—Quiero
que le investigues, pero de modo extraoficial —ordenó el comisario al agente Gómez,
—¿Quiere
que le siga con discreción?
—¡No! No,
no. —Reforzó su negativa alzando la mano. Temía provocar un serio enfado en rocio si
volvía a
descubrirle. Ya solo confiaba en su propia cautela—. Pero busca en su pasado y entre la
gente que le rodea. Quiero saberlo todo. No creo que aquel fuera su primer y único delito.Simplemente, no me cuadra que
le pilláramos
con un kilo de cocaína y esa fuera su primera vez
«No voy a
volver a discutir con rocio por él», se juró cuando tras terminar de dar instrucciones se quedó a solas. «No me arriesgaré a perderla por ese cretino, pero tampoco
dejaré que la
dañe.»
No había razonado con tanta tranquilidad cuando
le comunicaron lo que había ocurrido la noche anterior. Entonces había estallado en cólera dando un manotazo a los informes que
tenía sobre la mesa y arrojándolos al suelo. Ya tenían al condenado Gaston. Solo restaba
notificar que estaba acechando a la policía que le metió entre rejas, le habrían rebajado al segundo grado y el
problema habría dejado
de existir. Pero lo que más le dolía era la actitud de rocio. Había mentido por salvar a ese malnacido. Y
había mentido porque aún le amaba.
Por unos
momentos se le había
nublado la razón. La
desesperación le
hizo pensar en soluciones drásticas y poco profesionales, pero al final había prevalecido el sentido común. rocio no le olvidaría mientras no se convenciera de que había sido y seguía siendo un delincuente. En el fondo,
pensó, lo que
estaba ocurriendo no era del todo malo. Le había confirmado sus sospechas de que a pesar
de los años
transcurridos ella seguía queriendo a ese tipo, y además le daba la ocasión de solucionarlo. Abrirle los ojos. Debía abrirle los ojos a lo que aquel
personaje era, y hacerlo antes de que saliera herida.
Aguardaría confiando en que el susto le había dado esa noche le mantuviera alejado.
El problema estaba en que le iba a costar morderse las ganas de intervenir de
un modo directo, contundente y definitivo.
Necesitaba que
al menos esto le saliera bien, ya que la resolución del asunto más importante de su carrera continuaba
resistiéndosele:
Carmona, el narcotraficante que llevaba años siendo su pesadilla.
Pablo no se sorprendió cuando, unas horas después, vio entrar a Rocio. Lo que sí le extrañó fue la calma con la que lo hizo y la
desgana con la que se sentó frente a él. Se quedó quieta, mirándole a los ojos. Y ese reclamo
silencioso le tocó más hondo que cualquier grito colérico.
—Lo
siento —musitó apenado—. Creí que hacía lo mejor para ti. Sospechaba que no iba
a abandonar en su empeño, y debes reconocer que acerté.
—Te pedí que le dejaras en paz —dijo mostrando decepción.
—Y lo
hice. No le vigilaban a él, sino a ti. Si no hubiera merodeado por tu casa
nadie le habría
molestado —aseguró colocando la mano sobre su corazón como si jurara sobre la Biblia—. Busqué el modo de cumplir mi palabra y
protegerte al mismo tiempo.
—Esto podía haber
terminado con su libertad, y lo sabes —insistió a pesar de creer en su palabra—. No tenemos ningún derecho a destrozar la vida que
seguramente le está
costando retomar.
—Él es
responsable de sus actos igual que tú y yo lo somos de los nuestros. —Apoyó los codos en la mesa y cerró una mano sobre la otra—. Sabe que tiene que ser un buen chico si
quiere seguir en libertad. Cuando ayer decidió acecharte, solo Dios sabe con qué perversa intención, lo hizo conociendo los riesgos. Si aun
así se expone no culpes a nadie más que a él.
—No
quiero discutir esto contigo —declaró dirigiendo la vista hacia las carpetas amarillas que
se amontonaban en un extremo del escritorio.
—Yo
tampoco quiero discutir contigo. No lo hacíamos desde... —apretó los párpados y comprimió los puños hasta que sus nudillos blanquearon—. ¿Por qué tiene que ser siempre él el motivo de nuestras discusiones? Ese
hombre solo nos ha traído problemas. ¡Mándalo al infierno de una vez!
—¡Ya lo
hice! —gritó clavando los dedos en el asa de su bolso—. Lo hicimos —corrigió sin abrir apenas la boca—. Le robamos su vida entera y le
encerramos en el infierno.
—Eso es
lo que en un estado de derecho le ocurre a la gente como él. —Abrió dos carpetas y las colocó frente a ella—. Deja de culparte por haber cumplido con
tu deber y protégete de él.
Rocio apartó la vista. No podía contemplar fichas policiales con las
fotos de frente y de perfil, sin pensar en Gaston y en todo cuanto tuvo que
pasar, comenzando por la humillante sesión fotográfica.
—No se
trata de eso. Me culpo porque le amaba y aun así le mentí. Me culpo porque le debía una fidelidad que no le entregué.
—¿Qué le debías a alguien que juraba amarte y te ocultó que era un delincuente? Fue él quien intentó jugar contigo.
—Él nunca
jugó con mi vida; yo sí jugué con la suya. —Los ojos se le llenaron de lágrimas que se negó a derramar—. ¡Y deja de vigilarle! —exigió con brusquedad—. Ahora es un ciudadano como los demás.
—¡Ya,
claro! Como la otra vez, ¿no? —ironizó—. Entonces también asegurabas que era un hombre con una
vida normal, que nos habíamos equivocado con él, ¿recuerdas?
—Esta vez
es distinto.
—Según tú, aquella vez también era distinto. —Se frotó la inedia barba, pensativo y dolido—. Fue nuestra primera desavenencia.
¿Has
olvidado tu empeño en
convencerme de que no era nuestro hombre?
No, no lo había olvidado. Lo recordaba. Le recordaba a él, furioso, haciéndole repetir, como a una niña de escuela y para que por sí misma comprendiera que no había errores, la información que le habían facilitado al comienzo de la
investigación.
—Entonces
te pregunté qué era lo que no encajaba —continuó diciendo pablo—. «Nada», me reconociste. «Todo concuerda.» Así que te ordené que siguieras con tu trabajo. No
imaginas lo que me costó hablarte como tu superior. —La miró con una mezcla de amor y pena—. Nunca lo había hecho y nunca pensé que lo haría. Pero veía lo que te estaba pasando con ese tipo.
—No
actuaba como un delincuente —insistió sin fuerzas.
—Pero lo
era —sentenció—. Y mucho más de lo que suponíamos. Creíamos seguir a un simple camello, y te
juro que pensé que de
todos cuantos manteníamos vigilados en aquella operación él sería el último en conducirnos a Carmona. Y ya lo
viste. Nos encontramos con la sorpresa de que también él traficaba.
—Te repito
que ahora es distinto. Y si no lo es me da igual —dijo como última defensa—. Quiero que dejes de vigilarnos a él y a mí.
—Ya lo he
hecho. Tomé esa
decisión antes
de que llegaras. Pero me gustaría saber qué haremos si se te vuelve a acercar.
—Soy una
mujer adulta. —Se
levantó y se
quedó un
instante frente a la mesa, ocultando el temor que en realidad le inspiraba Gaston—. Sé cuidarme sola.
Caminó hacia la salida, con paso digno. Cuando
alcanzó la
puerta sintió en su
espalda el roce del cuerpo de pablo y vio su mano posarse en la madera.
—Por
favor —suplicó él. Miraba su cabello sin atreverse a
tocarlo—. No te
vayas así. Estoy
intentando hacer las cosas como tú quieres. Te juro que lo estoy intentando. Soy culpable
de querer protegerte. Es... —soltó una risa nerviosa—, es un vicio del que no consigo
deshacerme.
Ella se volvió con gesto impaciente.
—Resultaría agradable si no me cuidaras con tanto
celo —censuró, pero se dejó llevar por la lástima al verle preocupado—. Puedes tranquilizarte. Sigue en pie lo
que te prometí. Te
llamaré en
cuanto crea que necesito ayuda. Pero si vuelves a causarle algún problema, yo...
—No lo
haré —susurró consciente al fin de que no tenía más remedio que mantenerse apartado—. Pero tampoco bajaré la guardia. No confío en él. Nunca lo hice.
—Lo sé. Me quedó bastante claro entonces. —Hizo un gesto para que le permitiera
salir—. Pero
dejemos el pasado donde está. Ahora te ruego que no te extralimites con él.
Pablo apartó el brazo y retrocedió sin ganas, inspirando el ligero aroma a
azahar.
—Tú mandas —musitó justo antes de que ella se girara y
comenzara a alejarse. La contempló lamentando que se fuera con ese aire de tristeza y
sin añadir
ninguna palabra cariñosa.
en serio me haces sufrir con esta novela no m gusta para nada pablo quiero algo de los rubios k hablen o agan algo jajaja
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