada. Era su inexperto agente Gómez, que le comunicaba que por fin había descubierto algo; algo que le iba a
sorprender. «¿Y tan
importante es que no puedes esperar hasta que nos veamos dentro de una hora en
comisaría?», le preguntó con impaciencia y colgando sin darle
ocasión a
contestar.
—Explícame eso —dijo devolviendo el teléfono al bolsillo y regresando junto a su
joven infiltrado.
—Al
parecer, durante el tiempo en el que esos cabrones se han comportado como
hermanitas de la caridad, han observado de lejos a ese Trazos. Le aseguro que
lo que se traen con él es lo bastante importante como para no haberse
arriesgado a mover ficha con la amenaza de un soplón en sus filas. Y, sabiendo cómo trabajan, ya puede imaginar lo que harán con un tipo que puede ser un peligro
para ellos.
El comisario se
frotó el mentón al tiempo que miraba alrededor, al
desierto y seguro lugar en el que se habían citado. Gaston muerto y el trabajo
hecho por el propio Carmona, sería la solución perfecta y definitiva a sus problemas. Pero había algo que no terminaba de encajarle en
esa historia.
—Cuéntame los pormenores de lo que están preparando para ese malnacido —pidió arrugando el ceño—. Y esta vez no olvides mencionar ningún detalle, por insignificante que
parezca. Yo soy quien decide lo que importa y lo que no.
—¡No lo
hagas, Gaston, por favor! ¡No puedes hacerlo! —volvió a rogarle Lali sin poder contenerse.
Él posó la yema de su índice en sus labios y siseó con dulzura, igual que si tratara de
acallar a un niño. Pero
no fue ese gesto el que la silenció. Obedeció a la súplica que vio en sus ojos, al ruego de que no
malgastaran los últimos
segundos con palabras ya dichas cuando podían hacerlo con algo mucho más importante.
Una vez más ella se guardó las lágrimas. Comprimió los labios para disimular su congoja y
le estrechó con
fuerza, refugiando el rostro en su cuello.
Gaston suspiró cuando la envolvió contra sí. La sintió temblar y le acarició el cabello mientras volvía a sisearle con mimo junto al oído. La consoló a la vez que él mismo robaba fuerzas de su amor
desinteresado. Ella sabía entregar el alma en un abrazo, y él necesitaba empaparse de un poquito de
esa alma por última
vez.
Aún sentía el palpitar de esa ternura cuando salió de la casa. Caminó por la acera sin oír el ruido del tráfico, sin reparar en la gente que pasaba
por su lado. Tenía el
pensamiento en Lali. La expresión que le había visto en la despedida le había dado la seguridad de que lo conseguiría, que superaría el desengaño, que no tardaría en darse cuenta de que estaba mejor sin
él.
Se detuvo en
medio de la acera y miró al cielo. Se desplegaba encapotado y gris, como la mañana en la que recuperó un trozo de su libertad pero a él le resultó sereno y apacible. Se llenó los pulmones de esa calma, con los ojos
cerrados, sin preocuparse de si entorpecía el paso de los transeúntes ni de quien pudiera pensar que era
un loco. Se sentía extrañamente tranquilo, sin peso, sin amargura,
sin odio. Únicamente
el dolor por la pérdida de
Manu seguía
estando ahí, muy
dentro. Pero ese le acompañaría siempre. Viviría y moriría con él. Igual que viviría y moriría con él el amor que sentía por Rocio.
«Espero
que ella merezca todo ese amor», le había dicho Lali sin ningún resentimiento. Él no había respondido. Era algo que ni siquiera se
había planteado. La amaba, tan solo la amaba,
la amaba con todas sus fuerzas, la amaba con todo su ser.
Rocio miró a través del cristal de la ventana alzando sus
ojos a ese mismo cielo tan gris y atormentado como su propio ánimo. Sentada en la silla, colocó los brazos en la repisa y apoyó en ellos el mentón. En su gesto estaba el rastro de las
dos noches de desvelo, las lágrimas, la desesperanza con la que había pasado a vivir cada minuto.
Suspiró, agotada. Tampoco ese día iría al trabajo. No tenía fuerzas. Las pocas que le habían quedado tras su amargo encuentro las
había consumido hablando con Mery del pasado
de Gaston y sus años de
injusta prisión. No
había encontrado ningún sentido a seguir ocultándolo. Cualquier explicación que hubiera inventado para el paquete y
la presencia de la policía hubiera sido bastante peor que la realidad. Al fin
le había
confesado cuál fue el
daño irreparable que infligió al hombre que amaba.
Lloró en silencio, una mano sujetando un
arrugado pañuelo de
papel y la otra en la lisura de su vientre. En poco tiempo comenzaría a abultarse, a proteger el minúsculo corazoncito que ya latía dentro de sí. Y Gaston no estaría a su lado para compartirlo. ¿Cómo iba a vivir sin él? ¿Cómo iba a vivir sin entender que le dijera
esas cosas terribles después de que le hubiera abierto al fin su corazón? Apretó con fuerza los párpados aun sabiendo que tampoco eso la
ayudaría a
soportar el dolor.
Llamaron al
timbre. Se secó las lágrimas con los restos del pañuelo, sin ninguna prisa. No le preocupaba
que quien llamara se cansara de esperar y se fuera. Pero, lejos de eso,
mientras caminaba por el pasillo frotándose las mejillas, el timbre sonó cuatro veces más. Solo había faltado que aporrearan la puerta, pensó mientras abría.
Se quedó inmóvil preguntándose qué hacía allí la última persona a la que había esperado encontrarse.
—Solo te
robaré un
minuto —dijo Lali
humedeciéndose
los labios con nerviosismo—. Quiero hablarte de Gaston.
Rocio comprimió los dedos sobre la manilla metálica.
—No
tenemos nada de qué hablar —respondió en voz baja—. Puedes estar tranquila, porque no
represento ninguna amenaza para ti.
—No se
trata de eso.
—Da igual
de qué se
trate —interrumpió con suave firmeza—. No voy a comentar nada de él contigo. Pero, ya que estás aquí... —pareció dudar un instante—, me gustaría darte algo.
No le concedió tiempo a responder. Entró en casa y entornó la puerta para indicarle que aguardara
fuera. En pocos segundos estaba de regreso, con una elegante tarjeta de visita
entre los dedos. La observó, pensativa, y después se la tendió.
—Dásela a él. —Aguardó a que la tomara—. Es de alguien que ha visto el trabajo
que hizo en la casa de la playa. Es dueño de una famosa cadena de restaurantes a
la que va a darle un cambio. Siempre se rodea de lo mejor, y ahora quiere a Gaston.
—La congoja le irrumpió de nuevo—. Dile que es una gran oportunidad. El
cliente aceptará
cualquier condición que él quiera ponerle.
—Me
alegra comprobar que todavía te preocupas por él, pero las cosas no están como crees —dijo mientras guardaba la tarjeta en el bolsillo
de su abrigo—. Gaston
no está
conmigo. No me ama, nunca lo ha hecho.
Entonces reparó Rocio en el aspecto lastimoso de Lali:
ojos enrojecidos, párpados hinchados, oscuras y profundas ojeras. La
deducción resultó demasiado evidente, pero no entendía el motivo por el que Gaston la hubiera
abandonado también a
ella.
—Nunca me
dijo que me amaba —confesó Lali—. Nunca me mintió. Fui yo misma quien lo hizo.
—No creo
que debas contarme...
—Claro
que debo —aseguró bajando la voz—. Él jamás fue mío y jamás lo será, pero siempre fue un gran amigo y no me
gustaría
perderlo del todo —le
suplicó con la
mirada—. Y eso
es lo que va a ocurrir en unas horas, si tú no lo remedias.
—No
entiendo qué quieres
decir. Yo estoy fuera de su vida.
—Tú eres su vida —le corrigió con lágrimas en los ojos—. Tú eres su vida y ahora te necesita. Está metido en algo muy grave en lo que solo
tú le puedes ayudar.
Las
piernas de Rocio flaquearon y se sujetó
al borde de la puerta. La angustiosa mirada de Lali, más
reveladora que cualquiera de sus palabras, la hizo estremecer. La fue
escuchando en silencio y se sintió morir al comprender que el pasado regresaba,
que la aciaga tarde en la que murió Manu volvería
a repetirse.

Cuanto tiempo... por fin, lo esperaba con ganas esta novela. Cada vez está más interesante. ¡Ojalá que no le pase nada malo a Gastón!
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