CAPÍTULO
47
Vestida por hojas doradas
Aquel 20 de noviembre amaneció
espléndido y extraño, como si la naturaleza que los rodeaba tratara de
enviarles una señal. Su pequeño y apartado mundo despertó con un cielo
despejado y un inusitado viento caliente que sopló entre los árboles haciendo
temblar las últimas hojas doradas.
Tras su acostumbrado paseo, Gaston
regresó al dormitorio, se desvistió y volvió a acostarse junto a ella. No
necesitó aguardar a que se le desentumecieran los músculos y a entrar en calor
para tocarla, como le había ocurrido otras mañanas. Se arrimó a su espalda, con
cuidado de no interrumpir su sueño, deslizó un brazo por su cintura y buscó con
los labios el dulce sosiego de su nuca.
Y el frío que encontró en su
piel se convirtió en una afilada sombra que se le quedó atravesada en el
corazón.
Entonces la rodeó con ambos
brazos y la estrechó contra sí, necesitando creer que eso la mantendría a salvo
de su oscuro presentimiento.
Por la tarde, mientras leía en
voz alta junto a la chimenea, la sensación que lo atenazó por la mañana seguía
oprimiéndole el pecho y, a ratos, ni siquiera le permitía respirar. Con cojines
y almohadones había improvisado un confortable lecho en la alfombra, para que
ella descansara al calor del fuego. Él se sentó a su lado y, entre párrafo y
párrafo, se interrumpía durante unos segundos para arroparla, para rozarle con
cariño las manos, que continuaba teniendo heladas, para besarla y repetirle que
la amaba con locura.
Leyó emocionado lo que había
escrito sobre la noche en la que, mientras la abrazaba en aquel hotel de
Baltimore, atormentado de deseo, descubrió que quería tenerla en su cama todas
y cada una de las noches del resto de su vida. Se detuvo cuando ella colocó la
mano en la suya, buscándosela para entrelazar con suavidad los dedos.
—Te amo —musitó, recostada en
los almohadones—. Y cada día que amanece y te encuentro conmigo, doy gracias y
me pregunto qué he hecho para merecerte.
—Existir —susurró él con
ternura—. Amarme. Convertirme en el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.
Ella
sonrió mientras el cansancio la obligaba a cerrar los ojos y él reanudó la
lectura. Hasta que su prolongada quietud le hizo creer que se había quedado
dormida.
Suspiró a la vez que se frotaba
los párpados con los dedos. El sufrimiento de ella le dolía tanto como su
propia impotencia por no saber cómo ayudarla. Pensó en avivar el fuego, volver
a arroparla y dejarla descansar mientras llamaba, por tercera vez ese día, al
doctor Carlson.
Dejaba el cuaderno en el suelo
cuando la mano de Rocio cayó, inerte, como una hoja dorada se desprende del
árbol en un día de otoño sin viento. Y sintió que la sangre abandonaba sus
venas. El temor lo ahogaba y respiró con fuerza diciéndose que no ocurría nada,
que sólo se había quedado dormida.
—Mi amor… Despierta, mi amor
—imploró en un susurro—. Despierta y mírame un segundo.
Pero ella siguió inmóvil, con
el gesto sereno y la tez pálida como la nieve. Asustado, colocó el oído en su
pecho, sobre el corazón, y percibió sus latidos tan apagados que temió que
acabarían deteniéndose si no conseguía despertarla.
Le rodeó la cara con las manos
y gritó angustiado que abriera los ojos, que le hablara, que no se fuera. Y se
sintió morir al comprender que había llegado el temido momento en que sólo
podía abrazarla y pedir ayuda.
Recordó el helicóptero de Pablo.
No podía dejarla sola, pero la tarjeta con el número al que debía llamar estaba
en la cocina, junto al teléfono móvil. La acarició, la besó y le susurró al
oído, creyendo en verdad que podía oírlo:
—Vuelvo en un minuto, mi amor.
No te vayas… ¡por Dios, Rocio! —sollozó, al temer no encontrarla con vida
cuando regresara—. ¡Espérame! No te vayas.
Corrió hasta la cocina con las
alas que en ese instante le daba el alma. Marcó el número con dedos raudos e
impacientes y, al instante, se precipitó de nuevo hacia el salón. Respondió una
voz femenina y, por fortuna, le bastó con pronunciar su nombre. El senador se había
encargado de dar instrucciones para el caso de que recibieran una llamada
urgente de Gaston Dalmau y la joven trató de tranquilizarlo diciéndole que
ellos se encargarían de todo, incluido el aviso al hospital para que esperaran
preparados su llegada.
Arrodillado junto a ella, posó
los labios en los suyos, como si fuera a besarla y, al no percibir ni un leve
hálito, el miedo se le convirtió en atormentada agonía.
—Mi amor, despierta… —rogó,
anhelando percibir, al menos, un leve
parpadeo—.
Háblame. Necesito escuchar tu voz.
Silencio. Un alarmante silencio
que lo sumió en la más absoluta desesperación. Le gritó, en medio de un llanto
desgarrado, que no se fuera, que no lo abandonara. La acarició, la besó…
… la reclamó.
—Dijiste que me amabas. Prometiste
que siempre estarías conmigo… No puedes irte… —exigió, mientras el aire se le
volvía espeso, irrespirable—. ¡Dios, Rocio!, te suplico que no me dejes aún.
Cuando pudo controlar los
sollozos, con cuerpo trémulo pero manos firmes, la cubrió con una de las mantas
con las que había tratado de quitarle el frío. Mientras lo hacía, le repetía
que todo saldría bien, que el doctor Carlson sabría qué hacer, que ella tan
sólo tenía que aguantar un poco más.
La tomó en brazos y sintió que
ni una paloma hubiera pesado menos. La estrechó contra su pecho y apretó los
párpados, besándole el cabello y apresando su siempre cálido aroma a atardecer.
Salió al exterior sin dejar de
hablarle ni un instante para mantenerla así atada a la vida: a su vida. No
podía dejarla marchar. Se negaba a aceptar que la estaba perdiendo, y la ceñía
con fuerza para ayudarla a retener su último aliento.
Apenas alcanzaron el porche, un
viento caliente los azotó, envolviéndolos con olor a humedad y a musgo, a
recuerdos y añoranzas. Y entonces Gaston reparó en que los olores del otoño,
además de ser hermosos, dolían.
Se sentó en el primer escalón y
derramó sus lágrimas más negras al dulce amparo de su cuello. Mientras le
susurraba cuánto la quería, su mente se torturaba ante la aterradora idea de no
volver a verla jamás, de no escuchar su voz ni su risa, de no poder
acariciarla, de encontrar en su lugar un vacío inmenso, imposible de llenar con
nada ni con nadie. De volver a subsistir con la desesperanza, con la soledad,
con la indiferencia entre vivir o morir.
—No me abandones… —sollozó,
pegado a su piel—. Te lo suplico… Quédate conmigo.
Oyó el sonido de un motor en el
viento. Se alzó de nuevo con su liviana carga y caminó hacia el claro donde los
recogerían en unos segundos. Al pasar junto al viejo arce, el dolor hizo que le
flaquearan las piernas. Se dejó caer de rodillas mientras gritaba su nombre y
le suplicaba, una vez más, que no lo abandonara, porque no sería capaz de vivir
sin ella. El helicóptero, en su descenso, formó un torbellino de viento que
arrastró el grueso manto de hojas que tapizaba el césped.
Una
espiral de ocres y amarillos, rojos y café, danzó rodeando sus cuerpos y,
durante un instante infinito, los convirtió en bellísimo otoño. Les alzó y
revolvió sus cabellos, entretejiéndolos en unos sedosos mechones negros y
dorados que se abrazaban, que se fundían en un último intento por no separarse.
Sus almas se acariciaban bajo el remolino de hojas en el que, las más hermosas
y ardientes, las del rojo pasión de vivir, cayeron sobre Rocio. Gaston sintió
que ella había querido despedirse con el otoño, haciendo el esfuerzo sublime de
retener el aliento para aguardar a las últimas hojas. O tal vez fueron las
hojas las que la esperaron a ella.
Y volvió a gritar y a llorar su
impotencia y su miedo.
—No me hagas esto, por favor…
Sé que aún estás aquí, que me oyes… No me abandones…
Su llanto fue desgarrador al
comprender que, por mucho que le destrozara las entrañas, si había llegado el
temido final, amarla también consistía en ayudarla a irse en paz.
Tomó su mano y la estrechó con
fuerza. Sintió que un infierno de hielo negro se le llevaba la vida y que sería
en él donde aguardaría hasta que volviera a encontrarse con su amada en otro
lugar diferente, seguramente cálido y lleno de luz.
Contuvo el llanto que le
desgarraba el pecho y miró los delicados párpados cerrados.
—Estoy aquí… contigo… —Inspiró
una gran bocanada para darse fuerzas—. No estás sola, mi amor —le susurró con
besos pegados a su sien—. Nunca estarás sola.
Era él quien se sabía solo, él
quien viviría siempre en invierno, bajo un cielo sin sol, en una permanente
noche sin luna ni estrellas. Conocía la muerte de vivir sin ella y sabía que no
podría soportarlo.
—Espérame, mi vida… —le pidió,
seguro de que aún lo oía—. No tardaré en reunirme contigo.
El otoño continuó danzando a su
alrededor. Las hojas más vivas y de colores más intensos se prendieron a sus
cabellos, con los que el viento siguió trenzando mechones dorados con sedosos
azabache. Eran las últimas notas de color que, en torno a los dos amantes,
regalaba la esplendorosa naturaleza.
Se acercaba el largo y crudo
invierno.

no entendi, muriooooo?????????????????????????????????????????????????????? porfa contestaa!
ResponderEliminarQue capitulo ms triste... Murió? Dios quiera que no... Lloro como tonta... Pobre Gastón.. No puede mas.. Me dejo intranquila la ultima frade que dijo el "no tardaré en reunirme contigo" es lo qie pienso? Ojala no
ResponderEliminarayyyy nooo no puede morirrr k triste k no se muera porfaaa no puede terminar asiiii
ResponderEliminarSoy un mar de lagrimas :'(
ResponderEliminarme has hecho llorar, no mates a Ro porfavor
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