domingo, 13 de enero de 2013

Entre sueños capitulo cuatro



Elaborar el queso les llevó toda la mañana. Al inicio de la temporada, hacia el mes de diciembre, conseguían menos unidades y terminaban antes. Durante los primeros meses la leche de las ovejas que habían pastado en la sierra durante el verano y el otoño era más floja y se necesitaban hasta siete litros para conseguir un pequeño queso de un kilo. Ahora, en pleno mes de marzo, con el ganado en los establos y alimentándose de fardos de paja, forraje de la rivera y algo de pienso, elaboraban cada uno con tan sólo cinco litros.
En la pequeña entrada que separaba la quesería de un mundo de bacterias, Candela cambió las botas de goma por sus mocasines, colgó su delantal blanco sobre la percha y se apresuró hacia la casa para preparar la comida.
Gaston se lo tomó con más calma. Sentado en un estrecho banco de listones de acero, ató con parsimonia los cordones de sus botas de monte, recordando el encuentro con Rochi. No dudaba que a esas horas ya estaría fisgoneando en los armarios y cajones de la casa de su abuelo en busca de algo de valor. Le dolía imaginarla allí, ahora, cuando el viejo ya no necesitaba sus visitas.
Suspiró profundamente y se puso en pie, frotándose las manos sobre el abrigado tejido de su pantalón. Tomó del perchero un ligero tabardo azul marino y salió en dirección al pueblo. Le gustaba caminar. Por eso, en sus idas y venidas a la finca, siempre que le era posible evitaba utilizar su automóvil.


En cuanto Rochi entró en la casa, el terror a los mastines cedió para dar paso a la furia. No podía creer que hubiera pasado la noche en aquella cabaña sólo porque el maldito Gaston hubiera querido divertirse a su costa. No entendía a aquel hombre, pero había decidido que lo perdería de vista: a él, a su borda y a sus detestables animales.
En la habitación sus ropas aún estaban desperdigadas sobre la cama, junto a la maleta. La abrió con brusquedad y comenzó a arrojar prendas que se fueron acumulando en el centro, como trapos viejos. A pesar de las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, descubrió que el montón era idéntico al que había formado hacía menos de veinticuatro horas, cuando otra enorme decepción la había empujado a salir huyendo de Madrid.
Al comprenderlo, toda su furia se le deshizo en dolor. Empujó la maleta, estrellándola contra el suelo. Después fue ella quien se dejó caer, apoyando la espalda en la cama y envuelta en sollozos.
La desolación por lo ocurrido a quinientos kilómetros de allí volvió a romperle el corazón; el sentimiento de humillación y vergüenza le hizo desear desaparecer, tal y como había intentado hacer al llegar a ese insufrible lugar.
Estaba repitiendo, paso a paso, todo el proceso como en un particular y estúpido Día de la Marmota. La habían agraviado de nuevo, esta vez un pueblerino inculto, y ella recogía sus cosas para esfumarse, vencida y en silencio. Se sintió el saco de arena al que todos podían golpear sin temor a que hiciera nada para defenderse.
Acurrucada en el rincón que formaba la mesilla junto a la colcha, dejó que se adueñara de ella el llanto, la frustración, la impotencia, hasta que su espíritu fuerte y luchador la zarandeó.
Cuando llegó el mediodía y Gaston atravesaba el pastizal para dirigirse a Roncal, ella había terminado con los lloros y había hecho sus cuentas. Creía que, como mucho, en dos noches más, se sentiría preparada para regresar a su casa. Dos noches y abandonaría ese valle inmundo. Dos noches que estaba dispuesta a pasar en esa casucha o donde fuera con tal de no sentir que había perdido la poca dignidad que le quedaba. Y aunque en el fondo sabía que aquélla era una rebelión absurda, tomar esa decisión le hizo sentirse un poco mejor.
Su hambre de veinticuatro horas le mordisqueaba el interior del estómago. A través del cristal de la ventana cuidó los pasos del intratable pastor. Nada más perderlo de vista abrió la puerta y oteó con cuidado, asegurándose que las dos bestias blancas y peludas no estuvieran por los alrededores, y corrió, perdiendo el aliento, hasta la casa de los D’lesandro.
A la vez que Gaston comía con sus padres y les explicaba que Rochi ya estaba acomodada en su verdadera casa, ella saboreaba un nutritivo guiso de patatas con bacalao en la cálida y animada cocina de los rumanos. Por fin se había presentado y conocido a los D’lesandro. A Candela, de la que ya había descubierto su dulzura nada más verla junto a Gaston; a su esposo Vicco, hombre cariñoso y de pocas palabras; y a Luca y Nachito, jóvenes despiertos y alegres que animaron la conversación. Luca, por su parte, tuvo la delicadeza de fingir que la veía por primera vez.
Entre charlas más o menos banales, también hubo momentos más trascendentales que mantuvieron encogido el corazón de Rochi. Al cabo de una hora de animada sobremesa, los tres hombres se fueron de la casa para iniciar sus labores de la tarde, y Candela sacó del frigorífico algunas cosas para que Rochi pudiera cocinarse la cena.
—Si quiere, esta tarde la puedo acompañar al pueblo para que llene la despensa —dijo, metiéndolo todo en una bolsa de plástico que cerró con un nudo—, aunque sigo pensando que debería quedarse en su casa; la de verdad.
—Me quedaré aquí—repitió Rochi, por tercera o cuarta vez desde que finalizó la comida—. En tres días regresaré a Madrid. No merece la pena comenzar con cambios. Ya he plegado mi ropa en los cajones —mintió—, pero sí voy a aceptar tu ofrecimiento para ir de compras.
—Prepare una lista con lo que crea que va a necesitar —aconsejó Candela mientras le tendía la bolsa, que Rochi tomaba encantada.
—No imaginas cuánto agradezco tu ayuda—expresó Rochi con una sonrisa amable.
Aún conversaron un buen rato. Candela se ofreció a ayudarla a instalarse en la borda, si era allí donde quería quedarse, pero Rochi le dijo que no era necesario. Entonces le dio la buena noticia de que existía una caldera que funcionaba con gas butano. Nachito pasaría a ponérsela en marcha esa misma tarde y por fin dispondría de agua caliente.
Al final Rochi salió de la casa satisfecha, portando en sus manos un pequeño tesoro comestible. Miró a su alrededor y no halló ni rastro de las bestias. Y mientras atravesaba el prado con la mirada puesta en los marcos de madera de las ventanas de la borda y en la exagerada inclinación de su tejado, pensó que ya le quedaba menos tiempo para perder de vista semejante choza.


La leche ordeñada a última hora de la tarde esperaba en el tanque de refrigeración, donde se conservaría a siete grados hasta el día siguiente. Entonces la mezclarían con la del ordeño de primera hora de la mañana para elaborar con ella el queso.
Aunque los D’lesandro cumplían con su trabajo a la perfección, Gaston dormía más tranquilo si antes se había dado una vuelta para comprobarlo todo. Esa tarde, después de inspeccionar en la quesería la temperatura del tanque, se entretuvo arreglando el vendaje de la pata herida de una oveja y revisando el estado de la ordeñadora automática. Cuando salió de los establos ya había caído la noche, y la ventana iluminada de la cocina de la borda destacaba como un faro encendido en lo alto de un oscuro acantilado.
Profirió una maldición, pero no contra Rochi, sino contra sí mismo, que con su estupidez había dado a esa mujer la posibilidad de quedarse cerca. Pero ¿cómo habría podido sospechar que estaría a gusto en un lugar como aquél? Había visto su BMW, su Cartier, sus zapatos, su ropa; la había visto y había comprendido que tenía gustos caros.
Poco podía imaginar que, en ese preciso momento, y a pesar de que había comprado, en Roncal, alimentos para tres días, ella terminaba de cenar un trozo de pan y dos manzanas con el sabor a mar con el que las habían empapado sus lágrimas. Sí, esa noche, sentada junto a la mesa de madera de la cocina, mirando el fuego bajo que desde hacía años nadie encendía, Rochi había vuelto a llorar.
Ahora, con la misma tristeza, pero ya calmada, miraba su móvil calculando el riesgo que tenía encenderlo a esa hora de la noche.
Por fin lo hizo. Introdujo su clave y lo dejó sobre la mesa, esperando que cesara la sucesión de pitidos que indicaban las abundantes llamadas perdidas y la entrada de mensajes. Borró sin leer todo lo recibido y marcó el número de Luciano Bessolla: su albacea.
Se disculpó por llamar fuera de las horas de trabajo, pero a él no pareció importarle. Más bien al contrario.
—Tu llamada me alegra, Rochi —respondió la voz grave de Luciano, al otro lado del teléfono—. Me resulta imposible contactar contigo. Quería saber qué tal te había ido el viaje y qué opinas de esa preciosa villa y de las propiedades de tu abuelo. Tengo el teléfono de Gaston, pero no quería molestarle para este tema.
—Has hecho bien —respondió Rochi, aliviada—. Él no te habría contado demasiado porque apenas si nos hemos visto aún.
—¡Bueno! —exclamó Luciano con voz animosa—, ¿y qué opinas de todo eso?
—La casa es preciosa —inventó ella, pues sólo había visto su exterior esa misma tarde, al hacer las compras con Candela—. Y el pueblo, con esas casonas de piedra y madera tan hermosas y cuidadas, me ha gustado mucho.
En eso sí era sincera. Cuando cruzaba el puente sobre el río Esca, le había deslumbrado la belleza del primer y gran edificio rodeado de arcos y balconadas, con un reloj en lo más alto de su fachada y el colorido escudo de la villa, ofreciendo al visitante una cálida bienvenida. Y, tras él, la torre de la iglesia de San Esteban, emergiendo de su impresionante cuerpo macizo, dominando desde lo alto todos los tejados rojos y las calles empedradas.
No se había detenido, pues los datos introducidos en su GPS le indicaron que aún no había llegado al lugar que buscaba. Pero cruzó el pueblo despacio, fijándose en las estrechas calles que quedaban a su izquierda y en las ventanas y balcones de las casas, adornados con geranios.
—Me alegra que te guste, Rochi —confesó Luciano—. Ya te dije que todo el Valle del Roncal, y en especial esa villa, tiene un encanto que muy pocas veces podemos ver.
—Sí —respondió ella, recordando el «especial encanto» de Gaston—. Pero yo te llamaba para otra cosa. ¿Has encontrado compradores para todo esto?
—Eres muy impaciente, Rochi. ¿Cuántos días han pasado desde que me pediste que vendiera?, ¿tres, cuatro? Si queremos conseguir un buen precio, no debemos darnos prisa. Estoy tratando de adjudicarlo todo por separado: fincas, animales, casa, negocios... Creo que es la mejor manera de rentabilizarlo, pero también será un proceso más largo.
—Está bien. Lo dejo en tus manos. No tengo demasiada prisa —reconoció—. Si necesitas hablar conmigo, dentro de unos días estaré de regreso en Madrid. Lo digo porque aquí casi nunca tengo cobertura —mintió. de nuevo—, y por eso tengo apagado el móvil.
—Podré esperar —hizo saber el albacea—. En realidad necesitaré un tiempo para tener algo preciso que contarte. Disfruta de los días que te queden de estar ahí y olvídate de este asunto —le aconsejó—. Yo me ocupo, y cuando lo tenga todo listo me pondré en contacto contigo.
Tras la conversación con Luciano, Rochi llamó a su amiga Lali. Había salido precipitadamente de Madrid, sin querer ver a nadie, pero no podía dejar que ella se angustiara por su ausencia durante los días que aún tardase en regresar.
Le contó que estaba bien, pero no quiso hablarle del lugar donde estaba ni de los motivos por los que se había ido. Sabía que Pablo recurriría a ella en busca de información y no quería comprometerla.
Conversaron un buen rato. Rochi, mientras con los dedos juntaba sobre la mesa las miguitas caídas del pan con sabor a sal que había comido, le dijo que acababa de tomar una cena fantástica y que ahora le esperaba una noche reparadora en una estupenda cama de dos metros. Al final, el buen humor de Lali consiguió dibujarle alguna sonrisa y mejorarle un poco su desdichado ánimo.


Se sentía como un gato encerrado en una caja de zapatos; en su propia caja de zapatos. Daba igual que husmeara por los bordes o diera zarpazos en las esquinas. Sólo conseguía alterarse y aumentar su sensación de ansiedad e impotencia.
Hacía dos días que rochi había desaparecido y él sólo podía pasear su inquietud de un lado a otro y llamar a un teléfono que siempre le respondía que estaba apagado o fuera de cobertura.
Pablo dejó de caminar y miró por el ventanal que ocupaba toda una pared de su despacho. Eran las ocho de la mañana y el sol comenzaba a alzarse perezoso sobre los edificios adormilados de Madrid.
—¿Dónde estás, rochi, dónde te has metido? —se preguntó en voz alta, con la mirada perdida en el tráfico, y la memoria en la última vez que la vio.
Aquel recuerdo terminó de mortificarle. Resopló con fuerza, deslizando los dedos por su corto pelo , y caminó con energía hasta su mesa. Apenas la alcanzó, se giró con brusquedad para regresar junto a la ventana.
—Si no apareces o me llamas pronto, acabaré volviéndome loco —murmuró de nuevo.
Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta de su traje gris, de Armani, que potenciaba el atractivo de su cuerpo alto, delgado y de amplios y rectos hombros. Sin ninguna esperanza, marcó el número de Rochi. Después de cientos de intentos sin ningún resultado, esta vez el teléfono le devolvió el sonido de una señal de llamada. Contuvo la respiración mientras escuchaba un primer tono, después un segundo... Cerró los párpados sobre sus esperanzados ojos y apoyó la frente contra el cristal.
—contesta, rochi. Por Dios, cotesta el teléfono —suplicó en voz baja.


A casi quinientos kilómetros de allí, Rochi, vestida con los únicos vaqueros que portaba en su maleta, se ajustaba una chaqueta naranja de punto sobre una camiseta de manga larga de pequeñas flores naranjas, verdes y blancas. Sus zapatillas de lona no hacían juego con el atuendo, pero al menos ya estaban secas y lo estarían durante todo el día, pues el cielo prometía desplegar los rayos de un sol radiante.
Se cepillaba el cabello en el pequeño cuarto de baño, cuando escuchó el sonido de su móvil. Palideció al recordar que la noche anterior lo había dejado sobre la mesa de la cocina... encendido.
Caminó por el pasillo, despacio, como si el teléfono fuera un animal tan grande y peligroso como cualquiera de los mastines y temiera despertarlo. Se acercó a la mesa y miró el nombre que parpadeaba en la pantallita al son de la melodía: Pablo. Lo tomó y acarició con el pulgar la tecla de apagado. No quería hablar con él. No quería escucharle. Pero, como una autómata, lo descolgó y se lo llevó al oído, en silencio.
—¡Gracias a Dios que te encuentro, rochi! —exclamó Pablo con alivio—. ¿Sabes cuántas veces te he llamado durante estos días? Estaba a punto de volverme loco.
Rochi no respondió. Bajó los párpados mientras las lágrimas comenzaban a deslizarse entre sus pestañas.
—Por favor, rochi. Dime algo. No me castigues más suplicaba con desgarro—. Sabes que te amo.
Rochi, aún demasiado herida, buscó entereza para no atender a sus explicaciones.
—Voy a colgarte, Pablo —susurró.
El cerró con fuerza los ojos cuando la voz que amalla sonó en sus oídos con palabras que le desgarraron el corazón.
—¡No! Por favor. Perdóname. Te juro que no volverá a ocurrir. —Seguía sintiéndose un gato encerrado en su propia y minúscula caja de zapatos—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para que me perdones. Cualquier cosa.
—Voy a colgar —repitió ella en voz baja.
—¡No! Dime dónde estás. Déjame verte —imploraba con desesperación—. Estas cosas no se pueden hablar por teléfono. Te amo y te lo voy a demostrar. No con palabras ni con regalos. Esta vez te lo voy a demostrar con hechos. —Golpeó su frente contra el cristal, una y otra vez, mientras se le extinguía la voz—. No me abandones, rochi. Te lo suplico. No me abandones.
Rochi colgó y apagó con rapidez el móvil, arrojándolo sobre la mesa. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó con tanta rabia como desconsuelo.
No quería escucharle. Había huido para no hacerlo. Necesitaba estar alejada de él unos días para tranquilizarse, para pensar, para recuperar la dignidad que sentía que había perdido.


Con el hombro apoyado contra la entrada a los establos del ovino, Gaston observaba el cuidado con el que Nachito conducía el pequeño tractor, empujando la paja ya usada por las ovejas. Habían terminado con el ordeño de la mañana y él aguardaba los minutos que restaban para comenzar a elaborar el queso.
—Buenos días, señor Gaston —saludó Candela, a su espalda—. Mientras termina de trocearse la cuajada voy a llevar un poco de leche a la señorita Rochi.
El miró el pequeño cubo en el que se mecía el suave líquido blanco. Vicco ordeñaba cada mañana la vaca con la que cubrían el consumo diario de su familia y el de la casa de Gaston.
—Así que le llevas el desayuno —dijo, pensativo—. ¿Cómo ha podido surgir esa confianza entre vosotras con tanta rapidez? —preguntó, dolido por lo que consideraba una traición.
—Ayer vino a comer a casa y yo la acompañé al pueblo a hacer compras. Espero que no le moleste.
—¿Por qué había de hacerlo? —respondió, cruzando los brazos sobre el pecho. Iba a preguntar a qué comida y a qué compras se refería, pero se detuvo al ver que luca se acercaba corriendo.
—Tienes que ir a casa, mamá —dijo, e inspiró con fuerza para recuperar el aliento—. Papá ha tenido un accidente mientras arreglaba la cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron a la vez Gaston y Candela, preocupados y sin apercibirse del rostro tranquilo del muchacho.
—No te inquietes, mamá —informó con la misma rapidez—. No es nada grave. Se ha rasgado el interior de dos dedos con el alambre. No son cortes profundos, pero ya sabes cómo se pone con estas cosas. —Sonriendo, se dirigió a Gaston—:ve un poco de su propia sangre cree que va a morir, y si eso ocurre sólo deja que le toque mamá.
—¿Estás seguro de que no es nada serio? —preguntó Gaston, mirando la palidez de Candela—. Mira que tu padre es muy duro y si se queja será porque...
—Es duro —interrumpió Luca—. Puede con todo, menos con su propia sangre. Se sentirá bien en cuanto mamá le cubra la herida y no vea ese feo color rojo —contó con una sonrisa de burla en el rostro.
—El chico tiene razón —exclamó Candela, más tranquila—. Será mejor que vaya —le comentó, dejando el cubo a sus pies—. En unos minutos estaré aquí y empezamos a trabajar.
Pero no se movió. Miró a Gaston, como si esperara una respuesta.
—¡Ah, no, Candela! —reaccionó él, riendo y alzando las manos para apartarse—. A mí no me mires porque no pienso llevarle leche a esa estirada. Tiene un grifo estupendo del que puede beber agua.
—Se le está endureciendo el corazón, señor Gaston. ¿Qué le cuesta dejarle el cubo en la cocina?
—Prefiero ir a curar los dedos a Vicco —indicó, convencido.
—Eso lo dice porque no sabe lo mal enfermo que es. Mientras yo le cure esas heridas, él gritará como un cerdo en día de matanza. —Candela sonrió al recordar el escándalo que su hombretón armó la última vez—. Créame, señor Gaston. No le gustará estar allí. Aunque él tampoco le dejaría acercarse. Ya ha oído a mi muchacho: cuando Vicco cree que se muere, sólo quiere que Candela le toque.
Gaston miró a luca con expresión aliviada; él iba a resolverle el problema haciendo de recadero. Pero el chico sonrió con burla y señaló con la cabeza a su hermano, que terminaba de limpiar el establo. Llegaba el momento de poner paja limpia, y se alejó con la disculpa de ayudarle a arrastrar fardos, abrirlos y extenderlos por el suelo.
Mirando a las ovejas que se agrupaban junto a las paredes mientras los chicos se afanaban a su alrededor, Gaston emitió un tremendo bufido.
—No puedo ayudarte. Tengo cosas que hacer.
—¡No sea mentiroso! —exclamó ella—. Está esperando que la cuajada esté bien cortada para empezar a trabajar.
—Eres incansable, Candela —exclamó, agobiado.
—Aún es pronto y ella estará dormida; no tiene que verla —afirmó con suavidad—. Puede entrar con la llave que está escondida en la piedra.
—No me vas a dejar tranquilo hasta que lo haga, ¿verdad? —preguntó con aire de derrota.
—Vicco dice que soy como un perro de presa; agarro y no suelto. —El silencioso gesto de duda de Gaston la animó a continuar—. Pasado mañana ella se vuelve para Madrid. Deje que antes de irse saboree la buena leche con la que desayunamos aquí.
Gaston se alegró al escuchar que la iba a perder de vista más rápido de lo que había imaginado. Pero aún se lo pensó un momento antes de agarrar con fuerza el pequeño cubo y volverse hacia Candela.
—Escúchame bien —dijo para claudicar con un poco de dignidad—: esta vez, y sólo esta vez, le voy a llevar la dichosa leche. Pero prestaré atención antes de entrar, y si tengo la más ligera sospecha de que está despierta, le dejo el cubo en la puerta y me voy. —La sonrisa satisfecha de Candela le hizo añadir—: Y otra cosa. Si llega a enterarse de que he sido yo quien se la ha llevado, te desuello viva.
—¿Desuello? —preguntó Candela, fingiendo inocencia—. No conozco esa palabra.
—Ya. Ya lo sé. —Tensó la mandíbula para evitar sonreír—. Estoy descubriendo que son muchas las palabras que no conoces. Pero ya puedes ir buscando ésta en el diccionario antes de contarle a Rochi que yo le he llevado la condenada leche.
Candela se encaminó hacia su casa sin añadir una palabra; no quería que él se arrepintiera. Pero se fue tarareando, en voz muy baja, una bella canción de amor rumana, dispuesta a curar con mimos a su quejica y amado Vicco.


Gaston se detuvo ante la puerta de la borda y, durante unos instantes, prestó atención. Al parecer Candela tenía razón y Rochi aún no se había levantado.
Sujetando el balde de leche en su mano izquierda, alzó la derecha hasta alcanzar la llave, oculta en una hendidura entre dos piedras, sobre el marco. La rozó con la yema de los dedos. No le gustaba la idea de entrar sigiloso mientras ella dormía, aunque sólo fuera para dejarle un poco de leche. Las ocurrencias de Candela no siempre eran buenas, y la de que él entrara hasta la cocina le parecía pésima. Decidió que dejar el cubo junto a la entrada y marcharse sin ser visto era lo más apropiado.
Pero la puerta se abrió de golpe. No le dio tiempo a reaccionar. Todo duró un instante.
Rochi avanzó como un huracán, con ojos ciegos que no le mostraron a tiempo que Gaston se interponía en su camino. Intentó detenerse, pero la fuerza de su propia inercia hizo que el encontronazo fuera inevitable. Lanzó un grito a la vez que su delgado cuerpo chocaba contra unos muslos firmes y un torso musculoso y duro como una roca. Gaston adelantó las manos hacia ella para evitar que cayera y, mientras alcanzaba a sujetarla por los brazos, el cubo se estrellaba contra el suelo, derramando la leche.
Su primera reacción fue de preocupación. La miró al rostro, por si el golpe contra su pecho le hubiera lastimado la nariz o cualquier otra zona sensible. Pero cuando vio que ella estaba bien y recuperaba la estabilidad, la soltó como si temiese que su contacto pudiera infectarle de alguna enfermedad contagiosa.
—¡Maldita sea! —gritó, furioso—. ¿Es que no tienes ojos?
Rochi se sentía hundida, furiosa y frustrada después de haber hablado con Pablo, tanto que ni siquiera reparó en la leche vertida. Sabía que sólo tenía que escucharle decir un par de veces más que la amaba, y ella se lanzaría a sus brazos para que le curara el dolor que él mismo le había causado. Siempre ocurría igual. Siempre era lo mismo.
Estaba cansada de contener sus lágrimas y su ira, de ser amable con todo el mundo, de ser correcta. Y allí estaba Gaston, desafiándola de nuevo.
—¿Y tú qué narices haces parado ante mi puerta? —le increpó con los ojos en llamas.
—¿Es que tengo que informarte por dónde voy a caminar cada día? —rugió Gaston, colérico—. ¿O tal vez prefieres que te pase una hoja de ruta con todo bien detallado para que nos aseguremos de que la entiendes? —añadió con una sorna hiriente.
—¡Eres un prepotente insufrible! —le bramó con una peligrosa mezcla de dolor y rabia—. Estoy harta de soportar tus malas formas y tus ofensas.
—Y yo estoy cansado de aguantar tu torpeza —aseguró él con menosprecio—. Cada vez que te encuentro estás jodiendo algo.
—Creo que aquí el especialista en joder al prójimo eres tú —alzó la barbilla y crispó los dedos de su mano derecha sobre el marco de madera—. Desde que llegué, y sin ningún motivo, te has empeñado en amargarme la vida.
«Sin ningún motivo», se repitió Gaston, agitando la cabeza. No la creía tan estúpida como para no saber qué había hecho mal durante toda su vida, y él no tenía ninguna intención de recordárselo.
—¿Qué demonios haces aquí? —soltó, con los brazos caídos y los puños tensos—. Reconoce que te equivocaste al venir. Lárgate, esto no es lo tuyo.
—¿Lo mío? —exclamó, atónita—. ¿Y qué sabes tú qué es lo mío? No me conoces, o sea que deja de juzgarme.
—Te conozco lo suficiente —se pavoneó Gaston, mirándola de arriba abajo con insolencia—. Candela dice que te vas pasado mañana. ¿Por qué no nos haces un favor a todos, recoges tus maravillosos modelitos y te largas hoy mismo? Lo único que haces aquí es estorbar a quienes sí trabajamos.
—¿Me estás llamando inútil? —Irritada, aleteaba los orificios de su nariz y comprimía con fuerza los labios.
—Sí. Te estoy llamando inútil y te estoy llamando estorbo —espetó, satisfecho—. Imagino que en Madrid hay cosas para las que eres perfecta, pero aquí no. Aquí sólo serías útil si desaparecieras para no volver jamás.
—¿Estás olvidando que todo esto me pertenece? —preguntó con frialdad—. No hay nadie que pueda echarme.
—Te pertenece el valor económico, no el lugar al que nunca... hasta ahora —aclaró con malicia—, te habías dignado visitar. ¿Por qué no lo vendes todo y te marchas con el botín? Para eso has venido, ¿verdad?
—No pienso explicarte a qué he venido —dijo Rochi, con una sonrisa arrogante—. Y mi única equivocación ha sido pensar que eras un hombre normal. Por fin compruebo que eres un amargado intratable que no soporta tener a nadie cerca.
—Depende de quién se acerque y, sobre todo, de con qué rastrera intención lo haga —respondió con simulada calma.
Rochi abrió la boca para responder, pero la cerró sin haber emitido ningún sonido. Por un instante, la hostilidad en los ojos verdes de Gaston le avivó recuerdos amargos. Los de unos días atrás, cuando con parecido desprecio alguien le habló de sus rastreras intenciones. «No te atrevas a alzar la barbilla ante mí», había tenido que oír cuando lo único que estaba haciendo era enrojecer de vergüenza. «Conozco a las mujeres como tú. Eres una oportunista, una vulgar ladrona que se aprovecha de la confianza que le otorgan para adueñarse de lo que no le pertenece.» Cuando escuchó esas palabras, ya había deseado cien veces que la tierra se rasgara bajo sus pies y la grieta profundizara hasta el averno, pero aquello no había hecho más que empezar...
—Así que tienes razón —continuó diciendo Gaston, y Rochi regresó al presente y expulsó el aire envenenado del que llevaba respirando ya dos días, los dos primeros días de los muchos en los que aún seguiría haciéndolo.
—¿En qué tengo razón? —consiguió preguntar sin que le temblara la voz.
—En que soy un amargado intratable que no soporto tener al lado a alguien como tú —sonrió a pesar del coraje que le consumía—. Preferiría la soledad eterna.
Rochi inspiró para bufar después como un animal herido.
—Eres el hombre más maleducado y ordinario que he conocido jamás.
—No está mal —chasqueó los labios, fingiendo diversión—. Es casi halagador, comparado con la insensible oportunista que creo que eres tú.
Rochi crispó las manos a ambos lados de su cuerpo.
—Eres un prepotente que se atreve a juzgar lo que ignora, que por otra parte debe de ser mucho —intentó devolverle un gesto de satisfacción, pero la tensión y la rabia la dominaron—. No me extraña que hayas escogido vivir rodeado de animales. Ellos no te juzgan y, aunque no te soporten, no te abandonan como seguramente ha hecho todo el que te ha conocido.
—No veo que tú te estés dando demasiada prisa en largarte —señaló, manteniendo con dificultad la sonrisa.
—Te equivocas. Sólo sueño con perderte de vista para siempre —apuntilló ella, a punto de explotar.
Gaston torció el gesto y sus ojos se transformaron de nuevo en carbones encendidos. No sabía si le abrasaba más la rabia o la impotencia.
—Estupendo —exclamó, alzando el brazo y golpeando la pared de piedra con el puño—. Los dos seremos mucho más felices cuando te hayas ido.
—¡Imbécil! —estalló Rochi, entrando en la casa y cerrando con un portazo.
—¡Inútil! —respondió Gaston con furia, recogiendo el cubo del suelo y volviéndose para caminar hacia la quesería.
En cuanto se vio en la soledad de la borda, Rochi se desmoronó. Su ira se aplacó para dar paso a la tristeza, y sus gritos airados se transmutaron en llanto desconsolado.
                                                                                                   adapt: a iribika

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