CAPÍTULO
33
Soledad
El regreso al ático fue más
duro de lo que había supuesto. En soledad, el sentimiento de fracaso era más
intenso, más demoledor, igual que el de la culpa por haber arrastrado a Lali en
su caída. Pero necesitaba esa soledad, la buscaba a pesar de saber que sería lo
que terminaría de hundirlo.
Lo sorprendió que también las
paredes de su antiguo apartamento de soltero lo asfixiaran, aunque no del modo
en que lo había hecho su falso hogar con Lali. Era como si desde que debía
inhalar poca cantidad de aire para respirar necesitara sentirlo correr en
abundancia a su alrededor. Por eso, durante las semanas de obligado reposo,
consumió las horas en la terraza, donde el frío de otoño y la visión de las
hojas, cada día más doradas de los árboles, lo llenaron de recuerdos. No le
quedaba nada más que eso: gratos recuerdos que atesorar en el corazón, aun
sabiendo que, cuanto más hermosos fueran éstos, más tristeza le provocarían.
Contemplaba esa explosión de
colores en las copas de los árboles cuando sonó su móvil y dudó si atender la
llamada. Eran muchas las que recibía al cabo del día, interesándose por su
estado. También visitas, que en su mayor parte evitaba fingiendo no estar en
casa. Le incomodaba tener que relatar una y otra vez la falsa historia del
atraco y evadir las preguntas sobre la vuelta a su apartamento de soltero o la
ausencia de Lali.
El teléfono enmudeció y él
comenzó a caminar despacio, siguiendo el trazado de la baranda. Era el único
ejercicio físico que de momento podía hacer para no agarrotarse. Caminar. Y la
amplitud de la terraza le servía cuando no se encontraba con ánimos para bajar
a hacerlo por los senderos del parque más cercanos a casa.
No había dado dos pasos cuando
el móvil volvió a sonar y esa vez lo descolgó sin haberse preguntado si en
verdad quería hacerlo.
Le sorprendió oír el cariñoso
saludo de Eugenia. La suponía muy ocupada con el frenético ritmo de campaña y
lo último que hubiera esperado era que utilizara su tiempo libre para ponerse
en contacto con él. Pero lo estaba haciendo y, mientras la escuchaba, sólo
podía pensar en lo cerca que ella estaba siempre de Rocio. Su
amada
Rocio.
—Tengo entendido que te dieron
duro.
—Se divirtieron bastante, sí
—respondió irónico.
—Para ser escritor, podías
haber inventado algo más imaginativo que ese vulgar y trillado atraco con
violencia.
—No era cuestión de contar algo
rocambolesco y novelero que no hubiera convencido a nadie.
—Son los inconvenientes de
llevar una doble vida —comentó Eugenia—. Pero el caso es que lo estás manejando
perfectamente. Supongo que tu fiel esposa te está mimando y cuidando mucho.
—Supones bien.
—Siento mucho que tu historia
con ella haya terminado así.
—Te alegras, porque ya no tengo
ninguna influencia con el senador.
—Eso dejó de preocuparme en
cuanto te tuve controlado. De verdad me apena lo que te han hecho. Me caes
bien.
—Te resulta fácil mentir. Voy a
terminar creyendo que la política es realmente lo tuyo.
—No te quepa duda de eso. —Rió
relajada a pesar de que controlaba cada minuto que avanzaba en su reloj de
muñeca—. En cuanto a lo que siento por ti, compartimos algo estupendo durante
unas horas. Aunque sólo sea por eso, me gustas.
—Tampoco tú me caes mal a pesar
de todo.
—¿Podremos repetirlo alguna
vez?
Una risa cansada fue la primera
respuesta de Gaston.
—¿No piensas desistir?
—preguntó después.
—Nunca lo hago si el premio
merece la pena. Y si tienes buena memoria, estarás de acuerdo conmigo en que aquellas
memorables horas merecen ser repetidas.
—Mi memoria es excelente, pero
también selectiva.
—Cuando te agobien los cuidados
que te está procurando tu mujercita, llámame —dijo, ignorando su sarcasmo—. Si
estoy cerca, haré lo posible por que nos encontremos donde quieras. Verás cómo,
en unas horas
conmigo,
se te pasan todos los males que te acosan.
—Ya no curo mis males así —dijo
y, sin darle tiempo a responder, pasó a lo único que le interesaba de ella—:
¿Dónde estáis?
—Es una pena que no puedas ver
esto. Cada vez son más miles de personas las que se concentran en los mítines.
—Huele a victoria —comentó,
casi para sí.
—Es mucho más que un olor —dijo
orgullosa—. Es una certeza.
—Dejaré las felicitaciones para
el final, si no te importa —ironizó, sin poder resistirse.
—¡Hombre de poca fe! —exclamó
riendo.
—¿Cómo…? —tragó saliva—. ¿Y
cómo está ella?
—Hermosa y perfecta, como
siempre. Yo la veo muy bien. ¿Quieres que le haga llegar algún mensaje?
Una risa breve y sarcástica
brotó de la boca de Gaston.
—Me lo ofreces porque sabes que
diré que no. No te arriesgarías a contrariar al gran jefe.
—El gran jefe que confía en mí
y que va a darme el puesto que merezco —contestó satisfecha.
—Como te he dicho, dejemos las
felicitaciones para el final. —Cerró los ojos y se frotó los párpados
cansados—. Y ahora tengo que dejarte. Voy a meterme la ración de drogas legales
que me ha prescrito el médico o los dolores terminarán conmigo.
—No quiero ser culpable de eso
—bromeó con despreocupación—. Volveré a llamarte en cuanto esta locura me deje
un rato libre.
—No es necesario que lo hagas, Eugenia
—dijo, sin querer parecer descortés—. Disfruta de tu campaña y de tu sueño casi
cumplido, por si después las cosas se tuercen —le aconsejó con su mejor
intención—.Yo estoy bien. Igual que si me hubiera pasado por encima el metro en
la hora punta con todos sus vagones abarrotados, pero estoy bien. A pesar del
dolor insoportable, estoy mejor que estos meses atrás.
En
la gran explanada de la Universidad, no se veía la hierba. Desde lo alto de la
plataforma rodeada por banderas, Pablo alzaba los brazos en señal de victoria,
orgulloso de que la marea humana continuara más allá de donde le alcanzaba la
vista. Su carisma y sus promesas de un país mejor, más justo y donde vivir no
fuera para muchos una muerte lenta, seguían elevando su popularidad y afianzando
sus posibilidades ante el carismático Murray.
Frente a él, y en diagonal, Vicco
capturaba el instante con su cámara, encuadrando al senador ante las seis
columnas jónicas, únicas supervivientes del incendio que devoró el edificio
principal y que se erguían orgullosas como símbolo imbatible del campus. Tras
las columnas, en la zona acotada por severas medidas de seguridad, una buena
parte del equipo prestaba atención a las palabras del senador, que se sabían de
memoria, y a los vítores y aplausos del entregado público. Todo era importante.
Cada reacción indicaba algo y ellos tomaban nota hasta del más ínfimo detalle
que pudiera ayudarlos a hacerlo aún mejor la siguiente vez.
Rocio, con un sencillo vestido
beige que realzaba su figura, miraba la estampa de Pablo frente a la multitud,
tratando de imaginar la extrema emoción que lo embargaba mientras pronunciaba
con maestría su discurso. Sonrió cuando Eugenia se le acercó y, hombro con
hombro, lo contemplaron juntas.
—Tenemos los resultados de los
sondeos de hoy —comentó la periodista— y son excelentes.
—¿Seguimos creciendo en
intención de voto? —preguntó Rocio sin apartar los ojos de su marido.
—No exactamente —contestó Eugenia
con satisfacción—. Éste es el segundo día consecutivo en que el apoyo a nuestro
senador llega al cincuenta por ciento y la octava vez que lo logra en los
últimos diez días. En contraposición, el apoyo de Murray lleva más de tres
semanas sin alcanzar el cuarenta y seis por ciento.
—Eso es excelente —comentó
emocionada—. Cuando todo esto comenzó, el reconocido y bien valorado Murray parecía
invencible.
—Sus ideas se han quedado
obsoletas y su consentimiento a la guerra de Irak le está pasando factura.
Principalmente, debido a que Pablo lo está sabiendo enfocar, sin atacarlo
directamente, para no dañar su propia imagen, pero dejando
al
descubierto sus miserias.
—¿Eso quiere decir que puedo
dejar de tener pesadillas con Murray? —preguntó Rocio en tono de broma.
—Sin ninguna duda. Yo diría que
nunca debió tenerlas, señora Martinez. En esta carrera cabalgamos con el
caballo ganador.
Las dos rieron en un tono bajo
y guardando la compostura. Pero, tras unos segundos, otra nueva sombra de
preocupación veló el azul de los ojos de Rocio.
—¿Has hecho lo que te pedí?
—preguntó en un susurro.
—Sí, señora. Le he llamado unos
minutos antes de salir hacia aquí. —Esperó una nueva pregunta que no se
produjo—. Lo he encontrado bien, recuperándose despacio, porque la paliza ha
sido brutal.
Rocio se abrazó a sí misma,
sobrecogida.
—¿Cómo tiene la mano?
—No hemos hablado de nada
concreto. Sé que aún padece dolores, porque ha dicho que se está medicando para
controlarlos, y probablemente también toma antiinflamatorios. Cuando cualquiera
en su situación tiene ganas de bromear, es que se trata de alguien muy especial
o que la cosa va muy bien.
Una punzada de celos atravesó
el corazón de Rocio al imaginarlos bromeando. Había sabido que podía ocurrir si
le pedía el favor a Eugenia. Pero era ella o nadie. Ella o ignorar, más allá de
lo que dijera la prensa, cómo evolucionaba el estado de Gaston. Y prefería mil
veces soportar la tortura de los celos que la agonía de no saber si lograba
recuperarse de la inhumana paliza.
—¿Te importaría llamarlo de vez
en cuando y tenerme informada?
—Cuente con ello, señora Martinez.
Callaron a la vez que una nueva
ovación de la multitud se iniciaba. Pablo la recibió con los brazos abiertos,
como queriendo absorber toda esa energía con la que un pueblo podía engrandecer
o hundir a una nación. Y, cuando tras largos minutos el barullo comenzó a
apagarse, Rocio suspiró y se alisó el vestido, preparándose para reunirse con
su marido en la plataforma de madera adornada con banderas.

Admito que esto de que no se vean seguido me desespera bastante, pero también hace que los encuentros sean valorados! Siento un gran amor por esta novela.. la forma en que esta relatada es fabulosa, transmite los sentimientos de los personajes al instante!! Estoy ansiosa por seguir leyendola :)
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