viernes, 28 de junio de 2013

Donde siempre es otoño, capitulo cuarenta y ocho


CAPÍTULO 48
Una historia que contar
Cada pocos segundos, dedicaba una fugaz mirada al reloj. Sumido en sus pensamientos, Gaston apenas prestaba atención a quienes se apresuraban de un lugar a otro cumpliendo con su cometido mientras él aguardaba sentado en un cómodo sillón, acariciando el pañuelo de seda en el interior del bolsillo de la chaqueta para sentir, una vez más, que tenía a Rocio a su lado.
Faltaban dos minutos para las ocho de la mañana. En los estudios de la NBC,, en medio de una excitación que para cualquier profano hubiera parecido caótica, se ultimaban detalles y se daban las últimas instrucciones para que la puesta en escena resultara perfecta. Arrancaban con una nueva emisión del programa matinal.
El decorado del plató simulaba ser un acogedor café de bohemios. Un lugar agradable, de luz tenue, que invitaba a la conversación en voz baja y a la lectura. Ante él y sobre la mesa, con dos humeantes tazas de café, se encontraba su último y más esperado libro: su historia.
Aguardaba con tranquilidad a que todo diera comienzo. A pesar de los años que llevaba sin aparecer en los medios, no había perdido su seguridad ni su aplomo. Era consciente de su magnetismo, de su poder de seducción, pero, sobre todo, confiaba en los resultados de un trabajo bien hecho y aquella novela era, sin ninguna duda, su mejor obra. En ella había ido dejando sus esperanzas, su felicidad, su amargura. Sus lágrimas. Durante tres largos años, su alma había anidado en sus dedos para narrar el amor y el desamor de su vida.
El programa dio comienzo con puntualidad y de forma impecable. Desde el primer momento, escritor y periodista se entendieron a la perfección, por lo que el tiempo y las preguntas se fueron sucediendo casi sin sentirlo.
En un momento de la entrevista, la presentadora quiso saber el porqué de tantos años para escribir una novela, cuando acostumbraba a publicar una cada año.
En su relación con Rocio, había aprendido a ser celoso guardián de su intimidad, y seguiría siéndolo el resto de su existencia, por lo que, una vez más,
evitó mencionar que la historia narraba los años más importante de su propia vida. Ni siquiera quiso señalar que era un hecho real y ese «pequeño detalle» obstaculizaba cualquier explicación.
—Comencé a escribirla en un momento muy difícil para mí. —Sus ojos se ensombrecieron al recordar la enfermedad y el dolor de la que ya siempre sería su amor eterno. Volvió a sentir, por un instante, el aleteo de un sollozo al viento, de un corazón desbocado en busca de auxilio, de un grito desgarrado y desolador—. Por muchos motivos, ésta ha sido la novela que más me ha costado terminar.
—Coincidió con tu divorcio de la heredera de los Esposito. ¿Es ésa la dificultad a la que te refieres?
Gaston respondió con naturalidad, pero sonrió a la periodista, esperando que entendiera su petición de dejar a un lado su vida privada.
—Divorciarse siempre implica mucho sufrimiento para las dos partes. Sobre todo, cuando continúa existiendo un gran cariño. No se toma la decisión de la noche a la mañana.
La presentadora comprendió su amable mensaje y, aunque creyó percibir que el escritor había sufrido, y que aún lo hacía, pensó que tal vez por el amor perdido de su ex esposa, no quiso desaprovechar la buena sintonía que había surgido entre ellos desde el primer momento. Entre conseguir una entrevista brillante o arriesgarse al hipotético y morboso descubrimiento de que el deseado escritor padecía de desamor, prefirió la seguridad de la primera opción.
Regresó al tema literario que, al fin y al cabo, era de lo que trataba su reconocido programa. Comentó con él detalles y pasajes de la novela que le parecieron interesantes, y le fue pulsando, sin pretenderlo, sus resortes más sensibles, ocultos y dolorosos.
—Esta novela está llena de maravillosos otoños. Es evidente que es una estación que te gusta, ¿no es cierto?
—Para muchos, el otoño representa la madurez, la soledad, la muerte —respondió con voz grave—. Para mí siempre ha supuesto todo lo contrario. Es la belleza, el deseo de renovarse, de vivir. Son los colores de la pasión, y sin pasión no hay vida.
Mientras hablaba, su semblante fue tornándose sombrío ante el recuerdo de un otoño muy diferente y triste. Llevaba en su mente, como grabados a fuego, los párpados cerrados de su mujer amada, su rostro blanco como la nieve, su sedoso cabello dorado cubierto de hojas. La imagen de Rocio vestida con los últimos colores de vida del otoño la tenía clavaba como una daga que jamás podría
arrancarse.
Sus emociones se entreveían en sus expresivos ojos. La tristeza les confería una fascinante belleza de la que la periodista no pudo abstraerse.
—Te gusta el otoño y, sin embargo, parece que te entristece hablar de él. ¿A qué es debido?
La cámara volvió a tomar un plano corto de sus ojos y todas las luces y las sombras de su mirada, que tenían subyugada a la entrevistadora, atraparon también al espectador.
Tardó en responder. Su mente voló muy lejos, muy alto, hasta el helicóptero en el que trasladaron a Rocio al hospital, hasta la desesperación que lo consumió al no sentir la vida en su cuerpo inerte. Cuando vio que la muerte se la arrebataba, ya sólo pudo llorar con amargura, sumido en una devastadora soledad. En aquellos dramáticos instantes, tuvo la firme convicción de que tampoco él seguiría viviendo. La seguiría —se dijo entonces, en medio de tan insoportable sufrimiento—; buscaría el lugar más alto de Baltimore, el que estuviera más cerca del cielo y de ella, y pondría alas a su destrozada alma para que volara hasta encontrarla de nuevo.
Suspiró, tratando de regresar al presente, soportando un consistente nudo en el pecho. ¡Le resultaba tan sencillo dejarse llevar por tristes evocaciones, pero tan difícil, después, abstraerse de ellas!
—Todos tenemos algunos recuerdos que nos entristecen —contestó, retomando la pregunta—. Los míos van unidos al otoño y a mi novela.
Lo dijo con tanta aflicción, que la periodista se conmovió. Carraspeó con el propósito de dar más relevancia a ese sentimiento. Sabía que un detalle como ése añadía humanidad y emoción a cualquier entrevista y que la prensa, al día siguiente, comenzaría a forjar toda una leyenda sobre la misteriosa pena que afligía al atractivo escritor.
—Si te preguntara cuáles son esos recuerdos, ¿me lo dirías?
Fue la añoranza la que sonrió mientras él negaba sin palabras. La pantalla se llenó con su rostro, con su melancolía, pero también con su media sonrisa apagada, su misterio, su magnetismo.
La mujer aceptó con un gesto resignado y continuó:
—Aunque estamos comenzando a descubrir esta última novela, respóndeme a algo que creo que nos inquieta a todos tus lectores: ¿tendremos que esperar otros tres o cuatro años para la siguiente?
—Espero que no. —Soltó una corta y clara risa—. Aunque eso nunca se sabe; nuestra vida puede cambiar en un instante.
Sabía mejor que nadie que los planes poco servían cuando el destino decidía jugar a enredar los hilos con los que se tejen las vidas e ilusiones. Había tardado muchos años en comprenderlo, pero Rocio le había enseñado muchas cosas. Su dulce y adorada Rocio. A la que él abrazaba, tres años atrás, camino del hospital, apretándola con fuerza contra su pecho, suplicando a su propio corazón que latiera por los dos, porque ya no oía palpitar el de ella; a la que lo destrozó soltar para que un grupo de enfermeros se la llevaran en una camilla, alejándola de su vista a la velocidad del viento…
… La que lo dejó abandonado en medio de un frío mortal, en un enorme vacío, con un desgarrador presentimiento de que no volvería a verla con vida.
Frente a la barra con sabor a historia del Club 21, Vicco tomaba su segundo café del día, conmovido aún por la emoción contenida que había visto en su amigo durante la entrevista. Disfrutando de los privilegios que le concedieron llegar acompañando al reconocido escritor, había contemplado el programa como un entregado espectador más, pero desde el favorecido lugar de las bambalinas del plató.
—Espero que esto marque el comienzo de tu vuelta a este mundo de asfalto, de restaurantes, de salas de exposiciones…
—Nada que pueda compararse con la vida tranquila en Crystal Lake —lo interrumpió Gaston con una sonrisa—. Seguiré viniendo cada vez que lo necesite, como he hecho durante años, pero volviendo después a casa.
—¿De verdad no añoras un poco de barullo, alguna fiesta?
—De verdad —aseguró, a la vez que le daba unas palmadas en el hombro—. No echo en falta nada. Además, tampoco estoy viviendo en Alaska. Eres tú quien suele irse hasta el otro extremo del mundo para traer imágenes impresionantes.
—¡Si al final tendré que darte la razón! —bromeó Vicco antes de acercarse la taza a los labios y tomar un sorbo de café.
Gaston observó el suyo mientras su pensamiento regresaba a uno de esos momentos en los que su amigo estuvo lejos, en África, en los desérticos y ardientes
alrededores del lago Asalé, para fotografiar a los trabajadores afar y miembros de la tribu tigré avanzando con sus enormes caravanas de cientos de dromedarios y asnos, y extrayendo después, en condiciones extremas, la valiosa sal del suelo. Recordó la desesperación con la que lo llamó desde el hospital para decirle que todo terminaba, que Rocio se iba y que él no podía soportar el dolor. Tampoco encontró consuelo en esa llamada. Vicco le aconsejó que no perdiera la esperanza, pero él ni siquiera lo escuchó. Sólo pudo golpear con el puño contra la pared hasta destrozárselo, mientras maldecía con impotencia a la vida que le arrebataba lo que más quería.
—Te has quedado muy callado —comentó Vicco con suavidad.
—Recuerdos —respondió, mientras hacía girar la taza sobre el pequeño plato.
Pero Vicco consideraba que ése debía ser un día de celebración y no de penas.
—Supongo que has recibido la invitación de Lali —dijo con la clara intención de alejar a su amigo de la tristeza—. ¿Irás a su boda?
—No lo he decidido aún. Mi presencia les estropearía el día a sus padres y no creo tener derecho a hacer eso.
—Sería una buena ocasión para que arreglaras las cosas con ellos. En algún momento tendrán que aceptar que entre su hija y tú ha quedado una buena amistad.
Gaston continuó pensativo durante unos segundos, con la mirada fija en los juguetes antiguos que pendían del techo; regalos, todos ellos, de clientes importantes.
—¿Qué opinión te merece ese tipo?
El «tipo» en cuestión era el prometido de Lali. Una joven promesa de la Fórmula 1, nueve años menor que ella, que tenía a toda una horda de jovencitas suspirando por él.
—Hablas del piloto. —Se frotó el mentón con insistencia antes de continuar—. En principio me cae bien. Lo he tratado poco, pero según una expresión textual de Cande, no mía, «es encantador».
Vicco rió mientras se preguntaba por qué se complicaban tanto las mujeres para calificar a un hombre. Para algo tan simple eran capaces de utilizar más palabras de las que él opinaba que existieran, con lo sencillo que le parecía decir de alguien que era un buen tipo o un cabrón.
—Yo no estoy tan seguro —dijo Gaston—. Demasiado guapo, demasiado
encantador, demasiado seguro de sí mismo y demasiadas chicas siempre a su alrededor.
—Esa definición me recuerda a alguien —dijo Vicco con mofa.
—En serio. Quiero que sea feliz y me da igual con quién. No me gustaría que volviera a pasar por lo que pasó conmigo.
—Deja de analizarle los novios igual que si fueras su padre; acostúmbrate a que no debes preocuparte por ella. ¡Y relájate! —lo aconsejó con buen humor—, porque a mi Cande le gusta y ella tiene buen ojo. —La sonrisa irónica de Gaston le hizo preguntar—: ¿Acaso no te fías del sexto sentido de mi chica?
—¿Ese sexto sentido que le falló un poco, igual que a Lali? —dijo, apenado y una vez más arrepentido—. No merecían lo canallas que fuimos con ellas.
El rostro divertido de Vicco se convirtió en una mirada enigmática, en un bajar la voz ante un secreto que, tal vez, no era tan secreto.
—No, no lo merecían. Pero ¿quién te dice que Cande no se enteró?... —Esperó hasta ver una silenciosa pregunta en los ojos de su amigo—. Nunca he hablado con ella de esto, y Dios me libre de hacerlo, pero siempre he tenido la sensación de que sabía más de lo que aparentaba.
—¿Y por qué crees que no te lo dijo nunca?
Vicco se palpó la cajetilla de cigarros en el interior del bolsillo y apoyó los codos en la barra.
—En su día le di muchas vueltas, pero ya no. Tal vez pensó que sería más fácil superarlo de esta forma y seguro que tenía razón. Si hubiéramos llegado a discutir por esto… —Chasqueó la lengua y negó con la cabeza—. Yo soy muy temperamental, muy bocazas; lo habría jodido todo. Ella me conoce mejor que yo mismo.
También Gaston lo conocía bien, aunque siempre se negó a creerle cuando decía que si perdía a su Candela no podría soportarlo y se quitaría de en medio. Entonces le pareció exagerado y melodramático y al final comprobó por sí mismo que era cierto: la vida dejaba de tener sentido cuando perdías a la persona a la que amabas.
Lo supo al enamorarse como un loco de Rocio y lo recordó cada segundo de aquella trágica noche en el hospital, cuando, sentado en una rígida silla de plástico, esperó en un inhóspito pasillo a que le dieran noticias. Fueron horas largas y difíciles en las que hubiera querido gritar la impotencia y el dolor que le convertían el alma en jirones. Pero no aguardó solo. Mientras sus padres hacían lo imposible para conseguir un vuelo en el aeropuerto internacional, llegó
Pablo, apenas media hora después de que él se hubiera desahogado por teléfono con Vicco, y se sentó a su lado, en silencio. Si la angustia, el miedo o la soledad hubieran ocupado espacio, aquel largo y gélido pasillo habría reventado como un globo con exceso de aire.
Ahora entendía, tal vez mejor que nadie, que su amigo dijera que no podía vivir sin su esposa, sin la excepcional Candela que lo amaba por encima de todo.
—Te va a costar pagarle a esa mujer sorprendente todo lo que le debes —dijo, conteniendo a duras penas la emoción.
—Es cierto. Siempre lo he dicho. Soy un cabrón con suerte.
Llevaba diciéndolo desde el día en que se declaró a Candela y ésta lo aceptó. También mientras fue un marido infiel e imperfecto, y continuaba diciéndolo a pesar de llevar años redimido, convertido en un hombre enamorado y fiel.
—No hay más que mirar a tu pequeñaja para estar de acuerdo con eso. —Sonrió recordando a la vivaracha Cande y sus preciosos ojos, sabiendo que acababa de tocar el tema favorito de Vicco—. A pesar de que noche tras noche asalte el centro de vuestra cama.
Cuando, tras dos cafés y una larga y divertida conversación sobre lo difícil pero maravilloso que era ser padre, abandonaban el local, Gaston le pidió a su amigo que lo acompañara a la Quinta Avenida, para que lo ayudara en algo extremadamente importante para lo que no podía confiar en nadie excepto en él. 

2 comentarios:

  1. Todavía no me ha quedado claro si Rochi ha fallecido... ¿Gastón no le irá a pedir a Vico que lo mate, verdad? ¿Verdad? :(

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  2. Sin palabras, y muchas dudas! Espero el próximo cap. Amo esta novela!

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