CAPÍTULO
46
Lejos de ella
La naturaleza en Crystal Lake
se incendiaba de rojos, ocres y dorados. Se preparaba, llena de esplendor, para
el obligado descanso tras el que despertaría a un nuevo renacer. Era el otoño,
que llegaba para llenar de nostálgica fascinación hasta el rincón más
escondido. Era la impresionante y bellísima contradicción en la que la
preparación para la muerte, sólo aparente, del bosque, sabía y olía a plenitud
y a vida.
La mayor parte del tiempo, Rocio
disfrutaba de esa mágica explosión tras los cristales, refugiada en los amorosos
brazos de Gaston. A veces, cuando el frío no era demasiado hiriente, abrigada
como si estuvieran en el Polo Norte, contemplaba desde el porche la lenta caída
de las hojas y el trajín con el que las ardillas se apresuraban a terminar de
llenar sus despensas para el largo invierno.
También ellos se habían
preparado para esa rigurosa estación, con leña suficiente para caldear el hogar
y con las provisiones que Gaston traía, una vez a la semana, Durante la última
visita al hospital, y fuera de la presencia de Rocio, le había confiado al
doctor Carlson su temor a que a ella la vida se le fuera sin que se dieran
cuenta. El médico propuso que la ingresaran si eso iba a darle a él
tranquilidad. Pero no era su propia tranquilidad lo que Gaston buscaba, sino la
de la mujer a la que amaba sobre todas las cosas, y sabía que no la encontraría
encerrada en un hospital, por muy cómoda y lujosa que pudiera ser la estancia.
Y, una vez más, se la llevó al
entorno casi mágico de Crystal Lake.
Debido a su cansancio, poco a
poco dejaron al sexo esperando fuera: en el porche y sobre el balancín que
mecía el viento, en las hojas doradas que caían junto a la baranda y en las que
se amontonaban contra los escalones. Dentro, en cada rincón de la casa,
siguieron anidando el amor y la dulzura.
A veces, bajo la calidez de las
sábanas, Gaston llenaba de vida el cuerpo de Rocio. La desnudaba con delicadeza
y la acariciaba llevando el alma en los dedos. Recorría la piel sedosa que
tanto deseaba, la ardiente que lo enloquecía, la blanca como la nieve que lo
llenaba de ternura. Ella cerraba los ojos y se dejaba
querer,
se llenaba de la pasión sin sexo de su amante, del amor que le entregaba sin
esperar nada a cambio. Él la recorría con sus besos, suaves y delicados, sin
que importara el tiempo, y los dos sentían que nunca habían estado tan cerca ni
se habían amado tanto, ni su pasión había sido tan pura o su deseo tan profundo
como en esos instantes. Después dormían, desnudos y abrazados, unidos por la
piel y por el alma.
Cada amanecer, cuando la
neblina aún no se había despegado del suelo, él la dejaba dormida y salía a
caminar por la senda que tantas veces habían recorrido juntos. El frío le
despejaba la mente, le provocaba un dolor más carnal que el que lo destrozaba
por dentro y le daba el empuje que necesitaba para afrontar un nuevo día. Ese
paseo le servía, además, para hablar solo, para gritar su angustia, para
llorar, para desesperarse.
Una mañana, tras una de esas
noches en las que la había amado con la intensa levedad del alma, cuando su
rabia contra el mundo era más grande y su desesperanza más profunda, lloró su
impotencia sobre el rugoso tronco del arce bajo el que le había leído tantas
veces. Gritó al cielo, o a quien fuera que tuviera el poder de elegir entre la
vida y la muerte, que no se la llevara, que no la arrancara de su lado, que le
permitiera tenerla consigo para cuidarla y amarla siempre.
Y, justo en ese instante en que
él aullaba su desesperación, una sensación de ahogo despertó a Rocio gritando
el nombre de Gaston. Inspiró con fuerza buscando serenarse, pero la opresiva
sensación de un mal presagio siguió impidiéndole el paso del aire.
Apartó el edredón y, mientras
el frío le rozaba la piel, se puso el camisón del que las amorosas manos de Gaston
la habían despojado esa noche, y se acercó con apresurado temor a la ventana.
Sujetó con dedos trémulos el
visillo y lo apartó con lentitud hacia un lado. Y entonces, cuando pegó el
rostro al cristal para otear entre la dispersa neblina del amanecer, la
sensación de angustia que le había interrumpido el sueño le estalló en el pecho
y la invadió entera.
Él, el hombre al que amaba más
que a la endeble vida que sentía que la estaba abandonando, era la imagen de la
desolación. Con la frente apoyada en el tronco del arce, golpeaba con los puños
la corteza mientras su cuerpo se convulsionaba por lo que le parecieron
incontenibles sollozos.
Pensó que eso era lo ella había
querido evitar al mantenerlo lejos: cambiar su exultante felicidad por
tristeza, su optimismo por desesperanza, su amor a la vida por muerte. Lo amaba
tanto, que habría cambiado la felicidad de tenerlo por la certeza de que a él
la vida le sonriera siempre.
De
pronto, sintió que estaba robándole lo poco que le había dejado. Se apartó de
la ventana y apretó la espalda contra la pared, con las manos sujetándose el
herido corazón. Pensó que no tenía ningún derecho a invadir la soledad que él
encontraba en cada amanecer. Ese breve tiempo durante el que abandonaba el
calor de la cama, recorría el sendero entre los aún adormilados árboles, y
regresaba a tenderse a su lado, desnudo de nuevo, para no rozarla hasta estar
seguro de que había recuperado el calor.
Por eso ella nunca se quejaba,
por eso soportaba en silencio los incómodos, a veces rabiosos, efectos secundarios
que le provocaban la terapia. ¿Qué iba a ganar mostrándole su propio
sufrimiento, salvo aumentar inútilmente el suyo? No. Rocio no creía que amar
significara compartirlo todo, tal como él aseguraba que debía hacer pero luego
tampoco cumplía. Ella lo amaba demasiado como para hacerlo partícipe de un
dolor que no estaba en sus manos aliviar. Seguía guardando para sí ese miedo
atroz a no poder mirarse en sus ojos durante mucho más tiempo, a no volver a
sentir la caricia del sol o la humedad de la lluvia en la piel. Miedo a no
envejecer a su lado, a no tener hijos con él. Miedo a dejarlo solo, a sentirse
sola allá donde su alma fuera a ir. Tenía cientos de miedos que trataba de
enmudecer con cada despertar, cuando abría los ojos y descubría que seguía estando
allí, a su lado, descubriendo una nueva y hermosa mañana. Tal vez la última.
Pensó sensatamente en volver a
meterse en la cama, arroparse y aguardarlo fingiendo dormir. Pero en lugar de
eso, fue contando los minutos que tardó en regresar, llorando por el dolor y
las sombras con las que le había llenado su hermosa vida.
Le sorprendió verla despierta,
sentada en el borde de la cama y con los pies desnudos sobre la alfombra.
Hubiera preferido hallarla adormilada, como otras mañanas, para evitar el
riesgo de que, al mirarlo ella a los ojos, advirtiera que había llorado.
Y a pesar de ese temor, su
primer impulso fue abrazarla y llenarla de besos. Pero cuando la tuvo cerca y
la miró de frente, se encontró con una tristeza despiadada y profunda que nunca
antes había estado allí. Miró hacia la ventana y sus ojos se clavaron en la
parte del cristal que el visillo ya no cubría. Y un descarnado temor le heló la
sangre.
—¿Hace
mucho que estás levantada? —preguntó, paralizado por la angustia. Ella no
respondió y, mientras ambos se miraban en silencio, comprendió lo que sus
hermosos ojos habían contemplado—. ¡Oh, Dios! —exclamó, mientras volvía a
abrazarla con fuerza—. Lo siento, vida mía. Lo siento.
La cobijó contra su pecho y
suspiró como si ése fuera a ser su último aliento. Y se maldijo. Se maldijo en
silencio una y mil veces por haberse roto tan cerca de casa, por haberse roto
tan peligrosamente cerca de ella.
—Me prometiste que cuando
sintieras ahogo estando a mi lado me lo dirías —le reprochó ella cuando ya no
pudo contener las lágrimas.
Él se apartó para mirarla. Y se
le encogió el corazón al ver dos gruesas gotas transparentes, como las del
rocío que perlaban la hojarasca cada mañana, brotando amargas por entre sus
pestañas.
—Es lejos de ti donde me ahogaría
sin remedio. —Le enjugó con los labios la humedad de las mejillas—. Y es por
eso que a veces, muy pocas veces —aclaró, con una sonrisa afligida—, me puede
el miedo a perderte. Te lo dije: no sé vivir sin ti, mi amor. Ya nunca sabré
vivir sin ti.
Y cuando ella le pagó con una
apocada sonrisa, él volvió a tomarla en brazos para llevársela del dormitorio
bien arrimada a su corazón.
En el salón del mirador
semicircular, sentado en la mecedora con ella acurrucada en su regazo y
abrigada con un cobertor de lana, aguardó mientras veía disiparse la niebla y
aparecer los primeros indecisos rayos de sol. En silencio. Sin que las lágrimas
que los destrozaban a los dos por dentro se tradujeran en llanto.
Comenzaba otro día difícil en
el que tendrían que luchar contra el desánimo y la tristeza, contra el dolor
que desgarraba el alma, contra el miedo a perderse. Pero lo harían; siempre lo
hacían. En los momentos más difíciles se miraban a los ojos y recordaban el
milagro de estar juntos, de amarse y se proponían sin palabras hacer de ése el
mejor de todos los días de su vida, por si fuera el último.

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