Capitulo 11
Nada
más empezar el colegio, descubrí que mis camisetas tipo polo y mis tejanos
cedidos me calificaban como «necesitada urgente de ropa a la moda». El estilo
que se llevaba entonces era el grunge: todo tenía que estar roto,
manchado y arrugado. «Basura chic», declaró mi madre con desagrado, pero yo me sentía
desesperada por encajar con las otras chicas de mi clase y le supliqué que me
llevara a los grandes almacenes más cercanos. Allí compramos blusas de algodón
fino, camisetas largas sin mangas, un chaleco de ganchillo, una falda larga
hasta los tobillos y unas botas robustas de la marca Doc Martens. El precio que
marcaba la etiqueta de unos tejanos envejecidos casi provocó un shock a mi
madre.
— ¿Sesenta
dólares y ya están rotos?
Aun
así, me los compró.
El
instituto de Welcome no tenía más de cien alumnos en todo el curso de noveno
grado. Y para ellos el fútbol lo era todo. La ciudad entera acudía los viernes
por la noche al campo de fútbol de Welcome para ver el partido o cerraban los
negocios para poder seguir a los Panthers, el equipo del instituto, cuando
jugaba en otro campo. Madres, hermanas y novias apenas parpadeaban mientras sus
héroes se enfrascaban en batallas que, si hubieran tenido lugar fuera del
estadio, se habrían considerado intentos de asesinato. Para la mayoría de los
jugadores, formar parte del equipo constituía la oportunidad de ser el centro
de todas las miradas, de alcanzar la gloria. A los jugadores se los saludaba
como a celebridades cuando paseaban por la calle y al entrenador, cuando pagaba
con tarjeta de crédito, le rechazaban, de una forma ostentosa, cualquier carnet
identificativo, pues él no necesitaba identificación alguna.
Como el
presupuesto para material deportivo sobrepasaba de largo el de cualquier otro
departamento, la biblioteca del instituto era, como mucho, suficiente. Allí es
donde yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre. Ni siquiera se me había
pasado por la cabeza intentar formar parte del equipo de las animadoras, no
sólo porque me parecía ridículo, sino porque se requería dinero y unos padres
fanáticos que movieran algunos hilos.
Yo tuve
suerte e hice amigas enseguida, en concreto tres chicas que no habían
conseguido entrar en el círculo de las populares. Las cuatro nos reuníamos en
casa de una o de otra, experimentábamos con el maquillaje, desfilábamos delante
del espejo y ahorrábamos para comprar pinzas alisadoras del pelo. Como regalo
por mi decimoquinto cumpleaños, mi madre por fin me permitió llevar lentes de
contacto. Mirar el mundo sin el peso de las gruesas gafas constituyó para mí
una sensación extraña pero maravillosa. Para celebrar mi liberación, Maria Del Cerro, mi mejor amiga, me anunció que me depilaría las cejas. Mery
era una muchacha portuguesa de complexión morena y caderas estrechas que
devoraba las revistas de moda entre clase y clase y que siempre estaba al
corriente de las últimas tendencias.
— Mis
cejas no están tan mal, ¿no crees? — protesté yo mientras Mery avanzaba hacia
mí con una mirada maligna en sus ojos de color avellana, unas pinzas y, para mi
horror, un tubo de analgésico.
— ¿De
verdad quieres que te conteste? — preguntó Mery.
— Creo
que no.
Mery me
arrastró hasta la silla que había delante del tocador de su dormitorio.
— Siéntate.
Yo
contemplé mi reflejo en el espejo con preocupación mientras me concentraba en
los pelos que crecían entre mis cejas y que, en opinión de Mery, constituían
una vía de enlace. Como era del dominio público que una chica con una sola ceja
nunca podría ser feliz, no tuve más remedio que ponerme en las hábiles manos de
Mery.
Quizá
se trató, sólo, de una coincidencia, pero al día siguiente tuve un encuentro
inesperado con Gaston Dalmau, el cual pareció confirmar la afirmación de Mery
acerca del poder de la depilación de las cejas. Yo estaba practicando sola en
la canasta de baloncesto del campamento, pues, en la clase de gimnasia, había
demostrado que no podía encestar un tiro libre aunque me fuera la vida en ello.
Mis compañeras de clase se habían dividido en dos equipos y habían estado
discutiendo acerca de quién se quedaba conmigo. No las culpaba, pues yo tampoco
me habría querido en mi equipo. Como la liga escolar de baloncesto no acababa
hasta finales de noviembre, estaba condenada a
sufrir públicamente más
vergüenza a menos que mejorara mi habilidad de enceste.
El sol
otoñal caía con pesadez. Aquel año, el clima había sido bueno para la cosecha
de los melones, y los días calurosos sumados a las noches frescas habían
logrado que los cantalupos y los melones dulces alcanzaran un grado de
maduración óptimo.
Después
de practicar encestes durante cinco minutos, estaba empapada en sudor y polvo.
Cada vez que la pelota botaba en el suelo pavimentado, se levantaba una nube de
polvo rojo.
En todo
el mundo, no hay nada que se pegue más al cuerpo que el polvo de arcilla roja
del este de Tejas. El viento lo lanza sobre uno y se percibe su sabor dulce en
la boca. La arcilla se encuentra bajo una capa de tierra árida y ligera y se
encoge y se expande de una forma tan drástica que, durante los meses más secos,
se forman en el suelo grietas de un intenso color rojo, como el de Marte. Uno
podría dejar los calcetines sumergidos en lejía durante una semana y el color
rojo no desaparecería.
Mientras
resoplaba y me esforzaba en conseguir que mis brazos y mis piernas se movieran
de una forma coordinada, oí una voz indolente a mis espaldas.
— Tienes
el peor estilo de lanzamiento de tiro libre que he visto en mi vida.
Casi
sin aliento, yo apoyé la pelota en mi cadera y me volví hacia el recién
llegado. Un mechón de pelo escapó de mi coleta y cayó encima de uno de mis
ojos.
Pocos
hombres pueden convertir un insulto amistoso en un buen inicio de conversación
y Gaston era uno de ellos. Su sonrisa pícara y encantadora despojaba de malicia
sus palabras. Gaston vestía unos tejanos y una camisa blanca con las mangas
arremangadas y su ropa estaba arrugada y tan polvorienta como la mía. Y también
llevaba puesto un sombrero vaquero de paja que, en determinado momento, debió
de ser blanco, pero que con el tiempo se había vuelto gris aceituna, como la
paja vieja. Mientras permanecía de pie en actitud relajada, Gaston me miró de
tal forma que mi corazón dio volteretas en mi pecho.
— ¿Tienes
alguna sugerencia? — pregunté yo.
En
cuanto hablé, Gaston me miró con fijeza y con los ojos muy abiertos.
— ¿Valeria?
¿Eres tú?
Gaston
no me había reconocido. Resulta sorprendente lo que puedes conseguir si te
depilas la mitad de las cejas. Yo tuve que hincar los dientes en el interior de
las mejillas para no echarme a reír y, después de apartar el mechón de pelo
suelto de mi cara, respondí con tranquilidad:
— Claro
que soy yo, ¿quién creías que era?
— No
tengo ni idea. Yo... — Gaston echó hacia atrás el sombrero y se acercó a mí con
cuidado, como si yo fuera una sustancia volátil que podía explotar en cualquier
momento. Y es así como me sentía con exactitud—. ¿Qué les ha pasado a tus
gafas?
— Llevo
lentes de contacto.
Gaston
se colocó delante de mí y sus anchas espaldas me protegieron del sol.
— Tienes
los ojos claros — declaró trastornado; contrariado, incluso.
Yo
contemplé su garganta de piel suave y bronceada, que estaba salpicada por unas
gotitas de humedad. Gaston estaba tan cerca de mí que percibí el olor salado de
su sudor. Yo clavé las uñas en la superficie rugosa de la pelota de baloncesto.
Mientras Gaston Dalmau me miraba y, en realidad, me veía por primera vez, sentí
como si una mano enorme e invisible hubiera agarrado la Tierra y hubiera
detenido su movimiento.
— Soy
la peor jugadora de baloncesto de la escuela — declaré yo—. O quizá de todo
Tejas. No consigo meter la pelota en aquella cosa.
— ¿En
la canasta?
— Sí,
eso.
Gaston
me observó durante un buen rato más y, al final, una sonrisa curvó uno de los
extremos de su boca.
— En
realidad sí que podría hacerte unas sugerencias. La verdad es que peor no puedes
hacerlo.
— Los
mexicanos no sabemos jugar a baloncesto — explique yo—. Deberían haberme
dispensado de jugar debido a mi herencia genética.
Sin
apartar sus ojos de los míos, Gaston cogió la pelota, la hizo botar varias
veces, se volvió hacia la canasta y, con toda soltura, realizó un salto con un
lanzamiento perfecto. En realidad se trató de una fanfarronada, aun más
ostentosa por el hecho de que llevaba puesto un sombrero de vaquero, y yo me
eché a reír mientras Gaston me miraba con una sonrisa expectante.
— ¿Se
supone que debo alabarte? — pregunté yo.
Él
recuperó la pelota y la hizo botar con lentitud a mi alrededor.
— Sí,
ahora sería un buen momento.
— Ha
sido increíble.
Gaston
siguió botando la pelota con una mano y utilizó la otra para quitarse el viejo
sombrero y lanzarlo a un lado. Después cogió la pelota con la palma de la mano
y se acercó a mí.
— ¿Qué
quieres aprender primero?
«Peligrosa
pregunta», pensé yo.
Al
estar tan cerca de Gaston, volví a sentir aquella dulce pesadez que me impedía
moverme. Me sentía como si tuviera que respirar el doble de deprisa para
introducir la misma cantidad de oxígeno en mis pulmones.
— El
tiro libre — conseguí responder.
— Muy
bien, vamos allá.
Gaston
me indicó la línea blanca que estaba pintada en el suelo a unos cuatro metros y
medio del tablero de la canasta. Parecía una distancia enorme.
— No lo
conseguiré nunca — declaré mientras cogía la pelota—. No tengo fuerza en la
mitad superior del cuerpo.
— Tienes
que utilizar las piernas más que los brazos. Enderézate, guapa, y separa los
pies a la distancia de los hombros. Ahora enséñame cómo has estado lanz...
Vaya, si es así como agarras la pelota no me extraña que no puedas lanzarla en
línea recta.
— Nadie
me ha enseñado a hacerlo — protesté yo mientras él acomodaba mi mano a la
superficie de la pelota.
Sus
dedos bronceados cubrieron los míos y sentí su fuerza y la aspereza de su piel.
Tenía las uñas cortas y descoloridas por el sol: la mano de un trabajador.
— Yo te
enseñaré — declaró él—. Cógela así. Ahora, dobla las rodillas y apunta al
cuadrado dibujado en el tablero. Cuando te endereces, suelta la pelota y deja
que la energía suba desde tus rodillas. Intenta lanzarla con soltura. ¿De
acuerdo?
— De acuerdo.
Yo
apunte al tablero y lancé la pelota con todas mis fuerzas. Ésta se desvió por
completo de la dirección correcta y le dio un susto de muerte a un armadillo
que, de una forma temerosa, se había aventurado fuera de su madriguera para
examinar el sombrero de Gaston. Cuando la pelota botó peligrosamente cerca del
armadillo, éste soltó un chillido y sus largas uñas arañaron el polvoriento
suelo mientras corría despavorido de vuelta a su escondrijo.
— Lo
intentas con demasiada intensidad. — Gaston corrió en busca de la pelota—.
Relájate.
Yo
sacudí los brazos y cogí en el aire la pelota que Gaston me pasó.
— Enderézate.
— Yo volví a colocarme en posición, y Gaston se puso a mi lado—. Tu mano
izquierda es el soporte, y la derecha es... — Gaston se interrumpió y empezó a
reírse—. ¡No, maldita sea, así no!
Yo lo
miré con el ceño fruncido.
— Mira,
ya sé que intentas ayudarme, pero...
— Está
bien, está bien... — Gaston dejó de reírse—. No te muevas. Voy a colocarme
detrás de ti.
No pretendo quitarte la pelota, ¿de acuerdo? Sólo voy a poner las
manos encima de las tuyas.
Yo
permanecí inmóvil mientras sentía su cuerpo detrás del mío y la sólida presión
de su pecho en mí espalda. Gaston me rodeó con los brazos y su cálida fortaleza
hizo que un estremecimiento recorriera el interior de mi cuerpo.
— Tranquila
— murmuró él.
Yo
cerré los ojos y sentí su aliento en mi cabello. Gaston colocó mis manos en la
posición correcta.
— La
palma tiene que ir aquí. Y apoya las yemas de estos tres dedos en la línea
negra. Cuando lances la pelota, deja que se deslice por tus dedos y acompáñala
en el movimiento. De esta forma la lanzarás con efecto.
Sus
manos cubrieron por completo las mías. El color de su piel era casi idéntico al
de la mía, pero el suyo se debía al sol y el mío era natural.
— Ahora
la lanzaremos juntos para que veas cómo se hace. Dobla las rodillas y mira hacia
el tablero.
Nada
más sentir sus brazos a mí alrededor, yo había dejado de pensar por completo y
me había convertido en instinto y sentimiento puros mientras los latidos de mi
corazón, mi respiración y mis movimientos se acompasaban a los de él. Con Gaston
a mi espalda, lancé la pelota, que describió un arco certero en el aire. Sin
embargo, en lugar de pasar limpiamente por el aro, como yo esperaba, rebotó en
la pieza de metal. De todos modos, fue un gran lanzamiento, teniendo en cuenta
que, hasta entonces, mis tiros ni siquiera se habían acercado al tablero.
— No
está mal — declaró Gaston con una sonrisa—. Vas mejorando, chiquilla.
— Yo no
soy una chiquilla, sólo tengo un par de años menos que tú.
— Eres
una cría, ni siquiera te han besado nunca.
La
palabra «cría» me dolió.
— ¿Cómo
lo sabes? Y no intentes convencerme de que lo deduces por mi aspecto. Si te
dijera que me ha besado un centenar de chicos no podrías demostrar lo
contrario.
— Me
sorprendería que te hubiera besado aunque sólo fuera uno.
Un
deseo intenso de que Gaston estuviera equivocado me consumió por dentro. Yo
deseé tener la suficiente experiencia y confianza en mí misma para decir algo
como: «Entonces prepárate para recibir una sorpresa», y a continuación,
acercarme a él y darle el beso de su vida; uno que le hiciera perder el
sentido.
Pero mi
plan no funcionaría. En primer lugar, Gaston era mucho más alto que yo, con lo
que tendría que escalar la mitad de su cuerpo para llegar a sus labios. En
segundo lugar, yo no tenía ni idea de cómo se daban los besos; si se empezaba
con los labios abiertos o cerrados, qué tenía que hacer con la lengua, cuándo
debía cerrar los ojos... y, aunque no me importaba que Gaston se riera de mis
torpes lanzamientos de baloncesto — bueno, no mucho—, me moriría si se riera de
mi intento de besarle, de modo que sólo dije:
— No
sabes tanto como crees.
Y me
alejé en busca de la pelota.
Continuara...
*Mafe*

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