CAPÍTULO
29
Como cuando nos conocimos
Pablo, con el hombro apoyado en
el marco de la puerta del dormitorio, contempló con preocupación los esfuerzos
de su esposa por mantenerse ocupada.
—Pues no lo entiendo —dijo
mientras la veía sacar prendas de la maleta y doblarlas con cuidado sobre la
cama.
—No hay nada que entender
—respondió ella, volviéndose hacia la cómoda para colocar con orden la ropa
interior.
—¡Para de moverte, por Dios!
—rogó Pablo con impaciencia—. Ya se ocupará el servicio de deshacer tu
equipaje.
Rocio dejó lo que estaba
haciendo y lo miró al tiempo que respiraba con fuerza.
—¿Qué más quieres que te diga?
—La verdad —dijo una vez más—.
¿Por qué has interrumpido tan repentinamente tu descanso? Y no vuelvas a
contarme que esta mañana, tras hablar conmigo por teléfono, has decidido
regresar para terminar con las habladurías.
—Pero ¡es la verdad! Con todo
lo que te ha costado llegar hasta aquí, no voy a permitir que un chismorreo lo
estropee todo.
—Ven —le dijo, tomándola de la
mano y tirando de ella tiernamente hacia él—. A estas alturas, ningún rumor
malintencionado podría hacerme daño. —La ciñó por la cintura para tenerla más
cerca—. Te lo he dicho esta mañana y juntos hemos tomado la decisión de hacer
las cosas tal como las tenemos planeadas.
—No seré yo quien ponga en
riesgo tu sueño. Tal vez estoy equivocada, pero…
—Sí, pequeña. Estás equivocada,
lo estás si piensas que voy a creerte. Te conozco demasiado bien y sé que hay
algún detalle que no me estás contando.
—¡¿Por qué crees saberlo
siempre todo sobre mí?! —gritó alterada.
Él la abrazó, solícito,
consciente de que esa desproporcionada y nerviosa
reacción
obedecía a algo profundo.
—Desahógate conmigo, pequeña
—rogó, mientras le acariciaba la espalda—. Dime qué te pasa. —La tensión
acumulada y el dolor contenido hicieron que Rocio se deshiciera en sus amorosos
brazos y rompiera a llorar—. ¿Qué pasa, cariño?
La preocupación lo consumió
durante los largos minutos en los que ella, refugiada contra su pecho, lloró
con desesperación y desconsuelo.
—He vuelto a verlo; en el lago
—contó, cuando el llanto le permitió hacerlo—. He vuelto a verlo y ojalá no lo
hubiera hecho.
Sus palabras inquietaron a Pablo,
que llevaba tiempo pensando que ella había olvidado ya a aquel hombre al que
nunca nombraba. Recordó la forma, tal vez despiadada pensó ahora, en que la
ayudó a romper con él, y entonces su inquietud se convirtió en un mal
presentimiento.
—Tranquila, pequeña —rogó,
mientras la apretaba contra sí para hacerla sentir segura—. Cuéntame qué ha
pasado, quién es él.
Pero ella sólo le dio más
llanto y más lágrimas.
Nunca le nombraría a Gaston.
Cuando volvió de Baltimore y le contó la hermosa historia que había vivido, él
no preguntó y ella bastante tuvo con llorar durante días enteros. Después,
cuando Gaston Dalmau comenzó a ser uno de los nombres que él pronunciaba con
admiración, ya fue demasiado tarde para hacerlo.
El sol se ocultaba un día más
en Crystal Lake. Gaston lo contemplaba desde el porche, sentado en el oscilante
banco, con los pies apoyados con firmeza en el suelo de madera para evitar en
lo posible el balanceo, y los antebrazos sobre las rodillas. Cada vez que
pensaba que no podría sentirse más solo y perdido, algo ocurría que le
demostraba que podía estarlo un poco más, que podía hundirse un poco más, que
podía compadecerse un poco más.
El móvil vibró en el interior
del bolsillo de su chaqueta y, durante unos segundos, dejó que sonara. No había
nadie en el mundo con quien quisiera hablar en ese momento. Pero cuando tras
interrumpirse la llamada volvió a sonar, miró en la pequeña pantalla, tomó aire
con fuerza y descolgó.
—¡¿Dónde demonios estás?!—lo
interrogó la voz agitada de Vicco.
Gaston
se frotó con los dedos los párpados cerrados.
—dime, ¿qué está pasando?
—Seguro que ya te lo ha contado
Candela.
—Sí. Lo de la estúpida
discusión de ayer por la noche y también lo de tu desaparición durante todo el
día de hoy. ¿Dónde estás? —volvió a preguntar—. ¿Quieres que vaya a buscarte?
—No, Vicco. Necesito pensar.
—¡¿Pensar en qué, maldita sea?!
—Mañana por la mañana estaré de
regreso y arreglaré las cosas con Lali.
—¿Dónde estás ahora? —repitió
con preocupación.
—Eso no importa, Vicco.
Necesito pasar lejos esta noche.
—¿Estás solo?
—¿Tú qué crees?
—Creo que esta vez me
tranquilizaría saber que estás con alguna tía.
—Cuida de Candela —dijo
despidiéndose—. Si algún día te falta, descubrirás que es más duro aún de lo
que imaginas y que nada en el mundo te ayudará a sobrellevar su pérdida. —Bufó
con fuerza para contener las ganas de llorar—. Te veo mañana.
Colgó sin prestar atención a
las protestas de su amigo. Apoyó la nuca en el respaldo y cerró los ojos
mientras los últimos rayos de sol doraban los listones de madera del banco y la
sombra doliente en la que él se había convertido.
—¿Estás seguro de que era él?
—volvió a preguntar Pablo, sentado ante la mesa del despacho.
—No tengo duda, señor —insistió
el escolta—. Esta mañana, mientras la señora daba su paseo, él ha atravesado el
perímetro de seguridad. Los hemos reconocido a él y a su Chevrolet plateado y
por eso no le hemos dado el alto.
Mientras
hablaban, otro agente, de más rango y de plena confianza de Pablo, entró tras
golpear levemente con los nudillos en la puerta.
—Nos hemos informado sobre lo
que nos ha pedido, señor —dijo, ante la mirada con que el senador le indicó que
hablara—. El escritor es propietario de una solitaria casa en el extremo
noreste de Crystal Lake, junto al lago. Y sí estuvo en Baltimore en las fechas
que le interesan. Presentaba una de sus novelas.
Pablo se frotó el mentón,
pensativo y sintiéndose de alguna manera culpable. Debió haber sospechado
cuando Adam le leyó el parte de incidencias de la noche en Los esposito. Pero
entonces no le pareció extraño que su esposa hubiera buscado un poco de
tranquilidad en la biblioteca, ni que el escritor hubiera entrado tras ella
unos minutos después. Al fin y al cabo, era uno de los anfitriones de la casa y
bien podía estar cumpliendo con su obligación de velar por que sus invitados se
encontraran cómodos. Lo único que le provocó cierto recelo fue lo raro y desafiante
que se mostró con él. Y hasta eso terminaba encajando ahora, en esa cadena de
acontecimientos entre los que nunca vio relación.
—La noche de esposito —dijo,
mirando al escolta de nuevo—, en la biblioteca. ¿Durante cuánto tiempo estuvo
dentro?
—Tendría que consultarlo para
decirlo con exactitud, señor, pero no fue mucho. Unos cuantos minutos. Fue ella
la primera en salir, yo diría que alterada. O tal vez incluso disgustada.
La furia le hizo levantarse. Se
detuvo ante la ventana, recriminándose una vez más no haber visto lo que
siempre había tenido ante los ojos.
Y, sin volverse, ordenó a su
hombre de confianza:
—Ya sabes lo que tienes que hacer,
Adam.
Era media mañana cuando Gaston
llegó al edificio. La interminable noche en la casa del lago lo había ayudado a
reafirmarse en su decisión: le pediría perdón a Lali y le suplicaría que le
diera otra oportunidad. Aún podían rehacer su vida juntos; su vida o lo que aún
quedaba de ella. Sabía que no sería fácil, pero su esposa y su matrimonio bien
merecían ese esfuerzo. Y él, el único que no merecía nada, lo necesitaba más
que nadie para superar ese estado de continua amargura en el que permanecía sumido.
Absorto
en esos pensamientos, y mientras la puerta al parking se abría, no reparó en el
coche negro aparcado en el otro extremo de la calle, ni en los tres hombres
que, desde el interior, observaron sus movimientos y anotaron la hora exacta de
su llegada.
Encontró la casa en silencio,
sin la música ambiente en tono bajo de la que solía llenarla Lali. No le gustó
la sensación de vacío, de abandono. Comenzaba a creer que estaba solo cuando,
al entrar en el dormitorio, le llegaron sonidos desde el cuarto de baño. Por un
instante, pensó en aguardar a que saliera, pero enseguida comprendió que no era
esa cobardía la que iba a ayudarlos a salir adelante.
Empujó con suavidad la puerta.
Ella estaba de espaldas, envuelta en una toalla blanca que sujetaba con una
pinza nacarada, y cepillándose el cabello mojado. Se encontró con sus ojos
expectantes en el espejo, enrojecidos, como los suyos, por exceso de lágrimas.
—Lo siento —musitó él, inmóvil
junto a la puerta.
Ella siguió mirándolo en el
reflejo, recelosa y distante.
—¿Lo sientes? ¿Lo sientes igual
que esas otras veces en las que me lo has dicho?
—Sí. Igual, porque siempre lo
he sentido de verdad. —Tragó saliva, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera—.
Pero además, esta vez quiero sincerarme del todo. Quiero contarte qué es lo que
me ha estado pasando durante estos meses, confesarte que he…
Lali se volvió de pronto,
avanzó hacia él y lo acalló cubriéndole los labios con los dedos.
—Antes quiero saber una cosa.
—Lo miró como deseando entrar en sus pensamientos—: ¿Todo esto es porque vas a
dejarme?
—No. ¡Dios, no! —Trató de
tomarle la mano, pero ella la apartó—. Dijiste que esperabas que ocurriera un
milagro que salvara lo nuestro. Si todavía quieres ese milagro, déjame
intentarlo. Quiero una vida contigo, Lali. Necesito tener una vida contigo
—aclaró en un susurro.
—Me gustaría creerte —dijo ella
con los ojos brillantes.
—Hazlo —rogó él—. Déjame
demostrarte que puedes confiar en mí. Lucharé para que nuestro matrimonio
funcione… si aún quieres que lo haga.
Lali se cubrió el rostro con
las manos, confusa y dolida aún por la última discusión, por la anterior, por
todas las discusiones absurdas, por los silencios, por
las
muchas veces en las que se había sentido sola. Los segundos que se mantuvo
quieta y pensativa le parecieron a Gaston una eternidad, durante la que se
preguntó qué iba a hacer si también ella le fallaba.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos?
—preguntó Lali con nostalgia, cuando volvió a mirarlo.
—La noche de las subastas
—respondió, y en un segundo pasó por su mente toda aquella larga noche que
comenzó siendo una elegante cena benéfica.
Ella, desde su privilegiada
posición de maestra de ceremonias, lo había acorralado con sus hermosos ojos
hasta conseguir que lo diera todo para la subasta, incluso su estimado reloj
Blancpain que durante años había lucido en la muñeca. Y, después, incluso le
había propuesto que se ofreciera él mismo para una noche completa. Y Gaston,
incapaz de negarle nada desde que la miró por primera vez, bromeó con que
aceptaría si le aseguraban que sólo la dejarían pujar a ella.
—¿De verdad crees que se
producirá el milagro que nos haga recuperar aquella magia? —siguió preguntando
con el mismo tono de añoranza.
Le habría gustado responderle
que sí, que lo lograrían, que él volvería a ser el mismo hombre desenfadado y
ardiente que la hacía reír y ella la princesa consentida que disfrutaba de cada
instante de la vida. Pero se había prometido no volver a mentirle.
—Podemos intentarlo. Déjame
intentarlo una vez más. Déjame intentarlo cuantas veces sea necesario,
preciosa.
El miedo de Lali desapareció
ante ese cariñoso epíteto que él llevaba una eternidad sin dedicarle.
—¿Aún me quieres? —quiso saber,
ya un poco más serena.
—Te quiero —dijo, sin asomo de
duda, agradecido de que la pregunta no hubiera sido que si la amaba.
—Eso es todo lo que necesito
saber —dijo, sonriendo con los ojos—. Si vas a seguir conmigo, no quiero saber
qué te llevó a alejarte de mí.
—Deberías dejar que te lo
contara. No soy el hombre que crees.
—Eres el hombre al que amo, y
eso es lo único que en este momento me importa. —Le pasó los brazos por el
cuello y le susurró junto a los labios—: Eso, y creer que esta vez sí lo
conseguiremos.
La abrazó por la cintura y la
besó en la boca, pero, a pesar de su intento de hacerlo con pasión, siguió
sintiéndolo sólo como un beso tierno, lleno de cariño. Y
cuando
ella soltó la pinza que le sujetaba la toalla y la dejó caer al suelo, fue
consciente de que no siempre podría ser sincero. Al menos, no las primeras
veces.
Enterró los dedos entre su pelo
húmedo y se entregó a lo único que podía hacer en ese instante: recordar a Rocio,
su cabello empapado de lluvia, su cuerpo desnudo pegado al suyo, los dos
rodando por la hierba, hirviendo de necesidad y de deseo… Y en los amorosos
brazos de su esposa, vivió una nueva mentira, prometiéndose, para acallar una
vez más a su conciencia, que ésa sería la última.

uh!
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