Elaborar el queso les llevó
toda la mañana. Al inicio de la temporada, hacia el mes de diciembre,
conseguían menos unidades y terminaban antes. Durante los primeros meses la
leche de las ovejas que habían pastado en la sierra durante el verano y el
otoño era más floja y se necesitaban hasta siete litros para conseguir un
pequeño queso de un kilo. Ahora, en pleno mes de marzo, con el ganado en los
establos y alimentándose de fardos de paja, forraje de la rivera y algo de
pienso, elaboraban cada uno con tan sólo cinco litros.
En la pequeña entrada que
separaba la quesería de un mundo de bacterias, Candela cambió las botas de goma
por sus mocasines, colgó su delantal blanco sobre la percha y se apresuró hacia
la casa para preparar la comida.
Gaston se lo tomó con más
calma. Sentado en un estrecho banco de listones de acero, ató con parsimonia
los cordones de sus botas de monte, recordando el encuentro con Rochi. No
dudaba que a esas horas ya estaría fisgoneando en los armarios y cajones de la
casa de su abuelo en busca de algo de valor. Le dolía imaginarla allí, ahora,
cuando el viejo ya no necesitaba sus visitas.
Suspiró profundamente y se
puso en pie, frotándose las manos sobre el abrigado tejido de su pantalón. Tomó
del perchero un ligero tabardo azul marino y salió en dirección al pueblo. Le
gustaba caminar. Por eso, en sus idas y venidas a la finca, siempre que le era
posible evitaba utilizar su automóvil.
En cuanto Rochi entró en la
casa, el terror a los mastines cedió para dar paso a la furia. No podía creer
que hubiera pasado la noche en aquella cabaña sólo porque el maldito Gaston
hubiera querido divertirse a su costa. No entendía a aquel hombre, pero había
decidido que lo perdería de vista: a él, a su borda y a sus detestables
animales.
En la habitación sus ropas
aún estaban desperdigadas sobre la cama, junto a la maleta. La abrió con
brusquedad y comenzó a arrojar prendas que se fueron acumulando en el centro,
como trapos viejos. A pesar de las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, descubrió
que el montón era idéntico al que había formado hacía menos de veinticuatro
horas, cuando otra enorme decepción la había empujado a salir huyendo de
Madrid.
Al comprenderlo, toda su
furia se le deshizo en dolor. Empujó la maleta, estrellándola contra el suelo.
Después fue ella quien se dejó caer, apoyando la espalda en la cama y envuelta
en sollozos.
La desolación por lo
ocurrido a quinientos kilómetros de allí volvió a romperle el corazón; el
sentimiento de humillación y vergüenza le hizo desear desaparecer, tal y como
había intentado hacer al llegar a ese insufrible lugar.
Estaba repitiendo, paso a
paso, todo el proceso como en un particular y estúpido Día de la Marmota. La
habían agraviado de nuevo, esta vez un pueblerino inculto, y ella recogía sus
cosas para esfumarse, vencida y en silencio. Se sintió el saco de arena al que
todos podían golpear sin temor a que hiciera nada para defenderse.
Acurrucada en el rincón que
formaba la mesilla junto a la colcha, dejó que se adueñara de ella el llanto, la
frustración, la impotencia, hasta que su espíritu fuerte y luchador la
zarandeó.
Cuando llegó el mediodía y Gaston
atravesaba el pastizal para dirigirse a Roncal, ella había terminado con los
lloros y había hecho sus cuentas. Creía que, como mucho, en dos noches más, se
sentiría preparada para regresar a su casa. Dos noches y abandonaría ese valle
inmundo. Dos noches que estaba dispuesta a pasar en esa casucha o donde fuera
con tal de no sentir que había perdido la poca dignidad que le quedaba. Y
aunque en el fondo sabía que aquélla era una rebelión absurda, tomar esa
decisión le hizo sentirse un poco mejor.
Su hambre de veinticuatro
horas le mordisqueaba el interior del estómago. A través del cristal de la
ventana cuidó los pasos del intratable pastor. Nada más perderlo de vista abrió
la puerta y oteó con cuidado, asegurándose que las dos bestias blancas y
peludas no estuvieran por los alrededores, y corrió, perdiendo el aliento,
hasta la casa de los D’lesandro.
A la vez que Gaston comía
con sus padres y les explicaba que Rochi ya estaba acomodada en su verdadera
casa, ella saboreaba un nutritivo guiso de patatas con bacalao en la cálida y
animada cocina de los rumanos. Por fin se había presentado y conocido a los D’lesandro.
A Candela, de la que ya había descubierto su dulzura nada más verla junto a Gaston;
a su esposo Vicco, hombre cariñoso y de pocas palabras; y a Luca y Nachito,
jóvenes despiertos y alegres que animaron la conversación. Luca, por su parte,
tuvo la delicadeza de fingir que la veía por primera vez.
Entre charlas más o menos
banales, también hubo momentos más trascendentales que mantuvieron encogido el
corazón de Rochi. Al cabo de una hora de animada sobremesa, los tres hombres se
fueron de la casa para iniciar sus labores de la tarde, y Candela sacó del
frigorífico algunas cosas para que Rochi pudiera cocinarse la cena.
—Si quiere, esta tarde la
puedo acompañar al pueblo para que llene la despensa —dijo, metiéndolo todo en
una bolsa de plástico que cerró con un nudo—, aunque sigo pensando que debería
quedarse en su casa; la de verdad.
—Me quedaré aquí—repitió Rochi,
por tercera o cuarta vez desde que finalizó la comida—. En tres días regresaré
a Madrid. No merece la pena comenzar con cambios. Ya he plegado mi ropa en los
cajones —mintió—, pero sí voy a aceptar tu ofrecimiento para ir de compras.
—Prepare una lista con lo
que crea que va a necesitar —aconsejó Candela mientras le tendía la bolsa, que Rochi
tomaba encantada.
—No imaginas cuánto
agradezco tu ayuda—expresó Rochi con una sonrisa amable.
Aún conversaron un buen
rato. Candela se ofreció a ayudarla a instalarse en la borda, si era allí donde
quería quedarse, pero Rochi le dijo que no era necesario. Entonces le dio la
buena noticia de que existía una caldera que funcionaba con gas butano. Nachito
pasaría a ponérsela en marcha esa misma tarde y por fin dispondría de agua
caliente.
Al final Rochi salió de la
casa satisfecha, portando en sus manos un pequeño tesoro comestible. Miró a su
alrededor y no halló ni rastro de las bestias. Y mientras atravesaba el prado
con la mirada puesta en los marcos de madera de las ventanas de la borda y en
la exagerada inclinación de su tejado, pensó que ya le quedaba menos tiempo
para perder de vista semejante choza.
La leche ordeñada a última
hora de la tarde esperaba en el tanque de refrigeración, donde se conservaría a
siete grados hasta el día siguiente. Entonces la mezclarían con la del ordeño
de primera hora de la mañana para elaborar con ella el queso.
Aunque los D’lesandro
cumplían con su trabajo a la perfección, Gaston dormía más tranquilo si antes
se había dado una vuelta para comprobarlo todo. Esa tarde, después de
inspeccionar en la quesería la temperatura del tanque, se entretuvo arreglando
el vendaje de la pata herida de una oveja y revisando el estado de la
ordeñadora automática. Cuando salió de los establos ya había caído la noche, y
la ventana iluminada de la cocina de la borda destacaba como un faro encendido
en lo alto de un oscuro acantilado.
Profirió una maldición, pero
no contra Rochi, sino contra sí mismo, que con su estupidez había dado a esa
mujer la posibilidad de quedarse cerca. Pero ¿cómo habría podido sospechar que
estaría a gusto en un lugar como aquél? Había visto su BMW, su Cartier, sus
zapatos, su ropa; la había visto y había comprendido que tenía gustos caros.
Poco podía imaginar que, en
ese preciso momento, y a pesar de que había comprado, en Roncal, alimentos para
tres días, ella terminaba de cenar un trozo de pan y dos manzanas con el sabor
a mar con el que las habían empapado sus lágrimas. Sí, esa noche, sentada junto
a la mesa de madera de la cocina, mirando el fuego bajo que desde hacía años
nadie encendía, Rochi había vuelto a llorar.
Ahora, con la misma
tristeza, pero ya calmada, miraba su móvil calculando el riesgo que tenía
encenderlo a esa hora de la noche.
Por fin lo hizo. Introdujo
su clave y lo dejó sobre la mesa, esperando que cesara la sucesión de pitidos
que indicaban las abundantes llamadas perdidas y la entrada de mensajes. Borró
sin leer todo lo recibido y marcó el número de Luciano Bessolla: su albacea.
Se disculpó por llamar fuera
de las horas de trabajo, pero a él no pareció importarle. Más bien al
contrario.
—Tu llamada me alegra, Rochi
—respondió la voz grave de Luciano, al otro lado del teléfono—. Me resulta
imposible contactar contigo. Quería saber qué tal te había ido el viaje y qué
opinas de esa preciosa villa y de las propiedades de tu abuelo. Tengo el
teléfono de Gaston, pero no quería molestarle para este tema.
—Has hecho bien —respondió Rochi,
aliviada—. Él no te habría contado demasiado porque apenas si nos hemos visto
aún.
—¡Bueno! —exclamó Luciano
con voz animosa—, ¿y qué opinas de todo eso?
—La casa es preciosa
—inventó ella, pues sólo había visto su exterior esa misma tarde, al hacer las
compras con Candela—. Y el pueblo, con esas casonas de piedra y madera tan
hermosas y cuidadas, me ha gustado mucho.
En eso sí era sincera.
Cuando cruzaba el puente sobre el río Esca, le había deslumbrado la belleza del
primer y gran edificio rodeado de arcos y balconadas, con un reloj en lo más
alto de su fachada y el colorido escudo de la villa, ofreciendo al visitante
una cálida bienvenida. Y, tras él, la torre de la iglesia de San Esteban,
emergiendo de su impresionante cuerpo macizo, dominando desde lo alto todos los
tejados rojos y las calles empedradas.
No se había detenido, pues
los datos introducidos en su GPS le indicaron que aún no había llegado al lugar
que buscaba. Pero cruzó el pueblo despacio, fijándose en las estrechas calles
que quedaban a su izquierda y en las ventanas y balcones de las casas,
adornados con geranios.
—Me alegra que te guste, Rochi
—confesó Luciano—. Ya te dije que todo el Valle del Roncal, y en especial esa
villa, tiene un encanto que muy pocas veces podemos ver.
—Sí —respondió ella,
recordando el «especial encanto» de Gaston—. Pero yo te llamaba para otra cosa.
¿Has encontrado compradores para todo esto?
—Eres muy impaciente, Rochi.
¿Cuántos días han pasado desde que me pediste que vendiera?, ¿tres, cuatro? Si
queremos conseguir un buen precio, no debemos darnos prisa. Estoy tratando de
adjudicarlo todo por separado: fincas, animales, casa, negocios... Creo que es
la mejor manera de rentabilizarlo, pero también será un proceso más largo.
—Está bien. Lo dejo en tus
manos. No tengo demasiada prisa —reconoció—. Si necesitas hablar conmigo,
dentro de unos días estaré de regreso en Madrid. Lo digo porque aquí casi nunca
tengo cobertura —mintió. de nuevo—, y por eso tengo apagado el móvil.
—Podré esperar —hizo saber
el albacea—. En realidad necesitaré un tiempo para tener algo preciso que
contarte. Disfruta de los días que te queden de estar ahí y olvídate de este
asunto —le aconsejó—. Yo me ocupo, y cuando lo tenga todo listo me pondré en
contacto contigo.
Tras la conversación con
Luciano, Rochi llamó a su amiga Lali. Había salido precipitadamente de Madrid,
sin querer ver a nadie, pero no podía dejar que ella se angustiara por su
ausencia durante los días que aún tardase en regresar.
Le contó que estaba bien,
pero no quiso hablarle del lugar donde estaba ni de los motivos por los que se
había ido. Sabía que Pablo recurriría a ella en busca de información y no
quería comprometerla.
Conversaron un buen rato. Rochi,
mientras con los dedos juntaba sobre la mesa las miguitas caídas del pan con sabor
a sal que había comido, le dijo que acababa de tomar una cena fantástica y que
ahora le esperaba una noche reparadora en una estupenda cama de dos metros. Al
final, el buen humor de Lali consiguió dibujarle alguna sonrisa y mejorarle un
poco su desdichado ánimo.
Se sentía como un gato
encerrado en una caja de zapatos; en su propia caja de zapatos. Daba igual que
husmeara por los bordes o diera zarpazos en las esquinas. Sólo conseguía
alterarse y aumentar su sensación de ansiedad e impotencia.
Hacía dos días que rochi
había desaparecido y él sólo podía pasear su inquietud de un lado a otro y
llamar a un teléfono que siempre le respondía que estaba apagado o fuera de
cobertura.
Pablo dejó de caminar y miró
por el ventanal que ocupaba toda una pared de su despacho. Eran las ocho de la
mañana y el sol comenzaba a alzarse perezoso sobre los edificios adormilados de
Madrid.
—¿Dónde estás, rochi, dónde
te has metido? —se preguntó en voz alta, con la mirada perdida en el tráfico, y
la memoria en la última vez que la vio.
Aquel recuerdo terminó de
mortificarle. Resopló con fuerza, deslizando los dedos por su corto pelo , y
caminó con energía hasta su mesa. Apenas la alcanzó, se giró con brusquedad
para regresar junto a la ventana.
—Si no apareces o me llamas
pronto, acabaré volviéndome loco —murmuró de nuevo.
Sacó el móvil del bolsillo
de la chaqueta de su traje gris, de Armani, que potenciaba el atractivo de su
cuerpo alto, delgado y de amplios y rectos hombros. Sin ninguna esperanza,
marcó el número de Rochi. Después de cientos de intentos sin ningún resultado,
esta vez el teléfono le devolvió el sonido de una señal de llamada. Contuvo la
respiración mientras escuchaba un primer tono, después un segundo... Cerró los
párpados sobre sus esperanzados ojos y apoyó la frente contra el cristal.
—contesta, rochi. Por Dios,
cotesta el teléfono —suplicó en voz baja.
A casi quinientos kilómetros
de allí, Rochi, vestida con los únicos vaqueros que portaba en su maleta, se
ajustaba una chaqueta naranja de punto sobre una camiseta de manga larga de
pequeñas flores naranjas, verdes y blancas. Sus zapatillas de lona no hacían
juego con el atuendo, pero al menos ya estaban secas y lo estarían durante todo
el día, pues el cielo prometía desplegar los rayos de un sol radiante.
Se cepillaba el cabello en
el pequeño cuarto de baño, cuando escuchó el sonido de su móvil. Palideció al
recordar que la noche anterior lo había dejado sobre la mesa de la cocina...
encendido.
Caminó por el pasillo,
despacio, como si el teléfono fuera un animal tan grande y peligroso como
cualquiera de los mastines y temiera despertarlo. Se acercó a la mesa y miró el
nombre que parpadeaba en la pantallita al son de la melodía: Pablo. Lo tomó y
acarició con el pulgar la tecla de apagado. No quería hablar con él. No quería
escucharle. Pero, como una autómata, lo descolgó y se lo llevó al oído, en
silencio.
—¡Gracias a Dios que te
encuentro, rochi! —exclamó Pablo con alivio—. ¿Sabes cuántas veces te he
llamado durante estos días? Estaba a punto de volverme loco.
Rochi no respondió. Bajó los
párpados mientras las lágrimas comenzaban a deslizarse entre sus pestañas.
—Por favor, rochi. Dime
algo. No me castigues más suplicaba con desgarro—. Sabes que te amo.
Rochi, aún demasiado herida,
buscó entereza para no atender a sus explicaciones.
—Voy a colgarte, Pablo
—susurró.
El cerró con fuerza los ojos
cuando la voz que amalla sonó en sus oídos con palabras que le desgarraron el
corazón.
—¡No! Por favor. Perdóname.
Te juro que no volverá a ocurrir. —Seguía sintiéndose un gato encerrado en su
propia y minúscula caja de zapatos—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa
para que me perdones. Cualquier cosa.
—Voy a colgar —repitió ella
en voz baja.
—¡No! Dime dónde estás.
Déjame verte —imploraba con desesperación—. Estas cosas no se pueden hablar por
teléfono. Te amo y te lo voy a demostrar. No con palabras ni con regalos. Esta
vez te lo voy a demostrar con hechos. —Golpeó su frente contra el cristal, una
y otra vez, mientras se le extinguía la voz—. No me abandones, rochi. Te lo
suplico. No me abandones.
Rochi colgó y apagó con
rapidez el móvil, arrojándolo sobre la mesa. Se cubrió el rostro con las manos
y sollozó con tanta rabia como desconsuelo.
No quería escucharle. Había
huido para no hacerlo. Necesitaba estar alejada de él unos días para
tranquilizarse, para pensar, para recuperar la dignidad que sentía que había
perdido.
Con el hombro apoyado contra
la entrada a los establos del ovino, Gaston observaba el cuidado con el que Nachito
conducía el pequeño tractor, empujando la paja ya usada por las ovejas. Habían
terminado con el ordeño de la mañana y él aguardaba los minutos que restaban
para comenzar a elaborar el queso.
—Buenos días, señor Gaston
—saludó Candela, a su espalda—. Mientras termina de trocearse la cuajada voy a
llevar un poco de leche a la señorita Rochi.
El miró el pequeño cubo en
el que se mecía el suave líquido blanco. Vicco ordeñaba cada mañana la vaca con
la que cubrían el consumo diario de su familia y el de la casa de Gaston.
—Así que le llevas el desayuno
—dijo, pensativo—. ¿Cómo ha podido surgir esa confianza entre vosotras con
tanta rapidez? —preguntó, dolido por lo que consideraba una traición.
—Ayer vino a comer a casa y
yo la acompañé al pueblo a hacer compras. Espero que no le moleste.
—¿Por qué había de hacerlo?
—respondió, cruzando los brazos sobre el pecho. Iba a preguntar a qué comida y
a qué compras se refería, pero se detuvo al ver que luca se acercaba corriendo.
—Tienes que ir a casa, mamá
—dijo, e inspiró con fuerza para recuperar el aliento—. Papá ha tenido un
accidente mientras arreglaba la cerca.
—¿Qué ha pasado?
—preguntaron a la vez Gaston y Candela, preocupados y sin apercibirse del
rostro tranquilo del muchacho.
—No te inquietes, mamá
—informó con la misma rapidez—. No es nada grave. Se ha rasgado el interior de
dos dedos con el alambre. No son cortes profundos, pero ya sabes cómo se pone
con estas cosas. —Sonriendo, se dirigió a Gaston—:ve un poco de su propia
sangre cree que va a morir, y si eso ocurre sólo deja que le toque mamá.
—¿Estás seguro de que no es
nada serio? —preguntó Gaston, mirando la palidez de Candela—. Mira que tu padre
es muy duro y si se queja será porque...
—Es duro —interrumpió Luca—.
Puede con todo, menos con su propia sangre. Se sentirá bien en cuanto mamá le
cubra la herida y no vea ese feo color rojo —contó con una sonrisa de burla en
el rostro.
—El chico tiene razón
—exclamó Candela, más tranquila—. Será mejor que vaya —le comentó, dejando el
cubo a sus pies—. En unos minutos estaré aquí y empezamos a trabajar.
Pero no se movió. Miró a Gaston,
como si esperara una respuesta.
—¡Ah, no, Candela!
—reaccionó él, riendo y alzando las manos para apartarse—. A mí no me mires
porque no pienso llevarle leche a esa estirada. Tiene un grifo estupendo del
que puede beber agua.
—Se le está endureciendo el
corazón, señor Gaston. ¿Qué le cuesta dejarle el cubo en la cocina?
—Prefiero ir a curar los
dedos a Vicco —indicó, convencido.
—Eso lo dice porque no sabe
lo mal enfermo que es. Mientras yo le cure esas heridas, él gritará como un
cerdo en día de matanza. —Candela sonrió al recordar el escándalo que su
hombretón armó la última vez—. Créame, señor Gaston. No le gustará estar allí.
Aunque él tampoco le dejaría acercarse. Ya ha oído a mi muchacho: cuando Vicco
cree que se muere, sólo quiere que Candela le toque.
Gaston miró a luca con
expresión aliviada; él iba a resolverle el problema haciendo de recadero. Pero
el chico sonrió con burla y señaló con la cabeza a su hermano, que terminaba de
limpiar el establo. Llegaba el momento de poner paja limpia, y se alejó con la
disculpa de ayudarle a arrastrar fardos, abrirlos y extenderlos por el suelo.
Mirando a las ovejas que se
agrupaban junto a las paredes mientras los chicos se afanaban a su alrededor, Gaston
emitió un tremendo bufido.
—No puedo ayudarte. Tengo
cosas que hacer.
—¡No sea mentiroso! —exclamó
ella—. Está esperando que la cuajada esté bien cortada para empezar a trabajar.
—Eres incansable, Candela
—exclamó, agobiado.
—Aún es pronto y ella estará
dormida; no tiene que verla —afirmó con suavidad—. Puede entrar con la llave
que está escondida en la piedra.
—No me vas a dejar tranquilo
hasta que lo haga, ¿verdad? —preguntó con aire de derrota.
—Vicco dice que soy como un
perro de presa; agarro y no suelto. —El silencioso gesto de duda de Gaston la
animó a continuar—. Pasado mañana ella se vuelve para Madrid. Deje que antes de
irse saboree la buena leche con la que desayunamos aquí.
Gaston se alegró al escuchar
que la iba a perder de vista más rápido de lo que había imaginado. Pero aún se
lo pensó un momento antes de agarrar con fuerza el pequeño cubo y volverse
hacia Candela.
—Escúchame bien —dijo para
claudicar con un poco de dignidad—: esta vez, y sólo esta vez, le voy a llevar
la dichosa leche. Pero prestaré atención antes de entrar, y si tengo la más
ligera sospecha de que está despierta, le dejo el cubo en la puerta y me voy.
—La sonrisa satisfecha de Candela le hizo añadir—: Y otra cosa. Si llega a
enterarse de que he sido yo quien se la ha llevado, te desuello viva.
—¿Desuello? —preguntó Candela,
fingiendo inocencia—. No conozco esa palabra.
—Ya. Ya lo sé. —Tensó la
mandíbula para evitar sonreír—. Estoy descubriendo que son muchas las palabras
que no conoces. Pero ya puedes ir buscando ésta en el diccionario antes de
contarle a Rochi que yo le he llevado la condenada leche.
Candela se encaminó hacia su
casa sin añadir una palabra; no quería que él se arrepintiera. Pero se fue
tarareando, en voz muy baja, una bella canción de amor rumana, dispuesta a
curar con mimos a su quejica y amado Vicco.
Gaston se detuvo ante la
puerta de la borda y, durante unos instantes, prestó atención. Al parecer Candela
tenía razón y Rochi aún no se había levantado.
Sujetando el balde de leche
en su mano izquierda, alzó la derecha hasta alcanzar la llave, oculta en una
hendidura entre dos piedras, sobre el marco. La rozó con la yema de los dedos.
No le gustaba la idea de entrar sigiloso mientras ella dormía, aunque sólo
fuera para dejarle un poco de leche. Las ocurrencias de Candela no siempre eran
buenas, y la de que él entrara hasta la cocina le parecía pésima. Decidió que
dejar el cubo junto a la entrada y marcharse sin ser visto era lo más
apropiado.
Pero la puerta se abrió de
golpe. No le dio tiempo a reaccionar. Todo duró un instante.
Rochi avanzó como un
huracán, con ojos ciegos que no le mostraron a tiempo que Gaston se interponía
en su camino. Intentó detenerse, pero la fuerza de su propia inercia hizo que
el encontronazo fuera inevitable. Lanzó un grito a la vez que su delgado cuerpo
chocaba contra unos muslos firmes y un torso musculoso y duro como una roca. Gaston
adelantó las manos hacia ella para evitar que cayera y, mientras alcanzaba a
sujetarla por los brazos, el cubo se estrellaba contra el suelo, derramando la
leche.
Su primera reacción fue de
preocupación. La miró al rostro, por si el golpe contra su pecho le hubiera
lastimado la nariz o cualquier otra zona sensible. Pero cuando vio que ella
estaba bien y recuperaba la estabilidad, la soltó como si temiese que su
contacto pudiera infectarle de alguna enfermedad contagiosa.
—¡Maldita sea! —gritó,
furioso—. ¿Es que no tienes ojos?
Rochi se sentía hundida,
furiosa y frustrada después de haber hablado con Pablo, tanto que ni siquiera
reparó en la leche vertida. Sabía que sólo tenía que escucharle decir un par de
veces más que la amaba, y ella se lanzaría a sus brazos para que le curara el
dolor que él mismo le había causado. Siempre ocurría igual. Siempre era lo
mismo.
Estaba cansada de contener
sus lágrimas y su ira, de ser amable con todo el mundo, de ser correcta. Y allí
estaba Gaston, desafiándola de nuevo.
—¿Y tú qué narices haces
parado ante mi puerta? —le increpó con los ojos en llamas.
—¿Es que tengo que
informarte por dónde voy a caminar cada día? —rugió Gaston, colérico—. ¿O tal
vez prefieres que te pase una hoja de ruta con todo bien detallado para que nos
aseguremos de que la entiendes? —añadió con una sorna hiriente.
—¡Eres un prepotente
insufrible! —le bramó con una peligrosa mezcla de dolor y rabia—. Estoy harta
de soportar tus malas formas y tus ofensas.
—Y yo estoy cansado de
aguantar tu torpeza —aseguró él con menosprecio—. Cada vez que te encuentro
estás jodiendo algo.
—Creo que aquí el
especialista en joder al prójimo eres tú —alzó la barbilla y crispó los dedos
de su mano derecha sobre el marco de madera—. Desde que llegué, y sin ningún
motivo, te has empeñado en amargarme la vida.
«Sin ningún motivo», se
repitió Gaston, agitando la cabeza. No la creía tan estúpida como para no saber
qué había hecho mal durante toda su vida, y él no tenía ninguna intención de
recordárselo.
—¿Qué demonios haces aquí?
—soltó, con los brazos caídos y los puños tensos—. Reconoce que te equivocaste
al venir. Lárgate, esto no es lo tuyo.
—¿Lo mío? —exclamó,
atónita—. ¿Y qué sabes tú qué es lo mío? No me conoces, o sea que deja de
juzgarme.
—Te conozco lo suficiente
—se pavoneó Gaston, mirándola de arriba abajo con insolencia—. Candela dice que
te vas pasado mañana. ¿Por qué no nos haces un favor a todos, recoges tus
maravillosos modelitos y te largas hoy mismo? Lo único que haces aquí es
estorbar a quienes sí trabajamos.
—¿Me estás llamando inútil?
—Irritada, aleteaba los orificios de su nariz y comprimía con fuerza los
labios.
—Sí. Te estoy llamando
inútil y te estoy llamando estorbo —espetó, satisfecho—. Imagino que en Madrid
hay cosas para las que eres perfecta, pero aquí no. Aquí sólo serías útil si
desaparecieras para no volver jamás.
—¿Estás olvidando que todo
esto me pertenece? —preguntó con frialdad—. No hay nadie que pueda echarme.
—Te pertenece el valor
económico, no el lugar al que nunca... hasta ahora —aclaró con malicia—, te
habías dignado visitar. ¿Por qué no lo vendes todo y te marchas con el botín?
Para eso has venido, ¿verdad?
—No pienso explicarte a qué
he venido —dijo Rochi, con una sonrisa arrogante—. Y mi única equivocación ha
sido pensar que eras un hombre normal. Por fin compruebo que eres un amargado
intratable que no soporta tener a nadie cerca.
—Depende de quién se acerque
y, sobre todo, de con qué rastrera intención lo haga —respondió con simulada
calma.
Rochi abrió la boca para
responder, pero la cerró sin haber emitido ningún sonido. Por un instante, la
hostilidad en los ojos verdes de Gaston le avivó recuerdos amargos. Los de unos
días atrás, cuando con parecido desprecio alguien le habló de sus rastreras
intenciones. «No te atrevas a alzar la barbilla ante mí», había tenido que oír
cuando lo único que estaba haciendo era enrojecer de vergüenza. «Conozco a las
mujeres como tú. Eres una oportunista, una vulgar ladrona que se aprovecha de
la confianza que le otorgan para adueñarse de lo que no le pertenece.» Cuando
escuchó esas palabras, ya había deseado cien veces que la tierra se rasgara
bajo sus pies y la grieta profundizara hasta el averno, pero aquello no había
hecho más que empezar...
—Así que tienes razón
—continuó diciendo Gaston, y Rochi regresó al presente y expulsó el aire
envenenado del que llevaba respirando ya dos días, los dos primeros días de los
muchos en los que aún seguiría haciéndolo.
—¿En qué tengo razón?
—consiguió preguntar sin que le temblara la voz.
—En que soy un amargado
intratable que no soporto tener al lado a alguien como tú —sonrió a pesar del
coraje que le consumía—. Preferiría la soledad eterna.
Rochi inspiró para bufar
después como un animal herido.
—Eres el hombre más
maleducado y ordinario que he conocido jamás.
—No está mal —chasqueó los
labios, fingiendo diversión—. Es casi halagador, comparado con la insensible
oportunista que creo que eres tú.
Rochi crispó las manos a
ambos lados de su cuerpo.
—Eres un prepotente que se
atreve a juzgar lo que ignora, que por otra parte debe de ser mucho —intentó
devolverle un gesto de satisfacción, pero la tensión y la rabia la dominaron—.
No me extraña que hayas escogido vivir rodeado de animales. Ellos no te juzgan
y, aunque no te soporten, no te abandonan como seguramente ha hecho todo el que
te ha conocido.
—No veo que tú te estés
dando demasiada prisa en largarte —señaló, manteniendo con dificultad la
sonrisa.
—Te equivocas. Sólo sueño
con perderte de vista para siempre —apuntilló ella, a punto de explotar.
Gaston torció el gesto y sus
ojos se transformaron de nuevo en carbones encendidos. No sabía si le abrasaba
más la rabia o la impotencia.
—Estupendo —exclamó, alzando
el brazo y golpeando la pared de piedra con el puño—. Los dos seremos mucho más
felices cuando te hayas ido.
—¡Imbécil! —estalló Rochi,
entrando en la casa y cerrando con un portazo.
—¡Inútil! —respondió Gaston
con furia, recogiendo el cubo del suelo y volviéndose para caminar hacia la quesería.
En cuanto se vio en la
soledad de la borda, Rochi se desmoronó. Su ira se aplacó para dar paso a la
tristeza, y sus gritos airados se transmutaron en llanto desconsolado.
adapt: a iribika

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