viernes, 26 de abril de 2013

Mi Nombre Es Valery Cap 11



Capitulo 11
Nada más empezar el colegio, descubrí que mis camisetas tipo polo y mis tejanos cedidos me calificaban como «necesitada urgente de ropa a la moda». El estilo que se llevaba entonces era el grunge: todo tenía que estar roto, manchado y arrugado. «Basura chic», declaró mi madre con desagrado, pero yo me sentía desesperada por encajar con las otras chicas de mi clase y le supliqué que me llevara a los grandes almacenes más cercanos. Allí compramos blusas de algodón fino, camisetas largas sin mangas, un chaleco de ganchillo, una falda larga hasta los tobillos y unas botas robustas de la marca Doc Martens. El precio que marcaba la etiqueta de unos tejanos envejecidos casi provocó un shock a mi madre.

— ¿Sesenta dólares y ya están rotos?

Aun así, me los compró.

El instituto de Welcome no tenía más de cien alumnos en todo el curso de noveno grado. Y para ellos el fútbol lo era todo. La ciudad entera acudía los viernes por la noche al campo de fútbol de Welcome para ver el partido o cerraban los negocios para poder seguir a los Panthers, el equipo del instituto, cuando jugaba en otro campo. Madres, hermanas y novias apenas parpadeaban mientras sus héroes se enfrascaban en batallas que, si hubieran tenido lugar fuera del estadio, se habrían considerado intentos de asesinato. Para la mayoría de los jugadores, formar parte del equipo constituía la oportunidad de ser el centro de todas las miradas, de alcanzar la gloria. A los jugadores se los saludaba como a celebridades cuando paseaban por la calle y al entrenador, cuando pagaba con tarjeta de crédito, le rechazaban, de una forma ostentosa, cualquier carnet identificativo, pues él no necesitaba identificación alguna.

Como el presupuesto para material deportivo sobrepasaba de largo el de cualquier otro departamento, la biblioteca del instituto era, como mucho, suficiente. Allí es donde yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza intentar formar parte del equipo de las animadoras, no sólo porque me parecía ridículo, sino porque se requería dinero y unos padres fanáticos que movieran algunos hilos.

Yo tuve suerte e hice amigas enseguida, en concreto tres chicas que no habían conseguido entrar en el círculo de las populares. Las cuatro nos reuníamos en casa de una o de otra, experimentábamos con el maquillaje, desfilábamos delante del espejo y ahorrábamos para comprar pinzas alisadoras del pelo. Como regalo por mi decimoquinto cumpleaños, mi madre por fin me permitió llevar lentes de contacto. Mirar el mundo sin el peso de las gruesas gafas constituyó para mí una sensación extraña pero maravillosa. Para celebrar mi liberación, Maria Del Cerro, mi mejor amiga, me anunció que me depilaría las cejas. Mery era una muchacha portuguesa de complexión morena y caderas estrechas que devoraba las revistas de moda entre clase y clase y que siempre estaba al corriente de las últimas tendencias.

— Mis cejas no están tan mal, ¿no crees? — protesté yo mientras Mery avanzaba hacia mí con una mirada maligna en sus ojos de color avellana, unas pinzas y, para mi horror, un tubo de analgésico.
— ¿De verdad quieres que te conteste? — preguntó Mery.
— Creo que no.

Mery me arrastró hasta la silla que había delante del tocador de su dormitorio.

— Siéntate.

Yo contemplé mi reflejo en el espejo con preocupación mientras me concentraba en los pelos que crecían entre mis cejas y que, en opinión de Mery, constituían una vía de enlace. Como era del dominio público que una chica con una sola ceja nunca podría ser feliz, no tuve más remedio que ponerme en las hábiles manos de Mery.

Quizá se trató, sólo, de una coincidencia, pero al día siguiente tuve un encuentro inesperado con Gaston Dalmau, el cual pareció confirmar la afirmación de Mery acerca del poder de la depilación de las cejas. Yo estaba practicando sola en la canasta de baloncesto del campamento, pues, en la clase de gimnasia, había demostrado que no podía encestar un tiro libre aunque me fuera la vida en ello. Mis compañeras de clase se habían dividido en dos equipos y habían estado discutiendo acerca de quién se quedaba conmigo. No las culpaba, pues yo tampoco me habría querido en mi equipo. Como la liga escolar de baloncesto no acababa hasta finales de noviembre, estaba condenada a 
sufrir públicamente más vergüenza a menos que mejorara mi habilidad de enceste.

El sol otoñal caía con pesadez. Aquel año, el clima había sido bueno para la cosecha de los melones, y los días calurosos sumados a las noches frescas habían logrado que los cantalupos y los melones dulces alcanzaran un grado de maduración óptimo.
Después de practicar encestes durante cinco minutos, estaba empapada en sudor y polvo. Cada vez que la pelota botaba en el suelo pavimentado, se levantaba una nube de polvo rojo.
En todo el mundo, no hay nada que se pegue más al cuerpo que el polvo de arcilla roja del este de Tejas. El viento lo lanza sobre uno y se percibe su sabor dulce en la boca. La arcilla se encuentra bajo una capa de tierra árida y ligera y se encoge y se expande de una forma tan drástica que, durante los meses más secos, se forman en el suelo grietas de un intenso color rojo, como el de Marte. Uno podría dejar los calcetines sumergidos en lejía durante una semana y el color rojo no desaparecería.
Mientras resoplaba y me esforzaba en conseguir que mis brazos y mis piernas se movieran de una forma coordinada, oí una voz indolente a mis espaldas.

— Tienes el peor estilo de lanzamiento de tiro libre que he visto en mi vida.

Casi sin aliento, yo apoyé la pelota en mi cadera y me volví hacia el recién llegado. Un mechón de pelo escapó de mi coleta y cayó encima de uno de mis ojos.
Pocos hombres pueden convertir un insulto amistoso en un buen inicio de conversación y Gaston era uno de ellos. Su sonrisa pícara y encantadora despojaba de malicia sus palabras. Gaston vestía unos tejanos y una camisa blanca con las mangas arremangadas y su ropa estaba arrugada y tan polvorienta como la mía. Y también llevaba puesto un sombrero vaquero de paja que, en determinado momento, debió de ser blanco, pero que con el tiempo se había vuelto gris aceituna, como la paja vieja. Mientras permanecía de pie en actitud relajada, Gaston me miró de tal forma que mi corazón dio volteretas en mi pecho.

— ¿Tienes alguna sugerencia? — pregunté yo.

En cuanto hablé, Gaston me miró con fijeza y con los ojos muy abiertos.

— ¿Valeria? ¿Eres tú?

Gaston no me había reconocido. Resulta sorprendente lo que puedes conseguir si te depilas la mitad de las cejas. Yo tuve que hincar los dientes en el interior de las mejillas para no echarme a reír y, después de apartar el mechón de pelo suelto de mi cara, respondí con tranquilidad:

— Claro que soy yo, ¿quién creías que era?
— No tengo ni idea. Yo... — Gaston echó hacia atrás el sombrero y se acercó a mí con cuidado, como si yo fuera una sustancia volátil que podía explotar en cualquier momento. Y es así como me sentía con exactitud—. ¿Qué les ha pasado a tus gafas?
— Llevo lentes de contacto.

Gaston se colocó delante de mí y sus anchas espaldas me protegieron del sol.

— Tienes los ojos claros — declaró trastornado; contrariado, incluso.

Yo contemplé su garganta de piel suave y bronceada, que estaba salpicada por unas gotitas de humedad. Gaston estaba tan cerca de mí que percibí el olor salado de su sudor. Yo clavé las uñas en la superficie rugosa de la pelota de baloncesto. Mientras Gaston Dalmau me miraba y, en realidad, me veía por primera vez, sentí como si una mano enorme e invisible hubiera agarrado la Tierra y hubiera detenido su movimiento.
— Soy la peor jugadora de baloncesto de la escuela — declaré yo—. O quizá de todo Tejas. No consigo meter la pelota en aquella cosa.
— ¿En la canasta?
— Sí, eso.

Gaston me observó durante un buen rato más y, al final, una sonrisa curvó uno de los extremos de su boca.

— En realidad sí que podría hacerte unas sugerencias. La verdad es que peor no puedes hacerlo.
— Los mexicanos no sabemos jugar a baloncesto — explique yo—. Deberían haberme dispensado de jugar debido a mi herencia genética.

Sin apartar sus ojos de los míos, Gaston cogió la pelota, la hizo botar varias veces, se volvió hacia la canasta y, con toda soltura, realizó un salto con un lanzamiento perfecto. En realidad se trató de una fanfarronada, aun más ostentosa por el hecho de que llevaba puesto un sombrero de vaquero, y yo me eché a reír mientras Gaston me miraba con una sonrisa expectante.

— ¿Se supone que debo alabarte? — pregunté yo.

Él recuperó la pelota y la hizo botar con lentitud a mi alrededor.

— Sí, ahora sería un buen momento.
— Ha sido increíble.

Gaston siguió botando la pelota con una mano y utilizó la otra para quitarse el viejo sombrero y lanzarlo a un lado. Después cogió la pelota con la palma de la mano y se acercó a mí.

— ¿Qué quieres aprender primero?
«Peligrosa pregunta», pensé yo.

Al estar tan cerca de Gaston, volví a sentir aquella dulce pesadez que me impedía moverme. Me sentía como si tuviera que respirar el doble de deprisa para introducir la misma cantidad de oxígeno en mis pulmones.

— El tiro libre — conseguí responder.
— Muy bien, vamos allá.

Gaston me indicó la línea blanca que estaba pintada en el suelo a unos cuatro metros y medio del tablero de la canasta. Parecía una distancia enorme.

— No lo conseguiré nunca — declaré mientras cogía la pelota—. No tengo fuerza en la mitad superior del cuerpo.
— Tienes que utilizar las piernas más que los brazos. Enderézate, guapa, y separa los pies a la distancia de los hombros. Ahora enséñame cómo has estado lanz... Vaya, si es así como agarras la pelota no me extraña que no puedas lanzarla en línea recta.
— Nadie me ha enseñado a hacerlo — protesté yo mientras él acomodaba mi mano a la superficie de la pelota.

Sus dedos bronceados cubrieron los míos y sentí su fuerza y la aspereza de su piel. Tenía las uñas cortas y descoloridas por el sol: la mano de un trabajador.

— Yo te enseñaré — declaró él—. Cógela así. Ahora, dobla las rodillas y apunta al cuadrado dibujado en el tablero. Cuando te endereces, suelta la pelota y deja que la energía suba desde tus rodillas. Intenta lanzarla con soltura. ¿De acuerdo?

— De acuerdo.

Yo apunte al tablero y lancé la pelota con todas mis fuerzas. Ésta se desvió por completo de la dirección correcta y le dio un susto de muerte a un armadillo que, de una forma temerosa, se había aventurado fuera de su madriguera para examinar el sombrero de Gaston. Cuando la pelota botó peligrosamente cerca del armadillo, éste soltó un chillido y sus largas uñas arañaron el polvoriento suelo mientras corría despavorido de vuelta a su escondrijo.

— Lo intentas con demasiada intensidad. — Gaston corrió en busca de la pelota—. Relájate.

Yo sacudí los brazos y cogí en el aire la pelota que Gaston me pasó.

— Enderézate. — Yo volví a colocarme en posición, y Gaston se puso a mi lado—. Tu mano izquierda es el soporte, y la derecha es... — Gaston se interrumpió y empezó a reírse—. ¡No, maldita sea, así no!

Yo lo miré con el ceño fruncido.

— Mira, ya sé que intentas ayudarme, pero...
— Está bien, está bien... — Gaston dejó de reírse—. No te muevas. Voy a colocarme detrás de ti. 

No pretendo quitarte la pelota, ¿de acuerdo? Sólo voy a poner las manos encima de las tuyas.
Yo permanecí inmóvil mientras sentía su cuerpo detrás del mío y la sólida presión de su pecho en mí espalda. Gaston me rodeó con los brazos y su cálida fortaleza hizo que un estremecimiento recorriera el interior de mi cuerpo.

— Tranquila — murmuró él.

Yo cerré los ojos y sentí su aliento en mi cabello. Gaston colocó mis manos en la posición correcta.

— La palma tiene que ir aquí. Y apoya las yemas de estos tres dedos en la línea negra. Cuando lances la pelota, deja que se deslice por tus dedos y acompáñala en el movimiento. De esta forma la lanzarás con efecto.
Sus manos cubrieron por completo las mías. El color de su piel era casi idéntico al de la mía, pero el suyo se debía al sol y el mío era natural.

— Ahora la lanzaremos juntos para que veas cómo se hace. Dobla las rodillas y mira hacia el tablero.

Nada más sentir sus brazos a mí alrededor, yo había dejado de pensar por completo y me había convertido en instinto y sentimiento puros mientras los latidos de mi corazón, mi respiración y mis movimientos se acompasaban a los de él. Con Gaston a mi espalda, lancé la pelota, que describió un arco certero en el aire. Sin embargo, en lugar de pasar limpiamente por el aro, como yo esperaba, rebotó en la pieza de metal. De todos modos, fue un gran lanzamiento, teniendo en cuenta que, hasta entonces, mis tiros ni siquiera se habían acercado al tablero.

— No está mal — declaró Gaston con una sonrisa—. Vas mejorando, chiquilla.
— Yo no soy una chiquilla, sólo tengo un par de años menos que tú.
— Eres una cría, ni siquiera te han besado nunca.

La palabra «cría» me dolió.

— ¿Cómo lo sabes? Y no intentes convencerme de que lo deduces por mi aspecto. Si te dijera que me ha besado un centenar de chicos no podrías demostrar lo contrario.
— Me sorprendería que te hubiera besado aunque sólo fuera uno.

Un deseo intenso de que Gaston estuviera equivocado me consumió por dentro. Yo deseé tener la suficiente experiencia y confianza en mí misma para decir algo como: «Entonces prepárate para recibir una sorpresa», y a continuación, acercarme a él y darle el beso de su vida; uno que le hiciera perder el sentido.

Pero mi plan no funcionaría. En primer lugar, Gaston era mucho más alto que yo, con lo que tendría que escalar la mitad de su cuerpo para llegar a sus labios. En segundo lugar, yo no tenía ni idea de cómo se daban los besos; si se empezaba con los labios abiertos o cerrados, qué tenía que hacer con la lengua, cuándo debía cerrar los ojos... y, aunque no me importaba que Gaston se riera de mis torpes lanzamientos de baloncesto — bueno, no mucho—, me moriría si se riera de mi intento de besarle, de modo que sólo dije:

— No sabes tanto como crees.

Y me alejé en busca de la pelota.

 Continuara...

 *Mafe*


No hay comentarios:

Publicar un comentario