CAPÍTULO
48
Una historia que contar
Cada pocos segundos, dedicaba
una fugaz mirada al reloj. Sumido en sus pensamientos, Gaston apenas prestaba
atención a quienes se apresuraban de un lugar a otro cumpliendo con su cometido
mientras él aguardaba sentado en un cómodo sillón, acariciando el pañuelo de
seda en el interior del bolsillo de la chaqueta para sentir, una vez más, que
tenía a Rocio a su lado.
Faltaban dos minutos para las
ocho de la mañana. En los estudios de la NBC,, en medio de una excitación que
para cualquier profano hubiera parecido caótica, se ultimaban detalles y se
daban las últimas instrucciones para que la puesta en escena resultara
perfecta. Arrancaban con una nueva emisión del programa matinal.
El decorado del plató simulaba
ser un acogedor café de bohemios. Un lugar agradable, de luz tenue, que
invitaba a la conversación en voz baja y a la lectura. Ante él y sobre la mesa,
con dos humeantes tazas de café, se encontraba su último y más esperado libro:
su historia.
Aguardaba con tranquilidad a
que todo diera comienzo. A pesar de los años que llevaba sin aparecer en los
medios, no había perdido su seguridad ni su aplomo. Era consciente de su
magnetismo, de su poder de seducción, pero, sobre todo, confiaba en los
resultados de un trabajo bien hecho y aquella novela era, sin ninguna duda, su
mejor obra. En ella había ido dejando sus esperanzas, su felicidad, su
amargura. Sus lágrimas. Durante tres largos años, su alma había anidado en sus
dedos para narrar el amor y el desamor de su vida.
El programa dio comienzo con
puntualidad y de forma impecable. Desde el primer momento, escritor y
periodista se entendieron a la perfección, por lo que el tiempo y las preguntas
se fueron sucediendo casi sin sentirlo.
En un momento de la entrevista,
la presentadora quiso saber el porqué de tantos años para escribir una novela,
cuando acostumbraba a publicar una cada año.
En su relación con Rocio, había
aprendido a ser celoso guardián de su intimidad, y seguiría siéndolo el resto
de su existencia, por lo que, una vez más,
evitó
mencionar que la historia narraba los años más importante de su propia vida. Ni
siquiera quiso señalar que era un hecho real y ese «pequeño detalle»
obstaculizaba cualquier explicación.
—Comencé a escribirla en un
momento muy difícil para mí. —Sus ojos se ensombrecieron al recordar la
enfermedad y el dolor de la que ya siempre sería su amor eterno. Volvió a
sentir, por un instante, el aleteo de un sollozo al viento, de un corazón
desbocado en busca de auxilio, de un grito desgarrado y desolador—. Por muchos
motivos, ésta ha sido la novela que más me ha costado terminar.
—Coincidió con tu divorcio de
la heredera de los Esposito. ¿Es ésa la dificultad a la que te refieres?
Gaston respondió con
naturalidad, pero sonrió a la periodista, esperando que entendiera su petición
de dejar a un lado su vida privada.
—Divorciarse siempre implica
mucho sufrimiento para las dos partes. Sobre todo, cuando continúa existiendo
un gran cariño. No se toma la decisión de la noche a la mañana.
La presentadora comprendió su
amable mensaje y, aunque creyó percibir que el escritor había sufrido, y que
aún lo hacía, pensó que tal vez por el amor perdido de su ex esposa, no quiso
desaprovechar la buena sintonía que había surgido entre ellos desde el primer
momento. Entre conseguir una entrevista brillante o arriesgarse al hipotético y
morboso descubrimiento de que el deseado escritor padecía de desamor, prefirió
la seguridad de la primera opción.
Regresó al tema literario que,
al fin y al cabo, era de lo que trataba su reconocido programa. Comentó con él
detalles y pasajes de la novela que le parecieron interesantes, y le fue
pulsando, sin pretenderlo, sus resortes más sensibles, ocultos y dolorosos.
—Esta novela está llena de
maravillosos otoños. Es evidente que es una estación que te gusta, ¿no es
cierto?
—Para muchos, el otoño
representa la madurez, la soledad, la muerte —respondió con voz grave—. Para mí
siempre ha supuesto todo lo contrario. Es la belleza, el deseo de renovarse, de
vivir. Son los colores de la pasión, y sin pasión no hay vida.
Mientras hablaba, su semblante
fue tornándose sombrío ante el recuerdo de un otoño muy diferente y triste.
Llevaba en su mente, como grabados a fuego, los párpados cerrados de su mujer
amada, su rostro blanco como la nieve, su sedoso cabello dorado cubierto de
hojas. La imagen de Rocio vestida con los últimos colores de vida del otoño la
tenía clavaba como una daga que jamás podría
arrancarse.
Sus emociones se entreveían en
sus expresivos ojos. La tristeza les confería una fascinante belleza de la que
la periodista no pudo abstraerse.
—Te gusta el otoño y, sin
embargo, parece que te entristece hablar de él. ¿A qué es debido?
La cámara volvió a tomar un
plano corto de sus ojos y todas las luces y las sombras de su mirada, que
tenían subyugada a la entrevistadora, atraparon también al espectador.
Tardó en responder. Su mente
voló muy lejos, muy alto, hasta el helicóptero en el que trasladaron a Rocio al
hospital, hasta la desesperación que lo consumió al no sentir la vida en su
cuerpo inerte. Cuando vio que la muerte se la arrebataba, ya sólo pudo llorar
con amargura, sumido en una devastadora soledad. En aquellos dramáticos
instantes, tuvo la firme convicción de que tampoco él seguiría viviendo. La
seguiría —se dijo entonces, en medio de tan insoportable sufrimiento—; buscaría
el lugar más alto de Baltimore, el que estuviera más cerca del cielo y de ella,
y pondría alas a su destrozada alma para que volara hasta encontrarla de nuevo.
Suspiró, tratando de regresar
al presente, soportando un consistente nudo en el pecho. ¡Le resultaba tan
sencillo dejarse llevar por tristes evocaciones, pero tan difícil, después,
abstraerse de ellas!
—Todos tenemos algunos
recuerdos que nos entristecen —contestó, retomando la pregunta—. Los míos van
unidos al otoño y a mi novela.
Lo dijo con tanta aflicción,
que la periodista se conmovió. Carraspeó con el propósito de dar más relevancia
a ese sentimiento. Sabía que un detalle como ése añadía humanidad y emoción a
cualquier entrevista y que la prensa, al día siguiente, comenzaría a forjar
toda una leyenda sobre la misteriosa pena que afligía al atractivo escritor.
—Si te preguntara cuáles son
esos recuerdos, ¿me lo dirías?
Fue la añoranza la que sonrió
mientras él negaba sin palabras. La pantalla se llenó con su rostro, con su
melancolía, pero también con su media sonrisa apagada, su misterio, su
magnetismo.
La mujer aceptó con un gesto
resignado y continuó:
—Aunque estamos comenzando a
descubrir esta última novela, respóndeme a algo que creo que nos inquieta a
todos tus lectores: ¿tendremos que esperar otros tres o cuatro años para la
siguiente?
—Espero
que no. —Soltó una corta y clara risa—. Aunque eso nunca se sabe; nuestra vida
puede cambiar en un instante.
Sabía mejor que nadie que los
planes poco servían cuando el destino decidía jugar a enredar los hilos con los
que se tejen las vidas e ilusiones. Había tardado muchos años en comprenderlo,
pero Rocio le había enseñado muchas cosas. Su dulce y adorada Rocio. A la que
él abrazaba, tres años atrás, camino del hospital, apretándola con fuerza
contra su pecho, suplicando a su propio corazón que latiera por los dos, porque
ya no oía palpitar el de ella; a la que lo destrozó soltar para que un grupo de
enfermeros se la llevaran en una camilla, alejándola de su vista a la velocidad
del viento…
… La que lo dejó abandonado en
medio de un frío mortal, en un enorme vacío, con un desgarrador presentimiento
de que no volvería a verla con vida.
Frente a la barra con sabor a
historia del Club 21, Vicco tomaba su segundo café del día, conmovido aún por
la emoción contenida que había visto en su amigo durante la entrevista. Disfrutando
de los privilegios que le concedieron llegar acompañando al reconocido
escritor, había contemplado el programa como un entregado espectador más, pero
desde el favorecido lugar de las bambalinas del plató.
—Espero que esto marque el
comienzo de tu vuelta a este mundo de asfalto, de restaurantes, de salas de
exposiciones…
—Nada que pueda compararse con
la vida tranquila en Crystal Lake —lo interrumpió Gaston con una sonrisa—.
Seguiré viniendo cada vez que lo necesite, como he hecho durante años, pero
volviendo después a casa.
—¿De verdad no añoras un poco
de barullo, alguna fiesta?
—De verdad —aseguró, a la vez
que le daba unas palmadas en el hombro—. No echo en falta nada. Además, tampoco
estoy viviendo en Alaska. Eres tú quien suele irse hasta el otro extremo del
mundo para traer imágenes impresionantes.
—¡Si al final tendré que darte
la razón! —bromeó Vicco antes de acercarse la taza a los labios y tomar un
sorbo de café.
Gaston observó el suyo mientras
su pensamiento regresaba a uno de esos momentos en los que su amigo estuvo
lejos, en África, en los desérticos y ardientes
alrededores
del lago Asalé, para fotografiar a los trabajadores afar y miembros de la tribu
tigré avanzando con sus enormes caravanas de cientos de dromedarios y asnos, y
extrayendo después, en condiciones extremas, la valiosa sal del suelo. Recordó
la desesperación con la que lo llamó desde el hospital para decirle que todo
terminaba, que Rocio se iba y que él no podía soportar el dolor. Tampoco
encontró consuelo en esa llamada. Vicco le aconsejó que no perdiera la
esperanza, pero él ni siquiera lo escuchó. Sólo pudo golpear con el puño contra
la pared hasta destrozárselo, mientras maldecía con impotencia a la vida que le
arrebataba lo que más quería.
—Te has quedado muy callado
—comentó Vicco con suavidad.
—Recuerdos —respondió, mientras
hacía girar la taza sobre el pequeño plato.
Pero Vicco consideraba que ése
debía ser un día de celebración y no de penas.
—Supongo que has recibido la
invitación de Lali —dijo con la clara intención de alejar a su amigo de la
tristeza—. ¿Irás a su boda?
—No lo he decidido aún. Mi
presencia les estropearía el día a sus padres y no creo tener derecho a hacer
eso.
—Sería una buena ocasión para
que arreglaras las cosas con ellos. En algún momento tendrán que aceptar que
entre su hija y tú ha quedado una buena amistad.
Gaston continuó pensativo
durante unos segundos, con la mirada fija en los juguetes antiguos que pendían
del techo; regalos, todos ellos, de clientes importantes.
—¿Qué opinión te merece ese
tipo?
El «tipo» en cuestión era el
prometido de Lali. Una joven promesa de la Fórmula 1, nueve años menor que
ella, que tenía a toda una horda de jovencitas suspirando por él.
—Hablas del piloto. —Se frotó
el mentón con insistencia antes de continuar—. En principio me cae bien. Lo he
tratado poco, pero según una expresión textual de Cande, no mía, «es
encantador».
Vicco rió mientras se
preguntaba por qué se complicaban tanto las mujeres para calificar a un hombre.
Para algo tan simple eran capaces de utilizar más palabras de las que él
opinaba que existieran, con lo sencillo que le parecía decir de alguien que era
un buen tipo o un cabrón.
—Yo no estoy tan seguro —dijo Gaston—.
Demasiado guapo, demasiado
encantador,
demasiado seguro de sí mismo y demasiadas chicas siempre a su alrededor.
—Esa definición me recuerda a
alguien —dijo Vicco con mofa.
—En serio. Quiero que sea feliz
y me da igual con quién. No me gustaría que volviera a pasar por lo que pasó
conmigo.
—Deja de analizarle los novios
igual que si fueras su padre; acostúmbrate a que no debes preocuparte por ella.
¡Y relájate! —lo aconsejó con buen humor—, porque a mi Cande le gusta y ella
tiene buen ojo. —La sonrisa irónica de Gaston le hizo preguntar—: ¿Acaso no te
fías del sexto sentido de mi chica?
—¿Ese sexto sentido que le
falló un poco, igual que a Lali? —dijo, apenado y una vez más arrepentido—. No
merecían lo canallas que fuimos con ellas.
El rostro divertido de Vicco se
convirtió en una mirada enigmática, en un bajar la voz ante un secreto que, tal
vez, no era tan secreto.
—No, no lo merecían. Pero
¿quién te dice que Cande no se enteró?... —Esperó hasta ver una silenciosa
pregunta en los ojos de su amigo—. Nunca he hablado con ella de esto, y Dios me
libre de hacerlo, pero siempre he tenido la sensación de que sabía más de lo
que aparentaba.
—¿Y por qué crees que no te lo
dijo nunca?
Vicco se palpó la cajetilla de
cigarros en el interior del bolsillo y apoyó los codos en la barra.
—En su día le di muchas
vueltas, pero ya no. Tal vez pensó que sería más fácil superarlo de esta forma
y seguro que tenía razón. Si hubiéramos llegado a discutir por esto… —Chasqueó
la lengua y negó con la cabeza—. Yo soy muy temperamental, muy bocazas; lo
habría jodido todo. Ella me conoce mejor que yo mismo.
También Gaston lo conocía bien,
aunque siempre se negó a creerle cuando decía que si perdía a su Candela no
podría soportarlo y se quitaría de en medio. Entonces le pareció exagerado y
melodramático y al final comprobó por sí mismo que era cierto: la vida dejaba
de tener sentido cuando perdías a la persona a la que amabas.
Lo supo al enamorarse como un
loco de Rocio y lo recordó cada segundo de aquella trágica noche en el
hospital, cuando, sentado en una rígida silla de plástico, esperó en un
inhóspito pasillo a que le dieran noticias. Fueron horas largas y difíciles en
las que hubiera querido gritar la impotencia y el dolor que le convertían el
alma en jirones. Pero no aguardó solo. Mientras sus padres hacían lo imposible
para conseguir un vuelo en el aeropuerto internacional, llegó
Pablo,
apenas media hora después de que él se hubiera desahogado por teléfono con Vicco,
y se sentó a su lado, en silencio. Si la angustia, el miedo o la soledad
hubieran ocupado espacio, aquel largo y gélido pasillo habría reventado como un
globo con exceso de aire.
Ahora entendía, tal vez mejor
que nadie, que su amigo dijera que no podía vivir sin su esposa, sin la
excepcional Candela que lo amaba por encima de todo.
—Te va a costar pagarle a esa
mujer sorprendente todo lo que le debes —dijo, conteniendo a duras penas la
emoción.
—Es cierto. Siempre lo he
dicho. Soy un cabrón con suerte.
Llevaba diciéndolo desde el día
en que se declaró a Candela y ésta lo aceptó. También mientras fue un marido
infiel e imperfecto, y continuaba diciéndolo a pesar de llevar años redimido,
convertido en un hombre enamorado y fiel.
—No hay más que mirar a tu
pequeñaja para estar de acuerdo con eso. —Sonrió recordando a la vivaracha Cande
y sus preciosos ojos, sabiendo que acababa de tocar el tema favorito de Vicco—.
A pesar de que noche tras noche asalte el centro de vuestra cama.
Cuando, tras dos cafés y una
larga y divertida conversación sobre lo difícil pero maravilloso que era ser
padre, abandonaban el local, Gaston le pidió a su amigo que lo acompañara a la
Quinta Avenida, para que lo ayudara en algo extremadamente importante para lo
que no podía confiar en nadie excepto en él.

Todavía no me ha quedado claro si Rochi ha fallecido... ¿Gastón no le irá a pedir a Vico que lo mate, verdad? ¿Verdad? :(
ResponderEliminarSin palabras, y muchas dudas! Espero el próximo cap. Amo esta novela!
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