En la ciudad, Luciano
Bessolla se impacientaba.
No recibía la llamaba de Rochi
y no le parecía correcto volver a molestar a Pablo. Pero quería terminar cuanto
antes con aquel asunto, vender a buen precio y llevarse una jugosa comisión.
En Roncal, al día siguiente
del confuso encuentro bajo la lluvia, fueron Rochi y Gaston los que se evitaron
de nuevo el uno al otro. Era igualmente sencillo esquivarse que fingir un
encuentro, y, ese día, les resultaba más tranquilizador evitar mirarse a los
ojos.
Ya por la noche, Gaston cenó
con sus padres, o al menos se sentó con ellos a la mesa, pues apenas probó
bocado ni participó de modo activo en la conversación.
Aún tenía el cuerpo lleno de
sensaciones y el alma cargada de inquietudes. Porque ella parecía corresponderle,
a ratos. Porque parecía que se quedaría en Roncal, a ratos. Porque, a ratos, él
ansiaba no haber dejado de odiarla.
Tras la cena, y para evitar
preguntas incómodas sobre su aire ausente, bajó a la leñera, abrió de par en
par la puerta que daba al huerto y apoyó un hombro contra el grueso marco de
madera.
La noche era cálida y una
fina lluvia comenzaba a caer sobre la tierra labrada y las verduras que
formaban el tesoro de su madre.
Necesitaba pensar,
solucionar la situación que amenazaba con volverle loco, aunque no tenía muy
claro cómo hacerlo. No podía alejarse de Rochi sin perder todo cuanto amaba. No
podía quedarse cerca de ella si no quería acabar perdiendo la razón.
Y perdería la razón, esa
misma noche, si no conseguía alejarla de su pensamiento.
Se sobresaltó al escuchar el
sonido del móvil en su bolsillo. Cuando vio el nombre de Luciano parpadeando en
la pequeña pantalla, presintió que no le iban a gustar sus noticias.
La explicación de que Rochi
no tenía cobertura le hizo sonreír. Y mientras el abogado se justificaba, él se
prometió aclarar aquel misterio.
—No te disculpes, Luciano.
De verdad que no me molestas. Mañana, en cuanto la vea, le diré que te llame. Y
si su móvil no tiene cobertura —cosa que dudaba— podrá llamarte desde el mío.
—Gracias, Gaston —exclamó
con alivio—. Hace dos días llamé a Pablo y quedó en que le daría el recado.
Pero entiendo que es un hombre muy ocupado y que pudo olvidarlo. Seguro que
cuando habla con ella tiene cosas más interesantes que decirle.
Pablo. Ése era el nombre del
cabrón al que no le bastaba con su mujer, pensó Gaston, atravesado por una
lanza de celos y de rabia.
Bessolla, ajeno a esos
sentimientos, continuó:
—Dile que los compradores se
impacientan, y yo también.
—¿Compradores? —Gaston se
tensó, apartándose del quicio de la puerta—. ¿Compradores de qué?
El resoplido al otro lado
del teléfono le confirmó lo que pensaba. Pero, por si no le había quedado
claro, Luciano se lo explicó:
—De las propiedades de
Ignacio. Sí, recuerdo que te dije que no estaban en venta, pero tiempo después
de nuestra conversación, la nieta cambió de opinión.
—¿Y por qué no me avisaste
de ese cambio insignificante? —dijo, apretando la mandíbula—. Sabes que yo
quiero todo esto. ¡Dios, Luciano! Lo has sabido siempre.
—Querer no es poder. Tú no
tienes el dinero necesario para comprarlo.
—¡Ése no es tu problema!
—gritó mientras caminaba de un lado a otro de la puerta—. Tú debías haberme
avisado si alguna de las posesiones de Ignacio se ponía en venta. Si para
comprar todo eso poseo fondos, avales, o tengo que robar un puto banco, es cosa
mía.
—Tienes razón —se disculpó
por fin el abogado—. Lo siento. Fui a tiro hecho, donde sabía que había dinero
y ganas de comprar algo como lo que tenemos entre manos.
—¡Tenemos entre manos!
—repitió Gaston, agitando la cabeza—. Entiendo que para Rochi y para ti esto
sólo es dinero. Para mí es mucho más. Así que dime qué valor le habéis puesto a
todo... A todo, excepto a la casa del pueblo —aclaró, consciente de que ni
siquiera de ese modo le resultaría sencillo conseguir la cantidad que
necesitaba.
—Déjame mirarlo y te llamo.
También están los negocios que tenías a medias con el viejo. En ésos tú tienes
preferencia de compra.
—Los venderé —dijo con
franqueza—. Todos, menos la quesería.
—¿Estás seguro? Son negocios
que te proporcionan muchos beneficios.
—Los dos sabemos que no
podré con todo —confesó, observando cómo se humedecía la tierra ante sus ojos—.
Necesitaré ese dinero y todo el que pueda conseguir.
—Disculpa que insista, pero,
¿estás seguro que quieres hacer esto? —preguntó Luciano—. Si te quedas con los
negocios y te olvidas de las tierras y el ganado, podrás vivir como un señor,
ejerciendo tu profesión de veterinario.
—Sé lo que quiero. Además,
se lo prometí a Ignacio.
—De acuerdo. Deja que haga números
y te llamo. Seré sincero y, si aun así decides seguir adelante, te daré un
plazo antes de pasar a atender a otros compradores que sí pueden pagar lo que
les estoy pidiendo.
Cuando colgó el teléfono, Gaston
tuvo que apoyar la frente en la pared para llorar en silencio. Pero no por las
tierras o el ganado por los que al fin podría luchar por conseguirlos, sino por
Rochi.
Porque ya no quería que ella
vendiera y desapareciera de su vida.
Porque volvía a recordarle
al buitre que había llegado a por su parte del festín, pero se había quedado
sobrevolando durante tanto tiempo que al final se llevaría más de lo que le
pertenecía: su paz y su alma.
Mientras tanto, Rochi, con
el cabello recogido en una coleta baja, había cenado una ensalada de endivias
con espárragos trigueros, queso Roncal, maíz crujiente y vinagreta de mostillo
de uva. Era un plato que enamoraba a la vista, pero sobre todo que robaba el
corazón mientras se saboreaba junto a unas tiras de manzana reineta y el sabor
del armañac mezclado con la nata, el queso, la sal y la pimienta.
No tenía ninguna duda de que
esa receta formaría parte de los exclusivos platos de su hotel.
Con la cocina limpia y
recogida, hizo una tisana de menta, la sirvió en una tacita de porcelana y dejó
que se enfriara sobre la mesa, junto al vaso que contenía un pequeño ramito de
liliáceas.
Mientras pasaba un paño
sobre la madera reluciente, le vio entrar, con el cabello y la parca empapados
y con más furia en el rostro que la que le había visto jamás.
—¿Qué pasa? —musitó, asustada.
—Pasa que eres la mujer más interesada y fría que he conocido —respondió Gaston,
sin dejar de avanzar.
—No te entiendo —dijo ella,
incapaz de moverse.
—Yo sí lo entiendo. Ahora sí
que lo entiendo —lanzó Gaston, deteniéndose junto a la mesa y golpeando en ella
con sus nudillos—. Toda esa palabrería de que si te gustaba el puto infierno
verde y que esto te había llegado hasta el alma, era mentira... Tú eres una
mentira.
La tacita con la infusión
tembló sobre el mueble, haciendo tintinear la cucharilla al roce con la
porcelana. Las flores se agitaron a la vez que lo hacía la superficie del agua.
—¡Ya basta, Gaston! —exigió,
retorciendo entre los dedos un extremo del paño—. No me hables de ese modo.
Cálmate y dime qué ocurre.
Rochi no podía entender aquel
cambio. El día anterior la había besado con apasionada ternura, y ahora volvía
a ser el hombre áspero e impertinente que ya había olvidado.
—Llevas aquí siete malditos
meses. ¡Siete! —repitió con ira mientras rodeaba la mesa para avanzar hacia
ella—. Y no has sido capaz de decirme que pensabas venderlo todo.
Medio metro. Apenas les
separaba medio metro cuando él se detuvo, atravesándola con la furia de sus
ojos y sus palabras.
—No entiendo lo que me dices
—dijo Rochi, consternada.
—He hablado con Luciano.
—Deslizó sus dedos crispados sobre su cabello húmedo—. Me ha llamado porque tu
puto amante no te da bien los mensajes.
El rostro de Rochi se
contrajo de dolor y furia. Le pareció ruin que utilizara aquel término para
recordarle que tenía una relación con un hombre casado.
—Haz el favor de salir de mi
casa —ordenó, agarrándose con fuerza al respaldo de la silla—. ¡Lárgate ahora
mismo!
—Será un placer —respondió Gaston,
sosteniéndole la mirada—. Así me evitaré escuchar más mentiras.
Y salió destilando rabia y
orgullo.
Se alejó con paso rápido, en
dirección a la carretera.
Había llegado tan furioso,
con tanta prisa por encararse con ella, que en cuanto el coche se hubo
internado en la finca detuvo el motor y descendió. Había querido pisar tierra,
acercarse con sus propios pasos, empapar su rabia con aquella lluvia nocturna.
Igual que estaba haciendo
ahora, pero caminando en sentido contrario. Con el mismo coraje y las mismas
preguntas sin respuesta.
Entró en el coche y se
sacudió el agua del cabello con las manos.
Ya estaba hecho, pensó. Ya
había llegado, ya la había ofendido, y se iba sin haber hallado alivio para la
angustia que le estaba matando desde que había hablado con Bessolla.
Era un imbécil que iba a
dejarla desaparecer de su vida sin decirle... ¿Sin decirle qué?, se preguntó.
¿Que había perdido la cabeza por ella? ¿Que le gritaba porque era lo único que
podía hacer para calmar el dolor que sentía? ¿Que se había enamorado y que ya
no le importaban ni tierras ni herencias... tan sólo ella?
Ocultó el rostro entre sus
brazos, sobre el volante, y se alegró de que la indignación no le dejara
llorar. Ella no merecía sus lágrimas, ni el nudo que le atenazaba destrozándole
la garganta.
Rochi, en cambio, era un mar
de lloros silenciosos. No entendía lo que acababa de ocurrir. Se repetía que
ella no había ocultado nada pero que, aunque lo hubiera hecho, estaba en su
derecho de decidir lo que deseaba compartir y lo que no.
Suspiró mientras doblaba el
trapo sobre las baldosas de la encimera.
Quería tranquilizarse, tomar
su infusión y acostarse para olvidar a ese hombre que sabía cómo romperle el
corazón.
—Necesito saberlo. —La voz
de Gaston, a su espalda, la sobresaltó—. Necesito saber qué hay de cierto en
todo lo que me ha dicho tu abogado —señaló cuando sólo quería preguntar si
estaba pensando en marcharse.
Rochi se frotó los ojos con
los dedos para eliminar todo rastro de llanto. Estaba dispuesta a demostrarle
que nada de lo que él hiciera la lastimaba.
—Yo le pedí que buscara
compradores —respondió sin moverse.
—¡Así que es cierto!
—exclamó Gaston, extendiendo los brazos con impotencia.
—Si dejas de comportarte
como un prepotente ofendido, tal vez te lo explique —dijo, volviéndose con el
paño bien plegado entre las manos y en los ojos un brillo retador.
—Más que prepotente, soy un
estúpido que ha creído todas tus patrañas. Y más que ofendido, estoy asqueado
de todo esto.
—¡Esto es inaudito!
—exclamó, irritada—. Que tú me estés exigiendo explicaciones es inaudito. Yo no
tengo ninguna obligación de informarte sobre lo que hago o dejo de hacer con lo
que es mío.
—¿Y qué tal un poco de
consideración con quien lleva toda su puta vida dejándose aquí la piel?
—preguntó, apretando los puños.
—Deja de hablarme en ese
tono —ordenó Rochi—. Si vas a seguir faltándome al respeto te puedes ir por
donde has venido.
Gaston la miró durante unos
segundos. Ella tenía las mejillas encendidas, pero esta vez se lo provocaba su
ira. Sus labios formaban la conocida y delgada línea recta y los orificios de
su nariz se convertían en la vía que controlaba la intensidad de su furia. De
nuevo era la Rochi fría y orgullosa. Aquella Rochi que él había odiado; la que
en ese momento necesitaba volver a odiar.
Con un bufido, se quitó la
parca mojada y la arrojó sobre el respaldo de una silla. Después apoyó, de un
golpe seco, las manos en la mesa, haciendo tintinear de nuevo la cucharilla en
el interior la taza, y, tan inconmovible como un juez que escucha para dictar
sentencia, miró a Rochi.
Ella cruzó los brazos sobre
el pecho y alzó la barbilla, como si creyera que esa actitud podría servirle de
escudo.
—Hubo un momento, hace
muchos meses, en el que Pablo y yo decidimos que lo mejor era vender toda mi
herencia. Eso fue tres días antes de que yo viniera aquí.
Gaston la observaba sin
pestañear. Como si estuviera midiendo el grado de verdad que ella ponía en cada
palabra.
—Al principio odié todo esto
—continuó contando Rochi—, pero poco a poco comenzó a gustarme hasta...
—Estás mintiendo
—interrumpió, dolido. Si ella se iba a ir, no quería escucharle decir de nuevo
que ese lugar y sus gentes le habían llegado al alma.
—Si ya te has formado una
opinión y piensas mantenerla a toda costa, estamos perdiendo el tiempo con esta
conversación —dijo, mientras le daba la espalda para pasar el trapo sobre el
reluciente fogón.
Pero sentía la mirada de Gaston
en su nuca, y se le aceleraba el corazón mientras fingía que le traía sin
cuidado si él decidía quedarse o no.
Inspiró con alivio cuando
escuchó de nuevo su voz.
—En el momento en el que te
decidas a vender, si es que lo haces —continuó preguntando Gaston, parado ante
la mesa—, ¿no te va a doler deshacerte de todo lo que tu abuelo te dejó?
—¿Por qué iba a dolerme? Ni
siquiera lo conocí. Lo que he sentido siempre por él no lo llamaría amor
—aseguró sin volverse—. Si estoy dudando en vender, te aseguro que no es porque
quiera conservar viva su memoria.
—Tu abuela te enseñó a
odiarlo —le lanzó Gaston, como un reproche.
—No. Me enseñó a ignorarlo,
porque eso es lo que él merecía.
—Tal vez si conocieras toda
la historia...
—Ya la conozco —interrumpió,
con la mirada perdida en la pared blanca que tenía enfrente—. Tengo las
vivencias de la víctima, que era mi abuela. No necesito más versiones.
—Estás equivocada, Rochi
—insistió como tantas otras veces—. El era un buen hombre.
Ella mostró su fastidio
chasqueando los labios, y arrojó el paño que aún tenía entre las manos.
—No quiero que vuelvas a
hablarme de las dudosas bondades de Ignacio —exigió entre dientes.
—Entonces háblame tú de las
de Lucía —sugirió Gaston, acercándose de nuevo—. Cuéntame de dónde sale tu
rencor hacia tu abuelo.
—Él destrozó la vida y los
sueños de una mujer, joven y hermosa, que podía haberlo tenido todo —dijo,
mientras los recuerdos amenazaban con hacer aflorar sus lágrimas.
—También acabaron los de Ignacio
—musitó Gaston, contemplando la digna rigidez de su espalda.
—Pero él era el responsable.
El único pecado de la abuela fue amarlo, y el precio que pagó fue demasiado
alto. Se quedó sin familia, sin amigos. Tuvo que comenzar desde la nada y con
la responsabilidad de un niño de pocos meses.
—Tal vez si hubiera dejado
que sus padres...
—Lo intentó —respondió con
rapidez—. Buscó su consejo en cuanto descubrió las cartas, pero ellos
pretendieron que fingiera no saber nada y continuara junto a Ignacio. No podían
aceptar que una mujer abandonara a su marido, menos aún si existía un hijo.
Según le dijo su madre, «la obligación de una esposa es sufrir y callar». Que
él no la amara parecía no tener importancia; que tuviera una amante suponía una
ventaja. De ese modo no la requeriría por las noches. —Agitó la cabeza y, en el
movimiento de sus cabellos, sujetos por un estrecho lazo negro, Gaston pudo ver
la intensidad de su rencor—. O sea que, al día siguiente, la abuela tomó sus
cosas y a su hijo y desapareció para siempre.
Se volvió hacia Gaston con
gesto arrogante. Él observó el brillo de dolor en sus ojos y pensó que esa
fuerza y esa dignidad invencible que siempre había mostrado bien podían ser
herencia de Lucía. El orgullo, sin ninguna duda, lo había recibido de su
abuelo.
—Ella encontró trabajo en
una mercería y salió adelante como pudo —siguió contando Rochi—. El resto de la
historia la conoces a medias. La vida le pagó quitándole lo que más quería y
dándole otra niña a quien sacar adelante: yo —dijo, recordando que supo hacer
las veces de abuela, padre y madre—. Ella lo fue todo para mí. ¿Cómo crees que
yo habría podido querer al hombre que le robó la vida y las ilusiones?
—Él fue otra víctima—aseguró
Gaston, mirándola a los ojos—. Y siempre le preocupó Lucía.
—¡No me hagas reír! De
haberle preocupado lo más mínimo, hubiera hecho algo por encontrarla, por
pedirle perdón y traerla a casa. Pero nunca hizo nada.
—Se sentía indigno...
—Lo siento, pero me parece
una disculpa absurda —dijo Rochi a media voz, recordando la soledad en la que
había vivido su abuela.
—Según él, se sentía indigno
porque ni la amaba ni la merecía—respondió Gaston—. Le era infiel cada día, sí,
pero con el pensamiento. Y sabía que seguiría siéndole infiel el resto de sus
días.
—Eso es una tontería
—afirmó, inspirando para aguantar las lágrimas sin que Gaston lo notara—. No se
cometen infidelidades con el pensamiento.
—¿Estás segura? —Recordó los
besos que habían compartido y se preguntó cómo llamaba ella a eso—. Yo creo que
Ignacio tenía razón, porque no hay infidelidad más grande que la que se comete
con el alma. Cuando sólo se trata de sexo, el deseo puede irse con la misma
facilidad con la que llega. Pero cuando alguien se hace dueño de tus
pensamientos y de tu corazón, le estás entregando todo cuanto eres —susurró,
mirando a los ojos que comenzaban a apoderarse de lo poco o mucho que era él.
—¿Tú perdonarías una
infidelidad? —preguntó Rochi, conmovida por sus palabras.
—De cuerpo, sí —respondió Gaston—.
Con mucho dolor y muñéndome de celos, lo superaría. Pero no podría perdonar que
la mujer que amo pensara en otro hombre mientras hace el amor conmigo.
—No creo que ése sea el caso
de Ignacio —dijo, turbada al asumir que aunque ella pertenecía a Pablo, Gaston
ocupaba cada vez más espacio en sus pensamientos—. No te molestes, pero no
quiero escuchar más necedades sobre lo estupendo que era.
—No has escuchado ninguna
porque no me has dejado contar nada —aclaró con la mandíbula tensa.
—Es que no entiendo qué
hacemos hablando de esto. Viniste a pedirme cuentas sobre la venta de mi
herencia. No te debía explicaciones, pero aún así te las he dado. Ya está. Ya
vale.
—¡No vale, Rochi! —afirmó,
furioso—. Yo conozco el «gran pecado» que cometió tu abuelo, y llevo meses
conteniéndome para no decírtelo y cambiar la opinión equivocada que tienes de
él. Me prometí que no me inmiscuiría más en esto y lo cumpliré, pero eso será
después de que te haya explicado algunas cosas.
—¿Y si no me interesan?
—preguntó con impertinencia.
—Insistiré un día tras otro
hasta que me escuches o regreses a Madrid —respondió, desafiándola con la
mirada—. Quiero hablar de Ignacio una última vez. ¿Te supone un sacrificio tan
grande escucharme?
Sonaba a reproche, pero
sobre todo sonaba a dolor. A pesar de su enojo, Rochi hubiera deseado decirle
que oírle hablar era una de las cosas que más le agradaban. En lugar de eso, se
sentó ante la tacita con la infusión mientras comentaba:
—Claro que no. Sólo te pido
que entiendas que si mi abuela lo convirtió en nadie, no voy a ser yo quien
cambie eso.
—Sólo quiero que me escuches
—pidió con malestar—. Jamás volveré a molestarte con este tema —aseguró,
arrastrando una silla para sentarse al otro lado de la mesa. Pensó que debía
dominarse si quería que ella le atendiera hasta el final. Tragó saliva para
suavizar su furia—. Tu abuelo no era un santo. Ninguno lo somos. Pero él se
pasó la vida pagando sus errores. Sobre todo el que cometió con tu abuela.
—¡Eso no fue un error!
—exclamó, incapaz de callarse ante una definición tan benevolente—. ¡Fue una
traición en toda regla!
—No hubo traición —dijo Gaston,
con paciencia—. Al menos no del modo que tú crees.
—Sedujo a la mejor amiga de
su mujer —insistió, girando con suavidad la tacita sobre el plato—. ¿Cómo se le
puede llamar a eso?
Gaston suspiró. Cuando ella
quería ser impertinente, lo era hasta abrumar. Apoyó los brazos en la mesa y
repiqueteó un instante con los dedos sobre la madera.
—Me habló de lo enamorado
que había estado de
Lucía. Tanto que convirtió a
su mejor amiga en su cómplice. Era el mejor modo de acertar con los regalos, de
darle sorpresas... Todas esas cosas que hace alguien cuando se enamora como un
loco. Pero tantos secretos y tanta intimidad no podían acabar bien. Ignacio no
la sedujo, se enamoró de ella sin haberlo buscado.
—¿Y por qué no se apartó,
sin más? —intervino de nuevo Rochi—. Era un hombre casado. Tuvo que sentir lo
que le estaba ocurriendo antes de que fuera tarde.
Gaston se frotó la nuca,
irritado por las continuas interrupciones.
—Ya lo hizo. Se apartó. Y
aún no era un hombre casado cuando se enamoró de Andrea —añadió para que
quedara claro.
—¿Me estás diciendo que
tenían una relación y aun así se casó con la abuela? —preguntó, dolida porque
entonces la crueldad cometida con Lucía pasaba a ser aún más incomprensible.
—No. Deja de juzgarle y
escucha—dijo él, con una infinita paciencia—. Quiso ser sincero con Lucía. Se
citó con ella con la intención de decirle la verdad. Pero ella también llegaba
con una sorpresa: estaba embarazada. Y eso lo cambió todo. Ignacio dejó de ver
a Andrea y se casó con la mujer que le iba a dar un hijo. Según decía, un
hombre no podía hacer otra cosa que cumplir con su obligación.
—Un hombre de verdad no
traiciona —aseguró, mirándole a los ojos.
—Te repito que él no la
traicionó —musitó Gaston, sin apartar los suyos—. Nunca estuvo con Andrea ni
con ninguna otra. Vivió y murió solo.
—¡Por favor! —Rochi se
levantó, más incómoda por aquella mirada intensa que por la increíble
información que escuchaba—. ¿Eso es lo que él te contó? La abuela leyó las cartas.
Eran cartas apasionadas.
—¿Nunca se preguntó por qué
encontró cartas escritas por Ignacio, pero ninguna por Andrea? —dijo Gaston,
apoyando la espalda en el respaldo de la silla.
—¿Qué tiene que ver eso?
—respondió Rochi, desde el borde de la fregadera.
—Tampoco tú lo has pensado
—aseguró, antes de revelar—: Tu abuelo escribió cientos de cartas como
aquéllas, pero jamás envió ninguna. Al parecer, en su mente no cabía la
posibilidad de una relación con Andrea; ni clandestina ni de ninguna otra
naturaleza. Su esposa era Lucía y eso no tenía vuelta atrás.
—¿Y tú le creíste? —dijo con
suspicacia—.Tú eres un hombre. ¿De verdad piensas que se puede vivir toda una
vida sin una mujer?
—Si él me dijo que así fue
como vivió, yo no tenía por qué dudar...
—Pero ahora te estoy
hablando a ti —le interrumpió con aspereza—, porque no puedo fiarme de tu
incondicional fidelidad a Ignacio. ¿Tú podrías pasar el resto de tu vida sin
acostarte con una mujer? —preguntó con más curiosidad de la que quería
aparentar.
Gaston sacudió la cabeza,
sorprendido.
Se mordió la lengua para no
decirle que llevaba meses sin estar con ninguna porque sólo quería poseerla a
ella. Que antes de su llegada no había carecido de momentos apasionados ni de
mujeres dispuestas, pero que a ninguna había deseado con la intensidad y la
crudeza con la que la codiciaba a ella.
—Yo no soy Ignacio —dijo,
evitando responder sobre la naturaleza de sus apetitos—. Todos los hombres no
somos iguales. No tenemos las mismas necesidades.
—Así que tú no podrías pasar
sin una mujer —respondió con gesto de triunfo mientras algo demasiado parecido
a los celos le pellizcaba en el corazón—. Pues estoy segura que él tampoco lo
hizo. —Se sentó de nuevo a la mesa—. Te contó muchas patrañas y tú te las
creíste todas. Y lo peor es que con el tiempo no has entendido que te engañó.
No puedo comprender tanta ceguera.
Ni una puñalada en el
corazón le hubiera dolido tanto. Ella iba directa a su punto sensible, a su
debilidad.
—Eres buena. Lo sabes,
¿verdad? —dijo, apretando los dientes para contener la rabia.
—¿En qué? —preguntó
extrañada y manteniendo la cabeza erguida mientras volvía a girar la tacita.
—En herir —respondió,
levantándose de la silla y tomando su parca húmeda. «En despertar demonios
dormidos», añadió para sí mismo mientras se giraba en dirección a la salida.
—¿Te vas? —preguntó,
confundida al ver que le daba la espalda.
—Esta conversación no tiene
ningún sentido —dijo, volviéndose a mirarla.
—¿O sea, que ya hemos
terminado con la historia? —le interrogó, con una sonrisa mezcla de cinismo y
decepción—. Espero que cumplas y no vuelvas a hablarme de Ignacio —concluyó,
sin saber qué otra cosa decir.
—Hay mucho que contar sobre
él, pero da igual lo que escuches. Está claro que te has propuesto no cambiar
de opinión.
—El daño que él hizo no se
puede reparar —musitó con pena mientras se dejaba caer sobre el respaldo—. Yo
no puedo olvidar eso.
Gaston caminó despacio hacia
la salida estrujando con fuerza su parca para no acabar gritándole que era una
niña estúpida y malcriada sin ningún derecho a juzgar a Ignacio. Nadie tenía
ese derecho. Tampoco él, aunque a veces dejara que la duda le aguijoneara el
alma.
Se detuvo bajo el arco,
carraspeó, cambiando la parca a la otra mano, y se volvió para mirar a Rochi
con el mismo aire resentido.
—Si yo amara a una mujer de
la forma en la que tu abuelo amaba a Andrea, no querría estar con ninguna otra
—dijo, sintiendo que se aplacaba su rabia—. Puede parecerte melodramático,
hasta es posible que yo sea un enfermo, pero la tortura de desear a la mujer
que amara no querría desfogarla con nadie que no fuera ella, y encontraría más
placer en ese fuego insatisfecho que me fuera matando poco a poco, que en el
desahogo con alguien por quien no sintiera nada —suspiró con gesto cansado—,
porque eso sí acabaría con mi alma de un solo golpe.
No quiso mirarla de nuevo.
Se iba más herido de lo que había llegado, más solo, más confundido y con el
fantasma de la duda sobre Ignacio clavada de nuevo en su corazón.
Rochi se quedó inmóvil hasta
que escuchó que se cerraba la puerta de la borda. Apartó la tacita, apoyó los
brazos sobre la mesa y se derrumbó sobre ellos.
Su entereza y su rabia
habían desaparecido. En su lugar sólo le quedaba la confusión que le habían
dejado las últimas palabras de Gaston. Había dolor en sus ojos cuando las dijo.
Y, aunque suponía que aquello había sido la explicación de que su abuelo bien
podía haber vivido sin más mujer que el recuerdo de Andrea, tenía la sensación
de que su declaración contenía mucho más. «¿Pero qué más?», se preguntaba
mientras se decía que quería para ella una fidelidad como esa que Gaston estaba
dispuesto a conceder a la mujer de su vida; un amor como ese que juraba que
sentiría; un hombre como él, que era capaz de amar y sufrir con la misma
conmovedora intensidad. adaptacion

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