domingo, 7 de abril de 2013

Donde siempre es otoño capitulo 21


CAPÍTULO 21
La vida que inventé para ti
La ciudad amaneció bajo un cielo despejado y una suave brisa con olor a septiembre. Rocio extendió los brazos y respiró hondo al salir a la terraza y, junto al aroma a flores, le llegó también el del café recién hecho y el del pan tostado.
Se acercó a la mesa, donde Pablo la aguardaba leyendo el periódico, y se sentó a su izquierda.
—¿Preparado para otra larga y dura jornada? —preguntó, al tiempo que él doblaba el periódico y lo dejaba sobre el mantel.
—Será agradable. Estoy ansioso por leer ese discurso, aunque no tengo ninguna duda de que colmará mis expectativas.
—Tal vez deberías haberle citado en el despacho oficial.
—Él prefirió que trabajáramos en casa y puede que tenga razón y nos venga bien hacer esto en un ambiente familiar y distendido.
Rocio desplegó con lentitud la servilleta, dándose tiempo para pensar. Descubrir que era Gaston quien había pedido que se vieran en casa la inquietó.
—Llamaré a alguna amiga y pasaré el día fuera para no molestaros.
—No. No, pequeña, no —se apresuró a decir Pablo—. Todo lo contrario. Si tú estás de acuerdo, me encantaría que hicieras de maravillosa anfitriona. Es la primera vez que viene a casa y quiero que le causemos buena impresión. Ya sabes que persigo tenerlo en mi equipo.
—¿Y utilizarás cualquier cosa para convencerlo? —preguntó, fingiendo bromear.
—Sabes que acostumbro a conseguir lo que quiero. —Sonrió, seguro de que volvería a lograrlo esa vez.
—Seré una perfecta anfitriona si eso puede ayudarte —prometió, mientras con aire ausente extendía mantequilla sobre una rebanada de pan blanco.
—Gracias, pequeña mía. No esperaba menos de ti. —Durante unos segundos, le acarició la mano sobre la mesa. Después, tomó con los dedos una tostada cubierta de mermelada y le dio un mordisco—. Eugenia también estará por aquí, por si necesitamos datos o cualquier cosa que incluir en el discurso.
Cuantas más personas hubiera, menos oportunidades de encontrarse a solas con Gaston tendría, pensó, segura de que eso era lo que quería y segura también de que eso no era lo que su alma necesitaba.
—¿Compartirá con vosotros el despacho?
—No quiero interferencias —dijo Pablo—. Voy a ordenar que le preparen una zona en el salón azul, con un ordenador y todo lo que pueda necesitar para hacer su trabajo y conseguir cualquier dato que yo le pida. Por cierto —dijo, reprimiendo una sonrisa—, me ha dicho algo de que el día amenaza lluvia. Si la predicción se cumple, te ruego que no salgas al jardín a empaparte. No me gustaría que Dalmau pensara que somos una pareja de locos inconscientes.
Se recordó calada hasta los huesos junto al edificio del acuario, y a él pegado a su espalda, tan mojado como ella, rozándole el cuello con los labios húmedos y atándola por la cintura con sus brazos. Si entonces no pensó que era una chiflada de la que debía apartarse, ya no lo pensaría nunca.
—Tú siempre calculándolo todo —bromeó, para apaciguarse la emoción—. Yo me ocuparé de huir del influjo que provoca en mí la lluvia y tú cuida de que el discurso sea tan bueno como esperas. —Sujetó entre las manos la taza de café y se la acercó a los labios—. Aunque estoy segura de que lo será.
Estaba segura, sí, y no por el hecho de haber leído sus novelas, como daba por hecho Pablo. Estaba segura porque conocía la sensibilidad y a la vez la pasión que Gaston derrochaba en todo lo que hacía, incluso cuando su única intención fuera seducir a una de las muchas mujeres a las que abandonaba después.
—¡Me gusta! —exclamó Pablo, contemplando el texto que acababa de leer para sí—. Me gusta mucho. Has captado a la perfección lo que quiero transmitir y lo has hecho como esperaba que lo hicieras: con frases que llegan directas al corazón y que además llegan para quedarse.
Gaston se enderezó en el asiento. Durante la casi media hora que el senador había
tardado en leer el discurso, él había estado ausente, recordando el modo fríamente cortés con que lo había recibido Rocio. Y le dolía. Inexplicablemente, le dolía. No como otras veces. No con el tormento que le causó su gran mentira. Le dolía de otro modo menos abrupto, menos letal, tal vez porque, de haber estado él en su lugar, hubiera actuado con la misma gélida indiferencia. Estaba en su hogar, desafiándola de nuevo. Pero a pesar de saberse responsable de su actitud, no obtener de ella ni una simple mirada lo hería.
—Espero que tenga razón, senador —dijo, incómodo por estar sentado frente a él y con el pensamiento puesto en su esposa—. Nunca he hablado o escrito para una multitud.
—Te leen millones de lectores.
—No es lo mismo —contestó, negando con la cabeza—. Así que, vamos a asegurarnos de que mejoramos todo lo humanamente mejorable. —Sonrió mientras tomaba entre los dedos una copia del texto.
—Hay frases intocables —aseguró Pablo igual que si defendiera algo escrito por sí mismo—. Como las de este párrafo: «Tenemos derecho a soñar y tenemos derecho a lograr esos sueños. Nuestro gobierno debe garantizar las oportunidades a cada persona dispuesto a trabajar para conseguirlo, y no sólo a aquellos que más dinero e influencia tienen.» Me parece grandioso. Tiene mucha fuerza, mucho corazón.
Llevaban más de dos horas analizando cada palabra cuando unos suaves golpes en la puerta les hicieron levantar la cabeza. Pablo concedió su permiso y Eugenia se adentró, taconeando con lentitud en el suelo de madera.
—Disculpe, señor. El senador Emerson lo llama por teléfono. Le he dicho que está usted ocupado, pero ha insistido en que es importante.
—A él todo le parece cuestión de vida o muerte —le dijo con humor a Gaston a la vez que se levantaba—. Discúlpame un momento. Mientras regreso, enséñale el discurso a Eugenia, a ver qué opina.
Le hizo un guiño a su jefa de prensa y ella le correspondió con una simpática sonrisa. Después, desapareció sin molestarse en cerrar la puerta tras él.
Gaston alzó los folios grapados y los lanzó con indiferencia al extremo de la mesa frente al que estaba parada Eugenia.
—¿Ya te otorga labores propias de la jefa de gabinete de comunicaciones? —se mofó sin cautela alguna—. ¿También supervisas la oficina de prensa, la oficina de preparación de discursos y todo lo vinculado a los medios de
comunicación? Creí que aún era pronto para eso, suponiendo que tu jefe resulte elegido presidente.
—Deberíamos hacer las paces —opinó Eugenia sin prestar atención a las hojas y sin abandonar la son risa.
—Ignoraba que estuviéramos en guerra —ironizó Gaston con gesto inocente.
—Deberíamos llevarnos bien —continuó ella sin tomar en cuenta su persistente sarcasmo—. Ser buenos amigos y ayudarnos a conseguir lo que ambos queremos. Al fin y al cabo, compartimos recuerdos muy especiales —ronroneó con sensualidad.
—Comparto recuerdos especiales con personas a las que quiero. Jamás con mujeres de las que, en la mayoría de los casos, olvido sus nombres apenas abandono sus camas.
—No conmigo —respondió orgullosa—. Recuerdas muy bien mi nombre, y sé que aquélla fue una tarde memorable.
—He vivido incontables tardes y noches memorables, pero, créeme, no recuerdo dónde ni con quién.
Eugenia apoyó las manos en la mesa y se inclinó sobre ella para acercar el rostro al de Gaston.
—Me gustan los cínicos —susurró con sensualidad—. Para ascender y conseguir mis objetivos, todos me sirven. Incluso viejos decrépitos sin fuerzas. Pero como simple diversión, los prefiero jóvenes, cínicos, atractivos y perversos como tú.
—Sin embargo, yo prefiero tener lejos a las mujeres como tú.
—Es comprensible. Sabes que no podrías resistirte a mí. Pero tranquilo, yo tampoco quiero que el senador regrese y nos encuentre follando sobre su mesa.
Gaston soltó una carcajada.
—Tengo que reconocer que eres divertida.
—Me tienes miedo —murmuró con satisfacción—. Eres consciente de que cuando te toque, sólo podrás pensar en volver a hacerme todas esas cosas sucias que se te dan tan bien.
—Este juego empieza a cansarme, Eugenia.
—Pues acabemos con él —susurró, al tiempo que se lanzaba a besarle en la boca.
Gaston la dejó hacer; permitió que le lamiera y le mordisqueara los labios para que ella sola saliera de su error. Nadie lo excitaba si él no quería que lo hiciera… Nadie, salvo Rocio. Ella sí podía encenderlo con una simple mirada; ella sí tenía el control absoluto de sus emociones, de sus deseos.
Pero había algo más que Rocio tenía en ese instante y que él no podía siquiera imaginar: un nuevo motivo para que quisiera mantenerlo lejos.
Porque, a través de la puerta abierta del despacho, tenía una clara y cercana visión de Eugenia y él comiéndose la boca. Comiéndose la boca en el despacho de su esposo. Comiéndose la boca en su propia casa.
—¿Satisfecha? —preguntó Gaston cuando Eugenia se apartó con gesto sorprendido, cuando ni junto a la puerta ni en el pasillo había ya rastro de Rocio.
—Estaré satisfecha cuando me demuestres tu control en un lugar más discreto, donde no corramos el riesgo de ser sorprendidos.
—No tengo que demostrarte nada, «periodista ambiciosa» —dijo poniéndose en pie—. Dejemos este juego absurdo, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —exclamó ella irguiéndose a su vez—. Pero conste que tú te lo pierdes.
—Yo me lo pierdo, Eugenia —ironizó mientras se dirigía a la salida—. No cabe duda de que yo me lo pierdo.
Rocio salió al jardín, incapaz de quedarse en la misma casa en la que Gaston estaba besando a otra mujer y en ese momento probablemente también acariciándola con lascivia. Se arrepentía de haberse acercado al despacho. No debió aceptar la petición de Pablo de que hiciera de anfitriona mientras él mantenía una de sus tediosas conversaciones con el senador Emerson. No debió hacerlo, aunque encontrar una excusa para acercarse a Gaston y cruzar con él unas pocas palabras fuera lo que más deseaba. Debió de haber sabido que no estaría solo; que nunca estaría solo mientras en su amplio radio de acción se encontrara una mujer hermosa.
Se adentró en la zona poblada de olmos y alzó los ojos hacia las tupidas ramas, que no le permitían contemplar el cielo. El aire agitaba con suavidad las hojas y ella inspiró para que esa frescura la ayudara a retener las lágrimas. Lágrimas que
brotaban de la aceptación de una dolorosa verdad: la mortificaban los celos. Celos por un hombre casado que coleccionaba mujeres; o más bien que coleccionaba el gozo que podía encontrar en cualquier cuerpo femenino entre las cuatro paredes de una habitación de hotel. Era ridículo sentir celos por alguien así, a quien además podría tener por unas horas si quisiera. Pero no podía evitarlo, igual que no podía evitar sentirse traicionada por Eugenia, más incluso que si la hubiera sorprendido besando a Pablo.
Pero tal vez fuera mejor así y pudiera utilizar lo que acababa de ver como consuelo. Aunque alguna vez llegara a ser dueña de su propia vida, nunca encontraría espacio en la de alguien como Gaston. Él era hombre de una noche y ella ya había disfrutado de su porción de premio. Ahora sólo le quedaba aferrarse al recuerdo y alegrarse de que él siguiera siendo el mismo frívolo de siempre, incapaz de sufrir por amor.
La seguridad con que juzgaba al hombre al que a pesar de todo amaba, habría flaqueado sí, en ese instante, se hubiera vuelto hacia la casa y lo hubiera descubierto junto la baranda de piedra de la escalera, observándola. Pues cuando él se sentía a salvo de miradas, la contemplaba sin coraza y en sus ojos podía verse la indefensión, la inseguridad, el amor rendido y absoluto que sentía por ella, y algunas veces hasta podían leerse sus pensamientos. Y en ese momento, mientras la veía de espaldas, rodeada por una frondosa naturaleza que le recordaba a Crystal Lake, esos pensamientos se aliaron con sus íntimos deseos y lo traicionaron.
Jugó a inventarle una vida, como ya hizo al conocerla. Deseó que aquel aire bucólico y pensativo con el que recorría el jardín fuera, en realidad, un sentimiento de tristeza, de soledad, de vacío. Y que, mientras estaba allí, respirando el aire frío y húmedo que anunciaba tormenta, estuviera alimentando su fuerza interior para abandonarlo todo y comenzar de nuevo.
Pero ése era un sueño estúpido, pensó mientras al fin se decidía a descender la escalera. Le resultaba evidente que era feliz en su distinguido mundo, junto a un hombre que la adoraba y que se lo consentía todo, incluso deslices y amoríos. En apenas dos meses, ella sería la mujer más importante y deseada del país y él seguiría siendo el atormentado escritor que la amaba con locura y que le inventaría una nueva vida en cada uno de sus libros.
Los pocos pasos que lo separaban de ella los dio despacio, hundiendo los brillantes zapatos negros en el espeso césped, que silenció su llegada, y suspiró al detenerse a su lado y mirar en su misma dirección.
—Cuando te conocí, junto al lago, inventé una historia para ti; una vida —
contó en voz baja—. No podía imaginar que tu mundo real fuera así, tan privilegiado, tan exclusivo, tan… Tan perfecto. Supongo que eres feliz y que darías cualquier cosa porque esto no cambiara nunca.
Ella continuó mirando al frente, sin mostrar que la emoción de oírlo de pronto le había dejado temblorosos el alma y el cuerpo.
—Llevo años aprendiendo a ser quien soy —dijo con una extraña calma—. Una de las cosas que ya domino es la de hacerles ver a los demás lo que quiero que vean.
Se volvió para marcharse y el corazón pareció querer salírsele por la boca al verlo. Llevaba un desarreglo perfecto, seductor, con las manos en los bolsillos del pantalón azul marino, las mangas de la correcta camisa blanca dobladas sobre los antebrazos y los dos botones superiores sueltos. No llevaba corbata y varios mechones amenazaban con escapársele de la goma que se los sujetaba junto al bien planchado cuello.
Tras un breve instante de vacilación, emprendió el camino hacia la casa.
—¡Felicidades! —exclamó entonces Gaston, sin moverse.
Ella se detuvo con la mano en el primer balaustre de la baranda, y se volvió extrañada.
—¿Por qué me felicitas?
Entonces se volvió él, con lentitud, ocultando con una sonrisa de cínica autosuficiencia la indefensión y el amor que Rocio no había llegado a ver en sus ojos.
—Por ser la primera mujer que me deja esperándola en la cama. Y no una, sino dos noches seguidas.
Pero el ánimo abatido de ella no tuvo fuerzas para responder a otro de sus hirientes desafíos. No esa vez. Estaba cansada, herida, y en las retinas llevaba aún grabada la imagen del beso arrebatado que hacía un momento le había visto darle a Eugenia. Con toda la indiferencia que pudo mostrar, le dedicó un gesto de desgana, se volvió de nuevo y se alejó subiendo con rapidez la escalera.
Gaston se odió por su estupidez, por el poco control que tenía cuando estaba junto a ella. No era ofenderla lo que había pretendido al acercarse, pero ese orgullo despechado que le asomaba sin previo aviso había terminado con la oportunidad de pasar un rato a su lado, mirándola, hablando de cualquier trivialidad o simplemente caminando por los senderos de hierba del jardín. Cada vez era más consciente de que no podía evitar profesarle ese amor arrebatado y de que cada día le resultaba más difícil mantener oculto ese sentimiento.                                                adaptacion 

1 comentario:

  1. Entre ayer y hoy, me lei todos los capitulos! Estoy totalmente enganchada con esta historia! Ahora me llega el momento de esperar con ansias un nuevo capitulo! Gracias por compartir estas historias que despiertan tanto la imaginación y que te llenan de emociones! Amo este blog!

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