Capítulo 5
Rocío entró en el salón y frunció el ceño al no encontrar allí a Gastón. ¿Dónde se habría metido?
En un rincón, vio un ordenador portátil encen¬dido. Obviamente, había estado trabajando.
Mirando a su alrededor, intentó imaginarse a su hermana allí. Marianela era una chica de ciudad, que adoraba pasar las vacaciones en luga¬res caros y a la que le gustaban las casas mo¬dernas.
Le costaba trabajo imaginársela con un hom¬bre como Gastón. Aquel jeque era demasiado austero, demasiado…
«Marianela lo ama», se recordó.
¡Pero no era su tipo en absoluto! A su herma¬na le gustaban los hombres alegres, divertidos y con ganas de hacer cosas.
Kiara estaba completamente dormida, así que Rocío decidió salir a ver qué pasaba. Ya no se oía el ruido del viento. Eso debía de querer decir que podría volver a la ciudad.
Al salir, comprobó que, efectivamente, la tor¬menta había amainado. El cielo estaba teñido de ¬un color ocre y su todoterreno tenía los laterales cubiertos de arena. ¬
Miró hacia el oasis y vio que estaba situado bajo una pared casi vertical salpicada de salien¬tes.
Mirándolo con ojos de artista, aquel lugar te¬nía un encanto especial. Había varias palmeras cerca del agua del oasis y, detrás, una zona de césped. El silencio que reinaba era casi hipnóti¬co.
Un movimiento en aquella zona captó su mi¬rada y su cuerpo se tensó al comprobar que se trataba de Gastón. Iba vestido con vaqueros y ca¬miseta y parecía que estaba mirando el estado de las palmeras.
Obviamente, no la había visto, pero, aun así, Rocío prefirió cobijarse bajo la seguridad de la jaima.
Desde allí, lo vio mirar hacia el cielo con la mano sobre los ojos.
Gastón vio que el viento no había dañado nin¬guna palmera. No había ninguna razón para que no volviera a la jaima y siguiera trabajando. Pronto tendría que hacerlo. En esos momentos, estaban en el ojo del huracán, pero pronto el viento volvería con mayor fuerza. Sin embargo, no podía volver a dentro porque no paraba de pensar en Rochi… allí tumbada en la cama… en su cama.
Enfadado, se desnudó y fue hacia el agua.
Rocío no podía moverse del sitio. Como si la hubieran hechizado, se quedó inmóvil con el cuerpo en tensión y la respiración entrecortada mientras intentaba controlar el efecto que aque¬llos músculos y aquel cuerpo desnudo tan mara¬villoso estaban teniendo sobre Rochi.
Había estado en Florencia y había observado las obras de los clásicos, lo que le permitió darse cuenta de que estaba ante una obra de arte.
Gastón estaba nadando con tanta naturalidad, que era obvio que para él lo más normal era ba¬ñarse desnudo en su oasis.
Para intentar calmarse, se puso a pensar en lo que había bajo aquella piel masculina: tendones, músculos, tejidos… En lugar de tranquilizarse, se encontró teniendo cada vez pensamientos más sensuales.
Los pensamientos académicos estaban desa¬pareciendo de su mente para dar paso a otros mucho más básicos.
La única zona de su cuerpo que estaba más pálida eran sus nalgas. Tenía una anatomía per¬fecta, sí, perfecta para…
Rocío se estremeció violentamente al sentir como si se estuviera hundiendo en una piscina de sensaciones demasiado profundas y peligrosas como para librarse de Rochis con facilidad.
Sin poder evitarlo, siguió mirándolo. Gastón avanzó dentro del agua hasta que solo se le veían los hombros y la cabeza. Entonces, se zambullo y reapareció varios metros más allá para ponerse a nadar con maestría y fuerza.
Rocío se sentía sorprendida, furiosa, vulne¬rable y excitada de la cabeza a los pies. ¡Era im¬posible que deseara a Gastón, pero el mensaje de su cuerpo era innegable!
Le hacía sentir náuseas poder desear a un hombre que había hecho sufrir tanto a su herma¬na y del que Marianela seguía enamorada.
Aquel sentimiento era la más grande traición contra sí misma. Era inconcebible que le estuvie¬ra pasando algo así. ¿Cómo era posible que una mujer que solía controlar sus impulsos sexuales con facilidad estuviera tan…tan…?
Cerró los ojos fuerza y apartó la mirada del oasis.
«Admítelo. Lo deseas tanto que, si viniera a por ti, le dejarías que te hiciera lo que quisiera aquí y ahora. ¿Dejarlo? Se lo suplicaría, se lo im¬ploraría», pensó.
Sacudió la cabeza con fuerza para intentar apartar de su mente aquella voz que se burlaba de Rochi y la atormentaba.
Se adentró en la jaima sin darse cuenta de que el viento había comenzado a soplar con fuerza de nuevo.
Fue a ver a Kiara, que estaba dormida. Solo había estado fuera una media hora, pero se sentía como si hubiera atravesado un túnel del tiempo y estuviera en otro mundo.
Un mundo en el que ya no sabía a ciencia cierta quién era.
Se apresuró a recoger sus cosas. No quería estar allí cuando Gastón volviera. No lo podría soportar. No quería verlo, no quería estar en la misma habitación que él. Sería demasiado para Rochi.
Nunca había imaginado que existiera alguien ante quien se sintiera tan amenazada y asustada.
Sonrojada y excitada, observó lo mal que había hecho la maleta.
Decidió meterlo todo como fuera en el todote¬rreno y despertar a la niña en el último momento, cuando estuviera lista para volver a la seguridad del hotel.
Tomó aire y se dijo que, una vez allí, seguro que recobraría la cabeza y volvería a ver a Gastón como lo que era, el hombre que había trai¬cionado a su hermana y el padre de Kiara.
Mientras corría hacia el coche, se dio cuenta de que el viento había arreciado, pero le dio igual y comenzó a cargar el vehículo.
Gastón la vio mientras nadaba y furioso ob¬servó cómo metía cosas en el coche y volvía a entrar en la jaima en busca de más.
¡Ya estaba! ¡Solo le quedaba volver por Kiara e irse! Con un poco de suerte, Gastón seguiría nadando y no se daría cuenta.
Si le apetecía tanto nadar, ¿por qué no se ha¬bía puesto… eh… un bañador, por ejemplo? ¿Por qué había tenido que exponer su cuerpo de aquella manera?
Ofuscada en sus pensamientos, no lo vio salir del agua, vestirse e ir corriendo hacia Rochi.
—Vamos, preciosa —le dijo a Kiara—. Tú y yo nos vamos…
—¡No vais a ninguna parte!
Rocío se giró y lo miró pálida. Gastón lle¬vaba la camiseta empapada y pegada al cuerpo y, sin darse cuenta, Rocío deslizó la mirada hasta la bragueta de sus vaqueros.
Le estaba bloqueando la salida, pero, en lugar de pensar en aquel importantísimo detalle, su mente parecía más decidida a ponerse a compa¬rar cómo estaba vestido y cómo estaba… ¡desnudo!
Se recordó que era una empresaria adulta y madura, acostumbrada a guiar su vida y a tomar sus propias decisiones y no una tonta que se de¬jara llevar por las hormonas.
—Me llevo a Kiara a la ciudad y no me lo va a poder impedir de ninguna manera —le advirtió echando los hombros hacia atrás—. ¡En todo caso, después de cómo nos ha tratado y de lo que nos ha dicho, no creo que tenga mucho interés en que nos quedemos!
—¡Claro que no quiero que se queden! —le es¬petó Gastón secamente—. El problema es que van a tener que hacerlo a no ser que quiera ir a una muerte segura.
Rocío se quedó mirándolo fijamente. ¿De qué estaba hablando? ¿Estaba intentando asustar¬la?
—Nos vamos —insistió avanzando hacia él e in¬tentando ignorar el martilleo de su corazón.
—¿Está loca? No podrá avanzar ni un par de ¬kilómetros. Se las tragará la arena. Si el viento de ayer le pareció horrible, el de hoy no se lo va a creer.
Rocío tomó aire.
—Acabo de estar fuera y no hacía viento —con¬testó impaciente—. La tormenta ha pasado.
—Porque lo dice usted, que es una gran exper¬ta en tormentas en el desierto, ¿verdad? Para que lo sepa, no había viento, porque estábamos, esta¬mos, en el ojo del huracán. Los que conocemos el desierto, lo sabemos. ¬
—Miente —lo acusó cabezota—. Quiere que nos quedemos porque…
Se interrumpió y vio que Gastón la miraba burlón.
—¿Por qué? —la animó a seguir.
«Porque sabes que te deseo con todo mi cuer¬po y tú a mí también», le dijo una peligrosa voz a Rocío.
—Miente —repitió mirando hacia la salida.
—¿Ah, sí? —dijo Gastón levantando la cortina para que viera lo que estaba sucediendo fuera.
Las palmeras estaban tan dobladas por la ac¬ción del fuerte viento que sus hojas barrían el suelo de arena.
Rocío observó que el viento iba a más y percibió un silbido muy agudo que le hizo daño en los oídos.
¿De dónde habían salido aquellas espirales de arena que tenía ante Rochi? El sol había desapare¬cido y en el horizonte no se distinguía la arena del cielo.
Dio un paso fuera y el viento estuvo a punto de hacer que saliera volando. Gritó con Kiara en brazos y pronto otros mucho más fuertes se la arrebataron.
Al imaginarse lo que habría sido de Rochis si aquello las hubiera pillado solas en mitad del de¬sierto, palideció.
—¿Me cree ahora? —preguntó Gastón.
Al ir a recuperar a Kiara de sus brazos, sus de¬dos se tocaron y Rocío apartó la mano como si le hubiera dado una descarga eléctrica y, al ha¬cerlo, perdió el equilibrio.
Inmediatamente, Gastón alargó el brazo y la sujetó. Parecía que las estaba protegiendo y sal¬vando a las dos.
Sintió lágrimas en los ojos y se enfadó consi¬go misma por dejarse llevar por unas emociones que no tenían sentido.
—¿Cuánto va a durar la tormenta? —le pregun¬tó apartándose.
—Por lo menos, veinticuatro horas. Puede que un poco más —contestó Gastón—. Como no pode¬mos recibir información, es imposible saberlo se¬guro. No suele haber tormentas en esta época del año, pero cuando se producen son impredecibles y crueles.
«Como tú», pensó Rocío agarrando a Kiara.

No hay comentarios:
Publicar un comentario