Capitulo 51
Yo estaba segura de que había ido directamente a hablar con Pedro, pero transcurrió mucho tiempo antes de que averiguara qué se dijeron en aquel encuentro o por qué Ramiro había decidido abandonar nuestra discusión. Lo único que supe entonces es que Ramiro no volvió a interferir en nuestro traslado.
Cuando Julia nos preguntó si nos gustaban nuestras habitaciones y si teníamos todo lo que necesitábamos, tanto Aleli como yo respondimos afirmativamente y con entusiasmo yo declaré que mi habitación también me encantaba, que el color verde claro de las paredes resultaba muy relajante y que, sobre todo, me gustaban las fotografías en blanco y negro de la pared.
—Tendrás que decírselo a Ramiro —contestó Julia radiante—. Él tomó esas fotografías para un trabajo de la universidad. Permaneció tumbado en el suelo dos horas, hasta que el armadillo salió de su madriguera.
Una horrible sospecha Cruzó mi mente.
—Julia —empecé mientras tragaba saliva con dificultad—, por casualidad, ¿no será esa la habitación de...? —Apenas podía pronunciar su nombre—. ¿De Ramiro?
—Pues sí —contestó ella con dulzura.
¡Santo cielo, de todas las habitaciones de la segunda planta había tenido que elegir la de él! Cuando pasó junto a la puerta y me vio allí, tomando posesión de su territorio... Me extrañaba que no me hubiera embestido como un toro.
—No lo sabía —declaré con un hilo de voz—. Alguien debería habérmelo dicho. Me trasladaré a otra.
—No, no, él nunca se queda a dormir en casa —contestó Julia—. Vive a sólo diez minutos de aquí y la habitación lleva años vacía. Estoy segura de que le encantará que alguien la utilice.
«¡Sí, mucho!», pensé yo mientras cogía mi copa de vino.
Más tarde, aquella misma noche, vacié mis bolsas de cosméticos junto a la pila del lavabo. Cuando abrí el cajón superior, oí que algo rodaba en su interior y encontré unos cuantos artículos personales que parecían llevar allí mucho tiempo. Se trataba de un cepillo de dientes usado, un peine de bolsillo, un viejo tubo de gel para el pelo y una caja de condones.
Antes de examinar la caja más de cerca, cerré la puerta del lavabo. De las doce bolsitas de condones de la caja, quedaban tres. Eran de una marca que no había visto nunca, una marca inglesa, Me llamó la atención una etiqueta amarilla que indicaba: «Extra grande.» No podía ser de otra manera, reflexioné con amargura, pues para mí Ramiro Ordoñez era un grandísimo capullo.
Me pregunté qué debía hacer con aquellos objetos. De ningún modo pensaba devolverle a Ramiro sus condones olvidados, aunque tampoco podía tirar sus pertenencias, pues cabía la posibilidad de que algún día me preguntara qué había hecho con ellas. Al final, las empujé al fondo del cajón, coloqué mis cosas en la parte delantera e intenté no pensar en el hecho de que Ramiro Ordoñez y yo compartíamos un cajón.
Durante las primeras semanas de mi estancia en la casa de Pedro, estuve más ocupada de lo que lo había estado nunca y me sentí más feliz de lo que lo había sido desde antes de la muerte de mi madre. Aleli hizo nuevas amistades muy deprisa y se adaptó enseguida al colegio, el cual disponía de un departamento de ciencias naturales, una sala de ordenadores, una biblioteca bien surtida y de todo tipo de facilidades docentes y recreativas. Yo estaba pendiente de ella, por si tenía problemas de adaptación, pero, de momento, parecía no tener ninguno.
En general, las personas del entorno de Pedro se mostraron amables conmigo y me dispensaron el trato distante pero amistoso con que se trata a los empleados.
Compré un equipo de wakie-talkies para Pedro y para mí, y yo siempre llevaba el mío colgado del cinturón. Los primeros días, él debió de llamarme como mínimo cada quince minutos. No sólo estaba encantado por la comodidad del sistema, sino que, para él, constituyó un alivio no sentirse tan aislado en el dormitorio.
Aleli me pedía constantemente que le dejara mi walkie-talkie y, cuando cedía y se lo prestaba unos minutos, ella se paseaba por toda la casa conversando con Pedro y las palabras «corto», «cambio» y «te pierdo, colega» retumbaban por los pasillos. Al poco tiempo, acordamos que Aleli sería la recadera de Pedro durante la hora anterior a la cena y compramos otro aparato para ella. Si Pedro no le encargaba suficientes tareas, ella se quejaba, de modo que él se veía obligado a inventarse recados para mantenerla ocupada. En cierta ocasión, vi que Pedro tiraba el mando a distancia del televisor al suelo para que Aleli pudiera acudir en su ayuda.
Enseguida adoptamos una rutina. Ramiro acudía a la casa temprano todas las mañanas y, después, regresaba a 1800 Main, que es donde vivía y trabajaba. Los Ordoñez eran los propietarios de todo el edificio, el cual albergaba oficinas de lujo, un par de restaurantes de categoría y cuatro áticos que valían unos veinte millones de dólares cada uno. También contenía una media docena de pisos relativamente baratos, de unos cinco millones de dólares cada uno. Ramiro vivía en uno de estos pisos y Jack en otro. A Joe, el hijo menor de Pedro, no le gustaba vivir en un piso y se había decantado por una casa.
Cuando Ramiro venía para ayudar a Pedro a ducharse y a vestirse, a menudo traía documentación para la elaboración de su libro. Juntos revisaban artículos, informes y listas de datos durante unos minutos y analizaban alguna que otra cuestión. Parecían disfrutar mucho en aquellas reuniones. Yo intentaba pasar inadvertida mientras retiraba la bandeja del desayuno de Pedro, le llevaba más café, su grabadora o su libreta de notas. Ramiro hacía todo lo posible por ignorarme y, como yo sabía que mi mera respiración lo molestaba, intentaba mantenerme alejada de él. Cuando nos Cruzábamos en las escaleras, no nos saludábamos y, cuando en una ocasión, él se dejó las llaves en el dormitorio de Pedro y tuve que correr tras él para devolvérselas, apenas pudo darme las gracias.
—Ramiro es así con todo el mundo —me explicó Pedro. Aunque yo nunca le conté nada acerca de la frialdad del trato de Ramiro, ésta resultaba obvia—. Siempre ha sido un estirado. Le cuesta mostrarse afectuoso con los demás.
Los dos sabíamos que esto no era cierto y que Ramiro sentía hacia mí una animadversión especial. Yo le aseguré a Pedro que su actitud no me importaba en absoluto, aunque esto tampoco era cierto.
Cuando Ramiro se iba, empezaba la mejor parte del día. Yo me sentaba en un rincón con un ordenador portátil y mecanografiaba las notas de Pedro o transcribía sus dictados de la grabadora. Él me animaba a que le preguntara cualquier cosa que no entendiera y tenía, la habilidad de resolver mis dudas con términos que me resultaban muy fáciles de comprender.
—Necesita una esposa —le comenté una mañana cuando entré en su dormitorio para retirar la bandeja del desayuno.
—Yo ya he tenido una esposa —contestó él—. En realidad, dos. Volver a intentarlo sería como pedirle al destino que me diera una patada en el trasero. Además, ya me va bien con mis amigas.
—¿Por qué no te buscas tú un marido? —replicó él—. No deberías esperar demasiado, si no te volverás inflexible.
—De momento, no he encontrado a ningún hombre con el que merezca la pena casarse —contesté yo.
Pedro se echó a reír.
—Cásate con uno de mis muchachos —respondió él—. Son jóvenes y saludables. Material casadero de primera calidad.
Yo puse los ojos en blanco.
—No me casaría con uno de sus hijos aunque me lo ofrecieran en bandeja de plata.
—¿Por qué no?
—Joe es demasiado joven. Jack es un mujeriego y no está preparado para una responsabilidad como la del matrimonio y Ramiro... Bueno, cuestiones de personalidad aparte, sólo sale con mujeres cuyo porcentaje corporal de grasa consta de un sólo dígito.
Una voz nueva intervino en la conversación.
—En realidad, eso no constituye un requisito.
Yo volví la cabeza y vi que Ramiro entraba en la habitación. Me morí de vergüenza y deseé con todo mi ser haber mantenido la boca cerrada.
Me preguntaba por qué Ramiro salía con una mujer como Dawnelle, quien era muy guapa, pero parecía carecer de intereses, salvo ir de compras y leer las revistas del corazón.
La única conclusión posible era que Dawnelle salía con Ramiro a causa de su dinero y su posición social y que él la utilizaba para exhibirla como a un trofeo, y que su relación se limitaba a practicar el sexo sin sentimientos.
¡Dios, cómo los envidiaba!
Yo echaba de menos el sexo, incluso el mediocre que practicaba antes además
, parecía que todo el mundo, incluida Julia, disfrutaba de una vida amorosa salvo yo.
Una noche, me tomé una taza de la infusión relajante que le preparaba a Pedro para ayudarlo a dormir, pero no me causó ningún efecto. Aquella noche dormí intranquila y me desperté con las sábanas enrolladas como cuerdas alrededor de mis piernas. Unas imágenes eróticas que, por primera vez en mi vida, no estaban relacionadas con Gastón llenaron mi mente. Yo me incorporé de golpe después de soñar que las manos de un hombre jugueteaban con delicadeza en mi entrepierna mientras su boca succionaba mis pechos y, tras retorcerme de placer y suplicarle que no se detuviera, vi que sus ojos despedían un destello gris en la oscuridad.
Tener un sueño erótico con Ramiro Ordoñez era la cosa más estúpida, vergonzosa y desconcertante que me había sucedido en toda la vida, pero la impresión de aquel sueño, la pasión, la oscuridad, los abrazos y el roce de nuestros cuerpos permanecieron imborrables en un rincón de mi mente. Era la primera vez que me había sentido atraída sexualmente por un hombre al que no soportaba. ¿Cómo podía ser? Aquello constituía una traición a la memoria de Gastón, pero allí estaba yo, albergando deseos lujuriosos hacia un frío desconocido a quien yo no le importaba nada.
«No seas frívola», me dije a mí misma. Mortificada por la dirección que seguían mis pensamientos, apenas pude mirar a Ramiro cuando entró en el dormitorio de Pedro.
—Me alegro de oírlo —declaró Pedro como respuesta al comentario de Ramiro—, porque no sé cómo una mujer con el tipo de un palillo podría darme unos nietos saludables.
—Yo de ti no pensaría en nietos por ahora —replicó Ramiro mientras se acercaba a la cama de Pedro—. Hoy la ducha tendrá que ser rápida, papá, pues tengo una reunión con Ashland a las nueve.
—Tienes un aspecto horrible —declaró Pedro mientras escudriñaba las facciones de Ramiro—. ¿Qué te ocurre?
Tras oír el comentario de Pedro, superé mi vergüenza y miré a Ramiro. Pedro tenía razón, Ramiro tenía un aspecto horrible. Su piel bronceada no ocultaba su palidez y unas arrugas profundas surcaban sus labios. Como daba la impresión de ser una persona infatigable, resultaba preocupante verlo sin su habitual vitalidad.
Ramiro suspiró, se pasó la mano por el pelo y algunos de ellos se le quedaron de punta.
—Tengo un dolor de cabeza que no se me va. —Ramiro se masajeó las sienes con suavidad—. Esta noche no he podido dormir y me siento como si me hubiera arrollado un camión.
—¿Te has tomado algo? —le pregunté, aunque eran raras las ocasiones en las que me dirigía a él directamente.
—Sí.
Ramiro me miró con los ojos inyectados de sangre.
—Porque si no...
—Me encuentro bien.
Yo sabía que se encontraba muy mal. Los hombres de Tejas afirman que se encuentran bien aunque les acaben de cortar una extremidad y se estén desangrando ante tus ojos.
—Si quieres, podría traerte una bolsa de hielo y un analgésico —declaré con cautela.
—He dicho que me encuentro bien —soltó Ramiro con brusquedad, y se volvió hacia su padre—. Vamos, de hecho, ya llego tarde.
«¡Imbécil!», pensé yo, y salí de la habitación con la bandeja de Pedro.
Continuara...
*Mafe*
@Gastochi_a_mil

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