Capitulo 10
Me
extrañó que mi madre le contara a Tina que estaba embarazada antes que a
ninguna otra persona, incluida yo. A pesar de que eran muy diferentes, se habían
hecho amigas en muy poco tiempo. Cuando estaban juntas era como ver a un cisne
en compañía de un pájaro carpintero de cresta roja, pero, bajo su aspecto
dispar, ambas tenían en común una gran entereza. Las dos eran mujeres fuertes
que estaban dispuestas a pagar el precio que exigía su independencia.
Una
noche, mientras mi madre hablaba en la cocina con Tina, quien nos había traído
un pastel de melocotón con varias capas de bizcocho empapado en zumo, descubrí
el secreto de mi madre. Yo estaba sentada frente al televisor con un plato y
una cuchara en el regazo y oí algunas de las palabras que susurraban.
—... no
sé por qué tendría que contárselo... — le dijo mi madre a Tina.
— Pero
es su deber ayudarte...
— ¡Oh,
no...! — Mi madre volvió a bajar la voz y sólo pude oír algunas palabras aquí y
allá—:... mía, no tiene nada que ver con él...
— No te
resultará fácil.
— Lo
sé, pero tengo a quién acudir si las cosas se ponen realmente mal.
Yo
comprendí cuál era el tema de su conversación. Antes ya había percibido algunas
señales, como el estómago revuelto de mi madre o el hecho de que había acudido
dos veces al médico en el plazo de una semana. Todos mis deseos y esperanzas de
tener a alguien a quien amar, de tener una familia, por fin habían sido
escuchados. Noté una presión en la parte de atrás de la garganta, como si
tuviera ganas de llorar. Me sentía tan feliz que quería dar saltos de alegría.
Sin
embargo, permanecí inmóvil mientras me esforzaba en oír más fragmentos de la
conversación. De algún modo, mi madre debió de percibir la intensidad de mi
deseo, porque fijó la mirada en mí e interrumpió la conversación con Tina para
indicarme en tono desinteresado:
— Valeria,
ve a ducharte.
Yo no
podía creer lo normal que sonó mi voz, tan normal como la de mi madre.
— No me
hace falta ducharme.
— Entonces
ve a leer algo. ¡Vamos, ahora!
— Sí,
mamá.
Yo me
dirigí con desgana al lavabo mientras cientos de preguntas cruzaban por mi
mente: alguien a quien acudir... ¿Un antiguo novio? ¿Uno de los familiares de
los que nunca hablaba? Yo sabía que aquella persona estaba relacionada con la
vida secreta de mi madre, la que había llevado antes de que yo naciera y me
prometí en silencio que, cuando fuera mayor, averiguaría todo lo que pudiera
acerca de aquella etapa de su vida.
Esperé
con impaciencia que mi madre me contara la noticia, pero después de seis
semanas de espera inútil, decidí preguntárselo directamente. Nos dirigíamos al
supermercado en el Honda Civic plateado que teníamos desde que me alcanzaba la
memoria. Hacía poco que mi madre lo había llevado al taller para que le
hicieran una puesta a punto: le habían arreglado las rascadas y las
abolladuras, lo habían pintado y le habían cambiado las pastillas del freno, de
modo que estaba como nuevo. Mi madre también había comprado ropa nueva para mí,
una mesa con sillas y una sombrilla para el patio y un televisor de primera
mano. Según me explicó, la compañía de patentes le había concedido una prima.
Nuestra
vida siempre había transcurrido así, a veces teníamos que contar hasta el último
centavo, pero, de repente, nos llegaba algún extra como caído del cielo: una
prima, un pequeño premio de la lotería o algo de dinero que un familiar lejano
había dejado en herencia a mi madre. Yo nunca me atreví a preguntarle acerca de
aquellas entradas inesperadas de dinero, pero, conforme fui creciendo, me di
cuenta de que siempre ocurrían justo después de una de sus misteriosas
desapariciones. Cada pocos meses, quizá dos veces al año, mi madre me enviaba a
dormir a casa de algún vecino y ella se marchaba durante todo el día, aunque a veces
no regresaba hasta la mañana siguiente. Cuando volvía, reaprovisionaba la
despensa y la nevera, compraba ropa nueva, pagaba deudas pendientes y salíamos
a comer fuera.
— Mamá,
¿vas a tener un bebé, verdad? — le pregunté mientras observaba sus facciones
severas pero delicadas.
Mi
madre me lanzó una mirada estupefacta y el coche realizó un ligero viraje.
Entonces ella volvió la atención a la carretera y sujetó el volante con fuerza.
— ¡Santo
cielo, casi haces que tengamos un accidente!
— ¿Vas
a tenerlo? — insistí yo.
Ella
permaneció en silencio unos instantes y, cuando contestó, su voz temblaba un
poco.
— Sí, Valeria.
— ¿Un
niño o una niña?
— Todavía
no lo sé.
— ¿Lo
vamos a compartir con Salvador?
— No, Valeria,
no es hijo de Salvador, ni de ningún otro hombre, sólo nuestro.
Yo me
relajé en el asiento mientras mi madre me lanzaba una rápida mirada a través
del silencio.
— Valeria...
— declaró con esfuerzo—, ambas tendremos que realizar algunos ajustes en
nuestras vidas... Algunos sacrificios. Lo siento. Yo no lo planeé.
— Lo
entiendo, mamá.
— ¿Ah,
sí? — Mi madre rió entre dientes sin ganas—. Pues yo no estoy segura de
entenderlo.
— ¿Cómo
llamaremos al bebé? — pregunté yo.
— Ni
siquiera he empezado a pensar en eso.
— Tenemos
que comprar uno de esos libros de nombres para bebés.
Yo
pensaba leer todos los nombres que existían. Nuestro bebé tendría un nombre
largo y que sonara importante; uno de esos nombres que aparecían en las obras
de Shakespeare; un nombre gracias al cual todo el mundo supiera lo especial que
él o ella era.
— No
esperaba que te tomaras tan bien la noticia — comentó mi madre.
— Estoy
contenta — respondí yo—. Muy contenta.
— ¿Porqué?
— Porque
a partir de ahora ya no estaré sola.
Mi
madre detuvo el coche en el aparcamiento, junto a otros vehículos recalentados
por el sol, y apagó el motor. A mí me sabía mal haberle contestado aquello,
porque su mirada parecía afligida. Mi madre alargó el brazo con lentitud y me
apartó el cabello de la cara. Yo quería apretujarme contra su mano como un gato
cuando lo acarician, pero mi madre creía en el espacio personal, en el suyo y
en el de los demás, y no lo invadía con facilidad.
— Tú no
estás sola — me dijo.
— Ya lo
sé, mamá, pero todo el mundo tiene hermanos y hermanas, y yo siempre he querido
tener a alguien con quien jugar y a quien cuidar. Seré una buena canguro. Ni
siquiera tendrás que pagarme.
Gracias
a esta afirmación, conseguí otra caricia en el cabello y, después, salimos del
coche.
Continuara...
*Mafe*

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