domingo, 24 de marzo de 2013

entre sueños, capitulo 17


En la ciudad, Luciano Bessolla se impacientaba.
No recibía la llamaba de Rochi y no le parecía correcto volver a molestar a Pablo. Pero quería terminar cuanto antes con aquel asunto, vender a buen precio y llevarse una jugosa comisión.
En Roncal, al día siguiente del confuso encuentro bajo la lluvia, fueron Rochi y Gaston los que se evitaron de nuevo el uno al otro. Era igualmente sencillo esquivarse que fingir un encuentro, y, ese día, les resultaba más tranquilizador evitar mirarse a los ojos.
Ya por la noche, Gaston cenó con sus padres, o al menos se sentó con ellos a la mesa, pues apenas probó bocado ni participó de modo activo en la conversación.
Aún tenía el cuerpo lleno de sensaciones y el alma cargada de inquietudes. Porque ella parecía corresponderle, a ratos. Porque parecía que se quedaría en Roncal, a ratos. Porque, a ratos, él ansiaba no haber dejado de odiarla.
Tras la cena, y para evitar preguntas incómodas sobre su aire ausente, bajó a la leñera, abrió de par en par la puerta que daba al huerto y apoyó un hombro contra el grueso marco de madera.
La noche era cálida y una fina lluvia comenzaba a caer sobre la tierra labrada y las verduras que formaban el tesoro de su madre.
Necesitaba pensar, solucionar la situación que amenazaba con volverle loco, aunque no tenía muy claro cómo hacerlo. No podía alejarse de Rochi sin perder todo cuanto amaba. No podía quedarse cerca de ella si no quería acabar perdiendo la razón.
Y perdería la razón, esa misma noche, si no conseguía alejarla de su pensamiento.
Se sobresaltó al escuchar el sonido del móvil en su bolsillo. Cuando vio el nombre de Luciano parpadeando en la pequeña pantalla, presintió que no le iban a gustar sus noticias.
La explicación de que Rochi no tenía cobertura le hizo sonreír. Y mientras el abogado se justificaba, él se prometió aclarar aquel misterio.
—No te disculpes, Luciano. De verdad que no me molestas. Mañana, en cuanto la vea, le diré que te llame. Y si su móvil no tiene cobertura —cosa que dudaba— podrá llamarte desde el mío.
—Gracias, Gaston —exclamó con alivio—. Hace dos días llamé a Pablo y quedó en que le daría el recado. Pero entiendo que es un hombre muy ocupado y que pudo olvidarlo. Seguro que cuando habla con ella tiene cosas más interesantes que decirle.
Pablo. Ése era el nombre del cabrón al que no le bastaba con su mujer, pensó Gaston, atravesado por una lanza de celos y de rabia.
Bessolla, ajeno a esos sentimientos, continuó:
—Dile que los compradores se impacientan, y yo también.
—¿Compradores? —Gaston se tensó, apartándose del quicio de la puerta—. ¿Compradores de qué?
El resoplido al otro lado del teléfono le confirmó lo que pensaba. Pero, por si no le había quedado claro, Luciano se lo explicó:
—De las propiedades de Ignacio. Sí, recuerdo que te dije que no estaban en venta, pero tiempo después de nuestra conversación, la nieta cambió de opinión.
—¿Y por qué no me avisaste de ese cambio insignificante? —dijo, apretando la mandíbula—. Sabes que yo quiero todo esto. ¡Dios, Luciano! Lo has sabido siempre.
—Querer no es poder. Tú no tienes el dinero necesario para comprarlo.
—¡Ése no es tu problema! —gritó mientras caminaba de un lado a otro de la puerta—. Tú debías haberme avisado si alguna de las posesiones de Ignacio se ponía en venta. Si para comprar todo eso poseo fondos, avales, o tengo que robar un puto banco, es cosa mía.
—Tienes razón —se disculpó por fin el abogado—. Lo siento. Fui a tiro hecho, donde sabía que había dinero y ganas de comprar algo como lo que tenemos entre manos.
—¡Tenemos entre manos! —repitió Gaston, agitando la cabeza—. Entiendo que para Rochi y para ti esto sólo es dinero. Para mí es mucho más. Así que dime qué valor le habéis puesto a todo... A todo, excepto a la casa del pueblo —aclaró, consciente de que ni siquiera de ese modo le resultaría sencillo conseguir la cantidad que necesitaba.
—Déjame mirarlo y te llamo. También están los negocios que tenías a medias con el viejo. En ésos tú tienes preferencia de compra.
—Los venderé —dijo con franqueza—. Todos, menos la quesería.
—¿Estás seguro? Son negocios que te proporcionan muchos beneficios.
—Los dos sabemos que no podré con todo —confesó, observando cómo se humedecía la tierra ante sus ojos—. Necesitaré ese dinero y todo el que pueda conseguir.
—Disculpa que insista, pero, ¿estás seguro que quieres hacer esto? —preguntó Luciano—. Si te quedas con los negocios y te olvidas de las tierras y el ganado, podrás vivir como un señor, ejerciendo tu profesión de veterinario.
—Sé lo que quiero. Además, se lo prometí a Ignacio.
—De acuerdo. Deja que haga números y te llamo. Seré sincero y, si aun así decides seguir adelante, te daré un plazo antes de pasar a atender a otros compradores que sí pueden pagar lo que les estoy pidiendo.
Cuando colgó el teléfono, Gaston tuvo que apoyar la frente en la pared para llorar en silencio. Pero no por las tierras o el ganado por los que al fin podría luchar por conseguirlos, sino por Rochi.
Porque ya no quería que ella vendiera y desapareciera de su vida.
Porque volvía a recordarle al buitre que había llegado a por su parte del festín, pero se había quedado sobrevolando durante tanto tiempo que al final se llevaría más de lo que le pertenecía: su paz y su alma.


Mientras tanto, Rochi, con el cabello recogido en una coleta baja, había cenado una ensalada de endivias con espárragos trigueros, queso Roncal, maíz crujiente y vinagreta de mostillo de uva. Era un plato que enamoraba a la vista, pero sobre todo que robaba el corazón mientras se saboreaba junto a unas tiras de manzana reineta y el sabor del armañac mezclado con la nata, el queso, la sal y la pimienta.
No tenía ninguna duda de que esa receta formaría parte de los exclusivos platos de su hotel.
Con la cocina limpia y recogida, hizo una tisana de menta, la sirvió en una tacita de porcelana y dejó que se enfriara sobre la mesa, junto al vaso que contenía un pequeño ramito de liliáceas.
Mientras pasaba un paño sobre la madera reluciente, le vio entrar, con el cabello y la parca empapados y con más furia en el rostro que la que le había visto jamás.
—¿Qué pasa? —musitó, asustada. —Pasa que eres la mujer más interesada y fría que he conocido —respondió Gaston, sin dejar de avanzar.
—No te entiendo —dijo ella, incapaz de moverse.
—Yo sí lo entiendo. Ahora sí que lo entiendo —lanzó Gaston, deteniéndose junto a la mesa y golpeando en ella con sus nudillos—. Toda esa palabrería de que si te gustaba el puto infierno verde y que esto te había llegado hasta el alma, era mentira... Tú eres una mentira.
La tacita con la infusión tembló sobre el mueble, haciendo tintinear la cucharilla al roce con la porcelana. Las flores se agitaron a la vez que lo hacía la superficie del agua.
—¡Ya basta, Gaston! —exigió, retorciendo entre los dedos un extremo del paño—. No me hables de ese modo. Cálmate y dime qué ocurre.
Rochi no podía entender aquel cambio. El día anterior la había besado con apasionada ternura, y ahora volvía a ser el hombre áspero e impertinente que ya había olvidado.
—Llevas aquí siete malditos meses. ¡Siete! —repitió con ira mientras rodeaba la mesa para avanzar hacia ella—. Y no has sido capaz de decirme que pensabas venderlo todo.
Medio metro. Apenas les separaba medio metro cuando él se detuvo, atravesándola con la furia de sus ojos y sus palabras.
—No entiendo lo que me dices —dijo Rochi, consternada.
—He hablado con Luciano. —Deslizó sus dedos crispados sobre su cabello húmedo—. Me ha llamado porque tu puto amante no te da bien los mensajes.
El rostro de Rochi se contrajo de dolor y furia. Le pareció ruin que utilizara aquel término para recordarle que tenía una relación con un hombre casado.
—Haz el favor de salir de mi casa —ordenó, agarrándose con fuerza al respaldo de la silla—. ¡Lárgate ahora mismo!
—Será un placer —respondió Gaston, sosteniéndole la mirada—. Así me evitaré escuchar más mentiras.
Y salió destilando rabia y orgullo.
Se alejó con paso rápido, en dirección a la carretera.
Había llegado tan furioso, con tanta prisa por encararse con ella, que en cuanto el coche se hubo internado en la finca detuvo el motor y descendió. Había querido pisar tierra, acercarse con sus propios pasos, empapar su rabia con aquella lluvia nocturna.
Igual que estaba haciendo ahora, pero caminando en sentido contrario. Con el mismo coraje y las mismas preguntas sin respuesta.
Entró en el coche y se sacudió el agua del cabello con las manos.
Ya estaba hecho, pensó. Ya había llegado, ya la había ofendido, y se iba sin haber hallado alivio para la angustia que le estaba matando desde que había hablado con Bessolla.
Era un imbécil que iba a dejarla desaparecer de su vida sin decirle... ¿Sin decirle qué?, se preguntó. ¿Que había perdido la cabeza por ella? ¿Que le gritaba porque era lo único que podía hacer para calmar el dolor que sentía? ¿Que se había enamorado y que ya no le importaban ni tierras ni herencias... tan sólo ella?
Ocultó el rostro entre sus brazos, sobre el volante, y se alegró de que la indignación no le dejara llorar. Ella no merecía sus lágrimas, ni el nudo que le atenazaba destrozándole la garganta.
Rochi, en cambio, era un mar de lloros silenciosos. No entendía lo que acababa de ocurrir. Se repetía que ella no había ocultado nada pero que, aunque lo hubiera hecho, estaba en su derecho de decidir lo que deseaba compartir y lo que no.
Suspiró mientras doblaba el trapo sobre las baldosas de la encimera.
Quería tranquilizarse, tomar su infusión y acostarse para olvidar a ese hombre que sabía cómo romperle el corazón.
—Necesito saberlo. —La voz de Gaston, a su espalda, la sobresaltó—. Necesito saber qué hay de cierto en todo lo que me ha dicho tu abogado —señaló cuando sólo quería preguntar si estaba pensando en marcharse.
Rochi se frotó los ojos con los dedos para eliminar todo rastro de llanto. Estaba dispuesta a demostrarle que nada de lo que él hiciera la lastimaba.
—Yo le pedí que buscara compradores —respondió sin moverse.
—¡Así que es cierto! —exclamó Gaston, extendiendo los brazos con impotencia.
—Si dejas de comportarte como un prepotente ofendido, tal vez te lo explique —dijo, volviéndose con el paño bien plegado entre las manos y en los ojos un brillo retador.
—Más que prepotente, soy un estúpido que ha creído todas tus patrañas. Y más que ofendido, estoy asqueado de todo esto.
—¡Esto es inaudito! —exclamó, irritada—. Que tú me estés exigiendo explicaciones es inaudito. Yo no tengo ninguna obligación de informarte sobre lo que hago o dejo de hacer con lo que es mío.
—¿Y qué tal un poco de consideración con quien lleva toda su puta vida dejándose aquí la piel? —preguntó, apretando los puños.
—Deja de hablarme en ese tono —ordenó Rochi—. Si vas a seguir faltándome al respeto te puedes ir por donde has venido.
Gaston la miró durante unos segundos. Ella tenía las mejillas encendidas, pero esta vez se lo provocaba su ira. Sus labios formaban la conocida y delgada línea recta y los orificios de su nariz se convertían en la vía que controlaba la intensidad de su furia. De nuevo era la Rochi fría y orgullosa. Aquella Rochi que él había odiado; la que en ese momento necesitaba volver a odiar.
Con un bufido, se quitó la parca mojada y la arrojó sobre el respaldo de una silla. Después apoyó, de un golpe seco, las manos en la mesa, haciendo tintinear de nuevo la cucharilla en el interior la taza, y, tan inconmovible como un juez que escucha para dictar sentencia, miró a Rochi.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la barbilla, como si creyera que esa actitud podría servirle de escudo.
—Hubo un momento, hace muchos meses, en el que Pablo y yo decidimos que lo mejor era vender toda mi herencia. Eso fue tres días antes de que yo viniera aquí.
Gaston la observaba sin pestañear. Como si estuviera midiendo el grado de verdad que ella ponía en cada palabra.
—Al principio odié todo esto —continuó contando Rochi—, pero poco a poco comenzó a gustarme hasta...
—Estás mintiendo —interrumpió, dolido. Si ella se iba a ir, no quería escucharle decir de nuevo que ese lugar y sus gentes le habían llegado al alma.
—Si ya te has formado una opinión y piensas mantenerla a toda costa, estamos perdiendo el tiempo con esta conversación —dijo, mientras le daba la espalda para pasar el trapo sobre el reluciente fogón.
Pero sentía la mirada de Gaston en su nuca, y se le aceleraba el corazón mientras fingía que le traía sin cuidado si él decidía quedarse o no.
Inspiró con alivio cuando escuchó de nuevo su voz.
—En el momento en el que te decidas a vender, si es que lo haces —continuó preguntando Gaston, parado ante la mesa—, ¿no te va a doler deshacerte de todo lo que tu abuelo te dejó?
—¿Por qué iba a dolerme? Ni siquiera lo conocí. Lo que he sentido siempre por él no lo llamaría amor —aseguró sin volverse—. Si estoy dudando en vender, te aseguro que no es porque quiera conservar viva su memoria.
—Tu abuela te enseñó a odiarlo —le lanzó Gaston, como un reproche.
—No. Me enseñó a ignorarlo, porque eso es lo que él merecía.
—Tal vez si conocieras toda la historia...
—Ya la conozco —interrumpió, con la mirada perdida en la pared blanca que tenía enfrente—. Tengo las vivencias de la víctima, que era mi abuela. No necesito más versiones.
—Estás equivocada, Rochi —insistió como tantas otras veces—. El era un buen hombre.
Ella mostró su fastidio chasqueando los labios, y arrojó el paño que aún tenía entre las manos.
—No quiero que vuelvas a hablarme de las dudosas bondades de Ignacio —exigió entre dientes.
—Entonces háblame tú de las de Lucía —sugirió Gaston, acercándose de nuevo—. Cuéntame de dónde sale tu rencor hacia tu abuelo.
—Él destrozó la vida y los sueños de una mujer, joven y hermosa, que podía haberlo tenido todo —dijo, mientras los recuerdos amenazaban con hacer aflorar sus lágrimas.
—También acabaron los de Ignacio —musitó Gaston, contemplando la digna rigidez de su espalda.
—Pero él era el responsable. El único pecado de la abuela fue amarlo, y el precio que pagó fue demasiado alto. Se quedó sin familia, sin amigos. Tuvo que comenzar desde la nada y con la responsabilidad de un niño de pocos meses.
—Tal vez si hubiera dejado que sus padres...
—Lo intentó —respondió con rapidez—. Buscó su consejo en cuanto descubrió las cartas, pero ellos pretendieron que fingiera no saber nada y continuara junto a Ignacio. No podían aceptar que una mujer abandonara a su marido, menos aún si existía un hijo. Según le dijo su madre, «la obligación de una esposa es sufrir y callar». Que él no la amara parecía no tener importancia; que tuviera una amante suponía una ventaja. De ese modo no la requeriría por las noches. —Agitó la cabeza y, en el movimiento de sus cabellos, sujetos por un estrecho lazo negro, Gaston pudo ver la intensidad de su rencor—. O sea que, al día siguiente, la abuela tomó sus cosas y a su hijo y desapareció para siempre.
Se volvió hacia Gaston con gesto arrogante. Él observó el brillo de dolor en sus ojos y pensó que esa fuerza y esa dignidad invencible que siempre había mostrado bien podían ser herencia de Lucía. El orgullo, sin ninguna duda, lo había recibido de su abuelo.
—Ella encontró trabajo en una mercería y salió adelante como pudo —siguió contando Rochi—. El resto de la historia la conoces a medias. La vida le pagó quitándole lo que más quería y dándole otra niña a quien sacar adelante: yo —dijo, recordando que supo hacer las veces de abuela, padre y madre—. Ella lo fue todo para mí. ¿Cómo crees que yo habría podido querer al hombre que le robó la vida y las ilusiones?
—Él fue otra víctima—aseguró Gaston, mirándola a los ojos—. Y siempre le preocupó Lucía.
—¡No me hagas reír! De haberle preocupado lo más mínimo, hubiera hecho algo por encontrarla, por pedirle perdón y traerla a casa. Pero nunca hizo nada.
—Se sentía indigno...
—Lo siento, pero me parece una disculpa absurda —dijo Rochi a media voz, recordando la soledad en la que había vivido su abuela.
—Según él, se sentía indigno porque ni la amaba ni la merecía—respondió Gaston—. Le era infiel cada día, sí, pero con el pensamiento. Y sabía que seguiría siéndole infiel el resto de sus días.
—Eso es una tontería —afirmó, inspirando para aguantar las lágrimas sin que Gaston lo notara—. No se cometen infidelidades con el pensamiento.
—¿Estás segura? —Recordó los besos que habían compartido y se preguntó cómo llamaba ella a eso—. Yo creo que Ignacio tenía razón, porque no hay infidelidad más grande que la que se comete con el alma. Cuando sólo se trata de sexo, el deseo puede irse con la misma facilidad con la que llega. Pero cuando alguien se hace dueño de tus pensamientos y de tu corazón, le estás entregando todo cuanto eres —susurró, mirando a los ojos que comenzaban a apoderarse de lo poco o mucho que era él.
—¿Tú perdonarías una infidelidad? —preguntó Rochi, conmovida por sus palabras.
—De cuerpo, sí —respondió Gaston—. Con mucho dolor y muñéndome de celos, lo superaría. Pero no podría perdonar que la mujer que amo pensara en otro hombre mientras hace el amor conmigo.
—No creo que ése sea el caso de Ignacio —dijo, turbada al asumir que aunque ella pertenecía a Pablo, Gaston ocupaba cada vez más espacio en sus pensamientos—. No te molestes, pero no quiero escuchar más necedades sobre lo estupendo que era.
—No has escuchado ninguna porque no me has dejado contar nada —aclaró con la mandíbula tensa.
—Es que no entiendo qué hacemos hablando de esto. Viniste a pedirme cuentas sobre la venta de mi herencia. No te debía explicaciones, pero aún así te las he dado. Ya está. Ya vale.
—¡No vale, Rochi! —afirmó, furioso—. Yo conozco el «gran pecado» que cometió tu abuelo, y llevo meses conteniéndome para no decírtelo y cambiar la opinión equivocada que tienes de él. Me prometí que no me inmiscuiría más en esto y lo cumpliré, pero eso será después de que te haya explicado algunas cosas.
—¿Y si no me interesan? —preguntó con impertinencia.
—Insistiré un día tras otro hasta que me escuches o regreses a Madrid —respondió, desafiándola con la mirada—. Quiero hablar de Ignacio una última vez. ¿Te supone un sacrificio tan grande escucharme?
Sonaba a reproche, pero sobre todo sonaba a dolor. A pesar de su enojo, Rochi hubiera deseado decirle que oírle hablar era una de las cosas que más le agradaban. En lugar de eso, se sentó ante la tacita con la infusión mientras comentaba:
—Claro que no. Sólo te pido que entiendas que si mi abuela lo convirtió en nadie, no voy a ser yo quien cambie eso.
—Sólo quiero que me escuches —pidió con malestar—. Jamás volveré a molestarte con este tema —aseguró, arrastrando una silla para sentarse al otro lado de la mesa. Pensó que debía dominarse si quería que ella le atendiera hasta el final. Tragó saliva para suavizar su furia—. Tu abuelo no era un santo. Ninguno lo somos. Pero él se pasó la vida pagando sus errores. Sobre todo el que cometió con tu abuela.
—¡Eso no fue un error! —exclamó, incapaz de callarse ante una definición tan benevolente—. ¡Fue una traición en toda regla!
—No hubo traición —dijo Gaston, con paciencia—. Al menos no del modo que tú crees.
—Sedujo a la mejor amiga de su mujer —insistió, girando con suavidad la tacita sobre el plato—. ¿Cómo se le puede llamar a eso?
Gaston suspiró. Cuando ella quería ser impertinente, lo era hasta abrumar. Apoyó los brazos en la mesa y repiqueteó un instante con los dedos sobre la madera.
—Me habló de lo enamorado que había estado de
Lucía. Tanto que convirtió a su mejor amiga en su cómplice. Era el mejor modo de acertar con los regalos, de darle sorpresas... Todas esas cosas que hace alguien cuando se enamora como un loco. Pero tantos secretos y tanta intimidad no podían acabar bien. Ignacio no la sedujo, se enamoró de ella sin haberlo buscado.
—¿Y por qué no se apartó, sin más? —intervino de nuevo Rochi—. Era un hombre casado. Tuvo que sentir lo que le estaba ocurriendo antes de que fuera tarde.
Gaston se frotó la nuca, irritado por las continuas interrupciones.
—Ya lo hizo. Se apartó. Y aún no era un hombre casado cuando se enamoró de Andrea —añadió para que quedara claro.
—¿Me estás diciendo que tenían una relación y aun así se casó con la abuela? —preguntó, dolida porque entonces la crueldad cometida con Lucía pasaba a ser aún más incomprensible.
—No. Deja de juzgarle y escucha—dijo él, con una infinita paciencia—. Quiso ser sincero con Lucía. Se citó con ella con la intención de decirle la verdad. Pero ella también llegaba con una sorpresa: estaba embarazada. Y eso lo cambió todo. Ignacio dejó de ver a Andrea y se casó con la mujer que le iba a dar un hijo. Según decía, un hombre no podía hacer otra cosa que cumplir con su obligación.
—Un hombre de verdad no traiciona —aseguró, mirándole a los ojos.
—Te repito que él no la traicionó —musitó Gaston, sin apartar los suyos—. Nunca estuvo con Andrea ni con ninguna otra. Vivió y murió solo.
—¡Por favor! —Rochi se levantó, más incómoda por aquella mirada intensa que por la increíble información que escuchaba—. ¿Eso es lo que él te contó? La abuela leyó las cartas. Eran cartas apasionadas.
—¿Nunca se preguntó por qué encontró cartas escritas por Ignacio, pero ninguna por Andrea? —dijo Gaston, apoyando la espalda en el respaldo de la silla.
—¿Qué tiene que ver eso? —respondió Rochi, desde el borde de la fregadera.
—Tampoco tú lo has pensado —aseguró, antes de revelar—: Tu abuelo escribió cientos de cartas como aquéllas, pero jamás envió ninguna. Al parecer, en su mente no cabía la posibilidad de una relación con Andrea; ni clandestina ni de ninguna otra naturaleza. Su esposa era Lucía y eso no tenía vuelta atrás.
—¿Y tú le creíste? —dijo con suspicacia—.Tú eres un hombre. ¿De verdad piensas que se puede vivir toda una vida sin una mujer?
—Si él me dijo que así fue como vivió, yo no tenía por qué dudar...
—Pero ahora te estoy hablando a ti —le interrumpió con aspereza—, porque no puedo fiarme de tu incondicional fidelidad a Ignacio. ¿Tú podrías pasar el resto de tu vida sin acostarte con una mujer? —preguntó con más curiosidad de la que quería aparentar.
Gaston sacudió la cabeza, sorprendido.
Se mordió la lengua para no decirle que llevaba meses sin estar con ninguna porque sólo quería poseerla a ella. Que antes de su llegada no había carecido de momentos apasionados ni de mujeres dispuestas, pero que a ninguna había deseado con la intensidad y la crudeza con la que la codiciaba a ella.
—Yo no soy Ignacio —dijo, evitando responder sobre la naturaleza de sus apetitos—. Todos los hombres no somos iguales. No tenemos las mismas necesidades.
—Así que tú no podrías pasar sin una mujer —respondió con gesto de triunfo mientras algo demasiado parecido a los celos le pellizcaba en el corazón—. Pues estoy segura que él tampoco lo hizo. —Se sentó de nuevo a la mesa—. Te contó muchas patrañas y tú te las creíste todas. Y lo peor es que con el tiempo no has entendido que te engañó. No puedo comprender tanta ceguera.
Ni una puñalada en el corazón le hubiera dolido tanto. Ella iba directa a su punto sensible, a su debilidad.
—Eres buena. Lo sabes, ¿verdad? —dijo, apretando los dientes para contener la rabia.
—¿En qué? —preguntó extrañada y manteniendo la cabeza erguida mientras volvía a girar la tacita.
—En herir —respondió, levantándose de la silla y tomando su parca húmeda. «En despertar demonios dormidos», añadió para sí mismo mientras se giraba en dirección a la salida.
—¿Te vas? —preguntó, confundida al ver que le daba la espalda.
—Esta conversación no tiene ningún sentido —dijo, volviéndose a mirarla.
—¿O sea, que ya hemos terminado con la historia? —le interrogó, con una sonrisa mezcla de cinismo y decepción—. Espero que cumplas y no vuelvas a hablarme de Ignacio —concluyó, sin saber qué otra cosa decir.
—Hay mucho que contar sobre él, pero da igual lo que escuches. Está claro que te has propuesto no cambiar de opinión.
—El daño que él hizo no se puede reparar —musitó con pena mientras se dejaba caer sobre el respaldo—. Yo no puedo olvidar eso.
Gaston caminó despacio hacia la salida estrujando con fuerza su parca para no acabar gritándole que era una niña estúpida y malcriada sin ningún derecho a juzgar a Ignacio. Nadie tenía ese derecho. Tampoco él, aunque a veces dejara que la duda le aguijoneara el alma.
Se detuvo bajo el arco, carraspeó, cambiando la parca a la otra mano, y se volvió para mirar a Rochi con el mismo aire resentido.
—Si yo amara a una mujer de la forma en la que tu abuelo amaba a Andrea, no querría estar con ninguna otra —dijo, sintiendo que se aplacaba su rabia—. Puede parecerte melodramático, hasta es posible que yo sea un enfermo, pero la tortura de desear a la mujer que amara no querría desfogarla con nadie que no fuera ella, y encontraría más placer en ese fuego insatisfecho que me fuera matando poco a poco, que en el desahogo con alguien por quien no sintiera nada —suspiró con gesto cansado—, porque eso sí acabaría con mi alma de un solo golpe.
No quiso mirarla de nuevo. Se iba más herido de lo que había llegado, más solo, más confundido y con el fantasma de la duda sobre Ignacio clavada de nuevo en su corazón.
Rochi se quedó inmóvil hasta que escuchó que se cerraba la puerta de la borda. Apartó la tacita, apoyó los brazos sobre la mesa y se derrumbó sobre ellos.
Su entereza y su rabia habían desaparecido. En su lugar sólo le quedaba la confusión que le habían dejado las últimas palabras de Gaston. Había dolor en sus ojos cuando las dijo. Y, aunque suponía que aquello había sido la explicación de que su abuelo bien podía haber vivido sin más mujer que el recuerdo de Andrea, tenía la sensación de que su declaración contenía mucho más. «¿Pero qué más?», se preguntaba mientras se decía que quería para ella una fidelidad como esa que Gaston estaba dispuesto a conceder a la mujer de su vida; un amor como ese que juraba que sentiría; un hombre como él, que era capaz de amar y sufrir con la misma conmovedora intensidad. adaptacion 

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