Capitulo 5
La casa recién estrenada despedía un olor agradable a plástico acabado de moldear y a moqueta nueva. Se trataba de una casa de un módulo y dos dormitorios y tenía un patio trasero cementado. Mi madre me había permitido quitar el papel de las paredes de mi habitación, el cual era blanco y estaba estampado con ramilletes de rosas y un ribete azul. Nunca habíamos vivido en una casa prefabricada, y antes de mudarnos hacia el este, a Welcome, vivíamos en Houston, en una casa de alquiler.
Salvador, el novio de mi madre, constituía una adquisición nueva, como la casa prefabricada. Tenía la costumbre de cambiar continuamente el canal de la televisión, lo cual, al principio, no me resultaba muy molesto, pero, después de un tiempo, aquel hábito me volvía loca. Cuando Salvador estaba cerca, no se podía ver ningún programa más de cinco minutos seguidos.
Yo nunca supe con certeza por qué mi madre lo invitó a vivir con nosotras, pues no parecía ser mejor o muy diferente de cualquiera de sus anteriores novios. Salvador era como un perro amigable y grandullón. Era perezoso, guapo y tenía un inicio de tripa de bebedor de cerveza, una maraña espesa de pelo y una sonrisa fácil. Mi madre tuvo que mantenerlo desde el primer día con su sueldo de recepcionista de la oficina local de patentes. Salvador, por su lado, era un eterno desempleado, pues aunque no le molestaba tener un empleo, estaba por completo en contra de la idea de buscarlo, lo cual constituía una paradoja sureña habitual.
No obstante, a mí Salvador me gustaba, porque hacía reír a mi madre. El sonido de sus escasas risas era tan preciado para mí que me habría gustado atrapar una y conservarla en un frasco para siempre.
Cuando entré en la casa, vi que Salvador estaba tumbado en el sofá con una cerveza en la mano mientras mi madre apilaba latas en uno de los armarios de la cocina.
— ¡Hola, Valeria! — saludó Salvador con jovialidad.— Hola, Salvador.
Yo me dirigí a la pequeña cocina para ayudar a mi madre. La luz que despedía el fluorescente del techo se reflejaba en la resplandeciente cabellera rubia de mi madre. Ella tenía la tez clara y las facciones delicadas, unos misteriosos ojos verdes y unos labios tiernos. El único indicio de su enorme tozudez era el contorno anguloso y definido de su mandíbula, la cual era afilada como la proa de un antiguo velero.
— ¿Le has llevado el cheque al señor Cruz, Valeria?— Sí. — Yo cogí unos paquetes de harina, azúcar y maíz y los guarde en uno de los armarios—. Es un verdadero idiota, mamá. Me ha llamado espalda mojada.
Ella se volvió de repente hacia mí con los ojos chispeantes. Una oleada de rubor cubrió sus mejillas de un tono sonrosado.
— ¡Será imbécil! — exclamó—. No me lo puedo creer. ¿Salvador has oído lo que acaba de contarme Valeria?— No.— La ha llamado espalda mojada.— ¿Quién?— Juan Cruz, el gerente. Levanta el trasero del sofá y ve a hablar con él. ¡Ahora! Y dile que no se le ocurra volver a hacerlo.— Vamos, cariño, esa expresión no significa nada — protestó Salvador—. Todo el mundo lo dice sin intención de herir a nadie.— ¡No te atrevas a justificarlo!
Mi madre me acercó hacia sí y me rodeó con los brazos de una forma protectora. Sorprendida por la intensidad de su reacción, después de todo no era la primera vez que me llamaban de ese modo ni sería la última, permití que me abrazara unos instantes.
— Estoy bien, mamá — la tranquilicé.— Cualquiera que emplee esa expresión demuestra que es un estúpido ignorante — declaró mi madre con voz cortante—. No hay nada malo en ser mexicana, tú ya lo sabes.
Mi madre estaba más ofendida por mí que yo misma.
Yo siempre había sido muy consciente de lo distinta que era de mi madre. Cuando íbamos juntas a algún lugar, siempre constituíamos el blanco de las miradas curiosas de los demás. Mi madre, blanca como un ángel, y yo, de cabello Rubio y complexión latina. Pero había aprendido a aceptarlo con resignación. Ser medio mexicana era lo mismo que ser mexicana del todo. Esto implicaba que, algunas veces, me llamaran espalda mojada, aunque yo había nacido en Norteamérica y nunca había puesto un pie en Río Grande.
— Salvador — insistió mi madre—, ¿vas a ir a hablar con él?— No tiene por qué hacerlo — contesté yo arrepentida de habérselo contado.
No podía imaginarme a Salvador metiéndose en problemas por algo que consideraba una nimiedad.
— Cariño — volvió a protestar Salvador—, no tiene ningún sentido que te pelees con el propietario el primer día...— La cuestión es si eres lo suficiente hombre para defender a mi hija. — Mi madre le lanzó una mirada furiosa—. ¡Ya lo haré yo, maldita sea!
Se oyó un gemido largo y lastimero que procedía del sofá, pero no se produjo ningún movimiento, salvo la presión del pulgar de Salvador en el mando a distancia.
— No vayas, mamá — protesté yo con ansiedad—. Salvador tiene razón, no ha significado nada.
Yo sabía, con todas las células de mi cuerpo, que tenía que mantener a mi madre alejada de Juan Cruz.
— No tardaré — replicó ella con frialdad mientras trataba de encontrar su bolso.— ¡Por favor, mamá! — Yo busqué, con desesperación, la forma de disuadirla. Es la hora de cenar y tengo hambre. Mucha hambre. ¿Podemos salir a cenar fuera? Probemos la cafetería de la ciudad.
A todos los adultos que conocía, incluida mi madre, les gustaba ir a la cafetería.Mi madre se detuvo y me miró con fijeza mientras su expresión se suavizaba.
— ¡Pero si tú odias la comida de las cafeterías!— Ya no tanto — repliqué yo—. En realidad, comer con bandejas con compartimentos empieza a gustarme. — Al ver que una sonrisa empezaba a brotar de la comisura de sus labios, añadí—: Con suerte, hoy será la noche de la tercera edad y podrás comer a mitad de precio.— ¡Mocosa! — exclamó ella mientras rompía a reír—. Después del traslado, la verdad es que sí que me siento como si fuera de la tercera edad. — Mi madre se dirigió a la salita, apagó el televisor y se quedó de pie delante de la pantalla—. Levántate, Salvador.— ¡Me perderé el programa de lucha libre! — protestó él mientras se incorporaba.
Su pelo enmarañado estaba aplastado en un lado debido al tiempo que llevaba echado en el sofá.
— En cualquier caso, tampoco lo verías acabar — declaró mi madre—. ¡Vamos, Salvador, o esconderé el mando un mes entero!
Salvador exhaló un suspiro y se puso de pie.
La casa recién estrenada despedía un olor agradable a plástico acabado de moldear y a moqueta nueva. Se trataba de una casa de un módulo y dos dormitorios y tenía un patio trasero cementado. Mi madre me había permitido quitar el papel de las paredes de mi habitación, el cual era blanco y estaba estampado con ramilletes de rosas y un ribete azul. Nunca habíamos vivido en una casa prefabricada, y antes de mudarnos hacia el este, a Welcome, vivíamos en Houston, en una casa de alquiler.
Salvador, el novio de mi madre, constituía una adquisición nueva, como la casa prefabricada. Tenía la costumbre de cambiar continuamente el canal de la televisión, lo cual, al principio, no me resultaba muy molesto, pero, después de un tiempo, aquel hábito me volvía loca. Cuando Salvador estaba cerca, no se podía ver ningún programa más de cinco minutos seguidos.
Yo nunca supe con certeza por qué mi madre lo invitó a vivir con nosotras, pues no parecía ser mejor o muy diferente de cualquiera de sus anteriores novios. Salvador era como un perro amigable y grandullón. Era perezoso, guapo y tenía un inicio de tripa de bebedor de cerveza, una maraña espesa de pelo y una sonrisa fácil. Mi madre tuvo que mantenerlo desde el primer día con su sueldo de recepcionista de la oficina local de patentes. Salvador, por su lado, era un eterno desempleado, pues aunque no le molestaba tener un empleo, estaba por completo en contra de la idea de buscarlo, lo cual constituía una paradoja sureña habitual.
No obstante, a mí Salvador me gustaba, porque hacía reír a mi madre. El sonido de sus escasas risas era tan preciado para mí que me habría gustado atrapar una y conservarla en un frasco para siempre.
Cuando entré en la casa, vi que Salvador estaba tumbado en el sofá con una cerveza en la mano mientras mi madre apilaba latas en uno de los armarios de la cocina.
— ¡Hola, Valeria! — saludó Salvador con jovialidad.— Hola, Salvador.
Yo me dirigí a la pequeña cocina para ayudar a mi madre. La luz que despedía el fluorescente del techo se reflejaba en la resplandeciente cabellera rubia de mi madre. Ella tenía la tez clara y las facciones delicadas, unos misteriosos ojos verdes y unos labios tiernos. El único indicio de su enorme tozudez era el contorno anguloso y definido de su mandíbula, la cual era afilada como la proa de un antiguo velero.
— ¿Le has llevado el cheque al señor Cruz, Valeria?— Sí. — Yo cogí unos paquetes de harina, azúcar y maíz y los guarde en uno de los armarios—. Es un verdadero idiota, mamá. Me ha llamado espalda mojada.
Ella se volvió de repente hacia mí con los ojos chispeantes. Una oleada de rubor cubrió sus mejillas de un tono sonrosado.
— ¡Será imbécil! — exclamó—. No me lo puedo creer. ¿Salvador has oído lo que acaba de contarme Valeria?— No.— La ha llamado espalda mojada.— ¿Quién?— Juan Cruz, el gerente. Levanta el trasero del sofá y ve a hablar con él. ¡Ahora! Y dile que no se le ocurra volver a hacerlo.— Vamos, cariño, esa expresión no significa nada — protestó Salvador—. Todo el mundo lo dice sin intención de herir a nadie.— ¡No te atrevas a justificarlo!
Mi madre me acercó hacia sí y me rodeó con los brazos de una forma protectora. Sorprendida por la intensidad de su reacción, después de todo no era la primera vez que me llamaban de ese modo ni sería la última, permití que me abrazara unos instantes.
— Estoy bien, mamá — la tranquilicé.— Cualquiera que emplee esa expresión demuestra que es un estúpido ignorante — declaró mi madre con voz cortante—. No hay nada malo en ser mexicana, tú ya lo sabes.
Mi madre estaba más ofendida por mí que yo misma.
Yo siempre había sido muy consciente de lo distinta que era de mi madre. Cuando íbamos juntas a algún lugar, siempre constituíamos el blanco de las miradas curiosas de los demás. Mi madre, blanca como un ángel, y yo, de cabello Rubio y complexión latina. Pero había aprendido a aceptarlo con resignación. Ser medio mexicana era lo mismo que ser mexicana del todo. Esto implicaba que, algunas veces, me llamaran espalda mojada, aunque yo había nacido en Norteamérica y nunca había puesto un pie en Río Grande.
— Salvador — insistió mi madre—, ¿vas a ir a hablar con él?— No tiene por qué hacerlo — contesté yo arrepentida de habérselo contado.
No podía imaginarme a Salvador metiéndose en problemas por algo que consideraba una nimiedad.
— Cariño — volvió a protestar Salvador—, no tiene ningún sentido que te pelees con el propietario el primer día...— La cuestión es si eres lo suficiente hombre para defender a mi hija. — Mi madre le lanzó una mirada furiosa—. ¡Ya lo haré yo, maldita sea!
Se oyó un gemido largo y lastimero que procedía del sofá, pero no se produjo ningún movimiento, salvo la presión del pulgar de Salvador en el mando a distancia.
— No vayas, mamá — protesté yo con ansiedad—. Salvador tiene razón, no ha significado nada.
Yo sabía, con todas las células de mi cuerpo, que tenía que mantener a mi madre alejada de Juan Cruz.
— No tardaré — replicó ella con frialdad mientras trataba de encontrar su bolso.— ¡Por favor, mamá! — Yo busqué, con desesperación, la forma de disuadirla. Es la hora de cenar y tengo hambre. Mucha hambre. ¿Podemos salir a cenar fuera? Probemos la cafetería de la ciudad.
A todos los adultos que conocía, incluida mi madre, les gustaba ir a la cafetería.Mi madre se detuvo y me miró con fijeza mientras su expresión se suavizaba.
— ¡Pero si tú odias la comida de las cafeterías!— Ya no tanto — repliqué yo—. En realidad, comer con bandejas con compartimentos empieza a gustarme. — Al ver que una sonrisa empezaba a brotar de la comisura de sus labios, añadí—: Con suerte, hoy será la noche de la tercera edad y podrás comer a mitad de precio.— ¡Mocosa! — exclamó ella mientras rompía a reír—. Después del traslado, la verdad es que sí que me siento como si fuera de la tercera edad. — Mi madre se dirigió a la salita, apagó el televisor y se quedó de pie delante de la pantalla—. Levántate, Salvador.— ¡Me perderé el programa de lucha libre! — protestó él mientras se incorporaba.
Su pelo enmarañado estaba aplastado en un lado debido al tiempo que llevaba echado en el sofá.
— En cualquier caso, tampoco lo verías acabar — declaró mi madre—. ¡Vamos, Salvador, o esconderé el mando un mes entero!
Salvador exhaló un suspiro y se puso de pie.
Continuara...
*Mafe*

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