Resultaba extraño tenerle en
casa a la hora de la cena, pero sobre todo resultaba extraño acostarse sabiendo
que él haría otro tanto en la habitación de al lado.
Esta segunda noche la había
sentido más turbadora aún que la primera, ya que él la había visto llorar, la
había abrazado y le había susurrado palabras tranquilizadoras. Se había sentido
protegida entre sus brazos y había comprendido que aquel sentimiento que la
había confundido durante meses era amor.
Acurrucada bajo las mantas,
había recordado esos momentos de ternura y la emocionante conversación con
Andrea, había llorado pensando en su abuelo y se había lamentado de no haberse
dado la oportunidad de conocerle.
Se preguntó qué iba a hacer
ahora. Que ella amara a Gaston no significaba que él la correspondiese. De
hecho, no había sido siempre un hombre dulce y atento, y había jugado a
confundirla muchas veces.
Pasó media noche derramando
lágrimas por su abuelo, y la otra evaporando suspiros por Gaston. En dos ocasiones
le había escuchado salir de la borda, con sigilo, tal y como le había prometido
que haría. Eran las cinco de la mañana cuando lo sintió regresar, abrir la
puerta con cuidado, caminar con suavidad por el pasillo y entrar en la
habitación. Después de haber percibido el sonido de los muelles de su cama
cuando él los aplastó con el peso de su cuerpo, el agotamiento la fue dejando
dormida.
Ya no escuchó sus pasos por
la mañana, ni el sonido del agua de la ducha, ni el trajín con el que buscó la
cafetera hasta recordar que en aquella cocina se hacía el café en puchero.
Mientras se calentaba la
leche en una pequeña cazuela, en el fogón, Gaston tostó pan en una sartén sin
aceite, sacó del frigorífico la mantequilla y la mermelada, y las colocó sobre
la mesa. Se le encogió el corazón recordando las lágrimas con las que Rochi
estalló en el coche y la fuerza con la que se apretaba contra su pecho,
necesitada de consuelo.
Acurrucada entre sus brazos,
le había pedido que la llevara a la casa del abuelo. Después de todos los meses
que llevaba sin mostrar ningún interés, había sentido necesidad de ver dónde
había consumido su vida el viejo. Dónde, cincuenta años atrás, el resentimiento
de Lucía y el silencio de Ignacio habían cambiado el rumbo de las vidas de tres
generaciones.
Él había guardado un
respetuoso silencio mientras ella recorría la casa. Nunca sus ojos verdes le
habían parecido tan iguales a los de Ignacio. Y es que nunca había visto en
ella un dolor tan intenso como el que la abrumó aquella tarde.
Al cabo de una hora, cuando
ya anochecía, había llegado a la borda con los ojos enrojecidos y emitiendo
intermitentes y pequeños suspiros para evitar nuevos sollozos. Después,
sentados a la mesa, cenando unos «cogollos de Tudela con anchoas» que ella
había preparado mientras él había puesto los cubiertos, consiguió hacerla
sonreír unas cuantas veces. Pero Rochi se había empeñado en torturarse con
recuerdos y un sentimiento de culpabilidad.
Y había vuelto a hablarle de
la herencia.
—Tú no entiendes de
remordimientos —le había dicho mientras jugueteaba con el tenedor—. Tú has
defendido al abuelo a pesar de que no te incluyó en el testamento.
Él había inspirado al
escucharla. ¡Claro que entendía de remordimientos! Los sufría cada vez que
pensaba que Ignacio le había traicionado al no nombrarle su heredero. Se negaba
a olvidar que siempre fue mucho más que el dueño que daba órdenes a su padre;
que se ocupó de que tanto él como su hermano estudiaran y acudieran a la
universidad, asegurándose que ninguna obligación estuviera por encima de su
preparación para el futuro. Aunque sólo fuera por eso, sentía que le debía una
confianza ciega, pero a veces no podía acallar sus dudas.
También padecía otros
remordimientos, pero éstos llevaban años clavados en su corazón y no tenían
nada que ver con Ignacio.
—Yo le quería —había
respondido a la llorosa Rochi—. Y él a mí también. Sólo tengo motivos para
recordarle con cariño.
Ella había mostrado su
desacuerdo moviendo la cabeza, antes de responder:
—Yo no necesité motivos para
odiarle y apartarlo de mi vida. Sin embargo, tú le diste tu cariño y tu trabajo
y no te incluyó en su última voluntad. Ése si es un motivo para renegar de él.
Pero tú sigues siendo fiel a su recuerdo.
—No quiero hablar de esto, Rochi
—había dicho, mirándola a los ojos.
Y había visto su carita de
tristeza, agobiada por los remordimientos. Eso le había desarmado y, para
tranquilizarla, le había explicado:
—Tú llevas la sangre de
Ignacio. Es justo que todo lo que fue suyo te pertenezca. Él lo sabía y por eso
hizo lo que debía.
Los ojos de Rochi habían
brillado llenos de preguntas que no hizo. Él la abrazó, acomodándola en su
pecho y diciéndole que no debía sentirse culpable por haber albergado
sentimientos que otros le habían inculcado desde niña.
Esperó hasta que ella se
acostó, agotada de llorar, pero más tranquila. Entonces, él, con los demonios
de la duda y la desconfianza nuevamente despiertos, había salido hacia los
establos para soportar sus remordimientos en solitario.
Había atravesado el pastizal
repitiéndose que Ignacio no le había traicionado; que debió haber tenido sus
motivos. Y había vuelto a preguntarse por qué no había tenido el valor de
contárselos antes de su muerte.
Gaston sacudió la cabeza
para deshacerse de aquellos pensamientos. Ahora quería ocuparse de alegrarle el
día a Rochi, y no de sus inoportunas dudas sobre Ignacio.
Con las manos apoyadas sobre
la mesa, comprobó que no faltaba nada... Nada, excepto una flor que, desde el
centro, le diera los buenos días cuando se sentara a disfrutar del desayuno.
Sonrió pensando en que eso hubiera sido excesivo. No podía despertarla con una
flor sin explicarle que la amaba como un loco. Pero tomó de la encimera el vaso
con pequeñas campanillas blancas y lo puso junto al azucarero.
Unos minutos después, cuando
abrió la puerta de la habitación de la que ya era dueña de su corazón, ese
pensamiento y esa sonrisa aún le acompañaban. La ternura le invadió al verla, o
más bien al no verla.
Sólo un revoltijo de bucles
dorados asomaba bajo las mantas y se esparcía sobre la blancura de la almohada.
—¡Arriba, dormilona! —dijo
desde el quicio de la puerta—. Ya ha amanecido hace rato.
El embozo de la sábana se
deslizó unos centímetros y aparecieron los ojos adormilados y parte de la nariz
de Rochi.
—¿Qué pasa? —murmuró mientras
se preguntaba si aquel hombre no dormía nunca.
—Pasa que va a hacer un día
precioso y tú y yo nos vamos a un lugar impresionante, dentro de la selva de
Irati.
—¿Lugar impresionante,
ahora? —balbuceó frotándose los párpados—. ¿Y cuál es el motivo de algo tan
repentino?
Durante un instante Gaston
la miró en silencio. Pensó que era un privilegio verla despertar, y quería
grabarse bien su imagen para recordarla en los tristes amaneceres que viviría
cuando se fuera.
—Porque quiero verte
sonreír—musitó, apoyando la sien en el marco de la entrada.
Rochi perdió el sentido
mirándole, y se preguntó cómo había sido capaz de pensar en alejarse de su
lado. El había derrochado cariño para consolarla por la noche, y ahora aparecía
para mimarla por la mañana. Sintiéndose dichosa, arrugó las mantas bajándolas
hasta el cuello y sonrió mientras se desperezaba.
Su sonrisa templó el corazón
de Gaston.
—He calentado un poco de
leche —dijo, sin apartar la cabeza del marco—. Pero podemos parar en Otxagabía,
que es un pueblo precioso que nos queda de camino, para que tomes un café bien
cargado, como esos que te gustan.
—Leche está bien —dijo,
estirando los brazos hasta agarrarse a los hierros del cabecero—. ¿Y ese pueblo
es más bonito que Roncal o Burgui?
Gaston contuvo la respiración.
Una punzada de deseo le encogió el estómago al verla sujeta a los barrotes. Que
ella no fuera consciente del alcance de su gesto, lo hacía aún más sensual y
provocador.
—Es diferente —dijo con voz
enronquecida—. Pero la verdad es que es muy especial. Te gustará.
—¿Qué ocurrirá si alguna
oveja se pone de parto y necesita tu ayuda? —dijo, y de pronto pareció más
despejada.
—¿Quieres hacerme un favor?
—Rochi aceptó en silencio y él continuó—: Deja que sea yo quien me preocupe.
—Vale. Me gusta que me mimen
—respondió riendo. Y volvió a estirar los brazos para colocarlos, esta vez, en
la barra superior—. ¿Me pongo las botas de Candela? —preguntó, y resopló para
apartarse un bucle enredado que le caía sobre el ojo izquierdo.
Gaston asintió. No podía
hablar sin delatarse. Aún permaneció un instante mirándola como el más rendido
de los enamorados. Y es que él era un hombre enamorado que se conformaba con
verla dichosa. Por eso quería llevarla esa mañana a uno de los lugares mágicos
que conocía, para entregarle un poco de él sin que ella se percatara.
—Te espero en la
cocina—murmuró, disimulando su ronquera. Y retrocedió despacio, resistiéndose a
alejarse de aquella visión dulce, pecaminosa e inalcanzable.
En el trayecto le explicó
que visitarían un lugar conocido como el Paraíso porque hasta hacía pocos años
había resultado accesible tan sólo para leñadores, barranqueadores[1] y contrabandistas.
Cuando casi dos horas
después aparcaban el coche junto a Orbaizeta y caminaban por la pista forestal,
aún sentía la presión en el estómago y el hormigueo en el pecho. Rochi hablaba
y reía sin parar, y eso le hacía sentirse dichoso.
No sabía que ella ocultaba
de ese modo el nerviosismo que le provocaba tenerlo cerca. No podía imaginar
que la felicidad que le brillaba en los ojos era porque le miraba con amor.
Abandonaron la pista para
continuar hacia la izquierda por un sendero que se adentraba en un frondoso
bosque de hayas. El suelo, tapizado de hojas cobrizas, crujía bajo sus pies.
Según avanzaban, la niebla que habían visto desde el coche se fue haciendo más
densa y más baja.
—¿Y éste es el camino al
Paraíso? —bromeó Rochi, fascinada por la abundante vegetación y el espeso musgo
que tapizaba rocas y troncos.
—Alcanzar el Cielo nunca es
fácil —dijo él, mirándola a los ojos—. A veces, hasta acercarse resulta
imposible. —«¡Si supieras que tú eres mi paraíso inalcanzable...!», susurró sin
voz.
Una vieja haya cruzada en
medio del camino les hizo detenerse. Gaston la sujetó por la cintura para
ayudarla a subir al tronco y luego ella saltó con facilidad al otro lado.
Cuando él salvó el obstáculo, comentó, con una sonrisa misteriosa:
—Demasiada niebla —y
chasqueó los labios con fingida preocupación—. Creo que hemos elegido un mal
momento para visitar este lugar.
—A mí me parece precioso
—dijo Rochi, avanzando por el sendero—. Esta humedad blanca que se te pega al
cuerpo le da un aire misterioso.
—Por eso lo digo. —La miró,
alzando una ceja—. Cuentan que el fantasma de la reina de Navarra, Juana de
Labrit, que murió envenenada en París, se aparece por aquí en días de niebla
sobrevolando lo que fueron sus dominios. Cuando esto pasa, las gentes de los
alrededores optan por quedarse en casa, para evitar que el fantasma o las
brujas y lamias que le sirven de compañía los hagan desaparecer.
—No me digas eso —protestó,
riendo nerviosa—. Te aseguro que comienzo a dar crédito a todas estas historias
de brujas. Es fácil creer en la magia después de ver este paraje.
Gaston la vio sobrecogerse y
sintió deseos de abrazarla. Cuando se acercó para hacerlo, él mismo temblaba de
pies a cabeza, pero no le importó.
—No te preocupes —dijo,
estrechándola por los hombros—. La niebla durará muy poco. Cuando lleguemos a
la orilla del embalse ya habrá despejado.
—La niebla no me molesta
—dijo Rochi, encogiéndose bajo el cálido contacto—. En realidad me fascina
verla entre los árboles y pegada al suelo, tan cerca que parece que la podemos
pisar. Esas historias que me cuentas son las que me asustan —aseguró,
apretándose más contra él.
—Son sólo leyendas —confesó
para tranquilizarla, estrechándola con más fuerza y susurrando muy bajito
contra su pelo—: Conozco algunas sobre pastores que se enamoraron de lamias.
—Sonrió al sentirla estremecer—. Pero te las contaré en otro momento. Cuando no
nos envuelva esta bruma.
—Te lo agradezco —respondió,
fingiendo un nuevo temblor para que él la abrazara con más fuerza—. Y no me
sueltes hasta que desaparezca.
No pensaba hacerlo.
Quería dejarse embriagar por
la turbadora sensación de sentirla bajo su abrazo, de rozarla con los dedos, de
apretarla contra su cuerpo. Pretendía tenerla bien cerca de él aun cuando la
niebla se disipara y luciera un sol radiante.
Después de haber pasado todo
el día juntos, envueltos por el mágico otoño de la selva de Irati, les llegó la
noche en la borda, y los dos fueron más conscientes que nunca de la intimidad
en la que estaban conviviendo. Por eso, compartir la cena esa noche fue más
turbador, mirarse a los ojos se hizo más difícil, y respirar se convirtió en
una tarea más fatigosa.
Ése fue uno de los motivos
por los que Rochi se disculpó, diciendo que estaba muy cansada, y se acostó
temprano. El otro, más importante, era que estaba a punto de tomar la decisión
más trascendental de su vida, y quería hacerlo con la cabeza fría, aunque sabía
que, de cualquier modo, por fin acabaría obedeciendo a su corazón.
Desde la cama, escuchó
entrar y salir a Gaston. Se sorprendió deseando que en una de esas veces que
caminaba encubierto por la oscuridad del pasillo, se detuviera ante su puerta y
entrara para besarla como ya había hecho antes.
Ella habría apartado las
mantas para abrirle paso hasta su cuerpo y su corazón.
Su amor por Pablo ya no era
el mismo que la había poseído durante años. Ahora lo sentía como algo suave,
tierno y difuso que se parecía más al cariño y al agradecimiento. Era un cambio
que se había producido despacio, a lo largo de los meses, pero que ella se
había negado a ver. Porque la causa no era la distancia que les separaba, ni el
tiempo que llevaban sin verse, era el amor que sentía por Gaston.
Era él, su modo de mirarla,
de hablarle, de tratarla, su ternura, su forma de vivir; la pasión que ponía
hasta en las cosas más simples.
Tras un profundo suspiro, Rochi
sacó del cajón de la mesilla un anillo de oro blanco con un deslumbrante solitario.
El que ocultó de su vista la misma noche que llegó a Roncal. Se lo colocó en el
dedo en el que ahora entraba más ajustado y en el que el aire y el sol habían
borrado la palidez de su huella.
Ocho meses sin ponérselo era
demasiado tiempo.
Alzó la mano para apreciar
el centelleo de la piedra, y lo comparó con el brillo del rocío que perlaba las
hojas y las flores en las mañanas que Gaston la había llevado con él a la
cumbre de Santa Bárbara.
Mientras tanto, Gaston,
sentado en el suelo del establo y apoyando la espalda en un fardo de heno,
pensaba en ella.
A pocos pasos, una oveja
lamía el cuerpo del cordero al que acababa de traer al mundo, y él los miraba
sin verlos.
Su mente repasaba todos los
momentos que había vivido con Rochi. Desde que la vio llegar digna, altiva y
odiosa, hasta el instante en el que aquel orgullo comenzó a parecerle
atractivo; cuando comenzó a desearla, a admirarla, a amarla... a sentirse
desgraciado porque nunca podría tenerla.
Se resistía a regresar a la
borda. No podía acostarse en esa cama sabiendo que ella estaba al otro lado de
la pared. Le extenuaba mantenerse toda la noche en estado de alerta para
escucharla moverse o sentirla respirar. Hasta el suave olor de las sábanas
lavadas por sus manos le excitaba, y cada nueva noche que pasaba en ese lecho,
era una tortura más lacerante y dolorosa que la anterior.
El sonido de pasos, a su
derecha, le hizo girar la cabeza.
La causante de su tormento
llegaba con las zapatillas de loneta blanca que casi había olvidado, un camisón
por encima de las rodillas y una bata de algodón, también corta. Él contuvo la
respiración cuando la vio con los cabellos revueltos y los ojos nublados de
sueño.
—¿Qué haces aquí? —le
susurró, como si temiera desvelarla—. Deberías estar durmiendo.
—No podía—respondió ella,
sentándose en el suelo, a su lado—, y como tardabas en volver, decidí venir a
ver qué ocurría.
—No pasa nada. Todo está
bien —respondió, apartando los ojos de la dulce y tortuosa visión y respirando
despacio, para no embriagarse con su olor.
—¿Has ayudado a nacer a esa
«cosita»? —exclamó Rochi, emocionada al ver al corderillo.
—Si —respondió Gaston,
levantándose para tomarlo—. Ha costado un poco, pero nadie lo diría viéndolo
ahora, ¿verdad? —comentó, volviendo a sentarse junto a Rochi para que ella
pudiera acariciarlo.
—Tienes un trabajo precioso
—dijo mientras deslizaba los dedos por la lana rizada de la cabeza.
—Estoy de acuerdo—respondió Gaston,
confundido por la admiración que Rochi puso en sus palabras—. ¿En qué trabaja
él? —preguntó sin mirarla para no parecer demasiado interesado.
—Dirige una empresa
propiedad de la familia de su esposa —suspiró profundamente, acariciando las
pequeñas y sedosas orejas— Yo soy su secretaria.
—¿Le conociste allí?
—preguntó, con los celos mordisqueándole las entrañas.
—Primero descubrí al jefe...
—dijo, pero no continuó con el resto de la frase.
Se quedó en silencio,
recordando que en muy pocos meses descubrió al hombre que la trataba con
devoción y la miraba con deseo. El que la llevaba en sus viajes de trabajo
porque decía necesitar de su eficiencia, pero que nunca requería de sus
servicios. El que la agasajaba, la hacía sentir importante, hermosa, deseada,
única... El que supo meterse poco a poco en su corazón. El que había cumplido
todas las promesas que le hizo, excepto ésa.
—Debe de ser un hombre
poderoso —dijo Gaston, de pronto, apoyando la cabeza en el fardo de heno.
—Es poderoso e influyente y
tiene contactos hasta en el infierno —sonrió, agitando la cabeza—. Siempre
consigue lo que se propone.
—Y eso te gusta —pareció
asegurar, y entonces sí se giró para mirarla—. No habrá nada que desees que él
no te pueda dar.
—Creí que me gustaba
—respondió, clavando en él sus ojos mientras sus dedos seguían enredándose en
la lana—. Hasta que llegué aquí... —suspiró antes de susurrar—: y te conocí.
Gaston le mantuvo la mirada,
desconcertado, preguntándose si esas palabras significaban lo que daban a
entender. Sólo de pensarlo se le espesó el aire. Volvió su atención hacia el
cordero que sujetaba entre las manos, recriminándose que pudiera ser tan iluso.
Su silencio no desalentó a Rochi,
que se había levantado de la cama y salido de la borda con las ideas claras y
una firme determinación.
—Hay brillos más hermosos
que el de los diamantes —musitó, rozando el hocico húmedo y pequeño del recién
nacido.
Gaston observó el movimiento
de sus dedos. La pálida huella del dedo corazón había desaparecido sin que en
todos esos meses hubiera lucido ningún anillo. Pero él lo imaginó con un
carísimo diamante, símbolo de un amor eterno.
—Dicen que son para siempre
—comentó con ironía.
—Y seguro que es cierto
—opinó Rochi—. Pero también son para siempre los destellos del sol entre los
árboles, el brillo del rocío por las mañanas... —esperó a que él la mirara, y
se le aceleró el corazón al verle levantar con lentitud las pestañas—, el
brillo de unos ojos —susurró a media voz.
«... el de unos orgullosos
», pensó él, pero no dijo nada. Continuaba sin entender el sentido que tenían
las palabras de Rochi y no se atrevió a preguntar.
—Deberías ir a acostarte —se
escuchó decir a sí mismo—. tomarás frío. —Soltó al cordero, que se apresuró a
reunirse con su madre.
Tenía la esperanza de que Rochi
se fuera y dejara de confundirle con sus comentarios, seguramente inofensivos,
en los que él no dejaba de ver mensajes imprecisos. Pero ella estiró las
piernas, al lado de las suyas, y apoyó la espalda contra el fardo.
—He estado pensando en los
lugares hermosos a los que me has llevado —dijo, entrecruzando los dedos de las
manos para que él no viera que comenzaban a temblarle—, en las curiosas
historias que me has contado, en todo lo que he aprendido a tu lado.
Gaston recordó la promesa
que se hizo, al conocerla, de no llevarla a ningún sitio especial. Pero en
algún momento que no recordaba, todo había cambiado. Comenzó a desear su
compañía, y a descubrir que los lugares que conocía brillaban con más magia
cuando los visitaba con ella.
—Me gusta todo esto
—continuó diciendo Rochi—, y sé, porque me lo has dicho, pero también porque lo
presiento, que sólo he visto una parte insignificante de todo lo que...
—Suspiró, sintiendo que se le encendían las mejillas—. De todo lo que podríamos
recorrer juntos.
Esta vez, ni la inspiración
más profunda pudo insuflarle aire a Gaston. Sospechó que todas las palabras que
le estaban turbando tenían un sentido y llevaban una dirección. Rochi quería
decirle algo, y él no sabía si estaba preparado para escucharlo.
—Te lo dije—musitó, Gaston,
ocultando su confusión tras una sonrisa—. La magia está en cada rincón de esta
tierra.
—Lo sé. La siento
—respondió, acariciándole con la mirada sin importarle que él se diera cuenta—.
Está en los lugares y en las personas, y, aunque durante un tiempo me resistí a
su embrujo, finalmente me he dejado atrapar.
A Gaston se le contrajo el
corazón hasta casi desaparecer cuando reparó que ella ya no hablaba de lugares.
Los ojos de Rochi brillaban más tiernos y cálidos que nunca, y él apartó los
suyos, sumido en un gran desconcierto.
—Por eso necesito confesarte
mis sentimientos —anunció ella, ilusionada y nerviosa.
Sus temblores se hicieron
más intensos. Aun sabiendo que no estaban provocados por el frío, dobló las
rodillas y tiró del borde del camisón para bajarlo hasta casi los tobillos.
—Me he enamorado —reveló,
casi sin voz, abrazándose a sus piernas para controlar su emoción—. Me he
enamorado de ti.
La declaración sacudió las
entrañas de Gaston, que se tensó para soportar el impacto.
Todo en él se paralizó: su
sangre, su corazón, su aliento. Sólo sus pensamientos avanzaron a la velocidad
de un rayo para emocionarle, para decirle que había ocurrido lo que no se había
atrevido ni a soñar. Rochi le amaba, y a él le dominó una sensación de feliz
euforia.
Se volvió hacia ella,
dispuesto a abrazarla y a decirle que también él la quería, pero sus pensamientos
no se detuvieron; le gritaron que ella no era libre, que mantenía una relación
larga y, de algún modo, estable; que no podía ilusionarse con algo que carecía
de futuro. Se dijo que tal vez ella se había dejado seducir por el lugar, por
las emociones, por la novedad... por el capricho; y los caprichos a veces duran
lo que tarda en fundirse un suspiro con el aire.
Rochi le miraba, ilusionada
y expectante, aguardando una respuesta que tardaba demasiado en llegar. Había
desnudado su corazón con la esperanza de que él quisiera entregarle el suyo.
Esa noche, acostada en su cama, pensando en sus propios sentimientos, los besos
y las miradas apasionadas de Gaston le habían parecido diferentes, más
verdaderas, más sentidas, más propias de un hombre enamorado que de uno que
tratara de confundirla.
Pero Gaston apoyó la cabeza
contra el fardo, cerrando los ojos para acallar el dolor agridulce que le
atravesaba el corazón.
Mientras a Rochi la sangre
se le volvía hielo al creer sentir su rechazo, a él le hervía en un pozo de
confusión.
¡Habría sido tan sencillo
acariciarla y dejarse llevar!, pero, y después, cuando ella decidiera abandonar
todo aquello, incluido a él y regresar a su vida, y tal vez también a Pablo,
¿qué le quedaría, salvo el deseo de dormirse una noche y no volver a despertar
por la mañana?
Por primera vez, las
palabras «me he enamorado de ti» tenían un significado confuso. Por más que
pensaba, las cuentas no le salían; ellos seguían siendo tres.
—¿Qué pasa con él?
—preguntó, girando la cabeza para mirarla. Ya no le preocupaba que viera en sus
ojos la tortura en la que se ahogaba.
—Se lo explicaré —musitó Rochi,
abrazada a sus piernas, con la barbilla sobre las rodillas y convertida en un
manojo de incertidumbre.
«Se lo explicaría.» Gaston
sintió una nueva punzada de dicha y un temblor violento en el corazón. No podía
ser todo tan sencillo. Estaba seguro de que en algún punto las cosas no estaban
encajando.
—Acabarás marchándote,
¿verdad? —preguntó, con el amasijo de sentimientos danzando en sus ojos negros—.
Mañana, pasado, el mes que viene, dentro de un año... En algún momento te
cansarás de todo esto y te irás, ¿no es cierto?
—Había pensado quedarme
—confesó ella con un brillo herido—, pero si tú me rechazas yo...
—¿Qué es lo que estoy
rechazando, Rochi?, porque todavía no sé qué me estás ofreciendo. —Agitó la
cabeza, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos se movió para arrodillarse
frente a ella—. Tengo miedo de quererte y... —tragó al sentir que se le
quebraba la voz—, y despertar una mañana para descubrir que todo ha sido el
sueño de unos días. No quiero tenerte sólo por un tiempo. —Inspiró con fuerza—.
Si vas a entrar en mi vida quiero que sea para quedarte, y si no estás segura
te pido que...
—Estoy segura —respondió,
rozándole la sien con la yema de los dedos y tomando aire al ver que la caricia
le hacía cerrar los ojos—. Me he enamorado de ti, de lo que haces y de esta
tierra que es tuya. No quiero irme, ni ahora ni nunca, pero si no me quieres...
Gaston dudó que su corazón
pudiera soportar tanta emoción; tanta dicha. Las palabras, llenas de
sentimiento de Rochi, eran lo más hermoso que había soñado escuchar nunca.
—Te amo —susurró, tomándole
las manos entre las suyas—. Llevo mucho tiempo ocultando que te amo, que te
necesito. Ahora, escuchándote, me siento el hombre más afortunado del mundo,
pero me domina un miedo atroz a tenerte para perderte después.
Rochi inspiró hondo al
comprender que ni su corazón ni su instinto la habían engañado; la ternura y la
pasión que había sentido con sus besos y sus caricias fugaces eran reales; Gaston
la amaba.
La amaba tanto que le
atenazaba un miedo que sólo ella podría ahuyentar.
—Entonces dime qué puedo
hacer para convencerte de que Pablo forma parte de mi pasado —le musitó—, de
que te amo y que deseo pasar contigo el resto de mi vida.
Gaston bajó la cabeza y
apoyó la frente en los puños que cerraba sobre los dedos de Rochi. Pensó que si
no la amara tanto, si no la necesitara con tanta desesperación, todo sería más
sencillo. Una decepción de amor no iba a matarle; perderla sí.
Le asustaba quedar a su
merced, pero ¿acaso no era eso lo que quería; entregarse a ella para que
hiciera con él lo que quisiera, y rezar para que nunca se cansara de amarlo?
Alzó sus esperanzados ojos y
los clavó en los mieles de tierno orgullo.
—¿Qué necesitas que haga
para demostrarte el amor que siento? —preguntó Rochi.
—Me bastará con que tú me lo
digas —susurró Gaston—. Dime que me amas hoy y que me amarás siempre, y no
necesitaré más prueba que ésa.
—Te amo —musitó Rochi,
apretándole las manos—. Te amaré toda la eternidad.
Gaston inspiró con el alma
encharcada en felicidad. Los milagros existían, y acababan de concederle el más
hermoso de todos.
—Presiento que todo ese
tiempo no nos va a ser suficiente —musitó, tomándole el rostro entre las
manos—. Te amo, te amo, te amo —susurró, permitiéndose por fin respirar con
alivio.
Rochi había dejado de
temblar. Ahora era la felicidad la que amenazaba con estallarle en llanto; un
llanto dulce y reparador que le nacía de lo más hondo de su alma de mujer
enamorada.
Gaston cubrió con su boca
los labios de Rochi y los acarició como si los rozara por primera vez. Le
supieron a tarta de manzana y almendras, a lluvia, a besos medio robados medio
consentidos... a sal.
Se detuvo para mirarla a los
ojos. Lágrimas como perlas de rocío se enredaban en sus pestañas mientras su
boca dibujaba una sonrisa de dicha.
—Te quiero con toda mi alma
—susurró ella.
Gaston le besó los párpados
para beber de la humedad salada de su emoción.
—¿Crees que el corazón puede
reventar de felicidad? —preguntó Gaston al sentir que el suyo se expandía hasta
no caberle en el pecho.
—Espero que no —dijo ella
sonriendo. De pronto reparó en toda la dicha que albergaba en el suyo y
repitió—: ¡Dios mío, espero que no!
Gaston la abrazó con fuerza,
hundió los dedos entre el esponjoso revoltijo de bucles y susurró con voz
entrecortada por la emoción:
—Te necesito, Rochi. No te
alejes nunca; no me dejes nunca.
Ella, acurrucándose junto a
su pecho, dejó que nuevas lágrimas le humedecieran el corazón con el sabor
tierno de la felicidad.
—No lo haré —murmuró con
emoción—. Te amo demasiado.
Gaston le besó la frente
mientras sus dedos ponían un poco de orden en la maraña de rizos que había
acariciado tantas veces en sus pensamientos. Esos en los que, a partir de ese
instante, se podría enredar y perder siempre que quisiera.
Gaston atravesó el pastizal
despacio, deteniéndose a cada paso como si necesitara tomar aliento y sólo
pudiera encontrarlo en Rochi.
Ella, arropada por sus
fuertes brazos y acurrucada contra su pecho, con la cabeza sobre su corazón,
fue escuchando los latidos fuertes y desacompasados que se aceleraban cada vez
que se detenía para mirarla a los ojos, para besarla, para susurrarle que la
amaba.
Llegados a la borda, él la
llevó hasta la habitación. La deslizó con suavidad, pero no la soltó cuando
ella alcanzó con los pies el suelo. La abrazó con fuerza, enterrando el rostro
en su cabello, y suspiró con el alivio de quien por fin ha alcanzado lo que
desea... ha llegado al lugar ansiado.
La besó en la boca con una
suavidad que sabía a urgencia, pero buscó sosiego. La había deseado durante
tanto tiempo, que tenía miedo de precipitarse, de amarla con prisa y estropear
aquel momento mágico con el que había soñado tantas veces.
Rochi se apartó un poco para
desabotonarle la camisa. Le temblaban los dedos,. Pensó que era el tacto del
mahón lo que le resultaba más fascinante y le ponía nerviosa, ya que bajo ese
grueso tejido estaba la piel del hombre que amaba y al que se iba a entregar
por primera vez. La primera de todas las que le amaría el resto de su vida.
Deslizó la tela por los
hombros y Gaston bajó los brazos para dejarla caer al suelo.
Miró a Rochi y contuvo la
respiración mientras ella le acariciaba el abdomen. Pero la debilidad le hizo
cerrar los ojos cuando sintió sus labios sobre su pecho. Un leve roce le dejaba
sin fuerzas y le erizaba la piel. Se estremeció al pensar en lo que sentiría al
entrar en ella abrazándose a su cuerpo desnudo y escuchándola gemir.
Suspiró mientras la tomaba
de nuevo entre sus brazos y la llevaba hasta la cama para tenderla sobre las
sábanas revueltas. El se sentó en el borde, con una de sus piernas doblada
sobre el colchón y manteniendo la otra apoyada en el suelo. La miró mientras le
desanudaba el cinturón de la bata. Rochi vibró ante las gozosas promesas que se
leían en sus apasionados ojos verdes, y continuó temblando mientras la
desvestía con lenta sensualidad. Primero la bata, después los pequeños botones
de su camisón.
Ella le dejó hacer, nerviosa
y excitada como si fuera la primera vez.
Cuando la tuvo desnuda,
temblorosa e impaciente, Gaston se deshizo de sus pantalones y se tendió a su
lado. La abrazó para convencerse una vez más de que era real.
—Te amo —susurró Rochi,
enredándose en él con los brazos y las piernas—. Te amo tanto que me asusta.
Tan sólo en sus sueños ella
le había dedicado palabras apasionadas, pero ninguna como ésas. Ninguna con esa
voz melosa y susurrante que le penetraba por los oídos para alojársele en el
corazón, calentándolo hasta casi deshacerlo. Y es que ninguno de sus sueños le
había preparado para la sensación de dicha intensa que no le cabía en el pecho.
La besó en la boca con
suavidad, casi con devoción, como si tratara de decirle que no temiera nada
porque él la protegería siempre. Como si no fuera él quien padecía un miedo
fiero a perderla.
Rochi le mordisqueó el
mentón, sobre la aspereza de su incipiente barba, y le tiró con suavidad del
cabello, haciéndole alzar la cabeza. Deslizó los labios por su cuello, que
vibraba, tenso, al paso de su agitada respiración. No recordaba haber amado
nunca con tanta necesidad y a la vez con tan poca prisa, y esa necesidad de
contenerse le avivaba los sentidos.
Gaston emitió un gemido que Rochi
casi pudo atrapar con sus labios a través de su garganta. Él se separó para
poder mirarla a los ojos, tomándole el rostro entre las manos.
—Qu'est-ce que tu as qui me rend si fou? —susurró, encendido—. ¿Qué
es lo que tienes, que me vuelve loco?
Y buscó la respuesta
besándole y lamiéndole la piel. Comenzando por sus labios: único pedacito de
ella que había probado y del que siempre ansiaría repetir. La suavidad de su
cuello, en el que el olor a moras era más intenso, a punto estuvo de triturarle
la voluntad de amarla despacio. Si había lamido una dulzura más suave que ésa,
no lo recordaba; pero que ninguna le había hecho arder como ella, estaba
seguro.
Y mientras su boca descubría
los sabores de la dueña de su alma, sus manos le exploraban sus seductoras
formas de mujer. Sentía una nueva y erótica sensibilidad en las yemas de sus
dedos, como si a la necesidad de recorrer esa piel no le bastara con el simple
tacto. Y es que todo en ella era más intenso, más brutal, más enloquecedor.
Le acarició los senos,
pequeños y firmes que le cabían en las palmas de las manos. Sus pulgares se
movieron sobre los delicados pezones que se irguieron, endureciéndose como
pequeños brotes de acero, y él necesitó sentirlos entre sus labios. Los buscó,
y se encontró con el medio corazón de oro que reposaba en el suave sendero
entre los pechos, como un guardián silencioso.
Se quedó inmóvil, respirando
jadeante junto al noble metal que había observado tantas veces.
Nunca necesitó que ella le
dijera que era un regalo de Pablo. Medio corazón sólo tiene sentido cuando la
parte que lo completa está en poder de la persona amada, y Rochi ahora le amaba
a él.
La miró a los ojos mientras
con dedos poco firmes le soltaba la delicada cadena. Le desprendió la joya con
cuidado y la dejó sobre la mesilla.
—Tu es à moi—dijo, con voz entrecortada—. Eres mía; sólo mía.
—Sólo tuya —susurró Rochi,
sin aliento, alzando la cabeza de la almohada para besarle con pasión en la
boca.
—Te amo —musitó emocionado—.
Te amo más de lo que ningún hombre, ni en esta vida ni en ninguna otra, ha
podido amar a una mujer.
La abrazó, estrechándola
contra su cuerpo para que sintiera los latidos de su corazón; ese que se
descompasaba por ella y que a partir de ese instante latiría sólo por ella. Ese
por el que se moría de ganas de entregarle entero y para siempre.
La exploró con la calma que
concede la impaciencia. Sus manos y sus labios la recorrieron como un mortal
deseoso de complacer y hacer gozar a su diosa. Se grabó en el alma el suave
tacto de su piel, cada redondeada curva de su cuerpo, el modo en el que a ella
se le iba erizando la piel cuando él la rozaba con su lengua, el sabor húmedo y
profundo de su deseo. Sólo cuando la sintió arquearse y gritar de gozo, y
abandonarse dulcemente tras un intenso orgasmo, sintió que podía entrar en ella
para encenderla de nuevo, hacerla suya y deshacerse de su temor a perderla.
La penetró despacio a la vez
que sus manos le acariciaban la piel y su boca se apoderaba de sus senos.
Desplegó todos sus sentidos para que volviera a vibrar junto a él, para que se
fundiera con su cuerpo mientras la iba haciendo dueña de su alma.
Y en el último momento se
alzó para mirarla a los ojos. Le acarició las manos antes de sujetarlas para
llevarlas hasta los barrotes del cabecero. Rochi, calcinándose bajo el fuego de
sus ojos negros, cerró los dedos sobre el hierro forjado sin entender que aquél
era el gesto que Gaston asociaba al instante en el que la vio despertar, al
deseo oculto de observarla dormir, a su necesidad de amarla sin prisa.
Él cubrió las delicadas
manos con las suyas... y, en un instante, el resto del mundo desapareció.
Ellos se fundieron en un
solo cuerpo, en una sola alma, y sus dos corazones palpitaron con una única y
ardorosa pulsación: la que provocaba el gozo de haberse compartido. adaptacion

por fin! estan juntos!!! me ha encantado el capitulo sos una genia
ResponderEliminarPor finnnnn!!!!!! Dk,por fin están juntos. Espero que dure y que no llegue pablo a arruinar todo
ResponderEliminarLindooo
ResponderEliminarpor fin llegó el mejor momento que lindo estan juntos
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