sábado, 21 de diciembre de 2013

UN AMOR PELIGROSO, capitulo 8

8
el resto de la semana fue sorprendentemente suave y emergió
un patrón diario. Llegaba a la escuela, Gaston esperaba por mí.
Caminaba a través de los detectores de metales, Gaston me
acompañaba a clase. Traté de hacer del curso elemental algo estimulante
durante la clase, y Gaston hizo los cinco minutos a pie entre la clase más
estimulante. Comí el almuerzo con Eugenia y sus amigos después de que me
lavara con mil y una disculpas y excusas, pero mi atención se centró en
Gaston, que a veces hablaba más con su silencio que a través de sus
palabras.
No trató de besarme de nuevo, pero podía sentir cuando lo quería, y
yo casi siempre lo hacía, pero él parecía insistente en mantener cierta
distancia entre nosotros. No sabía si esto era sólo un espectáculo
o si había decidido que tenía más material de amiga que de
novia. Tomaría a Gaston de cualquier manera en que pudiera tenerlo, pero
prefería la opción donde podía darle un beso cada vez que quería.
—¿Puedes creer este tiempo? —me saludó Gaston, después de
empujar al estudiante que se encontraba a mi lado en las gradas.
Mirándome, sus ojos se ampliaron antes que de repente mirara hacia otro
lado.
—No. —Me castañeteaban los dientes—. ¿Podría alguien por favor
decir que el clima aún es de verano? —La lluvia había empezado primero,
y luego el viento, y luego los cincuenta grados de temperatura12. En esta
zona del país, cincuenta era bajo cero.
La multitud rugió de ira bruscamente, lanzando palomitas de maíz y
los envases vacíos de bebidas al campo de fútbol. Era el juego de
bienvenida y decir que perdíamos sería un insulto a los
perdedores en todas partes. Ni siquiera estábamos en el marcador y en la
parte del equipo contrario se leía cuarenta y dos puntos. Y era sólo el
comienzo en el segundo tiempo.
—¿Esta llovizna? —dijo Gaston, pasando un brazo alrededor de mí y
tirándome contra él. Por alguna razón, el calor estremeció cada parte de
mí—. Esto es buen tiempo.
Levanté la mirada lo suficiente para dispararle una mirada rápida. —
Lo dice el hombre que no es dueño de una prenda a menos que sea gris.
—¿Estás diciéndome algo, Rochi? —preguntó, frotando mi brazo
fuertemente.
—¿Quién yo? —Agité mis pestañas con inocencia—. ¿Pero por qué
gris? ¿Por qué no negro?

Se mordió el labio, tratando de no reírse muy probablemente. —El
negro absorbe todos los colores, los acepta, los lleva en él y los define. El
gris no tiene nada más que a sí mismo. No absorbe nada más que a sí
mismo.
Esto era claramente algo que había pensado. No llevaba gris porque
era su color favorito, lo llevaba por una profunda razón filosófica. Como
había descubierto esta semana, Gaston era todo el tipo de misterio que
atraía a una mujer y todo tipo que ella nunca podría revelar. Era cada
enigma por el que yo quería respuesta.
Entonces, una ráfaga de viento tan desagradable disparó agujas en
mi mejilla cortando mis breves pensamientos. Enterré mi cabeza en el
pecho de Gaston, maldiciendo el tiempo en voz baja.
—¿No revisaste el informe meteorológico? —gritó Gaston por encima
del viento.
Me eché a reír. —¿Se ve como si lo hubiera hecho? —Tenía tejanos
cortados, sandalias y una camiseta de tiras. Una camiseta de tiras blanca...
—Menos mal que yo lo hice —dijo Gaston a mi lado, mientras una
manta vieja era lanzada como paracaídas a mí alrededor.
Suspiré de alivio y vergüenza al mismo tiempo. Había estado tan
malditamente fría que no había tenido suficientes células cerebrales
trabajando para recordar que me encontraba vestida de blanco en un
aguacero torrencial. Ahora todas las sonrisas anchas a mí alrededor de mis
compañeros de clase tenían sentido.
—Gracias —suspiré, acurrucándome bajo su brazo otra vez mientras
me convertía en una momia cubierta.
—Podría decir lo mismo —respondió, dándome una sonrisa de oreja
a oreja.
Le di un codazo, deshaciéndome de su abrazo. Sin embargo, el
deshacerme no funciono, sólo me abrazó con más fuerza.
—Estoy bromeando, Rochi —dijo, a través de su risa—. Pero vamos,
que estás rodeada por un montón de imbéciles que tienen una cosa en su
mente en todo momento. Tener una imagen de ti así —dijo, mirando bajo
mi cuello—, no es bueno para el corazón o las hormonas.
No sé si alguna vez había alcanzado el nivel de sonrojo que tenía mi
cara en este momento. —Y por imbéciles, ¿te estás incluyendo o
excluyendo en esa categoría?
—Después de verte así —dijo, y las gotas de agua corrían por su
rostro desde su saturado sombrero de lana—, definitivamente me incluyo
en la categoría de imbécil.
Traté de darle un codazo a través de la manta, pero él me había
ligado tan fuerte que no podía moverme. Me encontraba impotente a su
lado.
—¿No se supone que la realeza debe estar delante?
Fruncí el ceño hacia abajo, donde ocho chicos y siete chicas se
encontraban sentados en sillas decoradas con papel crepé, usando
coronas y sosteniendo varitas o bastones o algo atroz. Cuando Eugenia llegó
rebotando hacia mí después de un segundo en que anunciaran que yo
había sido elegida como una de las dos reinas de la Bienvenida para la
clase de último año, no estaba segura de si el shock o la mortificación era
mi primera respuesta. En primer lugar, porque era casi seguro que Gaston
había amenazado con la pérdida de una extremidad a todos los que no
votaron por mí, y segundo, porque yo iba contra todas las formas de
votación por los chicos populares más populares. La realeza de la
Bienvenida, el Rey y la Reina del baile, el cuerpo asociado de estudiantes,
mejor aspecto, más probabilidades de éxito... señala el dedo en la boca
ahora. Estos tipos de títulos nunca eran de nadie más que de los populares
de nivel superior cuyos padres y abuelos y antepasados habían usado los
mismos títulos antes de ellos.
Eso fue, hasta hoy. Yo no era popular y, dado mi opinión sobre todo
este asunto, teniendo esa ridícula corona sobre mi cabeza y la varita
metida en el bolsillo de atrás me sentía mal.
—Sabía que tenías algo que ver con esto, Gaston Dalmau. —Volví mi
mirada más poderoso hacia él—. Y no esperes que esto sea algo que te
perdone u olvide.
Él luchaba contra una batalla perdida para contener su sonrisa. —No
sé de qué estás hablando. No puedo hacer nada si la secundaria
te elige su nueva chica “eso”.
Tuve la tentación de arrancarme la corona y romperla en dos
delante de él, cuando Eugenia me devolvió el saludo, su propia orgullosa
corona brillante en la parte superior de su húmedo peinado caniche.
—Oye, Pinocho —le dije, examinando su rostro—. Tu nariz apenas
creció como cinco pulgadas.
—Lo que sea, princesa.
Volviéndole una impresionante mirada furiosa, la multitud colmo otra
cadena de maldiciones y basura hacia abajo en el campo. Entonces,
alguien con mala puntería —o muerto en la precisión— detrás de nosotros
arrojó una botella medio vacía de refresco de naranja, y se estrelló justo en
mi sien.
Me sorprendió más que nada, pero la cara de Gaston hizo la cosa del
Sr. Hyde. Las venas ya se veían desorbitadas cuando se dio la vuelta en la
grada, mirando hacia arriba y abajo de las gradas antes de que sus ojos se
pegaran a alguien.
—¡Oye, imbécil! —gritó, empujando a través de la fila de atrás—.
¿Adónde crees que vas?
Sacudiendo la cabeza, volví mi atención de nuevo hacia el juego,
tratando de ahogar las maldiciones y amenazas de Gaston, mientras él
pasaba con sus hombros a través de la multitud. En ese momento, el
mariscal de campo era empujado, empujado duramente, y la pelota salió
volando en las manos del equipo contrario.
Otro touchdown y nuestro mariscal de campo no se levantaba. La
multitud se quedó en silencio, mientras un par de chicos con pantalones
holgados de color caqui corrían al terreno de juego. Se pusieron en
cuclillas junto a él, moviendo y rotando algunas cosas hasta que lo
incorporaron. El jugador lesionado sacó su casco antes de arrojar un brazo
por encima de cada uno de sus hombros.
Era Nicolas. Más como, por supuesto que era Nicolas.
Era el mariscal de campo estereotipado. Casi quise animar al otro
equipo cuando comenzó a cojear por el campo, utilizando a los chicos a
sus lados como muletas. Me dije a mí misma que sería amable, él no podía
evitar ser un idiota. Ese grado nacía con el hombre.
—Oh Dios mío, Rochi —gritó Eugenia, apareciendo de la nada a mi
lado. Su traje de porrista rojo y dorado, relucientes pompones, coronada
con una tiara y la varita, era la encarnación de todo lo malo con los
concursos de popularidad de la secundaria.
—Por favor, Eugenia, por el amor de todos los acrónimos del mundo —
sonreí angelicalmente hacia ella—, no se te ocurra decir oh Dios mío otra
vez.
Pasando arrolladoramente sobre mi petición, repitió—: Dios mío,
Nicolas está fuera. Al igual que, posiblemente, fuera de la temporada por
lo que el entrenador Arcadia acaba de decirle a Jason, quien le dijo a
Jackson, quien me lo dijo.
—Espera —dije, agarrando sus brazos—. ¿El entrenador Arcadia? ¿Al
igual que en Bill Arcadia? —Desde la parte de atrás, no podía decir que
ese era el entrenador A, allí abajo en el banquillo, pero no pensé que fuese
probable que hubiese otro Arcadia que fuera entrenador de fútbol en la
zona.
—Sí, creo que ese es su nombre de pila —dijo Eugenia, mirándome
como si esperara a que le siguiera una noticia escandalosa—. Se trasladó
hace unos años de una escuela privada. Al parecer, hay una razón
jugosa acerca del por qué, pero no he tenido el intelecto para eso
todavía. ¿Lo conoces?
Suspiré de nuevo. Esa parecía ser la respuesta adecuada para
cuando Eugenia se encontraba cerca. —Era el entrenador en mi vieja
escuela. Todos conocían al entrenador A —le expliqué, pero esa era toda
la explicación que daría. Eugenia y yo éramos amigos casuales, pero nunca
confiaría en ella con una pieza de información que no estuviera bien con
todo el colegio enterándose.
—¿Ibas a esa escuela? —Me apreció como si fuera positivamente
imposible.
—Síp.
—Y te has transferido ¿por qué?
Manteniendo una cara seria, respondí—: Por los académicos.
Sin ver la ironía en esto, o tal vez Gaston tenía razón y resultaba
imposible cuando se trataba del departamento de humor seco, se agarró
de mi brazo de nuevo, frunciendo el ceño hacia abajo a las líneas
laterales. —Con Nicolas fuera de juego,
estamos jodidos.
Me quedé mirando el marcador.
—Estamos aún más jodidos —dijo Eugenia, haciendo una mueca al
marcador.
Mirando por encima de mi hombro, realmente deseaba que Gaston
hubiese terminado con su persecución y viniera a rescatarme de Eugenia y su
dramaton sin fin. Lo encontré subiendo por las escaleras de concreto,
apuntando una botella de agua vacía a un chico que luchaba lo más
rápido que podía por subir las escaleras. Gaston arqueó la espalda y uso su
brazo en espiral lanzando la botella directamente a la parte posterior de la
cabeza del tipo. Unos treinta metros de distancia.
Tenía la respuesta a los problemas de todos.
—Disculpa, Eugenia —dije, caminando alrededor de ella—. Tengo algo
que hacer.
—No tardes mucho —me gritó—. La Realeza de la Bienvenida hace
su debut durante el medio tiempo.
Le disparé un pulgar hacia arriba y fui corriendo por las escaleras. El
juego se encontraba todavía en el tiempo de espera mientras el personal
, así como el entrenador, se apresuraban a averiguar qué
banco era el más caliente para el que sería un mariscal de campo cuando
salté por encima de la valla. Empujando mi camino a través de los
entusiastas y los jugadores de futbol que se rascaban la cabeza, me
acerqué por detrás y toqué al entrenador en su hombro.
Él no se volvió al principio, se había envuelto en una intensa toma de
decisiones con el resto de su cuerpo técnico. Así que lo golpeé de nuevo.
—¡Entrenador A! —grité por encima del ruido.
—¿Qué? —gritó, dándose vuelta. La mirada de irritación en su rostro
se derritió en cuanto me vio—. ¿Rochi?
—Hola, entrenador —salude, sintiendo como si tuviera que darle un
abrazo, excepto que eso sólo iniciaría un nuevo rumor de que era una
especie de seductora de profesores o alguna mierda loca como esa. El
entrenador había sido entrenador de fútbol de mi hermano desde séptimo
grado: había sido como familia no oficial.
—¿Rochi? —repitió, mirándome como si no pudiera estar aquí—.
¿Qué estás haciendo aquí?
—Soy una estudiante —le dije, sintiendo la cicatriz que me gustaba
mantener suturada, rasgar abriéndose de nuevo—. Me traslade este año.
—Eso es grandioso —dijo, señalando a uno de sus entrenadores
asistentes—. Pero quiero decir, ¿qué estás haciendo aquí? —Hizo un gesto
señalando al campo de futbol que tocaba con mi pie.
—Oh —dije, mirando a Nicolas, que tenía su pie elevado. Él me
miraba, sonriendo con su sonrisa de Nicolas, y saludando. No le
correspondería, jugador lesionado o no—. He venido con una solución a su
situación de falta de mariscal de campo.
El entrenador sonrió con diversión. —Por supuesto que sí, Rochi. ¿Aún
tratando de salvar al mundo?
—Siempre —dije—, y en caso de que no lo hayas notado, está
funcionando. El mundo todavía está aquí.
Negó con la cabeza, sin dejar de sonreír. —¿Y cuál es la solución a
mi problema de mariscal de campo?
—¿Conoces a Gaston Dalmau? —Miré hacia arriba en las gradas, donde
Gaston había vuelto a nuestro lugar y miraba a su alrededor por mí.
—Todo el mundo lo hace —dijo, observándome como si me hubiese
vuelto loca—. ¿Cómo Gaston Dalmau resolverá mis problemas?
Ni siquiera hice una pausa. —Déjalo jugar como mariscal de campo
—le dije. No dejé que el entrenador ahogándose en su propia respiración
me detuviera—. Es más fuerte que tus dos mejores hombres juntos, tiene un
brazo que envidiaría, y es preciso como lanzador.
La expresión del entrenador A no cambió.
—Lo he visto, entrenador. Él es el verdadero negocio.
Se quedó en silencio por un rato, valorándome. Sabía por
experiencia que no era una idiota cuando se trataba de fútbol. Había
estado en por lo menos veinte partidos al año desde que era una niña
pequeña, no era por lo que él luchaba. Era la parte de Gaston estando fuera
de forma.
—Dale una oportunidad —le dije, no por encima de estar
suplicando—. No es como si pudieras perder más de lo que ya estamos
haciendo.
El entrenador A murmuró algo entre dientes.
—Voy a perder mi licencia por esto, pero ¿qué demonios? —dijo,
deslizando su gorra. Mirando por encima de mí, levantó una ceja—.
Entonces, ¿dónde está el nuevo mariscal de campo de la secundaria
?
Le lancé una sonrisa que él imitó. —Correcto —empecé a decir,
girando para estudiar las gradas. Sin embargo, un amplio pecho
bloqueaba mi línea de visión—. Aquí —terminé, ese sentimiento cálido,
acalorado regresando justo en donde había quedado.
—Te doy la espalda por dos segundos y desapareces —dijo Gaston, su
frente arrugada—. ¿Cómo puedo cuidar de ti si no sé dónde estás?
—¿Cuidar de mí? Gaston, estamos en un juego de fútbol de
secundaria. —Esta cosa de ser protector se había ido a un nivel
completamente nuevo.
—Exactamente. Hay al menos tres docenas de formas en que una
chica como tú podría lastimarse en una de estas cosas. Si quieres ir a otro
sitio, sólo tienes que esperarme la próxima vez e iré contigo. —Su cara se
llenó de preocupación, lo que me preocupaba. Este tipo territorial era un
poco demasiado. Me encontraba a favor de proteger a tu mujer y todo
ese credo, pero no con el “no puedes ir a ninguna parte, hacer cualquier
cosa, o tener tus propios pensamientos sin mi aprobación”.
—Gaston —agarre el costado de su brazo—, cálmate. Sólo me ponía al
día con el entrenador A.
—Ahora probablemente no es el momento de estar hablando con el
entrenador Arcadia, Rochi —dijo Gaston, mirando a Nicolas, que seguía
observándonos. Gaston sonrió como el diablo mientras Nicolas se apoyaba
en la banca—. Parece que el hombre tiene que ocuparse de algunos
problemas.
—Sus problemas están siendo atendidos ahora —le dije, cruzando los
brazos uno encima de otro.
El entrenador A levantó la vista de su portapapeles, valorando un
segundo a Gaston y probablemente adivinando su decisión. —Vístete, hijo —
le ordenó, señalando hacia los vestuarios—. Creo que puedo detener a los
árbitros unos minutos más, pero no mucho más que eso. Quieren ir a casa y
secarse tan desesperadamente como el resto de nosotros.
—Espere, entrenador. —Gaston levantó la mano—. ¿Por qué me
ordena ir a cambiarme? No soy uno de sus jugadores
El entrenador A me miró. —Ya está.
Gaston fue rápido. —¿Rochi?
Una palabra y él bien, podría haber tenido una docena de
preguntas. El hombre había dominado el arte de la inflexión.
Arqueando una ceja, saludé con la mano con un pompom

imaginario. —Vamos.

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