miércoles, 12 de marzo de 2014

UN AMOR PELIGROSO 2, CAPITULO 3

3
estaba lloviendo—más como torrencialmente. Al menos, eso es lo que
pensé cuando me desperté. Entonces oí la risita ahogada y me di
cuenta de que la razón por la que mi ropa y mantas se aferraban a mí
empapadas no tenía nada que ver con la naturaleza.
Abrí los ojos cuando uno de los compañeros de Gaston, que se cernía sobre
nosotros por encima de la cabina, volcó un cubo de quince litros de agua sobre
nosotros. Grité mientras los miembros del equipo de fútbol explotaban en risas
alrededor de la camioneta de Gaston. Eso fue, hasta que Gaston se despertó,
abalanzándose a por el primer hombre que se movió.
El jugador situado en su cabina, saltó de la camioneta antes de que Gaston
pudiera engancharse a alguno de sus tobillos, pero Gaston se encontraba fuera de
la cama y persiguiéndole un segundo más tarde. El pobre hombre no llegaría muy
lejos.
—¿Por qué corres, Jaime? —gritó Gaston tras él, dejando un rastro de
salpicaduras de agua—. ¡Ambos sabemos que soy un infierno mucho más rápido
que tú!
Mirando a Gaston cerrar la brecha entre él y Jaime, retorcí mi cabello y eché
las pesadas mantas a un lado. Chasquearon cuando chocaron contra la
camioneta.
Me aseguré de que mi mirada apuntara a cada jugador alrededor,
finalizando en Peter, que me sonreía de una manera infantil. Él ya fue perdonado
antes de abrir su boca. —¿Qué? —dijo, como si no pudiera reaccionar—. Lo
siento. Pero no es justo que el esté cálido acurrucado con tigo.
Hemos tenido que igualar la balanza un poco.
Saliendo del colchón, me lancé sobre la puerta trasera. —La próxima vez
que decidan “igualar la balanza” con Gaston, ¿podrían por favor esperar hasta que
esté fuera para tirar el cubo de agua? —Quería tomar una manta para
envolverme, pero todas estaban empapadas—. Está helado aquí afuera. —Mi
respiración se veía en el aire, por lo que me estremecí aún más.
La sonrisa de Peter se desvaneció un poco. —Ah, demonios —dijo,
quitándose la sudadera—. Somos unos bestias. Vivimos el momento y realmente
no pensamos en las consecuencias de nuestras acciones. —Me la tiró como si
fuera una ofrenda de paz, con las cejas levantadas—. ¿Nos perdonas?
No en esta vida, habría sido mi respuesta si hubiera sido capaz de salir de la
conversación. Odiaba un par de cosas más que estar congelada—un
tratamiento sin Novocaína2 por ejemplo.
Frunciéndole el ceño a Peter, así sabría que esto no le eximía de cualquiera
que fuese su participación en la broma, agarré la sudadera en la que cabrían dos
hombres de tamaño normal con espacio de sobra.
—Toma ese pedazo de mierda de nuevo. —Apareciendo detrás de mí,
Gaston agarró la sudadera de Peter de mis manos y se la arrojó en la cara—. La
próxima vez que tú o alguno de ustedes, bastardos, le haga eso a mi chica otra
vez, les patearé todo el cuerpo, ¿lo pillan? —gritó Gaston, sus ojos barriendo a sus
tranquilos compañeros en silencio.
Esperó hasta que el último de ellos asintió.
—Y tú —dijo Gaston, adelantándose y señalando a Peter a la cara—, no
vuelvas a tratar de darle a mi chica algo tuyo para que se lo ponga. —Sus
músculos del cuello sobresalían como las aletas de un tiburón, estaba tan tenso—.
O nunca más te lanzaré un balón, ¿entiendes?
Y yo pensaba que se había enojado por los litros de agua.
—Dalmau —dijo Peter, levantando sus manos en señal de rendición.
Gaston dio otro paso hacia él hasta que sus pechos chocaron. —¿Lo. Pillas?
Peter bajó la mirada retrocediendo. —Lo pillo.
—Bien —respondió Gaston, volviéndose hacia mí. Su ira ya disuelta—.
Consigamos algo de ropa seca —dijo, su voz baja y controlada.
Asentí. No sabía cómo podía enfurecerse y calmarse como si fuera un
interruptor, pero era tanto un don como una maldición.
—Oye, Dalmau —llamó uno de sus compañeros. Uno de los que estuvo en las
afueras y no experimentó la dosis letal de la ira de Gaston. Nadie en el círculo
interior se dirigiría a él por un tiempo—. ¿Qué demonios le hiciste a Jaime?
Gaston me envolvió con su brazo, dirigiéndome hacia el lado del pasajero de
su camioneta. —¡Encerrarlo en tu maletero!
Cuando le miré fijamente, me dio su sonrisa ladeada.
—No lo hiciste —dije, sabiendo que lo hizo.
—Demonios, sí, lo hice —dijo, abriendo la puerta e inclinándose sobre el
asiento para recuperar su bolsa de lona—. Y esa no es toda la venganza que
sufrirá ese pequeño bastardo hoy.
—¿Quiero saber?
Revisando el contenido de su bolsa, sacó una camiseta negra de manga
larga. —No. No quieres —respondió, dándomela—. Pero ya verás.
Teniendo la cálida y seca camiseta en mis manos, asentí. —Algo que
esperar.
—Dalmau—dijo Peter, aclarándose la garganta mientras caminaba alrededor
de la camioneta. Sostenía su teléfono—. El entrenador acaba de llamar. Nos
quiere una hora antes de lo habitual. Le dije que nos llevaría al menos otra
regresar. Dijo que nos arrastráramos rápido. —Su cara era casi como una mueca,
como si estuviera anticipando la reacción de Gaston.
—Si el entrenador nos quería una hora más temprano, debería haberlo
dicho antes —respondió Gaston, sin mirarlo mientras seguía rebuscando otras
cosas—. Tengo que conseguirle el desayuno a Rochi antes de llevarla a nuestro
lugar, por lo que el entrenador tendrá que esperar.
—¿Quieres que le diga al entrenador la razón por la que llegarás tarde? —
preguntó Peter, nada antagónico al respecto, sólo una persona honesta haciendo
una pregunta honesta.
—Demonios, dile —dijo Gaston, agarrando mi cintura y levantándome—. Dile
que mi chica está antes que el fútbol. Dile que el desayuno de mi chica está
antes que el fútbol. —Girándose hacia Peter, le miró, esperando.
—¿Necesitas que lo escriba o crees que podrás manejarlo? —añadió Gaston
cuando Peter se quedó mirando.
—Nah —dijo finalmente, con una pequeña sonrisa—. Chica. Desayuno.
Luego fútbol —recitó, golpeando su cabeza—. Creo que lo tengo.
Abrochando el cinturón, Gaston cerró de golpe la puerta del pasajero y
rodeó la camioneta. Deteniéndose fuera del lado del conductor, desgarró la
húmeda térmica y la lanzó a los árboles. Abrió la puerta, se arrojó dentro, y
arrancó la camioneta. Encendió los calefactores, centrando cada uno de ellos
en mí. Había estado congelada, pero ahora me sentía toda pegajosa y cálida, a
pesar de que el calor aún no llegaba. Todo por culpa de un reciente hombre sin
camiseta, mojado y sonriendo a mi lado.
—¿Qué? —dijo, su sonrisa profundizándose mientras continuaba mirándole.
Deslizando los ojos por su cuerpo, terminé mi investigación en sus plateados
ojos. Igualé su sonrisa. —Ahora esto es un buen espectáculo con el que
levantarse.
***
Después de asegurarle a Gaston que no necesitaba sentarme para el
desayuno y que un sándwich de huevo y una taza de café serían más que
suficiente, nos detuvimos en la entrada de la casa que él y otros cinco chicos
compartían. Si no fuese porque el hombre que amaba vivía allí dentro, no
entraría. No estaba sucio, pero casi cerca de estarlo, y todo el lugar —no
importaba si era por la mañana o por la tarde, fin de semana o entre semana—
olía como a ropa sucia y sexo.
Nos tomó una hora y media regresar, después de que Gaston insistiera en
detenerse por comida y por cafeína, lo que significaba que ya se atrasaba media
hora. Gaston no era un jugador de cada día en la universidad, era más del tipo por
el que los entrenadores rezaban los domingos, así que no estaría calentando
banquillo. Pero tendría problemas. De una manera u otra.
—Te acompañaré —dijo, todavía sin camiseta y sonriendo. Tener que
sentarme con este hombre durante noventa minutos, logrando mantener mis
manos quietas, tendría que conseguirme alguna especie de medalla. Una
grande.
—Tienes un partido que ganar —dije, besando la comisura elevada de su
boca—. Conozco mi camino.
—Cuida tu paso. Creo que Ben hizo anoche una fiesta mientras no
estábamos y ya sabes cómo son —dijo, tomando mi barbilla entre el pulgar y el
índice. Se acercó, sus labios apenas rozando los míos antes de que terminaran en
mi mandíbula. Bajando, sus dientes tocaron la piel sensible. Y el hombre seguía sin
camiseta, así que podía presenciar cada músculo que se apretaba mientras su
boca y manos continuaban explorándome.
Ignora la medalla, merecía el equivalente virtuoso del Premio Nobel de la
Paz.
Temblé cuando su boca me dejó. Sin lugar a dudas temblaba como si
estuviera experimentando retiradas.
Sabía que estaba siendo presumido. Gaston amaba la forma en la que me
hacía sentir y las respuestas que podía desencadenar de mí. Sin embargo,
comenzaba a cansarme todo ese juego previo que luego no nos conducía a
nada.
Alcanzando la manija de la puerta, exhalé, trabajando para
recomponerme. —Te veo en un rato —dije, fallando en hacerlo—. Seré uno de
esos cincuenta mil gritos, moviendo mis brazos en el aire y gritando tu nombre.
—Eres lo único que veo allí, Rochi —dijo, mientras me escabullía por la
puerta.
Me entregó mi bolso, apoyando su otro brazo encima del volante. Quería
tomar una foto para congelar este momento. Podría mantenerme cálida durante
las frías noches de invierno en Nueva York, cuando durmiera sola en mi cama.
—Sí, eres un poco lo único que veo allí, también —dije—. Pero es sobre todo
por cómo se ve tu trasero en ese spandex3.
Resopló. —Y yo que pensaba que era el campeón mundial vigente de la
deshumanización.

—Eras, dalmau —aclaré—, eras era el plazo operativo.

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