CAPÍTULO
28
Lluvia en el alma
—¿Y cómo están las cosas por
ahí? —preguntó Rocio.
—Bien —respondió Pablo sin
mucha emoción—. Seguimos trabajando duro, alrededor de catorce horas diarias,
pues cada nuevo voto que podamos conseguir cuenta, pequeña. Cada voto cuenta.
—¿Y el resto? —preguntó,
dispuesta a llegar hasta el final—. Hay algo que no está bien, Pablo. Te lo
vengo notando desde ayer. ¿Qué pasa? Y no me digas que nada.
—Es que es nada, pequeña. Nada
que no esperáramos. Chismes de periodistas desocupados y dispuestos a cualquier
cosa porque aparezcas en sus páginas. La gente te adora y ellos quieren su
parte del pastel.
Se acercó a la ventana y
contempló la llovizna leve que comenzaba a perlar las hojas de los arces. Se
animó al pensar que el paseo de esa mañana lo haría en compañía de la dulce y
bienhechora lluvia.
—Chismes por mi ausencia —dijo,
obviando los comentarios con los que había pretendió halagarla.
—Sí, pequeña. Por tu ausencia.
Lo que me hace hervir la sangre son las abiertas insinuaciones sobre tu
infidelidad. —Echó una fugaz mirada a los periódicos que había arrojado al
suelo con rabia antes de llamarla—. ¡Condenados malnacidos!
—Lo que debe importarnos es que
no perjudique a tu imagen en este momento tan importante. —Apoyó la frente en
el cristal, cerrando los ojos—. Haz lo que creas conveniente para que eso no
ocurra. Si quieres que contemos…
—¡No! —Su respuesta fue rápida
y tajante—. Ya decidimos lo que queríamos hacer. Unos pocos impresentables no
van a dirigir nuestras vidas.
—Pero si esto puede afectar a
tu campaña…
—Pequeña mía, a estas alturas
se tendría que producir un cataclismo para que yo no ganara la presidencia
—dijo con presunción—. Deja de preocuparte y descansa.
Rocio
suspiró resignada. Él era quien entendía sobre elecciones, quien tenía asesores
personales, quien sabía qué cosas lo perjudicaban y cuales le hacían más
fuerte.
—¿En qué hotel estás desayunado
hoy? —dijo, tan sólo por cambiar de conversación.
—Lejos. Muy lejos. Mañana
asistiré a un acto en la universidad y eso me permitirá recuperar fuerzas en
casa durante dos días.
—Yo debería estar también ahí
para ayudarte.
—Tú debes estar donde estás,
pequeña. Cuídate, toma ese aire que tanto te gusta y ponte guapa, pues falta
poco para que te conviertas en la flamante primera dama.
Un paseo bajo la agradable
llovizna en un Crystal Lake dorado por el otoño. Satisfecha, Rocio extendió los
brazos y se preguntó si podía pedirle más a la vida.
El hombre al que amaba
abrazándola desde la espalda, se respondió, al recordar la lluvia torrencial
que los empapó a los dos en Baltimore. Pero sabía que ése era un deseo
imposible de cumplir; un deseo que se avivaría cada vez que viera llover o
brillar el sol, cada vez que el viento le agitara el pelo y le soplara en la
nuca, cada vez que el otoño dorara las hojas de los árboles, cada vez que se
acostara, cada vez que abriera los ojos a una nueva mañana. Pensó que el deseo
de que su hombre llegara de improviso y la abrazara para no volver a soltarla,
iba a ser eterno, porque nunca llegaría a cumplirse.
Un día más, el largo paseo la
llevó junto al lago. Y un día más, volvió los ojos hacia la acogedora casa de Gaston
para imaginarlo en el porche, observándola desde el otro lado de la baranda de
madera.
Suspiró mientras eliminaba con
los dedos las gotas de lluvia que se le habían quedado atrapadas entre las
pestañas y cuando volvió a mirar hacia la casa, el corazón se le detuvo. Porque
esta vez la imagen no estaba provocada por sus contenidas ganas de verlo. Esta
vez él estaba allí y no tenía la calma ni la sonrisa con las que ella solía
recordarlo.
Gaston
atravesaba el prado a largas y apresuradas zancadas, con aspecto furioso y
amenazador y llevando a merced del aire el pañuelo de seda azul. Y a medida que
él fue acortando distancia, ella fue quedándose sin sangre al apreciar su gesto
de desesperación; la tortura y el cansancio en sus hundidos ojos.
—¡Vengo a devolverte esto que
nunca debí llevarme! —gritó, a la vez que daba el último paso—. ¡tomalo!
—ordenó ante su quietud.
Pero ella no pudo moverse. Sin
tiempo para recuperarse del impacto de verlo llegar con aquella furia ciega, se
estaba enfrentando al descarnado tormento que se la provocaba.
Gaston le sujetó la mano con
rudeza, se la volvió palma arriba y le puso en ella el pañuelo. Después la miró
con el temblor de un niño asustado, con el vacío y la desesperanza con las que
un borracho ahoga una vez tras otra sus mismos sufrimientos en alcohol.
—¡Sé muy bien cuando algo no me
pertenece ni me pertenecerá nunca!
Rocio, que aún mantenía dentro
de sí la dulce tristeza con la que él se despidió en un trozo de papel, se
estremeció. No había imaginado que volvería a buscarla y menos aún que lo
hiciera como un huracán desbordado de rabia, de desesperación, de furioso abatimiento.
Desconocía qué había desencadenado esa furia herida, pero sí sabía que no
soportaría verlo padecer de esa forma por ella.
—¡Sólo un estúpido podría
equivocarse con algo así! —continuó diciendo ante su silencio—. Sólo un
estúpido como yo, que he sido capaz de mandar mi vida al infierno por algo que
no existe, por alguien que no lo merece, por un imposible.
Ella siguió callada, padeciendo
sus duras palabras y su propio martirio. Aunque su preocupación estaba en él,
en su ánimo exaltado, en el ritmo acelerado de su respiración, en el dolor que
parecía aumentarle con cada palabra que su boca pronunciaba con rabia.
—¡Sólo un estúpido como yo!
—volvió a reprocharse con más fuerza—. Un estúpido que ha caído en tu trampa.
—Temblando de encono, se acercó hasta casi rozarla, para mirarla sin distancia
a los ojos—. ¡Maldita seas! —le lanzó al rostro antes de retroceder, ahora
despacio y sin darle la espalda.
Y sólo entonces la vio. En
cuanto la cólera y la desesperación que llevaba consigo flaquearon un segundo,
pudo verla por primera vez. Volvía a estar envuelta con el viejo jersey gris,
volvía a ocultar las manos bajo las mangas, volvía a llevar el cabello recogido
con descuido mientras mechones sueltos le rozaban los hombros y la nuca. Volvía
a ser ella. Y esa repentina conciencia de que él seguía siendo el infeliz que
la amaba por encima de su rabia y del rencor que en
momentos
como ése se empeñaba inútilmente en tenerle, colmó su impotencia.
—¡Maldita seas mil veces!
—repitió con menos ímpetu, con menos fuerza y menos ira. Y se volvió, dispuesto
a alejarse con la mayor rapidez de esa mujer que le enajenaba con su sola
presencia.
—Gaston… —reaccionó ella al
fin, soltando todo el aire que en su angustia había estado conteniendo—.
Espera, por favor —pidió, temerosa de la locura irreparable que pudiera llegar
a cometer si se iba de ese modo.
Se detuvo al escucharla. Y
cerró los ojos buscando la fortaleza que ella le robaba. Pero en la oscuridad
volvió a oír su voz suplicándole con dulzura que no se fuera y el sonido de sus
pasos sobre la hierba y la hojarasca mojada aproximándose. Y al volverse y
abrir los ojos para mirarla, se le extinguió la poca energía que en un instante
había reunido.
—¡¿Por qué tuviste que
hacerlo?! —reclamó con desesperación—. ¿Por qué tuviste que hacerlo de esa
forma?
—Por favor, Gaston —dijo,
queriendo apaciguarlo.
—Tenías otras maneras de pasar
una noche conmigo. Otras muchas maneras de hacerlo… Soy un hombre fácil —añadió
con un gesto de desprecio, esa vez hacia sí mismo.
—Aquella noche fue un error…
—Un error…, sí, un estúpido
error… —la interrumpió, mientras giraba sobre sí con una abrumadora presión en
el alma—. Un condenado error.
—Yo nunca quise…
—¡Calla! —bramó doliente
mientras las lágrimas se mezclaban ya en su rostro con el agua de lluvia—.
¡Calla! ¡Maldigo la hora en que te conocí, porque me has destrozado la vida!
Rocio entendió que maldijera
aquel momento. Ella lo había hecho a veces, aunque no con esa agonía
desconsolada.
—Cálmate, por favor —le rogó,
soltando el pañuelo y tocándole con temblorosa precaución el brazo—. Vamos a
hablar con tranquilidad —pidió, mientras volvía a preguntarse qué había hecho
con él, cuando lo único que pretendió fue alejarlo de su lado para que no
sufriera.
La hermosa y triste mirada
atravesó las defensas de Gaston y se le clavó en el alma. Deseó poder cerrar
los ojos y llorar arropado por el consuelo de su voz y el cálido roce de sus
dedos en su brazo.
—¿Por
qué? —preguntó abatido—. Sólo dime por qué.
—Hablemos con calma, por favor
—suplicó de nuevo, desgarrada por la pena—. No sé qué te ha ocurrido, qué es lo
que te pasa, pero…
—¿No sabes qué es lo que me
pasa? —preguntó incrédulo—. ¡Qué me pasa dices! —gritó, con un desgarrado
sollozo—. ¡Me pasa que no consigo arrancarte de aquí! —confesó angustiado,
mientras se golpeaba con brío la frente—. ¡Sólo pienso en ti, en ti, en ti…!
¡Eres una maldita condena que llevo siempre conmigo! ¡Una maldita condena que
me ha destrozado por dentro! —declaró a gritos cuando su furor lo acercó hasta
rozarla—. Y es que ya no sé qué hacer para sacarte de mí —susurró temblando—.
¡Me vuelvo loco deseando verte, olerte, besarte! ¡En cada miserable minuto que
respiro me muero de ganas de besarte!
Y por más que trató de
contenerse, no pudo hacerlo.
Se precipitó hacia ella como si
creyera que saciarse de esa boca le iba a apaciguar el dolor. Y la besó con el
desespero de quien precisa hacerlo con celeridad, antes de que esa punzante
necesidad termine de matarlo.
Tras un instante de
desconcierto, Rocio se sorprendió deseando abrazarlo y borrarle con caricias la
amargura. Pero, a punto de hacerlo, pensó que no era así como iba a ayudarlo,
sino hablándole, explicándose, haciéndole ver que el suyo era un amor
equivocado, que cualquier mujer sería mejor para él que ella misma y que su
propia esposa lo sería mejor que nadie.
Y con la misma rapidez con la
que ella se apartó él volvió a recuperarla.
La sujetó por la nuca y la
atrajo hacia sí al tiempo que él mismo iba a su encuentro para calmar su ira en
el amargo bálsamo de su boca. Volvió a besarla con pasión desatada, con
urgencia, sin preocuparse de que ella le respondiera. Sólo quería dejar de sentir
ese calvario. Y perdido en su cada vez más exaltada frustración, no reparó en
cuándo sus invasivos y exigentes besos fueron correspondidos con los dulces y
apasionados de Rocio. Ni cuándo el sabor salado a lágrimas que llevaba en la
humedad de esos besos se entremezcló con el salitre callado de los de ella.
Ni siquiera fue consciente del
modo en que la rabia se le transformó en pasión herida mientras ambos caían
abrazados al suelo.
Y ya no hubo más resistencia
que la de tela mojada pegada a la piel ni más forcejeo que el que les
ofrecieron botones o cremalleras. Rodaron por la hierba empapada mientras se
quitaban el uno al otro la ropa, mientras se bebían a besos, mientras
evaporaban con ardientes caricias el agua que el cielo fue derramando sobre sus
cuerpos desnudos.
Una
locura muy diferente a la que lo había llevado hasta allí se le desató en los
dedos, con los que recorrió cada milímetro de su piel, esa que llevaba una
eternidad deseando. Y con excitada ferocidad la acarició sin dejarse un resquicio,
como había hecho con amoroso ardor aquella única noche en que la hizo suya,
como había hecho con fría necesidad el resto de las solitarias noches en las
que sólo pudo tenerla en el pensamiento.
Fue ella quien puso la ternura
en esos contactos rápidos y precisos con los que él la llevó al delirio. Fue
ella quien puso el amor mientras él se dedicó a encenderse y a encenderla. Fue
ella quien entremezcló sus apasionadas caricias con las ansiosas y
enloquecedoras con las que él la hizo alcanzar el éxtasis. Y aun así, no se
sorprendió cuando él apoyó las manos en el suelo, a ambos lados de su cuerpo, y
la miró a los ojos mientras entraba en ella. Fue como un inesperado instante de
calma en el centro de una destructora tormenta. Vio derramar amor a sus ojos mientras
sus cabellos sueltos y chorreando agua le acariciaban con suavidad las
mejillas.
Lo que no vio fueron las
lágrimas que vertió por dentro durante el tiempo en que la amó con el cuerpo y
con los ojos, aguardando a que ella llegara al instante de tocar el cielo. A
ese cielo al que había ansiado llevarla no sabía ya cuántos millones de veces.
Y cuando supo que lo había logrado, escondió el rostro entre su pelo, enredado
con briznas de hierba, para sentir el intenso placer abrazado a ella y abrigado
por su olor a atardecer lluvioso.
Recuperaron juntos el aliento.
Ella con la espalda sobre la hierba mojada, él recibiendo en la suya nuevas y
frías gotas de lluvia, como si ése fuera un momento en ninguna parte: ni en el
amor ni en el odio, ni en la desesperación ni en la esperanza.
Y mientras se adormecían unas
sensaciones dulces, fueron despertando otras amargas. Cobijado en el revoltijo
de cabello húmedo, Gaston se preguntó qué había hecho; en qué momento había
perdido la razón, o más bien encontrado la locura, para terminar abrazado al
extenuado cuerpo desnudo de Rocio.
Apoyó las manos en el suelo y
se apartó despacio de la siempre deseada y cálida piel. Se detuvo en ese mismo
punto desde donde hacía unos minutos la había contemplado gozar. Y volvió a
encontrarse con sus ojos, ahora dóciles y suplicantes, que no consiguió
entender.
Apretó con fuerza los párpados
y se levantó para comenzar a recoger su ropa desperdigada por la castigada
hierba.
—Perdóname —susurró ella,
incorporándose y volviéndose hacia él.
La inesperada palabra lo
inmovilizó. Después, se irguió sujetando el pantalón,
empapado
y sucio de verdín y barro. Y se preguntó para qué le servía una disculpa que ya
no llegaba a tiempo, que nunca habría llegado a tiempo. Una disculpa que ya no
entendía, que ni siquiera podía creer que fuera del todo sincera. Una disculpa
con la que ella le pedía un perdón que él no encontraba ni para darse a sí
mismo.
Como si no la hubiera oído,
volvió a inclinarse para seguir recogiendo su ropa. Ella se quedó sentada,
mirándolo, y cuando lo vio abrocharse el pantalón, volvió a insistir:
—Gaston…
—No digas nada —murmuró,
mientras recogía la camisa del suelo—. No quiero nada de ti. ¡Ni siquiera sé
qué hago en este maldito sitio! —confesó, alzando los brazos para dejarlos caer
después con impotencia—. Pero sí sé que no debí venir.
Miró a su alrededor, hacia las
prendas de ella, que seguían desperdigadas bajo la lluvia, y el alma aún pudo
encogérsele un poco más al descubrir un pequeño extremo de seda azul que
asomaba, milagrosamente limpio, por un amasijo de barro.
En su lento recorrido por los
restos de lo que estaba a punto de dejar atrás, se detuvo en ella. Y lo que vio
lo llenó de insoportable angustia. Sentada en el magullado verdor, llena de
briznas de hierba y barro, con los ojos tal vez esperando el encuentro con los
suyos, la presintió tan desamparada e indefensa como se sentía él mismo. Y por
un segundo deseó darle el consuelo que no encontraba para sí.
Se alejó maldiciéndose. Había
querido devolverle el pañuelo y, junto a él, las horas perdidas, los sueños
rotos. Había querido devolverle lo único que tenía de ella que podía acariciar,
para de esa forma intentar sacársela también del pensamiento. Y en su estupidez
había hecho lo último que debió hacer: amarla. Amarla de nuevo y con
desesperación. Amarla y grabársela una vez más a fuego sobre la huella con la
que ya la llevaba en el alma. Amarla, asegurándose de que no conseguiría
olvidarla nunca.

Nudito en la garganta y en el pecho!!! Que buen capitulo por dios.. Sostengo fielmente que amo esta novela y creo que se esta convirtiendo en una de mis favoritas indiscutiblemente! Necesito màs capitulos :'')
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