sábado, 22 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo cuarenta y seis


CAPÍTULO 46
Lejos de ella
La naturaleza en Crystal Lake se incendiaba de rojos, ocres y dorados. Se preparaba, llena de esplendor, para el obligado descanso tras el que despertaría a un nuevo renacer. Era el otoño, que llegaba para llenar de nostálgica fascinación hasta el rincón más escondido. Era la impresionante y bellísima contradicción en la que la preparación para la muerte, sólo aparente, del bosque, sabía y olía a plenitud y a vida.
La mayor parte del tiempo, Rocio disfrutaba de esa mágica explosión tras los cristales, refugiada en los amorosos brazos de Gaston. A veces, cuando el frío no era demasiado hiriente, abrigada como si estuvieran en el Polo Norte, contemplaba desde el porche la lenta caída de las hojas y el trajín con el que las ardillas se apresuraban a terminar de llenar sus despensas para el largo invierno.
También ellos se habían preparado para esa rigurosa estación, con leña suficiente para caldear el hogar y con las provisiones que Gaston traía, una vez a la semana, Durante la última visita al hospital, y fuera de la presencia de Rocio, le había confiado al doctor Carlson su temor a que a ella la vida se le fuera sin que se dieran cuenta. El médico propuso que la ingresaran si eso iba a darle a él tranquilidad. Pero no era su propia tranquilidad lo que Gaston buscaba, sino la de la mujer a la que amaba sobre todas las cosas, y sabía que no la encontraría encerrada en un hospital, por muy cómoda y lujosa que pudiera ser la estancia.
Y, una vez más, se la llevó al entorno casi mágico de Crystal Lake.
Debido a su cansancio, poco a poco dejaron al sexo esperando fuera: en el porche y sobre el balancín que mecía el viento, en las hojas doradas que caían junto a la baranda y en las que se amontonaban contra los escalones. Dentro, en cada rincón de la casa, siguieron anidando el amor y la dulzura.
A veces, bajo la calidez de las sábanas, Gaston llenaba de vida el cuerpo de Rocio. La desnudaba con delicadeza y la acariciaba llevando el alma en los dedos. Recorría la piel sedosa que tanto deseaba, la ardiente que lo enloquecía, la blanca como la nieve que lo llenaba de ternura. Ella cerraba los ojos y se dejaba
querer, se llenaba de la pasión sin sexo de su amante, del amor que le entregaba sin esperar nada a cambio. Él la recorría con sus besos, suaves y delicados, sin que importara el tiempo, y los dos sentían que nunca habían estado tan cerca ni se habían amado tanto, ni su pasión había sido tan pura o su deseo tan profundo como en esos instantes. Después dormían, desnudos y abrazados, unidos por la piel y por el alma.
Cada amanecer, cuando la neblina aún no se había despegado del suelo, él la dejaba dormida y salía a caminar por la senda que tantas veces habían recorrido juntos. El frío le despejaba la mente, le provocaba un dolor más carnal que el que lo destrozaba por dentro y le daba el empuje que necesitaba para afrontar un nuevo día. Ese paseo le servía, además, para hablar solo, para gritar su angustia, para llorar, para desesperarse.
Una mañana, tras una de esas noches en las que la había amado con la intensa levedad del alma, cuando su rabia contra el mundo era más grande y su desesperanza más profunda, lloró su impotencia sobre el rugoso tronco del arce bajo el que le había leído tantas veces. Gritó al cielo, o a quien fuera que tuviera el poder de elegir entre la vida y la muerte, que no se la llevara, que no la arrancara de su lado, que le permitiera tenerla consigo para cuidarla y amarla siempre.
Y, justo en ese instante en que él aullaba su desesperación, una sensación de ahogo despertó a Rocio gritando el nombre de Gaston. Inspiró con fuerza buscando serenarse, pero la opresiva sensación de un mal presagio siguió impidiéndole el paso del aire.
Apartó el edredón y, mientras el frío le rozaba la piel, se puso el camisón del que las amorosas manos de Gaston la habían despojado esa noche, y se acercó con apresurado temor a la ventana.
Sujetó con dedos trémulos el visillo y lo apartó con lentitud hacia un lado. Y entonces, cuando pegó el rostro al cristal para otear entre la dispersa neblina del amanecer, la sensación de angustia que le había interrumpido el sueño le estalló en el pecho y la invadió entera.
Él, el hombre al que amaba más que a la endeble vida que sentía que la estaba abandonando, era la imagen de la desolación. Con la frente apoyada en el tronco del arce, golpeaba con los puños la corteza mientras su cuerpo se convulsionaba por lo que le parecieron incontenibles sollozos.
Pensó que eso era lo ella había querido evitar al mantenerlo lejos: cambiar su exultante felicidad por tristeza, su optimismo por desesperanza, su amor a la vida por muerte. Lo amaba tanto, que habría cambiado la felicidad de tenerlo por la certeza de que a él la vida le sonriera siempre.
De pronto, sintió que estaba robándole lo poco que le había dejado. Se apartó de la ventana y apretó la espalda contra la pared, con las manos sujetándose el herido corazón. Pensó que no tenía ningún derecho a invadir la soledad que él encontraba en cada amanecer. Ese breve tiempo durante el que abandonaba el calor de la cama, recorría el sendero entre los aún adormilados árboles, y regresaba a tenderse a su lado, desnudo de nuevo, para no rozarla hasta estar seguro de que había recuperado el calor.
Por eso ella nunca se quejaba, por eso soportaba en silencio los incómodos, a veces rabiosos, efectos secundarios que le provocaban la terapia. ¿Qué iba a ganar mostrándole su propio sufrimiento, salvo aumentar inútilmente el suyo? No. Rocio no creía que amar significara compartirlo todo, tal como él aseguraba que debía hacer pero luego tampoco cumplía. Ella lo amaba demasiado como para hacerlo partícipe de un dolor que no estaba en sus manos aliviar. Seguía guardando para sí ese miedo atroz a no poder mirarse en sus ojos durante mucho más tiempo, a no volver a sentir la caricia del sol o la humedad de la lluvia en la piel. Miedo a no envejecer a su lado, a no tener hijos con él. Miedo a dejarlo solo, a sentirse sola allá donde su alma fuera a ir. Tenía cientos de miedos que trataba de enmudecer con cada despertar, cuando abría los ojos y descubría que seguía estando allí, a su lado, descubriendo una nueva y hermosa mañana. Tal vez la última.
Pensó sensatamente en volver a meterse en la cama, arroparse y aguardarlo fingiendo dormir. Pero en lugar de eso, fue contando los minutos que tardó en regresar, llorando por el dolor y las sombras con las que le había llenado su hermosa vida.
Le sorprendió verla despierta, sentada en el borde de la cama y con los pies desnudos sobre la alfombra. Hubiera preferido hallarla adormilada, como otras mañanas, para evitar el riesgo de que, al mirarlo ella a los ojos, advirtiera que había llorado.
Y a pesar de ese temor, su primer impulso fue abrazarla y llenarla de besos. Pero cuando la tuvo cerca y la miró de frente, se encontró con una tristeza despiadada y profunda que nunca antes había estado allí. Miró hacia la ventana y sus ojos se clavaron en la parte del cristal que el visillo ya no cubría. Y un descarnado temor le heló la sangre.
—¿Hace mucho que estás levantada? —preguntó, paralizado por la angustia. Ella no respondió y, mientras ambos se miraban en silencio, comprendió lo que sus hermosos ojos habían contemplado—. ¡Oh, Dios! —exclamó, mientras volvía a abrazarla con fuerza—. Lo siento, vida mía. Lo siento.
La cobijó contra su pecho y suspiró como si ése fuera a ser su último aliento. Y se maldijo. Se maldijo en silencio una y mil veces por haberse roto tan cerca de casa, por haberse roto tan peligrosamente cerca de ella.
—Me prometiste que cuando sintieras ahogo estando a mi lado me lo dirías —le reprochó ella cuando ya no pudo contener las lágrimas.
Él se apartó para mirarla. Y se le encogió el corazón al ver dos gruesas gotas transparentes, como las del rocío que perlaban la hojarasca cada mañana, brotando amargas por entre sus pestañas.
—Es lejos de ti donde me ahogaría sin remedio. —Le enjugó con los labios la humedad de las mejillas—. Y es por eso que a veces, muy pocas veces —aclaró, con una sonrisa afligida—, me puede el miedo a perderte. Te lo dije: no sé vivir sin ti, mi amor. Ya nunca sabré vivir sin ti.
Y cuando ella le pagó con una apocada sonrisa, él volvió a tomarla en brazos para llevársela del dormitorio bien arrimada a su corazón.
En el salón del mirador semicircular, sentado en la mecedora con ella acurrucada en su regazo y abrigada con un cobertor de lana, aguardó mientras veía disiparse la niebla y aparecer los primeros indecisos rayos de sol. En silencio. Sin que las lágrimas que los destrozaban a los dos por dentro se tradujeran en llanto.
Comenzaba otro día difícil en el que tendrían que luchar contra el desánimo y la tristeza, contra el dolor que desgarraba el alma, contra el miedo a perderse. Pero lo harían; siempre lo hacían. En los momentos más difíciles se miraban a los ojos y recordaban el milagro de estar juntos, de amarse y se proponían sin palabras hacer de ése el mejor de todos los días de su vida, por si fuera el último. 

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