miércoles, 1 de mayo de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo 29


CAPÍTULO 29
Como cuando nos conocimos
Pablo, con el hombro apoyado en el marco de la puerta del dormitorio, contempló con preocupación los esfuerzos de su esposa por mantenerse ocupada.
—Pues no lo entiendo —dijo mientras la veía sacar prendas de la maleta y doblarlas con cuidado sobre la cama.
—No hay nada que entender —respondió ella, volviéndose hacia la cómoda para colocar con orden la ropa interior.
—¡Para de moverte, por Dios! —rogó Pablo con impaciencia—. Ya se ocupará el servicio de deshacer tu equipaje.
Rocio dejó lo que estaba haciendo y lo miró al tiempo que respiraba con fuerza.
—¿Qué más quieres que te diga?
—La verdad —dijo una vez más—. ¿Por qué has interrumpido tan repentinamente tu descanso? Y no vuelvas a contarme que esta mañana, tras hablar conmigo por teléfono, has decidido regresar para terminar con las habladurías.
—Pero ¡es la verdad! Con todo lo que te ha costado llegar hasta aquí, no voy a permitir que un chismorreo lo estropee todo.
—Ven —le dijo, tomándola de la mano y tirando de ella tiernamente hacia él—. A estas alturas, ningún rumor malintencionado podría hacerme daño. —La ciñó por la cintura para tenerla más cerca—. Te lo he dicho esta mañana y juntos hemos tomado la decisión de hacer las cosas tal como las tenemos planeadas.
—No seré yo quien ponga en riesgo tu sueño. Tal vez estoy equivocada, pero…
—Sí, pequeña. Estás equivocada, lo estás si piensas que voy a creerte. Te conozco demasiado bien y sé que hay algún detalle que no me estás contando.
—¡¿Por qué crees saberlo siempre todo sobre mí?! —gritó alterada.
Él la abrazó, solícito, consciente de que esa desproporcionada y nerviosa
reacción obedecía a algo profundo.
—Desahógate conmigo, pequeña —rogó, mientras le acariciaba la espalda—. Dime qué te pasa. —La tensión acumulada y el dolor contenido hicieron que Rocio se deshiciera en sus amorosos brazos y rompiera a llorar—. ¿Qué pasa, cariño?
La preocupación lo consumió durante los largos minutos en los que ella, refugiada contra su pecho, lloró con desesperación y desconsuelo.
—He vuelto a verlo; en el lago —contó, cuando el llanto le permitió hacerlo—. He vuelto a verlo y ojalá no lo hubiera hecho.
Sus palabras inquietaron a Pablo, que llevaba tiempo pensando que ella había olvidado ya a aquel hombre al que nunca nombraba. Recordó la forma, tal vez despiadada pensó ahora, en que la ayudó a romper con él, y entonces su inquietud se convirtió en un mal presentimiento.
—Tranquila, pequeña —rogó, mientras la apretaba contra sí para hacerla sentir segura—. Cuéntame qué ha pasado, quién es él.
Pero ella sólo le dio más llanto y más lágrimas.
Nunca le nombraría a Gaston. Cuando volvió de Baltimore y le contó la hermosa historia que había vivido, él no preguntó y ella bastante tuvo con llorar durante días enteros. Después, cuando Gaston Dalmau comenzó a ser uno de los nombres que él pronunciaba con admiración, ya fue demasiado tarde para hacerlo.
El sol se ocultaba un día más en Crystal Lake. Gaston lo contemplaba desde el porche, sentado en el oscilante banco, con los pies apoyados con firmeza en el suelo de madera para evitar en lo posible el balanceo, y los antebrazos sobre las rodillas. Cada vez que pensaba que no podría sentirse más solo y perdido, algo ocurría que le demostraba que podía estarlo un poco más, que podía hundirse un poco más, que podía compadecerse un poco más.
El móvil vibró en el interior del bolsillo de su chaqueta y, durante unos segundos, dejó que sonara. No había nadie en el mundo con quien quisiera hablar en ese momento. Pero cuando tras interrumpirse la llamada volvió a sonar, miró en la pequeña pantalla, tomó aire con fuerza y descolgó.
—¡¿Dónde demonios estás?!—lo interrogó la voz agitada de Vicco.
Gaston se frotó con los dedos los párpados cerrados.
—dime, ¿qué está pasando?
—Seguro que ya te lo ha contado Candela.
—Sí. Lo de la estúpida discusión de ayer por la noche y también lo de tu desaparición durante todo el día de hoy. ¿Dónde estás? —volvió a preguntar—. ¿Quieres que vaya a buscarte?
—No, Vicco. Necesito pensar.
—¡¿Pensar en qué, maldita sea?!
—Mañana por la mañana estaré de regreso y arreglaré las cosas con Lali.
—¿Dónde estás ahora? —repitió con preocupación.
—Eso no importa, Vicco. Necesito pasar lejos esta noche.
—¿Estás solo?
—¿Tú qué crees?
—Creo que esta vez me tranquilizaría saber que estás con alguna tía.
—Cuida de Candela —dijo despidiéndose—. Si algún día te falta, descubrirás que es más duro aún de lo que imaginas y que nada en el mundo te ayudará a sobrellevar su pérdida. —Bufó con fuerza para contener las ganas de llorar—. Te veo mañana.
Colgó sin prestar atención a las protestas de su amigo. Apoyó la nuca en el respaldo y cerró los ojos mientras los últimos rayos de sol doraban los listones de madera del banco y la sombra doliente en la que él se había convertido.


—¿Estás seguro de que era él? —volvió a preguntar Pablo, sentado ante la mesa del despacho.
—No tengo duda, señor —insistió el escolta—. Esta mañana, mientras la señora daba su paseo, él ha atravesado el perímetro de seguridad. Los hemos reconocido a él y a su Chevrolet plateado y por eso no le hemos dado el alto.
Mientras hablaban, otro agente, de más rango y de plena confianza de Pablo, entró tras golpear levemente con los nudillos en la puerta.
—Nos hemos informado sobre lo que nos ha pedido, señor —dijo, ante la mirada con que el senador le indicó que hablara—. El escritor es propietario de una solitaria casa en el extremo noreste de Crystal Lake, junto al lago. Y sí estuvo en Baltimore en las fechas que le interesan. Presentaba una de sus novelas.
Pablo se frotó el mentón, pensativo y sintiéndose de alguna manera culpable. Debió haber sospechado cuando Adam le leyó el parte de incidencias de la noche en Los esposito. Pero entonces no le pareció extraño que su esposa hubiera buscado un poco de tranquilidad en la biblioteca, ni que el escritor hubiera entrado tras ella unos minutos después. Al fin y al cabo, era uno de los anfitriones de la casa y bien podía estar cumpliendo con su obligación de velar por que sus invitados se encontraran cómodos. Lo único que le provocó cierto recelo fue lo raro y desafiante que se mostró con él. Y hasta eso terminaba encajando ahora, en esa cadena de acontecimientos entre los que nunca vio relación.
—La noche de esposito —dijo, mirando al escolta de nuevo—, en la biblioteca. ¿Durante cuánto tiempo estuvo dentro?
—Tendría que consultarlo para decirlo con exactitud, señor, pero no fue mucho. Unos cuantos minutos. Fue ella la primera en salir, yo diría que alterada. O tal vez incluso disgustada.
La furia le hizo levantarse. Se detuvo ante la ventana, recriminándose una vez más no haber visto lo que siempre había tenido ante los ojos.
Y, sin volverse, ordenó a su hombre de confianza:
—Ya sabes lo que tienes que hacer, Adam.


Era media mañana cuando Gaston llegó al edificio. La interminable noche en la casa del lago lo había ayudado a reafirmarse en su decisión: le pediría perdón a Lali y le suplicaría que le diera otra oportunidad. Aún podían rehacer su vida juntos; su vida o lo que aún quedaba de ella. Sabía que no sería fácil, pero su esposa y su matrimonio bien merecían ese esfuerzo. Y él, el único que no merecía nada, lo necesitaba más que nadie para superar ese estado de continua amargura en el que permanecía sumido.
Absorto en esos pensamientos, y mientras la puerta al parking se abría, no reparó en el coche negro aparcado en el otro extremo de la calle, ni en los tres hombres que, desde el interior, observaron sus movimientos y anotaron la hora exacta de su llegada.
Encontró la casa en silencio, sin la música ambiente en tono bajo de la que solía llenarla Lali. No le gustó la sensación de vacío, de abandono. Comenzaba a creer que estaba solo cuando, al entrar en el dormitorio, le llegaron sonidos desde el cuarto de baño. Por un instante, pensó en aguardar a que saliera, pero enseguida comprendió que no era esa cobardía la que iba a ayudarlos a salir adelante.
Empujó con suavidad la puerta. Ella estaba de espaldas, envuelta en una toalla blanca que sujetaba con una pinza nacarada, y cepillándose el cabello mojado. Se encontró con sus ojos expectantes en el espejo, enrojecidos, como los suyos, por exceso de lágrimas.
—Lo siento —musitó él, inmóvil junto a la puerta.
Ella siguió mirándolo en el reflejo, recelosa y distante.
—¿Lo sientes? ¿Lo sientes igual que esas otras veces en las que me lo has dicho?
—Sí. Igual, porque siempre lo he sentido de verdad. —Tragó saliva, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera—. Pero además, esta vez quiero sincerarme del todo. Quiero contarte qué es lo que me ha estado pasando durante estos meses, confesarte que he…
Lali se volvió de pronto, avanzó hacia él y lo acalló cubriéndole los labios con los dedos.
—Antes quiero saber una cosa. —Lo miró como deseando entrar en sus pensamientos—: ¿Todo esto es porque vas a dejarme?
—No. ¡Dios, no! —Trató de tomarle la mano, pero ella la apartó—. Dijiste que esperabas que ocurriera un milagro que salvara lo nuestro. Si todavía quieres ese milagro, déjame intentarlo. Quiero una vida contigo, Lali. Necesito tener una vida contigo —aclaró en un susurro.
—Me gustaría creerte —dijo ella con los ojos brillantes.
—Hazlo —rogó él—. Déjame demostrarte que puedes confiar en mí. Lucharé para que nuestro matrimonio funcione… si aún quieres que lo haga.
Lali se cubrió el rostro con las manos, confusa y dolida aún por la última discusión, por la anterior, por todas las discusiones absurdas, por los silencios, por
las muchas veces en las que se había sentido sola. Los segundos que se mantuvo quieta y pensativa le parecieron a Gaston una eternidad, durante la que se preguntó qué iba a hacer si también ella le fallaba.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos? —preguntó Lali con nostalgia, cuando volvió a mirarlo.
—La noche de las subastas —respondió, y en un segundo pasó por su mente toda aquella larga noche que comenzó siendo una elegante cena benéfica.
Ella, desde su privilegiada posición de maestra de ceremonias, lo había acorralado con sus hermosos ojos hasta conseguir que lo diera todo para la subasta, incluso su estimado reloj Blancpain que durante años había lucido en la muñeca. Y, después, incluso le había propuesto que se ofreciera él mismo para una noche completa. Y Gaston, incapaz de negarle nada desde que la miró por primera vez, bromeó con que aceptaría si le aseguraban que sólo la dejarían pujar a ella.
—¿De verdad crees que se producirá el milagro que nos haga recuperar aquella magia? —siguió preguntando con el mismo tono de añoranza.
Le habría gustado responderle que sí, que lo lograrían, que él volvería a ser el mismo hombre desenfadado y ardiente que la hacía reír y ella la princesa consentida que disfrutaba de cada instante de la vida. Pero se había prometido no volver a mentirle.
—Podemos intentarlo. Déjame intentarlo una vez más. Déjame intentarlo cuantas veces sea necesario, preciosa.
El miedo de Lali desapareció ante ese cariñoso epíteto que él llevaba una eternidad sin dedicarle.
—¿Aún me quieres? —quiso saber, ya un poco más serena.
—Te quiero —dijo, sin asomo de duda, agradecido de que la pregunta no hubiera sido que si la amaba.
—Eso es todo lo que necesito saber —dijo, sonriendo con los ojos—. Si vas a seguir conmigo, no quiero saber qué te llevó a alejarte de mí.
—Deberías dejar que te lo contara. No soy el hombre que crees.
—Eres el hombre al que amo, y eso es lo único que en este momento me importa. —Le pasó los brazos por el cuello y le susurró junto a los labios—: Eso, y creer que esta vez sí lo conseguiremos.
La abrazó por la cintura y la besó en la boca, pero, a pesar de su intento de hacerlo con pasión, siguió sintiéndolo sólo como un beso tierno, lleno de cariño. Y
cuando ella soltó la pinza que le sujetaba la toalla y la dejó caer al suelo, fue consciente de que no siempre podría ser sincero. Al menos, no las primeras veces.
Enterró los dedos entre su pelo húmedo y se entregó a lo único que podía hacer en ese instante: recordar a Rocio, su cabello empapado de lluvia, su cuerpo desnudo pegado al suyo, los dos rodando por la hierba, hirviendo de necesidad y de deseo… Y en los amorosos brazos de su esposa, vivió una nueva mentira, prometiéndose, para acallar una vez más a su conciencia, que ésa sería la última. 

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