sábado, 6 de abril de 2013

Entre sueños, capitulo 21


Resultaba extraño tenerle en casa a la hora de la cena, pero sobre todo resultaba extraño acostarse sabiendo que él haría otro tanto en la habitación de al lado.
Esta segunda noche la había sentido más turbadora aún que la primera, ya que él la había visto llorar, la había abrazado y le había susurrado palabras tranquilizadoras. Se había sentido protegida entre sus brazos y había comprendido que aquel sentimiento que la había confundido durante meses era amor.
Acurrucada bajo las mantas, había recordado esos momentos de ternura y la emocionante conversación con Andrea, había llorado pensando en su abuelo y se había lamentado de no haberse dado la oportunidad de conocerle.
Se preguntó qué iba a hacer ahora. Que ella amara a Gaston no significaba que él la correspondiese. De hecho, no había sido siempre un hombre dulce y atento, y había jugado a confundirla muchas veces.
Pasó media noche derramando lágrimas por su abuelo, y la otra evaporando suspiros por Gaston. En dos ocasiones le había escuchado salir de la borda, con sigilo, tal y como le había prometido que haría. Eran las cinco de la mañana cuando lo sintió regresar, abrir la puerta con cuidado, caminar con suavidad por el pasillo y entrar en la habitación. Después de haber percibido el sonido de los muelles de su cama cuando él los aplastó con el peso de su cuerpo, el agotamiento la fue dejando dormida.
Ya no escuchó sus pasos por la mañana, ni el sonido del agua de la ducha, ni el trajín con el que buscó la cafetera hasta recordar que en aquella cocina se hacía el café en puchero.
Mientras se calentaba la leche en una pequeña cazuela, en el fogón, Gaston tostó pan en una sartén sin aceite, sacó del frigorífico la mantequilla y la mermelada, y las colocó sobre la mesa. Se le encogió el corazón recordando las lágrimas con las que Rochi estalló en el coche y la fuerza con la que se apretaba contra su pecho, necesitada de consuelo.
Acurrucada entre sus brazos, le había pedido que la llevara a la casa del abuelo. Después de todos los meses que llevaba sin mostrar ningún interés, había sentido necesidad de ver dónde había consumido su vida el viejo. Dónde, cincuenta años atrás, el resentimiento de Lucía y el silencio de Ignacio habían cambiado el rumbo de las vidas de tres generaciones.
Él había guardado un respetuoso silencio mientras ella recorría la casa. Nunca sus ojos verdes le habían parecido tan iguales a los de Ignacio. Y es que nunca había visto en ella un dolor tan intenso como el que la abrumó aquella tarde.


Al cabo de una hora, cuando ya anochecía, había llegado a la borda con los ojos enrojecidos y emitiendo intermitentes y pequeños suspiros para evitar nuevos sollozos. Después, sentados a la mesa, cenando unos «cogollos de Tudela con anchoas» que ella había preparado mientras él había puesto los cubiertos, consiguió hacerla sonreír unas cuantas veces. Pero Rochi se había empeñado en torturarse con recuerdos y un sentimiento de culpabilidad.
Y había vuelto a hablarle de la herencia.
—Tú no entiendes de remordimientos —le había dicho mientras jugueteaba con el tenedor—. Tú has defendido al abuelo a pesar de que no te incluyó en el testamento.
Él había inspirado al escucharla. ¡Claro que entendía de remordimientos! Los sufría cada vez que pensaba que Ignacio le había traicionado al no nombrarle su heredero. Se negaba a olvidar que siempre fue mucho más que el dueño que daba órdenes a su padre; que se ocupó de que tanto él como su hermano estudiaran y acudieran a la universidad, asegurándose que ninguna obligación estuviera por encima de su preparación para el futuro. Aunque sólo fuera por eso, sentía que le debía una confianza ciega, pero a veces no podía acallar sus dudas.
También padecía otros remordimientos, pero éstos llevaban años clavados en su corazón y no tenían nada que ver con Ignacio.
—Yo le quería —había respondido a la llorosa Rochi—. Y él a mí también. Sólo tengo motivos para recordarle con cariño.
Ella había mostrado su desacuerdo moviendo la cabeza, antes de responder:
—Yo no necesité motivos para odiarle y apartarlo de mi vida. Sin embargo, tú le diste tu cariño y tu trabajo y no te incluyó en su última voluntad. Ése si es un motivo para renegar de él. Pero tú sigues siendo fiel a su recuerdo.
—No quiero hablar de esto, Rochi —había dicho, mirándola a los ojos.
Y había visto su carita de tristeza, agobiada por los remordimientos. Eso le había desarmado y, para tranquilizarla, le había explicado:
—Tú llevas la sangre de Ignacio. Es justo que todo lo que fue suyo te pertenezca. Él lo sabía y por eso hizo lo que debía.
Los ojos de Rochi habían brillado llenos de preguntas que no hizo. Él la abrazó, acomodándola en su pecho y diciéndole que no debía sentirse culpable por haber albergado sentimientos que otros le habían inculcado desde niña.
Esperó hasta que ella se acostó, agotada de llorar, pero más tranquila. Entonces, él, con los demonios de la duda y la desconfianza nuevamente despiertos, había salido hacia los establos para soportar sus remordimientos en solitario.
Había atravesado el pastizal repitiéndose que Ignacio no le había traicionado; que debió haber tenido sus motivos. Y había vuelto a preguntarse por qué no había tenido el valor de contárselos antes de su muerte.
Gaston sacudió la cabeza para deshacerse de aquellos pensamientos. Ahora quería ocuparse de alegrarle el día a Rochi, y no de sus inoportunas dudas sobre Ignacio.
Con las manos apoyadas sobre la mesa, comprobó que no faltaba nada... Nada, excepto una flor que, desde el centro, le diera los buenos días cuando se sentara a disfrutar del desayuno. Sonrió pensando en que eso hubiera sido excesivo. No podía despertarla con una flor sin explicarle que la amaba como un loco. Pero tomó de la encimera el vaso con pequeñas campanillas blancas y lo puso junto al azucarero.
Unos minutos después, cuando abrió la puerta de la habitación de la que ya era dueña de su corazón, ese pensamiento y esa sonrisa aún le acompañaban. La ternura le invadió al verla, o más bien al no verla.
Sólo un revoltijo de bucles dorados asomaba bajo las mantas y se esparcía sobre la blancura de la almohada.
—¡Arriba, dormilona! —dijo desde el quicio de la puerta—. Ya ha amanecido hace rato.
El embozo de la sábana se deslizó unos centímetros y aparecieron los ojos adormilados y parte de la nariz de Rochi.
—¿Qué pasa? —murmuró mientras se preguntaba si aquel hombre no dormía nunca.
—Pasa que va a hacer un día precioso y tú y yo nos vamos a un lugar impresionante, dentro de la selva de Irati.
—¿Lugar impresionante, ahora? —balbuceó frotándose los párpados—. ¿Y cuál es el motivo de algo tan repentino?
Durante un instante Gaston la miró en silencio. Pensó que era un privilegio verla despertar, y quería grabarse bien su imagen para recordarla en los tristes amaneceres que viviría cuando se fuera.
—Porque quiero verte sonreír—musitó, apoyando la sien en el marco de la entrada.
Rochi perdió el sentido mirándole, y se preguntó cómo había sido capaz de pensar en alejarse de su lado. El había derrochado cariño para consolarla por la noche, y ahora aparecía para mimarla por la mañana. Sintiéndose dichosa, arrugó las mantas bajándolas hasta el cuello y sonrió mientras se desperezaba.
Su sonrisa templó el corazón de Gaston.
—He calentado un poco de leche —dijo, sin apartar la cabeza del marco—. Pero podemos parar en Otxagabía, que es un pueblo precioso que nos queda de camino, para que tomes un café bien cargado, como esos que te gustan.
—Leche está bien —dijo, estirando los brazos hasta agarrarse a los hierros del cabecero—. ¿Y ese pueblo es más bonito que Roncal o Burgui?
Gaston contuvo la respiración. Una punzada de deseo le encogió el estómago al verla sujeta a los barrotes. Que ella no fuera consciente del alcance de su gesto, lo hacía aún más sensual y provocador.
—Es diferente —dijo con voz enronquecida—. Pero la verdad es que es muy especial. Te gustará.
—¿Qué ocurrirá si alguna oveja se pone de parto y necesita tu ayuda? —dijo, y de pronto pareció más despejada.
—¿Quieres hacerme un favor? —Rochi aceptó en silencio y él continuó—: Deja que sea yo quien me preocupe.
—Vale. Me gusta que me mimen —respondió riendo. Y volvió a estirar los brazos para colocarlos, esta vez, en la barra superior—. ¿Me pongo las botas de Candela? —preguntó, y resopló para apartarse un bucle enredado que le caía sobre el ojo izquierdo.
Gaston asintió. No podía hablar sin delatarse. Aún permaneció un instante mirándola como el más rendido de los enamorados. Y es que él era un hombre enamorado que se conformaba con verla dichosa. Por eso quería llevarla esa mañana a uno de los lugares mágicos que conocía, para entregarle un poco de él sin que ella se percatara.
—Te espero en la cocina—murmuró, disimulando su ronquera. Y retrocedió despacio, resistiéndose a alejarse de aquella visión dulce, pecaminosa e inalcanzable.


En el trayecto le explicó que visitarían un lugar conocido como el Paraíso porque hasta hacía pocos años había resultado accesible tan sólo para leñadores, barranqueadores[1] y contrabandistas.
Cuando casi dos horas después aparcaban el coche junto a Orbaizeta y caminaban por la pista forestal, aún sentía la presión en el estómago y el hormigueo en el pecho. Rochi hablaba y reía sin parar, y eso le hacía sentirse dichoso.
No sabía que ella ocultaba de ese modo el nerviosismo que le provocaba tenerlo cerca. No podía imaginar que la felicidad que le brillaba en los ojos era porque le miraba con amor.
Abandonaron la pista para continuar hacia la izquierda por un sendero que se adentraba en un frondoso bosque de hayas. El suelo, tapizado de hojas cobrizas, crujía bajo sus pies. Según avanzaban, la niebla que habían visto desde el coche se fue haciendo más densa y más baja.
—¿Y éste es el camino al Paraíso? —bromeó Rochi, fascinada por la abundante vegetación y el espeso musgo que tapizaba rocas y troncos.
—Alcanzar el Cielo nunca es fácil —dijo él, mirándola a los ojos—. A veces, hasta acercarse resulta imposible. —«¡Si supieras que tú eres mi paraíso inalcanzable...!», susurró sin voz.
Una vieja haya cruzada en medio del camino les hizo detenerse. Gaston la sujetó por la cintura para ayudarla a subir al tronco y luego ella saltó con facilidad al otro lado. Cuando él salvó el obstáculo, comentó, con una sonrisa misteriosa:
—Demasiada niebla —y chasqueó los labios con fingida preocupación—. Creo que hemos elegido un mal momento para visitar este lugar.
—A mí me parece precioso —dijo Rochi, avanzando por el sendero—. Esta humedad blanca que se te pega al cuerpo le da un aire misterioso.
—Por eso lo digo. —La miró, alzando una ceja—. Cuentan que el fantasma de la reina de Navarra, Juana de Labrit, que murió envenenada en París, se aparece por aquí en días de niebla sobrevolando lo que fueron sus dominios. Cuando esto pasa, las gentes de los alrededores optan por quedarse en casa, para evitar que el fantasma o las brujas y lamias que le sirven de compañía los hagan desaparecer.
—No me digas eso —protestó, riendo nerviosa—. Te aseguro que comienzo a dar crédito a todas estas historias de brujas. Es fácil creer en la magia después de ver este paraje.
Gaston la vio sobrecogerse y sintió deseos de abrazarla. Cuando se acercó para hacerlo, él mismo temblaba de pies a cabeza, pero no le importó.
—No te preocupes —dijo, estrechándola por los hombros—. La niebla durará muy poco. Cuando lleguemos a la orilla del embalse ya habrá despejado.
—La niebla no me molesta —dijo Rochi, encogiéndose bajo el cálido contacto—. En realidad me fascina verla entre los árboles y pegada al suelo, tan cerca que parece que la podemos pisar. Esas historias que me cuentas son las que me asustan —aseguró, apretándose más contra él.
—Son sólo leyendas —confesó para tranquilizarla, estrechándola con más fuerza y susurrando muy bajito contra su pelo—: Conozco algunas sobre pastores que se enamoraron de lamias. —Sonrió al sentirla estremecer—. Pero te las contaré en otro momento. Cuando no nos envuelva esta bruma.
—Te lo agradezco —respondió, fingiendo un nuevo temblor para que él la abrazara con más fuerza—. Y no me sueltes hasta que desaparezca.
No pensaba hacerlo.
Quería dejarse embriagar por la turbadora sensación de sentirla bajo su abrazo, de rozarla con los dedos, de apretarla contra su cuerpo. Pretendía tenerla bien cerca de él aun cuando la niebla se disipara y luciera un sol radiante.


Después de haber pasado todo el día juntos, envueltos por el mágico otoño de la selva de Irati, les llegó la noche en la borda, y los dos fueron más conscientes que nunca de la intimidad en la que estaban conviviendo. Por eso, compartir la cena esa noche fue más turbador, mirarse a los ojos se hizo más difícil, y respirar se convirtió en una tarea más fatigosa.
Ése fue uno de los motivos por los que Rochi se disculpó, diciendo que estaba muy cansada, y se acostó temprano. El otro, más importante, era que estaba a punto de tomar la decisión más trascendental de su vida, y quería hacerlo con la cabeza fría, aunque sabía que, de cualquier modo, por fin acabaría obedeciendo a su corazón.
Desde la cama, escuchó entrar y salir a Gaston. Se sorprendió deseando que en una de esas veces que caminaba encubierto por la oscuridad del pasillo, se detuviera ante su puerta y entrara para besarla como ya había hecho antes.
Ella habría apartado las mantas para abrirle paso hasta su cuerpo y su corazón.
Su amor por Pablo ya no era el mismo que la había poseído durante años. Ahora lo sentía como algo suave, tierno y difuso que se parecía más al cariño y al agradecimiento. Era un cambio que se había producido despacio, a lo largo de los meses, pero que ella se había negado a ver. Porque la causa no era la distancia que les separaba, ni el tiempo que llevaban sin verse, era el amor que sentía por Gaston.
Era él, su modo de mirarla, de hablarle, de tratarla, su ternura, su forma de vivir; la pasión que ponía hasta en las cosas más simples.
Tras un profundo suspiro, Rochi sacó del cajón de la mesilla un anillo de oro blanco con un deslumbrante solitario. El que ocultó de su vista la misma noche que llegó a Roncal. Se lo colocó en el dedo en el que ahora entraba más ajustado y en el que el aire y el sol habían borrado la palidez de su huella.
Ocho meses sin ponérselo era demasiado tiempo.
Alzó la mano para apreciar el centelleo de la piedra, y lo comparó con el brillo del rocío que perlaba las hojas y las flores en las mañanas que Gaston la había llevado con él a la cumbre de Santa Bárbara.


Mientras tanto, Gaston, sentado en el suelo del establo y apoyando la espalda en un fardo de heno, pensaba en ella.
A pocos pasos, una oveja lamía el cuerpo del cordero al que acababa de traer al mundo, y él los miraba sin verlos.
Su mente repasaba todos los momentos que había vivido con Rochi. Desde que la vio llegar digna, altiva y odiosa, hasta el instante en el que aquel orgullo comenzó a parecerle atractivo; cuando comenzó a desearla, a admirarla, a amarla... a sentirse desgraciado porque nunca podría tenerla.
Se resistía a regresar a la borda. No podía acostarse en esa cama sabiendo que ella estaba al otro lado de la pared. Le extenuaba mantenerse toda la noche en estado de alerta para escucharla moverse o sentirla respirar. Hasta el suave olor de las sábanas lavadas por sus manos le excitaba, y cada nueva noche que pasaba en ese lecho, era una tortura más lacerante y dolorosa que la anterior.
El sonido de pasos, a su derecha, le hizo girar la cabeza.
La causante de su tormento llegaba con las zapatillas de loneta blanca que casi había olvidado, un camisón por encima de las rodillas y una bata de algodón, también corta. Él contuvo la respiración cuando la vio con los cabellos revueltos y los ojos nublados de sueño.
—¿Qué haces aquí? —le susurró, como si temiera desvelarla—. Deberías estar durmiendo.
—No podía—respondió ella, sentándose en el suelo, a su lado—, y como tardabas en volver, decidí venir a ver qué ocurría.
—No pasa nada. Todo está bien —respondió, apartando los ojos de la dulce y tortuosa visión y respirando despacio, para no embriagarse con su olor.
—¿Has ayudado a nacer a esa «cosita»? —exclamó Rochi, emocionada al ver al corderillo.
—Si —respondió Gaston, levantándose para tomarlo—. Ha costado un poco, pero nadie lo diría viéndolo ahora, ¿verdad? —comentó, volviendo a sentarse junto a Rochi para que ella pudiera acariciarlo.
—Tienes un trabajo precioso —dijo mientras deslizaba los dedos por la lana rizada de la cabeza.
—Estoy de acuerdo—respondió Gaston, confundido por la admiración que Rochi puso en sus palabras—. ¿En qué trabaja él? —preguntó sin mirarla para no parecer demasiado interesado.
—Dirige una empresa propiedad de la familia de su esposa —suspiró profundamente, acariciando las pequeñas y sedosas orejas— Yo soy su secretaria.
—¿Le conociste allí? —preguntó, con los celos mordisqueándole las entrañas.
—Primero descubrí al jefe... —dijo, pero no continuó con el resto de la frase.
Se quedó en silencio, recordando que en muy pocos meses descubrió al hombre que la trataba con devoción y la miraba con deseo. El que la llevaba en sus viajes de trabajo porque decía necesitar de su eficiencia, pero que nunca requería de sus servicios. El que la agasajaba, la hacía sentir importante, hermosa, deseada, única... El que supo meterse poco a poco en su corazón. El que había cumplido todas las promesas que le hizo, excepto ésa.
—Debe de ser un hombre poderoso —dijo Gaston, de pronto, apoyando la cabeza en el fardo de heno.
—Es poderoso e influyente y tiene contactos hasta en el infierno —sonrió, agitando la cabeza—. Siempre consigue lo que se propone.
—Y eso te gusta —pareció asegurar, y entonces sí se giró para mirarla—. No habrá nada que desees que él no te pueda dar.
—Creí que me gustaba —respondió, clavando en él sus ojos mientras sus dedos seguían enredándose en la lana—. Hasta que llegué aquí... —suspiró antes de susurrar—: y te conocí.
Gaston le mantuvo la mirada, desconcertado, preguntándose si esas palabras significaban lo que daban a entender. Sólo de pensarlo se le espesó el aire. Volvió su atención hacia el cordero que sujetaba entre las manos, recriminándose que pudiera ser tan iluso.
Su silencio no desalentó a Rochi, que se había levantado de la cama y salido de la borda con las ideas claras y una firme determinación.
—Hay brillos más hermosos que el de los diamantes —musitó, rozando el hocico húmedo y pequeño del recién nacido.
Gaston observó el movimiento de sus dedos. La pálida huella del dedo corazón había desaparecido sin que en todos esos meses hubiera lucido ningún anillo. Pero él lo imaginó con un carísimo diamante, símbolo de un amor eterno.
—Dicen que son para siempre —comentó con ironía.
—Y seguro que es cierto —opinó Rochi—. Pero también son para siempre los destellos del sol entre los árboles, el brillo del rocío por las mañanas... —esperó a que él la mirara, y se le aceleró el corazón al verle levantar con lentitud las pestañas—, el brillo de unos ojos —susurró a media voz.
«... el de unos orgullosos », pensó él, pero no dijo nada. Continuaba sin entender el sentido que tenían las palabras de Rochi y no se atrevió a preguntar.
—Deberías ir a acostarte —se escuchó decir a sí mismo—. tomarás frío. —Soltó al cordero, que se apresuró a reunirse con su madre.
Tenía la esperanza de que Rochi se fuera y dejara de confundirle con sus comentarios, seguramente inofensivos, en los que él no dejaba de ver mensajes imprecisos. Pero ella estiró las piernas, al lado de las suyas, y apoyó la espalda contra el fardo.
—He estado pensando en los lugares hermosos a los que me has llevado —dijo, entrecruzando los dedos de las manos para que él no viera que comenzaban a temblarle—, en las curiosas historias que me has contado, en todo lo que he aprendido a tu lado.
Gaston recordó la promesa que se hizo, al conocerla, de no llevarla a ningún sitio especial. Pero en algún momento que no recordaba, todo había cambiado. Comenzó a desear su compañía, y a descubrir que los lugares que conocía brillaban con más magia cuando los visitaba con ella.
—Me gusta todo esto —continuó diciendo Rochi—, y sé, porque me lo has dicho, pero también porque lo presiento, que sólo he visto una parte insignificante de todo lo que... —Suspiró, sintiendo que se le encendían las mejillas—. De todo lo que podríamos recorrer juntos.
Esta vez, ni la inspiración más profunda pudo insuflarle aire a Gaston. Sospechó que todas las palabras que le estaban turbando tenían un sentido y llevaban una dirección. Rochi quería decirle algo, y él no sabía si estaba preparado para escucharlo.
—Te lo dije—musitó, Gaston, ocultando su confusión tras una sonrisa—. La magia está en cada rincón de esta tierra.
—Lo sé. La siento —respondió, acariciándole con la mirada sin importarle que él se diera cuenta—. Está en los lugares y en las personas, y, aunque durante un tiempo me resistí a su embrujo, finalmente me he dejado atrapar.
A Gaston se le contrajo el corazón hasta casi desaparecer cuando reparó que ella ya no hablaba de lugares. Los ojos de Rochi brillaban más tiernos y cálidos que nunca, y él apartó los suyos, sumido en un gran desconcierto.
—Por eso necesito confesarte mis sentimientos —anunció ella, ilusionada y nerviosa.
Sus temblores se hicieron más intensos. Aun sabiendo que no estaban provocados por el frío, dobló las rodillas y tiró del borde del camisón para bajarlo hasta casi los tobillos.
—Me he enamorado —reveló, casi sin voz, abrazándose a sus piernas para controlar su emoción—. Me he enamorado de ti.
La declaración sacudió las entrañas de Gaston, que se tensó para soportar el impacto.
Todo en él se paralizó: su sangre, su corazón, su aliento. Sólo sus pensamientos avanzaron a la velocidad de un rayo para emocionarle, para decirle que había ocurrido lo que no se había atrevido ni a soñar. Rochi le amaba, y a él le dominó una sensación de feliz euforia.
Se volvió hacia ella, dispuesto a abrazarla y a decirle que también él la quería, pero sus pensamientos no se detuvieron; le gritaron que ella no era libre, que mantenía una relación larga y, de algún modo, estable; que no podía ilusionarse con algo que carecía de futuro. Se dijo que tal vez ella se había dejado seducir por el lugar, por las emociones, por la novedad... por el capricho; y los caprichos a veces duran lo que tarda en fundirse un suspiro con el aire.
Rochi le miraba, ilusionada y expectante, aguardando una respuesta que tardaba demasiado en llegar. Había desnudado su corazón con la esperanza de que él quisiera entregarle el suyo. Esa noche, acostada en su cama, pensando en sus propios sentimientos, los besos y las miradas apasionadas de Gaston le habían parecido diferentes, más verdaderas, más sentidas, más propias de un hombre enamorado que de uno que tratara de confundirla.
Pero Gaston apoyó la cabeza contra el fardo, cerrando los ojos para acallar el dolor agridulce que le atravesaba el corazón.
Mientras a Rochi la sangre se le volvía hielo al creer sentir su rechazo, a él le hervía en un pozo de confusión.
¡Habría sido tan sencillo acariciarla y dejarse llevar!, pero, y después, cuando ella decidiera abandonar todo aquello, incluido a él y regresar a su vida, y tal vez también a Pablo, ¿qué le quedaría, salvo el deseo de dormirse una noche y no volver a despertar por la mañana?
Por primera vez, las palabras «me he enamorado de ti» tenían un significado confuso. Por más que pensaba, las cuentas no le salían; ellos seguían siendo tres.
—¿Qué pasa con él? —preguntó, girando la cabeza para mirarla. Ya no le preocupaba que viera en sus ojos la tortura en la que se ahogaba.
—Se lo explicaré —musitó Rochi, abrazada a sus piernas, con la barbilla sobre las rodillas y convertida en un manojo de incertidumbre.
«Se lo explicaría.» Gaston sintió una nueva punzada de dicha y un temblor violento en el corazón. No podía ser todo tan sencillo. Estaba seguro de que en algún punto las cosas no estaban encajando.
—Acabarás marchándote, ¿verdad? —preguntó, con el amasijo de sentimientos danzando en sus ojos negros—. Mañana, pasado, el mes que viene, dentro de un año... En algún momento te cansarás de todo esto y te irás, ¿no es cierto?
—Había pensado quedarme —confesó ella con un brillo herido—, pero si tú me rechazas yo...
—¿Qué es lo que estoy rechazando, Rochi?, porque todavía no sé qué me estás ofreciendo. —Agitó la cabeza, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos se movió para arrodillarse frente a ella—. Tengo miedo de quererte y... —tragó al sentir que se le quebraba la voz—, y despertar una mañana para descubrir que todo ha sido el sueño de unos días. No quiero tenerte sólo por un tiempo. —Inspiró con fuerza—. Si vas a entrar en mi vida quiero que sea para quedarte, y si no estás segura te pido que...
—Estoy segura —respondió, rozándole la sien con la yema de los dedos y tomando aire al ver que la caricia le hacía cerrar los ojos—. Me he enamorado de ti, de lo que haces y de esta tierra que es tuya. No quiero irme, ni ahora ni nunca, pero si no me quieres...
Gaston dudó que su corazón pudiera soportar tanta emoción; tanta dicha. Las palabras, llenas de sentimiento de Rochi, eran lo más hermoso que había soñado escuchar nunca.
—Te amo —susurró, tomándole las manos entre las suyas—. Llevo mucho tiempo ocultando que te amo, que te necesito. Ahora, escuchándote, me siento el hombre más afortunado del mundo, pero me domina un miedo atroz a tenerte para perderte después.
Rochi inspiró hondo al comprender que ni su corazón ni su instinto la habían engañado; la ternura y la pasión que había sentido con sus besos y sus caricias fugaces eran reales; Gaston la amaba.
La amaba tanto que le atenazaba un miedo que sólo ella podría ahuyentar.
—Entonces dime qué puedo hacer para convencerte de que Pablo forma parte de mi pasado —le musitó—, de que te amo y que deseo pasar contigo el resto de mi vida.
Gaston bajó la cabeza y apoyó la frente en los puños que cerraba sobre los dedos de Rochi. Pensó que si no la amara tanto, si no la necesitara con tanta desesperación, todo sería más sencillo. Una decepción de amor no iba a matarle; perderla sí.
Le asustaba quedar a su merced, pero ¿acaso no era eso lo que quería; entregarse a ella para que hiciera con él lo que quisiera, y rezar para que nunca se cansara de amarlo?
Alzó sus esperanzados ojos y los clavó en los mieles de tierno orgullo.
—¿Qué necesitas que haga para demostrarte el amor que siento? —preguntó Rochi.
—Me bastará con que tú me lo digas —susurró Gaston—. Dime que me amas hoy y que me amarás siempre, y no necesitaré más prueba que ésa.
—Te amo —musitó Rochi, apretándole las manos—. Te amaré toda la eternidad.
Gaston inspiró con el alma encharcada en felicidad. Los milagros existían, y acababan de concederle el más hermoso de todos.
—Presiento que todo ese tiempo no nos va a ser suficiente —musitó, tomándole el rostro entre las manos—. Te amo, te amo, te amo —susurró, permitiéndose por fin respirar con alivio.
Rochi había dejado de temblar. Ahora era la felicidad la que amenazaba con estallarle en llanto; un llanto dulce y reparador que le nacía de lo más hondo de su alma de mujer enamorada.
Gaston cubrió con su boca los labios de Rochi y los acarició como si los rozara por primera vez. Le supieron a tarta de manzana y almendras, a lluvia, a besos medio robados medio consentidos... a sal.
Se detuvo para mirarla a los ojos. Lágrimas como perlas de rocío se enredaban en sus pestañas mientras su boca dibujaba una sonrisa de dicha.
—Te quiero con toda mi alma —susurró ella.
Gaston le besó los párpados para beber de la humedad salada de su emoción.
—¿Crees que el corazón puede reventar de felicidad? —preguntó Gaston al sentir que el suyo se expandía hasta no caberle en el pecho.
—Espero que no —dijo ella sonriendo. De pronto reparó en toda la dicha que albergaba en el suyo y repitió—: ¡Dios mío, espero que no!
Gaston la abrazó con fuerza, hundió los dedos entre el esponjoso revoltijo de bucles y susurró con voz entrecortada por la emoción:
—Te necesito, Rochi. No te alejes nunca; no me dejes nunca.
Ella, acurrucándose junto a su pecho, dejó que nuevas lágrimas le humedecieran el corazón con el sabor tierno de la felicidad.
—No lo haré —murmuró con emoción—. Te amo demasiado.
Gaston le besó la frente mientras sus dedos ponían un poco de orden en la maraña de rizos que había acariciado tantas veces en sus pensamientos. Esos en los que, a partir de ese instante, se podría enredar y perder siempre que quisiera.


Gaston atravesó el pastizal despacio, deteniéndose a cada paso como si necesitara tomar aliento y sólo pudiera encontrarlo en Rochi.
Ella, arropada por sus fuertes brazos y acurrucada contra su pecho, con la cabeza sobre su corazón, fue escuchando los latidos fuertes y desacompasados que se aceleraban cada vez que se detenía para mirarla a los ojos, para besarla, para susurrarle que la amaba.
Llegados a la borda, él la llevó hasta la habitación. La deslizó con suavidad, pero no la soltó cuando ella alcanzó con los pies el suelo. La abrazó con fuerza, enterrando el rostro en su cabello, y suspiró con el alivio de quien por fin ha alcanzado lo que desea... ha llegado al lugar ansiado.
La besó en la boca con una suavidad que sabía a urgencia, pero buscó sosiego. La había deseado durante tanto tiempo, que tenía miedo de precipitarse, de amarla con prisa y estropear aquel momento mágico con el que había soñado tantas veces.
Rochi se apartó un poco para desabotonarle la camisa. Le temblaban los dedos,. Pensó que era el tacto del mahón lo que le resultaba más fascinante y le ponía nerviosa, ya que bajo ese grueso tejido estaba la piel del hombre que amaba y al que se iba a entregar por primera vez. La primera de todas las que le amaría el resto de su vida.
Deslizó la tela por los hombros y Gaston bajó los brazos para dejarla caer al suelo.
Miró a Rochi y contuvo la respiración mientras ella le acariciaba el abdomen. Pero la debilidad le hizo cerrar los ojos cuando sintió sus labios sobre su pecho. Un leve roce le dejaba sin fuerzas y le erizaba la piel. Se estremeció al pensar en lo que sentiría al entrar en ella abrazándose a su cuerpo desnudo y escuchándola gemir.
Suspiró mientras la tomaba de nuevo entre sus brazos y la llevaba hasta la cama para tenderla sobre las sábanas revueltas. El se sentó en el borde, con una de sus piernas doblada sobre el colchón y manteniendo la otra apoyada en el suelo. La miró mientras le desanudaba el cinturón de la bata. Rochi vibró ante las gozosas promesas que se leían en sus apasionados ojos verdes, y continuó temblando mientras la desvestía con lenta sensualidad. Primero la bata, después los pequeños botones de su camisón.
Ella le dejó hacer, nerviosa y excitada como si fuera la primera vez.
Cuando la tuvo desnuda, temblorosa e impaciente, Gaston se deshizo de sus pantalones y se tendió a su lado. La abrazó para convencerse una vez más de que era real.
—Te amo —susurró Rochi, enredándose en él con los brazos y las piernas—. Te amo tanto que me asusta.
Tan sólo en sus sueños ella le había dedicado palabras apasionadas, pero ninguna como ésas. Ninguna con esa voz melosa y susurrante que le penetraba por los oídos para alojársele en el corazón, calentándolo hasta casi deshacerlo. Y es que ninguno de sus sueños le había preparado para la sensación de dicha intensa que no le cabía en el pecho.
La besó en la boca con suavidad, casi con devoción, como si tratara de decirle que no temiera nada porque él la protegería siempre. Como si no fuera él quien padecía un miedo fiero a perderla.
Rochi le mordisqueó el mentón, sobre la aspereza de su incipiente barba, y le tiró con suavidad del cabello, haciéndole alzar la cabeza. Deslizó los labios por su cuello, que vibraba, tenso, al paso de su agitada respiración. No recordaba haber amado nunca con tanta necesidad y a la vez con tan poca prisa, y esa necesidad de contenerse le avivaba los sentidos.
Gaston emitió un gemido que Rochi casi pudo atrapar con sus labios a través de su garganta. Él se separó para poder mirarla a los ojos, tomándole el rostro entre las manos.
Qu'est-ce que tu as qui me rend si fou? —susurró, encendido—. ¿Qué es lo que tienes, que me vuelve loco?
Y buscó la respuesta besándole y lamiéndole la piel. Comenzando por sus labios: único pedacito de ella que había probado y del que siempre ansiaría repetir. La suavidad de su cuello, en el que el olor a moras era más intenso, a punto estuvo de triturarle la voluntad de amarla despacio. Si había lamido una dulzura más suave que ésa, no lo recordaba; pero que ninguna le había hecho arder como ella, estaba seguro.
Y mientras su boca descubría los sabores de la dueña de su alma, sus manos le exploraban sus seductoras formas de mujer. Sentía una nueva y erótica sensibilidad en las yemas de sus dedos, como si a la necesidad de recorrer esa piel no le bastara con el simple tacto. Y es que todo en ella era más intenso, más brutal, más enloquecedor.
Le acarició los senos, pequeños y firmes que le cabían en las palmas de las manos. Sus pulgares se movieron sobre los delicados pezones que se irguieron, endureciéndose como pequeños brotes de acero, y él necesitó sentirlos entre sus labios. Los buscó, y se encontró con el medio corazón de oro que reposaba en el suave sendero entre los pechos, como un guardián silencioso.
Se quedó inmóvil, respirando jadeante junto al noble metal que había observado tantas veces.
Nunca necesitó que ella le dijera que era un regalo de Pablo. Medio corazón sólo tiene sentido cuando la parte que lo completa está en poder de la persona amada, y Rochi ahora le amaba a él.
La miró a los ojos mientras con dedos poco firmes le soltaba la delicada cadena. Le desprendió la joya con cuidado y la dejó sobre la mesilla.
Tu es à moi—dijo, con voz entrecortada—. Eres mía; sólo mía.
—Sólo tuya —susurró Rochi, sin aliento, alzando la cabeza de la almohada para besarle con pasión en la boca.
—Te amo —musitó emocionado—. Te amo más de lo que ningún hombre, ni en esta vida ni en ninguna otra, ha podido amar a una mujer.
La abrazó, estrechándola contra su cuerpo para que sintiera los latidos de su corazón; ese que se descompasaba por ella y que a partir de ese instante latiría sólo por ella. Ese por el que se moría de ganas de entregarle entero y para siempre.
La exploró con la calma que concede la impaciencia. Sus manos y sus labios la recorrieron como un mortal deseoso de complacer y hacer gozar a su diosa. Se grabó en el alma el suave tacto de su piel, cada redondeada curva de su cuerpo, el modo en el que a ella se le iba erizando la piel cuando él la rozaba con su lengua, el sabor húmedo y profundo de su deseo. Sólo cuando la sintió arquearse y gritar de gozo, y abandonarse dulcemente tras un intenso orgasmo, sintió que podía entrar en ella para encenderla de nuevo, hacerla suya y deshacerse de su temor a perderla.
La penetró despacio a la vez que sus manos le acariciaban la piel y su boca se apoderaba de sus senos. Desplegó todos sus sentidos para que volviera a vibrar junto a él, para que se fundiera con su cuerpo mientras la iba haciendo dueña de su alma.
Y en el último momento se alzó para mirarla a los ojos. Le acarició las manos antes de sujetarlas para llevarlas hasta los barrotes del cabecero. Rochi, calcinándose bajo el fuego de sus ojos negros, cerró los dedos sobre el hierro forjado sin entender que aquél era el gesto que Gaston asociaba al instante en el que la vio despertar, al deseo oculto de observarla dormir, a su necesidad de amarla sin prisa.
Él cubrió las delicadas manos con las suyas... y, en un instante, el resto del mundo desapareció.
Ellos se fundieron en un solo cuerpo, en una sola alma, y sus dos corazones palpitaron con una única y ardorosa pulsación: la que provocaba el gozo de haberse compartido.           adaptacion


4 comentarios:

  1. por fin! estan juntos!!! me ha encantado el capitulo sos una genia

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  2. Por finnnnn!!!!!! Dk,por fin están juntos. Espero que dure y que no llegue pablo a arruinar todo

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  3. por fin llegó el mejor momento que lindo estan juntos

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