¡Había descubierto
su disfraz! Nadie lo había hecho antes. No sabía que era un disfraz, por
supuesto. Creía que realmente necesitaba llevar gafas. Pero aun así, había
visto más allá de ellas y deducido que Eugenia y ella eran gemelas. Sabiendo
eso, no era extraño que empezara a preguntarse a cuál de las dos había besado
aquella noche junto a la hoguera, en especial cuando Eugenia lo había ignorado
por completo la mañana siguiente.
Podría haberle preguntado para
aclarar su confusión. Debería haberle preguntado en lugar de tratar de
averiguarlo por su cuenta comparando besos. Incluso puede que ella lo hubiese
admitido. No habría habido motivo para no hacerlo puesto que ya sabía que eran
gemelas. Había tenido razón, pero ¿y si se hubiera equivocado? ¿Se lo planteó
en algún momento y pensó qué supondría para ella? ¡Y acusarla de fingirse Eugenia, como si lo hubiese hecho aposta!
Puede que ahora no supiera qué
pensar, o tal vez se sintiera aliviado por no haber cometido un error y haber
besado a la hermana equivocada. Pero, gracias a Dios, los dos habían decidido
no avergonzarse más mencionando ese beso. De hecho, hasta ese momento, él se
comportaba como si no hubiese ocurrido.
A Rocío le parecía muy bien; pero
es que había ocurrido, y había sido tan bonito, tan increíblemente excitante…
Su primer beso de verdad, por lo menos, el primero que le daban a ella y no
porque la hubiesen confundido con su hermana. Era una comparación, de acuerdo.
Por el motivo equivocado, de acuerdo. Pero, aun así, se lo habían dado a ella.
Las dos veces había sido maravilloso, aunque el de la noche anterior había sido
mucho más apasionado.
Era esa pasión lo que recordaba
ahora. Si a ello se sumaban las emociones embriagadoras que siempre despertaba
en ella cuando lo tenía cerca, no era extraño que no pudiera concentrarse en la
tarea que tenía entre manos. Se encontró observándole los labios, las manos que
la habían atraído hacia él, el modo en que el cabello se le rizaba alrededor
del cuello, la forma en que la camisa se extendía sobre sus músculos tensos
cuando se movía, cosas que no debería mirar. Pero no parecía poder evitarlo.
La prueba. ¿Qué iba primero? La
manta. La recogió, la sacudió una y dos veces, y la situó sobre el lomo de la
yegua. Tardó más de lo necesario en alisar las arrugas y colocarla bien,
mientras trataba de estabilizar su respiración, que se estaba volviendo
bastante irregular.
—No va su
primer baile —oyó que decía tras ella con evidente impaciencia—.
No tiene que estar perfecta.
Asintió, impidió que viera cómo se
sonrojaba y alargó la mano hacia la silla. Pesaba más de lo que parecía aunque,
con un poco de esfuerzo, la levantó del suelo. Sin embargo, dudaba poder
llevarla hasta el lomo de la yegua.
Gastón debió de imaginar qué pensaba
porque dijo:
—Tendrías
que balancearla un poco para tomar algo de impulso.
Lo intentó, y acabó lanzándola por
encima del animal. Gastón soltó una carcajada. Rodeó incluso a la dócil yegua
para recuperar la silla y llevársela con una sola mano.
—Por lo
menos ya sabes que puedes levantarla —comentó con algo de humor todavía
en la voz—. Procura no soltarla esta vez para impedir que se deslice
hacia el otro lado. Y no golpees a la yegua con ella. A los caballos no les
gustan las sillas, para empezar, pero aún menos que se las lancen encima.
¿La estaba provocando? Puede que no.
E iba a hacérselo hacer otra vez, cuando ya había reconocido que era algo que
seguramente ella no tendría que hacer nunca. Esta parte de la lección era “sólo
por si acaso”. ¿O era su forma de vengarse por tener que enseñarle? Eso sí
podía creerlo, de modo que irguió la espalda, resuelta a ensillar la yegua
aunque le costara la vida.
Le costó dos intentos más. Cuando la
silla aterrizó por fin donde debía, la sonrisa de triunfo de Rocío fue
radiante. La de Gastón fue genuina, lo que la llevó a censurarse por haberle
atribuido intenciones mezquinas sin motivo.
Su respiración era aún más
dificultosa para entonces. Sudaba del esfuerzo. Pero eso no tuvo nada que ver
con el temblor que sintió cuando Gastón la tocó para girarla hacia la silla, que
todavía había que sujetar al animal.
Gastón debió de notar que se
estremecía. Seguro que oía su respiración dificultosa, puede que incluso los
latidos de su corazón, tan fuertes.
Aspiró y la soltó como si fuera un
hierro candente.
—No hagas
eso —indicó con brusquedad.
“Como si pudiera evitarlo”, quería
gritar Rocío. Pero se alejó de él inspiró a fondo unas cuantas veces. No
sirvió de nada. En su interior se había despertado algo que no conseguía
calmar.
Y entonces le oyó hablar en voz
baja, enfadado.
—Maldita
sea, la invitación no podría ser más explícita aunque quisieras. Que no soy de
piedra, oye. —Y se la llevó de vuelta a la cuadra.

no esntendi muy bien.. pero si es lo que pienso.. quiero el proximo cap ya!!
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