Oculta por la
penumbra de su habitación, Rocio respiraba con dificultad junto a la ventana.
Vigilaba los movimientos de una figura oscura sentada en un banco del parque.
Lo había
descubierto al regresar del trabajo acompañada por Pablo. Se le había congelado la sangre cuando lo reconoció a pesar de que solo pudo apreciar su
espalda. Le costó
continuar la conversación y reír las bromas, pero la necesidad de que él no advirtiera la presencia de Gaston la
ayudó.
Comprendía que el
comisario no miraba hacia los lados por no alterarla, y temía que volviera a hacerlo en cuanto se
quedara solo. Mientras forzaba la sonrisa calibró el peligro de que le viera. Se
encontraba al otro lado del parque, frente a la barandilla que separa el paseo de la ría. Además, nevaba de forma copiosa, lo que
dificultaba la visión de la sombra inmóvil.
Demoró cuanto pudo el momento de despedirse y
al final lo hizo con prisa. Fue al advertir que Gaston se reclinaba hacia un
lado, despacio, dejándose caer en la superficie del banco. Lo vio
desaparecer tras el respaldo y pensó que en aquel momento nadie, ni siquiera Pablo, podría verlo.
Subió a casa con un escalofrío apremiándola por la espalda. En el ascensor pulsó sin cesar el botón de la segunda planta, como si no
supiera que no por eso iba a ascender a mayor velocidad. Entró en el piso a la carrera y se precipitó hacia la ventana para asegurarse de que Pablo
se alejaba y comprobar si Gaston continuaba en el mismo lugar.
Después de una hora también ella seguía allí, quieta y con el abrigo aún puesto. Los pocos movimientos que había advertido en Gaston la tenían confundida. Se había enderezado y asegurado contra el
respaldo. Un rato después había oscilado hacia los lados de forma extraña, y se había inclinado hacia delante hasta apoyar el
cuerpo sobre sus piernas. Y desde entonces, nada. Ni un signo que indicara que
seguía
estando vivo. Una fina capa de nieve cubría su gorro de lana y la espalda de su
cazadora negra, como si formaran parte del paisaje.
Sobresaltada, se
hizo a un lado cuando le vio erguirse. Se sujetó el corazón con la mano y trató de tranquilizarse. Él no podía verla desde esa distancia, sobre todo
estando la casa a oscuras.
Volvió a pegarse al cristal. Gaston se había levantado y caminaba con paso vacilante
hacia la barandilla. Al parecer no dominaba bien los movimientos de su cuerpo.
El corazón de Rocio
se comprimió hasta
dolerle al advertir que tenía toda la apariencia de estar herido. En apenas tres
metros dio bandazos hacia uno y otro lado sin demasiado control. No pudo
respirar con alivio cuando le vio alcanzar uno de los balaustres de hierro y
agarrarse a él.
Estaba junto a las oscuras y frías aguas de la ría y sus gestos seguían mostrando una alarmante inestabilidad.
Salió de casa con la presteza con la que el
aire escapa de un suspiro, pulsó el botón de llamada del ascensor pero corrió escaleras abajo. En el exterior seguía nevando con derroche. Miles de copos
danzaban bajo la luz de las farolas y cambiaban de pronto de dirección como orquestados por el ritmo de ese
vals vienés. Pero
ella avanzó deprisa, con los ojos clavados en la
silueta amada que se dibujaba contra la baranda pintada en blanco.
Detuvo la
carrera al alcanzar el paseo. Contempló la espalda vencida y desgarbada de Gaston,
y su preocupación se
convirtió en
dolorosa pena. Dominó el deseo de llamarlo por su nombre. Con la emoción humedeciéndole los ojos, introdujo las manos en
los bolsillos de su abrigo y avanzó unos pasos en silencio.
Los pies de Gaston
tropezaron entre sí y su
mano se escurrió del
apoyo. Rocio extendió los brazos y se precipitó en su ayuda. No llegó a tocarlo. Se detuvo al ver que con un
nuevo traspié él recuperaba su frágil estabilidad y se giraba para
sujetarse, esta vez, con su mano diestra. En ese momento la asaltó un fuerte olor a alcohol. Estaba
borracho, borracho hasta casi perder el sentido.
Gaston la miró sorprendido. Pensó en que había pasado horas bebiendo por su causa,
para sacársela
del pensamiento, para olvidar el día en que se enamoró de ella. Había metido en su cuerpo, de un golpe, más alcohol del que había tomado desde que estaba en libertad y
ahora ella estaba allí, ante él. Sonrió resignado al reconocer que se le daba mal beber, se
le daba mal olvidar, se le daba mal alejarse de quien le hacía mal.
—Tú... —Intentó señalarla con el dedo—. ¿Vienes a contemplar tu obra?
Rocio bajó los brazos y se encogió dentro de su abrigo. Verlo de ese modo
le partió el
alma. No era solo la profunda embriaguez y el aturdimiento que asomaba tras su
desganada sonrisa. Era la tristeza y la desesperanza de sus ojos verdes que ya
había visto en otra ocasión, en la cárcel, tras el grueso cristal que les
separaba cuando él la echó de su lado.
—Aléjate de ahí, por favor —le rogó con suavidad—. Es peligroso.
Gaston entrecerró los ojos para tratar de enfocarla, pero
ella se movía y, sin
cesar, se le convertía en dos. Trató de descifrar lo que le había dicho. Lo había escuchado con claridad, pero su cerebro
no le dio sentido a ninguna de esas palabras. Entonces cayó en la cuenta de que estaba demasiado
ebrio. Dio un paso en busca de la seguridad del banco que acababa de abandonar.
Todo volvió a darle
vueltas. Retrocedió, bajó los párpados y se sujetó de nuevo al balaustre.
—Vete —pidió consciente por un segundo de su terrible
estado—. Este
espectáculo
no... no es para ti.
—Por
favor —insistió temerosa de que su inestabilidad acabara
arrojándole a
la ría—. Aquí no estás bien. Vete a casa.
—¿A qué casa?... Yo no... tengo casa. —La miró, pero sus enrojecidos ojos no
consiguieron centrar la imagen—. Yo no tengo... nada.
Sus palabras la
hirieron más que
todas las ofensas que le había dedicado en los últimos días. Ella sabía muy bien todo cuanto había perdido, siempre se sentiría culpable por eso.
—Sé que estás viviendo fuera de la ciudad —pronunció despacio—. Por favor, trata de recordar dónde. Yo puedo llevarte hasta allí.
Gaston no la
escuchó. Todo
giraba a su alrededor: los árboles, las farolas, los edificios del fondo, el banco
que pretendía
alcanzar para sentirse seguro. Soltó el soporte de hierro y arrastró los pies sobre el suelo, que se movía como la cubierta de un barco en aguas
violentas. Con el corazón encogido, Rocio le siguió dispuesta a sujetarle si llegaba a
perder por completo el equilibrio. Pero no hizo falta. Tras algunos tropiezos él consiguió sentarse y abandonarse contra el
respaldo.
—¿Todavía e... estás aquí? —preguntó cuando volvió a mirarla con los ojos entrecerrados.
—No voy a
dejarte solo —declaró con firmeza, parada ante él—. tomaré el coche y te llevaré a tu casa.
—¿Quién de los dos ha... ha bebido más? —dijo en medio de una risa torpe y
descontrolada—. Te he
dicho que no te... tengo casa, que no tengo a... a nadie. —Su rostro cambió y volvieron a humedecerse sus ojos—. Tengo a Lali... —rectificó como si la hubiera recordado de pronto—. Ella me quiere de verdad... pero yo...
yo sigo...
«Lali», repitió Rocio para sí. La recordaba bien. Una bella mujer que
nunca pudo disimular los celos que la devoraban cada vez que la veía con Gaston. Después de tanto tiempo, ahora era ella quien
sentía una
punzada de celos atravesándole el alma.
Derrotado por un
profundo mareo, Gaston hundió los hombros, apoyó los codos en sus piernas y dejó caer la cabeza. Rocio se agachó frente a él. Deseó acariciarle su corto pelo rubio, deseó rozarle la barbilla y alzarle el rostro,
deseó decirle
lo importante que él era
para ella. Pero trató de mirarle a los ojos sin rozarle siquiera.
—¿Dónde vive Lali? —dijo con lentitud para hacerse entender.
Él no la
escuchó. Volvió a estar perdido en algún punto impreciso de su memoria. Tenía momentos de absoluto aturdimiento en
los que olvidaba quién era y dónde estaba. En otros le volvía una conciencia amarga, torpe y dolorosa.
—¿Sabes
lo que... es perderlo todo y acabar encerrado en una... una...? ¿Cómo se llama...? —preguntó de pronto con voz insegura y pastosa—. Es como si algo... hubiera ocupado mi
sitio. Yo necesito... —Apretó los párpados al sentir que el suelo se movía bajo sus pies—. Necesito que mi... mi mundo vuelva a
ser como era antes.
Un viento helado
revolvió la
melena de Rocio y un grueso mechón le cayó hacia el rostro. No lo apartó. Tenía toda su atención puesta en Gaston y sus labios,
amoratados por el frío. Se emocionó al posar con cuidado los dedos sobre una
de sus rodillas. Presionó con suavidad intentando que le prestara atención.
—Por
favor, trata de centrarte y piensa en Lali —le pidió con ternura—. ¿Recuerdas dónde está su casa? Es posible que estés viviendo con ella.
Él la miró igual que si la acabara de descubrir;
recorrió cada
uno de sus rasgos como si la estuviera dibujando en su pensamiento.
—No —respondió con una conmovedora sonrisa—. Con Lali no. Con Lali no... Cómo podría... —Sus dedos temblaron al rozarle el mechón y apartarlo con torpeza de su frente—. Llevo años intentando odiarte... Y te... te
odio... —farfulló al tiempo que su mirada se enternecía—. Te odio y te amo, Rocio. Te odio y te
amo... y eso... —Gimió como un niño asustado y se dejó caer de nuevo, apoyando el peso del
cuerpo sobre sus piernas.
Rocio se quedó sin oxígeno en los pulmones. Todo desapareció a su alrededor. El mundo entero dejó de existir. Solo quedaban Gaston,
sentado en ese banco, y ella, que le miraba a través de los mullidos copos que se habían quedado suspendidos en el aire, como
el rodar del tiempo. La felicidad por lo que había escuchado le expandía el corazón hasta no caberle en el pecho. Él la amaba. La amaba a pesar de su
absoluto sufrimiento, a pesar de haberlo perdido todo por su causa. «Te amo más que a mi vida», le había dicho incontables veces, y había sido cierto. Tan cierto que ni aun odiándola como la odiaba había dejado de quererla.
Se llevó la mano al pecho y se obligó a contenerse. No podía abrazarle como deseaba, ni pedirle perdón como deseaba, ni hablarle de su amor
como deseaba. No era Gaston quien se había confesado sino su alma, a la que volvería a amordazar en el instante en que se
sintiera sobrio.
Gaston murmuró algo del todo ininteligible y se dejó caer de lado, sobre la superficie fría del banco. Rocio se puso en pie con
rapidez. Le preocupaba que de un instante a otro pudiera quedarse dormido y
ella fuera incapaz de despertarle.
—No hagas
eso —rogó con voz trémula—. Estás borracho. Tu cuerpo no regula bien la
temperatura. —Le agarró por las solapas y pugnó hasta volver a erguirle contra el
respaldo—. Si te
quedas aquí te
cubrirá la
nieve y mañana te
encontrarán muerto.
—¿Y qué te importa? —protestó apartándola torpemente—. No eres mi madre —añadió con la rebeldía propia de un niño.
—Soy
alguien que se preocupa por ti —dijo con ternura, resistiéndose a hacerse a un lado.
Gaston intentó señalarla de nuevo con su vacilante dedo índice. Lo dejó caer de golpe. Su mirada distraída indicó que había vuelto a perderse.
—Corto árboles... —balbuceó como si lo hiciera sin ningún sentido—. Asesino árboles... Iré al infierno por... por eso. —Expulsó el aire con un gesto de agotamiento,
cerró los
ojos y trató de
tumbarse de nuevo en el banco.
Rocio le cogió del hombro haciendo acopio de fuerzas
para tratar de enderezarlo.
—Intenta
ponerte en pie y ven conmigo —le rogó con suavidad y paciencia—. Te llevaré a casa.
—No me...
toques —murmuró—. Aquí estoy bien... estoy bien —repitió con voz vaga mientras se acomodaba sobre
los listones cubiertos de nieve.
Rocio se tapó el rostro con las manos. Iba a resultar
imposible sacarlo de allí si él no accedía a acompañarla. Suspiró con vigor antes de volver a mirarlo. Era
un hombre derrotado al que amaba con toda su alma.
Le tocó el hombro de nuevo y le zarandeó con suavidad. Él abrió los ojos enrojecidos y extenuados.
—Lali está ahí —mintió para que cooperara—. Solo tenemos que cruzar los jardines y
la carretera, y la verás. Te espera para llevarte a casa.
—¿Lali...?
—repitió sin saber de quién hablaban.
—Sí, Lali. Ella te quiere, ¿recuerdas? —preguntó con cariño.
Una hermosa
sonrisa se formó en el
rostro de Gaston mientras asentía con la cabeza. Trató de levantarse, pero no encontró fuerzas.
—Estoy
un... un poco mareado... solo un poco... Algo... algo me ha sentado mal.
—Lo sé —susurró mientras aguantaba las lágrimas que en su interior se deslizaban
hirientes—. Yo te
ayudaré a
llegar donde te espera. —Volvió a mentir, y se sintió miserable por engañarle cuando estaba tan indefenso—. Pero tienes que ayudarme porque yo sola
no podré
contigo. Tenemos que caminar un poco.
Gaston la miró agradecido.
—Te amo. —Su rostro se dulcificó al decirlo—. Te odio y te amo... mujer sin corazón.
«Mujer
sin corazón», se repitió Rocio mientras le pedía que le pasara el brazo por el hombro y
le ayudaba a levantarse. Ojalá tuviera razón, pensó, y le desapareciera ese corazón en el que guardaba y guardaría siempre más amor y sufrimiento del que se sentía capaz de soportar.
No habían dado tres pasos cuando Gaston ya había olvidado a Lali. Pero siguió andando. Se dejó llevar como un niño grande y confiado, sin ninguna
conciencia de lo que hacía.
No les resultó fácil atravesar los jardines y alcanzar el
paso de peatones para cruzar la calle. Gaston hacía lo posible por mantenerse en pie, pero
era ella quien soportaba su peso y equilibraba, cada vez que se iban hacia los
lados, para no acabar en el suelo. Además, los momentos en los que él parecía estar más consciente hacía cosas infantiles como pararse y mirar
al cielo para que la nieve le cayera sobre el rostro. Reía y la invitaba a que no fuera tan
estirada e hiciera lo mismo. A pesar de la carga y de lo ridículo de la situación, Rocio se relajó. Le resultaba agradable tenerlo cerca
sin que la tratara con odio; era agradable escucharlo reír, aunque fuera de modo torpe y pastoso;
era agradable sentir su aliento, por mucho que este apestara a alcohol.
—Me gusta
cómo hueles —dijo él, con la nariz pegada a su cuello, justo
cuando terminaron de cruzar la carretera.
—Tú también hueles muy bien —le respondió ella con una sonrisa de felicidad. Ese
era su Gaston en estado puro, sin dolor, sin corazas, sin odios, aunque con una
borrachera indecente.
Después de la hazaña de acceder al portal y entrar al
ascensor sin que él se
desplomara, la cosa cambió. Gaston dejó de balbucir palabras con sentido en
medio de otras ininteligibles. Se sumió en el sopor y sus esfuerzos por
mantenerse en pie fueron menos eficaces. Rocio tuvo que emplearse a fondo para
que no se le escapara de los brazos mientras abría la puerta del piso y le conducía hasta la cocina. Le ayudó como pudo a sentarse en una silla. Quería hacer un café bien cargado que le despejara, pero
pronto se dio cuenta de que no podía dejarlo solo. Ya no tenía ninguna estabilidad y en cuanto trataba
de soltarlo se escurría hacia alguno de los lados con riesgo de acabar
estrellado contra el suelo.
Sin pérdida de tiempo, por si se le desvanecía por completo, abrió la cremallera de su cazadora y la echó hacia atrás desrizándosela por los brazos y dejándola caer en el respaldo de la silla. Le
quitó el
gorro empapado y lo dejó sobre la mesa. No pudo evitar pasar la mano sobre el
corto cabello rubio ahora que él estaba indefenso y ausente. Se le encogió el alma y se le desataron las lágrimas al acariciarle por primera vez en
años; por primera y última vez en años. Él dejó caer la cabeza hacia ella hasta apoyarla
contra su vientre sin decir ni una palabra; ya no le quedaban fuerzas. Rocio lo
estrechó contra
sí mientras una emocionada pena le
destrozaba el corazón que Gaston aseguraba que no tenía.
Cargó con él por el pasillo hasta su habitación y lo acostó con cuidado sobre la cama sin deshacer.
Le quitó las
botas y le cubrió hasta
el cuello con una colcha tejida con lanas de colores.
—Mujer
sin corazón —volvió a balbucir él desde la inconsciencia, y Rocio soltó el cobertor sintiéndose morir por dentro. Inclinada sobre
la cama aguardó un poco
por si continuaba hablando, pero el movimiento acompasado de su pecho le indicó que se había sumergido en el mundo de los sueños.
Los copos se
estrellaban con suavidad contra el cristal de la ventana, como pidiendo permiso
para entrar. Con una dolorosa sensación entretejiéndose en el pecho, ella se acercó y observó a lo lejos el banco en el que había descubierto a Gaston. Una delicada capa
de nieve revestía los
listones de madera mientras él descansaba ahora en la cama. Corrió las cortinas para que no le despertara
la luz cuando llegara el amanecer, y lo contempló desde allí. Tenía el rostro relajado y tierno que ella
recordaba. El del hombre adorable que le leía los posos del café; el que la dibujaba en sus cuadernos; el
que
movía las letras imantadas que ella tenía en su frigorífico; el que reía llevándola de la mano por las calles; el que
le juraba que la amaba más que al aire, más que al sol, más que a la vida misma.
Suspiró acongojada y se acercó a la cómoda. Abrió con cuidado uno de los cajones y sacó dos de los muchos informes que había atesorado durante los últimos años. Quería repasar aquellos documentos, volver a
leer sobre las secuelas que un encarcelamiento de más de dos o tres años deja en una persona. Tal y como había presentido, había identificado muchas de ellas en Gaston
durante las tres veces que le había visto, pero sobre todo en esta última en la que lo encontró desprovisto de corazas. Y ella se sentía tan culpable como impotente.
Allí mismo, de pie, abrió el primero de los informes. Estaba
realizado por un profesor titular de la Facultad de Psicología de Madrid. Algunas palabras parecieron
despegarse del papel para llamar su atención: «Todo lo vive con una gran ansiedad. No
encaja en su propio mundo; siente que ha perdido su sitio. El silencio le
abruma. Alteraciones del sueño. Dificultad para elaborar un proyecto de futuro.
Dificultad para establecer relaciones. Dificultad para asumir el protagonismo
de su vida. Necesidad de proteger sus sentimientos. Necesidad de amar.»
Dificultad,
dificultad... Necesidad, necesidad...
Sintió que se ahogaba. Lo cerró y trató de serenarse mirando a Gaston. Verlo
acostado en su cama la inundaba de ternura, pero también de temor al pensar en el momento en el
que abriera los ojos y se encontrara allí. ¿Recordaría algo de lo que había dicho? ¿Recordaría haberle confesado que la amaba?
«Los
borrachos y los niños dicen
siempre la verdad.» Se
preguntó qué había de cierto en aquella manida frase. Sabía que el alcohol desnuda el alma y hace
aflorar los sentimientos. Inhibe la parte del cerebro que es capaz de crear, de
inventar, de mentir. Por lo tanto, no era descabellado pensar que cuando
alguien ebrio abre la boca, de ella solo pueden salir verdades.
... y él había asegurado amarla. Le había confesado el secreto que escondía bajo sus capas de hostilidad, de
cinismo, de dolor. Le había abierto su corazón sin ser consciente de que lo hacía.
Dejó los informes sobre la cómoda. Se acercó de nuevo a la cama y se sentó en el borde. Lo hizo con cuidado aun
sabiendo que ni un terremoto podría despertarlo. Apartó un poco la colcha de lana. La mano izquierda destacaba,
inerte, sobre la blancura del edredón. Contuvo el aliento y se atrevió a rozarle los largos y delgados dedos
con las yemas de los suyos. Una oleada de sensaciones le recorrió el cuerpo para ir a clavársele en el alma. ¡Había acariciado tantas veces esas manos y
tantas veces esas manos la habían acariciado a ella! La habían peinado, la habían vestido, la habían desvestido. Las había visto trazar hermosos dibujos.
No pudo contener
las lágrimas.
Cuando las sintió correr
por sus mejillas reparó en que tampoco necesitaba ocultarlas. Él estaba allí, pero no la vería. Podía llorar cuanto quisiera. Podía mirarle cuanto quisiera. Y también podía tumbarse junto a él y escucharle respirar durante toda la
noche.
Se
tendió
en un lado de la cama, con tiento, y se volvió
de costado. Contempló su hermoso perfil mientras volvía
a rozar su mano. Nunca pensó que volvería
a tenerlo así,
tan cerca. Sentía que estaba ante un increíble
e inesperado regalo y lo iba a aceptar. Solo tenía
que asegurarse de no quedarse dormida.
Quiero maaaaaas! Me encantan tus nove!
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