Capítulo 7
Al entrar en su bungalow del hotel, Rocío suspiró aliviada por primera vez desde que había salido del oasis.
Ahora que ya estaba a salvo, tal vez, pudiera poner en orden los acontecimientos de las últi¬mas cuarenta y ocho horas para, a continuación, olvidarlos.
—Para siempre —dijo en voz alta.
¿Pero cómo iba a olvidar algo tan cruel y ho¬rrible como lo que Gastón le había hecho?
Si hubiera sido otro tipo de mujer, incluso le habría podido gustar la experiencia pues, aunque quisiera negarlo, estaba claro que la había desea¬do. Era obvio que echárselo en cara lo habría hu¬millado.
¡Y, desde luego, si alguien se merecía una gran humillación, era Gastón!
Le bastaba pensar en él para apretar los puños con ira mientras el corazón le latía acelerada¬mente. ¿Cómo no se había dado cuenta de que jamás se habría acostado con él si hubiera estado enamorada de otro hombre?
¿No se había dado cuenta de que era imposible que fuera la madre de Kiara y la amante de otro hombre?
Sin embargo, estar convencida de que él era el amante de Marianela, no la había detenido, ¿verdad?
En ese mismo momento, supo que tendría que vivir con ello y llevarse aquella vergüenza a la tumba.
Vio que la luz del contestador estaba ilumina¬da, lo que quería decir que tenía mensajes. Efectivamente, tenía varios y todos del secretario del príncipe. Sin embargo, antes de llamarlo, había una cosa que tenía que hacer. ¬
Ponerse en contacto con su hermana para que le dejara claro, por si no había entendido bien, que Gastón no era el padre de Kiara.
¡Y, una vez que eso hubiera quedado zanjado, podría olvidarse de él para siempre!
Le costó varios intentos hablar con Marianela, pero al final lo consiguió.
—Lo siento, Rochi —se disculpó su hermana con la respiración acelerada—, pero tengo un montón de trabajo. No puedo hablar mucho. ¿Qué tal está Kiara?
—Bien, le ha salido el primer diente —contestó sonriente—. Marianela, tengo que preguntarte una cosa —añadió impidiendo a su hermana colgar—. Necesito que me digas quién es el padre de tu hija.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Rochi, no te lo puedo decir…
—De acuerdo, de acuerdo —la tranquilizó Rocío—. Si no me puedes decir quién es, al menos dime que no es un hombre que se llama Gastón.
—¿Quién? —contestó Marianela, indignada—. ¿Gastón? ¿El horrible primo de Peter? ¡Claro que no es el padre de Kiara! Lo odio, él fue quien nos separó, quien mandó a Peter de viaje no sé a dónde diciéndole que yo no era digna de él. ¿Cómo sabes de él, Rochi? ¡Es un ser arrogante, déspota, chapado a la antigua y moralista que vive en la Edad Media! Rochi, te tengo que dejar, de verdad… Muchos besos a las dos.
Colgó y Rocío se quedó con el auricular firmemente apretado en la mano. Así que era cierto. Gastón no era el padre de Kiara.
Sin querer darle más vueltas, se puso a escu¬char los mensajes del príncipe. Había vuelto a la ciudad y quería verla.
—No se preocupe —la tranquilizó el secretario del príncipe unos minutos después tras haberle explicado por qué no había estado en el hotel—. Solo quería decirle que el príncipe da mañana un desayuno en las cuadras y quería invitarla. Su Alteza está muy entusiasmado con este proyecto y quiere hablar con usted personalmente, por supuesto. El desayuno de mañana es un acto benéfico de gala; rogamos a nuestros invitados que no lleven perfumes fuertes, pues pueden afectar a los caballos.
—Muy bien —contestó Rocío—. Solo tengo un pequeño problema. Me he traído a mi sobrini¬ta de cuatro meses y…
—Eso no es ningún problema —le aseguró el secretario—. El palacio cuenta con una guardería con personal cualificado. Le mandaremos un co¬che para que las recoja.
Rocío había ido en otras ocasiones a even¬tos elegantes y sospechó que iba a tener que salir de compras.
Dos horas después, sentada en la exclusiva cafetería del centro comercial de Zuran, Rocío se sonrió a sí misma al observar las bolsas de las compras.
La más grande no era suya, sino de Kiara. Ha¬bía visto dos conjuntos preciosos y, como no se decidía por ninguno, se había llevado los dos.
En su conjunto tampoco había reparado en gastos. Se había comprado una preciosa pamela, un par de sandalias azul turquesa de tacón alto a juego con el vestido azul de seda que pensaba ponerse y un bolso que, por casualidad, tenía un caballo bordado como adorno. Y lo mejor era que había conseguido no pen¬sar en Gastón. ¡Bueno, casi! El consuelo que le quedaba era que, cuando lo había hecho, había sido para recordarse lo canalla que era y congra¬ciarse al saber que nunca se permitiría ser emo¬cionalmente vulnerable con ningún hombre.
¡Después del ejemplo que le había dado su padre, no había riesgo de que se enamorara jamás y menos de un hombre tan despreciable!
Se terminó el café, pagó y tomó un taxi acompañada por Kiara. Había sido un día muy largo y la noche anterior apenas había dormido. Se había limitado a tumbarse en la cama de Gastón y a rezar para que la tormenta hubiera terminado a la mañana siguiente.
Sus plegarias habían sido escuchadas y había podido volver al hotel. Aunque se había echado una siesta después de comer y no eran más que las ocho, ya estaba bostezando.
Gastón se paseó por la jaima. Debería estar encantado de volver a estar solo, debería estar encantado de que aquella mujer se hubiera ido por fin.
Por supuesto, estaba deseando ver a su primo para dejarle claro lo poco que le había costado que olvidara el «gran amor» que decía sentir por él.
¡El dolor que sentía en su cuerpo no significa¬ba nada y pronto desaparecería!
¿Y qué ocurriría si Peter se negara a escu¬charlo? ¿Y si, a pesar de todo lo que le dijera, su primo decidiera continuar su relación con Rochi?
Si Kiara era su hija, era justo que se hiciera car¬go de Rochi. Intentó imaginarse qué sentiría si Peter decidiera instalar a su hija y a su madre en una casa en Zuran. ¿Qué sentiría al saber que vivían juntos, que compartían un hogar y… una cama?
Enfadado, salió, ya que el aire dentro de la tienda estaba viciado con su perfume y aquel olor a bebé. Decidió dar órdenes para que le cambiaran la cama, no fuera a ser que su olor se hubiera pegado a Rochi y le recordara un incidente que no debería haber sucedido y que quería olvi¬dar a toda costa.
Sin embargo, incluso fuera, su imagen lo per¬seguía. Sus ojos azul turquesa, su piel pálida, su delicado cuerpo, su apasionada respuesta que lo había enloquecido y le había hecho perder el control, algo que no le había pasado nunca…
El dulce y apretado interior de su cuerpo que le había hecho creer que jamás había conocido varón ni había tenido hijos.
¡No era de extrañar que el pobre Peter hu¬biera caído rendido a sus pies!
Rocío pensó que Kiara estaba atrayendo to¬das las miradas y no se dio cuenta de que, efectivamente, miraban al bebé, pero también a Rochi. Un miembro del personal del príncipe les ha¬bía dado la bienvenida nada más bajar de la limusina que las había ido a recoger y las estaba conduciendo a conocer al príncipe.
Las cuadras estaban inmaculadas y los ocu¬pantes, magníficos, asomaban el cuello para que se les hiciera caso y no se olvidara que ellos eran los verdaderos protagonistas de aquel even¬to no las personas que estaban invadiendo su territorio.
Rocío se puso un poco nerviosa al vislum¬brar al fondo a un grupo de personas que se desenvolvían con la naturalidad que solo daba el dinero y la clase.
—Señorita Igarzabal, le presento a su Su Alteza Real —dijo el ayudante que la había guiado hasta allí.
—¡Señorita Igarzabal! —exclamó el príncipe con cariño.
—Alteza —contestó Rochi con una leve inclina¬ción de cabeza.
—Me encanta su trabajo, pero permítame de¬cirle que en el caso de mi amigo y rival, sir John Feinnes, ha exagerado usted la musculatura y el brío de su montura Oracle.
Rocío sonrió divertida ante aquel comenta¬rio.
—Me limito a plasmar lo que veo como artista —contestó.
—Entonces, espere a ver mis caballos. Son el resultado de un programa de cría que pusimos en marcha hace muchos años y quiero que los pinte en todo su esplendor porque se lo merecen.
«Y usted también, ¿verdad?», pensó Rocío.
—Mi amigo sir John me ha comentado que, además, tiene usted ideas muy innovadoras… Resulta que mi familia está terminando de construir unas cuadras nuevas y se me ocurre que po¬dríamos hacer algo…
—¿Innovador? —propuso Rocío.
—Exactamente —sonrió el príncipe—. En cual¬quier caso, no es el momento de ponemos a ha¬¬blar de trabajo. La he invitado para que conozca a sus clientes de forma informal, por decirlo de alguna manera.
Kiara, que había estado mirando a aquel hom¬bre con los ojos muy abiertos, le sonrió de repen¬te.
—Tiene usted una hija preciosa —dijo el prínci¬pe.
—Es mi sobrina —le dijo Rocío dándose cuenta de que había más gente esperando para hablar con el príncipe.
Se apartó discretamente y se dedicó a obser¬var a los caballos, que estaban entrenando a lo lejos.
—¿Quiere usted dejar a la niña en la guardería? —le preguntó el secretario del príncipe.
—No, gracias —contestó Rocío.
Lo cierto era que prefería que Kiara estuviera con Rochi. No la molestaba en absoluto, pues había allí demasiada gente como para ponerse a hacer bocetos de los animales.
Sin embargo, aprovechó para fijarse en las personas.
Tras mirar a los congregados en las cuadras del príncipe, Gastón se preguntó qué demonios hacia él allí.
Normalmente, solía huir de aquellos actos so¬ciales como de la peste, pero, como Peter no estaba, le había tocado ir a él.
Dado que tenía negocios con el príncipe y que el desayuno era un acto benéfico en honor de una de las causas que él tenía apadrinadas, había decidido asistir.
Había hablado ya con varias personas y se disponía a irse cuando, por el rabillo del ojo y en mitad de la multitud, le pareció vislumbrar un vestido azul turquesa.
Con decisión, fue hacia allí.

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