CAPÍTULO
21
La vida que inventé para ti
La ciudad amaneció bajo un
cielo despejado y una suave brisa con olor a septiembre. Rocio extendió los
brazos y respiró hondo al salir a la terraza y, junto al aroma a flores, le
llegó también el del café recién hecho y el del pan tostado.
Se acercó a la mesa, donde Pablo
la aguardaba leyendo el periódico, y se sentó a su izquierda.
—¿Preparado para otra larga y
dura jornada? —preguntó, al tiempo que él doblaba el periódico y lo dejaba
sobre el mantel.
—Será agradable. Estoy ansioso
por leer ese discurso, aunque no tengo ninguna duda de que colmará mis
expectativas.
—Tal vez deberías haberle
citado en el despacho oficial.
—Él prefirió que trabajáramos
en casa y puede que tenga razón y nos venga bien hacer esto en un ambiente
familiar y distendido.
Rocio desplegó con lentitud la
servilleta, dándose tiempo para pensar. Descubrir que era Gaston quien había
pedido que se vieran en casa la inquietó.
—Llamaré a alguna amiga y
pasaré el día fuera para no molestaros.
—No. No, pequeña, no —se
apresuró a decir Pablo—. Todo lo contrario. Si tú estás de acuerdo, me
encantaría que hicieras de maravillosa anfitriona. Es la primera vez que viene
a casa y quiero que le causemos buena impresión. Ya sabes que persigo tenerlo
en mi equipo.
—¿Y utilizarás cualquier cosa
para convencerlo? —preguntó, fingiendo bromear.
—Sabes que acostumbro a
conseguir lo que quiero. —Sonrió, seguro de que volvería a lograrlo esa vez.
—Seré una perfecta anfitriona
si eso puede ayudarte —prometió, mientras con aire ausente extendía mantequilla
sobre una rebanada de pan blanco.
—Gracias,
pequeña mía. No esperaba menos de ti. —Durante unos segundos, le acarició la
mano sobre la mesa. Después, tomó con los dedos una tostada cubierta de
mermelada y le dio un mordisco—. Eugenia también estará por aquí, por si
necesitamos datos o cualquier cosa que incluir en el discurso.
Cuantas más personas hubiera,
menos oportunidades de encontrarse a solas con Gaston tendría, pensó, segura de
que eso era lo que quería y segura también de que eso no era lo que su alma
necesitaba.
—¿Compartirá con vosotros el
despacho?
—No quiero interferencias —dijo
Pablo—. Voy a ordenar que le preparen una zona en el salón azul, con un
ordenador y todo lo que pueda necesitar para hacer su trabajo y conseguir
cualquier dato que yo le pida. Por cierto —dijo, reprimiendo una sonrisa—, me
ha dicho algo de que el día amenaza lluvia. Si la predicción se cumple, te
ruego que no salgas al jardín a empaparte. No me gustaría que Dalmau pensara
que somos una pareja de locos inconscientes.
Se recordó calada hasta los
huesos junto al edificio del acuario, y a él pegado a su espalda, tan mojado
como ella, rozándole el cuello con los labios húmedos y atándola por la cintura
con sus brazos. Si entonces no pensó que era una chiflada de la que debía
apartarse, ya no lo pensaría nunca.
—Tú siempre calculándolo todo
—bromeó, para apaciguarse la emoción—. Yo me ocuparé de huir del influjo que
provoca en mí la lluvia y tú cuida de que el discurso sea tan bueno como
esperas. —Sujetó entre las manos la taza de café y se la acercó a los labios—.
Aunque estoy segura de que lo será.
Estaba segura, sí, y no por el
hecho de haber leído sus novelas, como daba por hecho Pablo. Estaba segura
porque conocía la sensibilidad y a la vez la pasión que Gaston derrochaba en
todo lo que hacía, incluso cuando su única intención fuera seducir a una de las
muchas mujeres a las que abandonaba después.
—¡Me gusta! —exclamó Pablo,
contemplando el texto que acababa de leer para sí—. Me gusta mucho. Has captado
a la perfección lo que quiero transmitir y lo has hecho como esperaba que lo
hicieras: con frases que llegan directas al corazón y que además llegan para
quedarse.
Gaston se enderezó en el
asiento. Durante la casi media hora que el senador había
tardado
en leer el discurso, él había estado ausente, recordando el modo fríamente
cortés con que lo había recibido Rocio. Y le dolía. Inexplicablemente, le
dolía. No como otras veces. No con el tormento que le causó su gran mentira. Le
dolía de otro modo menos abrupto, menos letal, tal vez porque, de haber estado
él en su lugar, hubiera actuado con la misma gélida indiferencia. Estaba en su
hogar, desafiándola de nuevo. Pero a pesar de saberse responsable de su
actitud, no obtener de ella ni una simple mirada lo hería.
—Espero que tenga razón,
senador —dijo, incómodo por estar sentado frente a él y con el pensamiento
puesto en su esposa—. Nunca he hablado o escrito para una multitud.
—Te leen millones de lectores.
—No es lo mismo —contestó,
negando con la cabeza—. Así que, vamos a asegurarnos de que mejoramos todo lo
humanamente mejorable. —Sonrió mientras tomaba entre los dedos una copia del
texto.
—Hay frases intocables —aseguró
Pablo igual que si defendiera algo escrito por sí mismo—. Como las de este
párrafo: «Tenemos derecho a soñar y tenemos derecho a lograr esos sueños.
Nuestro gobierno debe garantizar las oportunidades a cada persona dispuesto a
trabajar para conseguirlo, y no sólo a aquellos que más dinero e influencia
tienen.» Me parece grandioso. Tiene mucha fuerza, mucho corazón.
Llevaban más de dos horas
analizando cada palabra cuando unos suaves golpes en la puerta les hicieron
levantar la cabeza. Pablo concedió su permiso y Eugenia se adentró, taconeando
con lentitud en el suelo de madera.
—Disculpe, señor. El senador
Emerson lo llama por teléfono. Le he dicho que está usted ocupado, pero ha
insistido en que es importante.
—A él todo le parece cuestión
de vida o muerte —le dijo con humor a Gaston a la vez que se levantaba—.
Discúlpame un momento. Mientras regreso, enséñale el discurso a Eugenia, a ver
qué opina.
Le hizo un guiño a su jefa de
prensa y ella le correspondió con una simpática sonrisa. Después, desapareció
sin molestarse en cerrar la puerta tras él.
Gaston alzó los folios grapados
y los lanzó con indiferencia al extremo de la mesa frente al que estaba parada Eugenia.
—¿Ya te otorga labores propias
de la jefa de gabinete de comunicaciones? —se mofó sin cautela alguna—.
¿También supervisas la oficina de prensa, la oficina de preparación de
discursos y todo lo vinculado a los medios de
comunicación?
Creí que aún era pronto para eso, suponiendo que tu jefe resulte elegido
presidente.
—Deberíamos hacer las paces
—opinó Eugenia sin prestar atención a las hojas y sin abandonar la son risa.
—Ignoraba que estuviéramos en
guerra —ironizó Gaston con gesto inocente.
—Deberíamos llevarnos bien
—continuó ella sin tomar en cuenta su persistente sarcasmo—. Ser buenos amigos
y ayudarnos a conseguir lo que ambos queremos. Al fin y al cabo, compartimos
recuerdos muy especiales —ronroneó con sensualidad.
—Comparto recuerdos especiales
con personas a las que quiero. Jamás con mujeres de las que, en la mayoría de
los casos, olvido sus nombres apenas abandono sus camas.
—No conmigo —respondió
orgullosa—. Recuerdas muy bien mi nombre, y sé que aquélla fue una tarde
memorable.
—He vivido incontables tardes y
noches memorables, pero, créeme, no recuerdo dónde ni con quién.
Eugenia apoyó las manos en la
mesa y se inclinó sobre ella para acercar el rostro al de Gaston.
—Me gustan los cínicos —susurró
con sensualidad—. Para ascender y conseguir mis objetivos, todos me sirven.
Incluso viejos decrépitos sin fuerzas. Pero como simple diversión, los prefiero
jóvenes, cínicos, atractivos y perversos como tú.
—Sin embargo, yo prefiero tener
lejos a las mujeres como tú.
—Es comprensible. Sabes que no
podrías resistirte a mí. Pero tranquilo, yo tampoco quiero que el senador
regrese y nos encuentre follando sobre su mesa.
Gaston soltó una carcajada.
—Tengo que reconocer que eres
divertida.
—Me tienes miedo —murmuró con
satisfacción—. Eres consciente de que cuando te toque, sólo podrás pensar en
volver a hacerme todas esas cosas sucias que se te dan tan bien.
—Este juego empieza a cansarme,
Eugenia.
—Pues acabemos con él —susurró,
al tiempo que se lanzaba a besarle en la boca.
Gaston
la dejó hacer; permitió que le lamiera y le mordisqueara los labios para que
ella sola saliera de su error. Nadie lo excitaba si él no quería que lo
hiciera… Nadie, salvo Rocio. Ella sí podía encenderlo con una simple mirada;
ella sí tenía el control absoluto de sus emociones, de sus deseos.
Pero había algo más que Rocio
tenía en ese instante y que él no podía siquiera imaginar: un nuevo motivo para
que quisiera mantenerlo lejos.
Porque, a través de la puerta
abierta del despacho, tenía una clara y cercana visión de Eugenia y él
comiéndose la boca. Comiéndose la boca en el despacho de su esposo. Comiéndose
la boca en su propia casa.
—¿Satisfecha? —preguntó Gaston
cuando Eugenia se apartó con gesto sorprendido, cuando ni junto a la puerta ni
en el pasillo había ya rastro de Rocio.
—Estaré satisfecha cuando me
demuestres tu control en un lugar más discreto, donde no corramos el riesgo de
ser sorprendidos.
—No tengo que demostrarte nada,
«periodista ambiciosa» —dijo poniéndose en pie—. Dejemos este juego absurdo,
¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —exclamó ella
irguiéndose a su vez—. Pero conste que tú te lo pierdes.
—Yo me lo pierdo, Eugenia
—ironizó mientras se dirigía a la salida—. No cabe duda de que yo me lo pierdo.
Rocio salió al jardín, incapaz
de quedarse en la misma casa en la que Gaston estaba besando a otra mujer y en
ese momento probablemente también acariciándola con lascivia. Se arrepentía de
haberse acercado al despacho. No debió aceptar la petición de Pablo de que
hiciera de anfitriona mientras él mantenía una de sus tediosas conversaciones
con el senador Emerson. No debió hacerlo, aunque encontrar una excusa para
acercarse a Gaston y cruzar con él unas pocas palabras fuera lo que más
deseaba. Debió de haber sabido que no estaría solo; que nunca estaría solo
mientras en su amplio radio de acción se encontrara una mujer hermosa.
Se adentró en la zona poblada
de olmos y alzó los ojos hacia las tupidas ramas, que no le permitían
contemplar el cielo. El aire agitaba con suavidad las hojas y ella inspiró para
que esa frescura la ayudara a retener las lágrimas. Lágrimas que
brotaban
de la aceptación de una dolorosa verdad: la mortificaban los celos. Celos por
un hombre casado que coleccionaba mujeres; o más bien que coleccionaba el gozo
que podía encontrar en cualquier cuerpo femenino entre las cuatro paredes de
una habitación de hotel. Era ridículo sentir celos por alguien así, a quien
además podría tener por unas horas si quisiera. Pero no podía evitarlo, igual
que no podía evitar sentirse traicionada por Eugenia, más incluso que si la
hubiera sorprendido besando a Pablo.
Pero tal vez fuera mejor así y
pudiera utilizar lo que acababa de ver como consuelo. Aunque alguna vez llegara
a ser dueña de su propia vida, nunca encontraría espacio en la de alguien como Gaston.
Él era hombre de una noche y ella ya había disfrutado de su porción de premio.
Ahora sólo le quedaba aferrarse al recuerdo y alegrarse de que él siguiera siendo
el mismo frívolo de siempre, incapaz de sufrir por amor.
La seguridad con que juzgaba al
hombre al que a pesar de todo amaba, habría flaqueado sí, en ese instante, se
hubiera vuelto hacia la casa y lo hubiera descubierto junto la baranda de
piedra de la escalera, observándola. Pues cuando él se sentía a salvo de
miradas, la contemplaba sin coraza y en sus ojos podía verse la indefensión, la
inseguridad, el amor rendido y absoluto que sentía por ella, y algunas veces
hasta podían leerse sus pensamientos. Y en ese momento, mientras la veía de
espaldas, rodeada por una frondosa naturaleza que le recordaba a Crystal Lake,
esos pensamientos se aliaron con sus íntimos deseos y lo traicionaron.
Jugó a inventarle una vida,
como ya hizo al conocerla. Deseó que aquel aire bucólico y pensativo con el que
recorría el jardín fuera, en realidad, un sentimiento de tristeza, de soledad,
de vacío. Y que, mientras estaba allí, respirando el aire frío y húmedo que
anunciaba tormenta, estuviera alimentando su fuerza interior para abandonarlo
todo y comenzar de nuevo.
Pero ése era un sueño estúpido,
pensó mientras al fin se decidía a descender la escalera. Le resultaba evidente
que era feliz en su distinguido mundo, junto a un hombre que la adoraba y que
se lo consentía todo, incluso deslices y amoríos. En apenas dos meses, ella
sería la mujer más importante y deseada del país y él seguiría siendo el
atormentado escritor que la amaba con locura y que le inventaría una nueva vida
en cada uno de sus libros.
Los pocos pasos que lo
separaban de ella los dio despacio, hundiendo los brillantes zapatos negros en
el espeso césped, que silenció su llegada, y suspiró al detenerse a su lado y
mirar en su misma dirección.
—Cuando te conocí, junto al
lago, inventé una historia para ti; una vida —
contó
en voz baja—. No podía imaginar que tu mundo real fuera así, tan privilegiado,
tan exclusivo, tan… Tan perfecto. Supongo que eres feliz y que darías cualquier
cosa porque esto no cambiara nunca.
Ella continuó mirando al
frente, sin mostrar que la emoción de oírlo de pronto le había dejado
temblorosos el alma y el cuerpo.
—Llevo años aprendiendo a ser
quien soy —dijo con una extraña calma—. Una de las cosas que ya domino es la de
hacerles ver a los demás lo que quiero que vean.
Se volvió para marcharse y el
corazón pareció querer salírsele por la boca al verlo. Llevaba un desarreglo
perfecto, seductor, con las manos en los bolsillos del pantalón azul marino,
las mangas de la correcta camisa blanca dobladas sobre los antebrazos y los dos
botones superiores sueltos. No llevaba corbata y varios mechones amenazaban con
escapársele de la goma que se los sujetaba junto al bien planchado cuello.
Tras un breve instante de
vacilación, emprendió el camino hacia la casa.
—¡Felicidades! —exclamó entonces
Gaston, sin moverse.
Ella se detuvo con la mano en
el primer balaustre de la baranda, y se volvió extrañada.
—¿Por qué me felicitas?
Entonces se volvió él, con
lentitud, ocultando con una sonrisa de cínica autosuficiencia la indefensión y
el amor que Rocio no había llegado a ver en sus ojos.
—Por ser la primera mujer que
me deja esperándola en la cama. Y no una, sino dos noches seguidas.
Pero el ánimo abatido de ella
no tuvo fuerzas para responder a otro de sus hirientes desafíos. No esa vez.
Estaba cansada, herida, y en las retinas llevaba aún grabada la imagen del beso
arrebatado que hacía un momento le había visto darle a Eugenia. Con toda la
indiferencia que pudo mostrar, le dedicó un gesto de desgana, se volvió de
nuevo y se alejó subiendo con rapidez la escalera.
Gaston se odió por su
estupidez, por el poco control que tenía cuando estaba junto a ella. No era
ofenderla lo que había pretendido al acercarse, pero ese orgullo despechado que
le asomaba sin previo aviso había terminado con la oportunidad de pasar un rato
a su lado, mirándola, hablando de cualquier trivialidad o simplemente caminando
por los senderos de hierba del jardín. Cada vez era más consciente de que no
podía evitar profesarle ese amor arrebatado y de que cada día le
resultaba más difícil mantener oculto ese sentimiento. adaptacion

Entre ayer y hoy, me lei todos los capitulos! Estoy totalmente enganchada con esta historia! Ahora me llega el momento de esperar con ansias un nuevo capitulo! Gracias por compartir estas historias que despiertan tanto la imaginación y que te llenan de emociones! Amo este blog!
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