Le sudaban las manos al sacar la llave de dientes limados de su
bolsillo. Tenía el
presentimiento de que algo iba a salir mal. Eran las seis y media de la tarde.
Si Rocio era fiel a sus costumbres no llegaría a su casa hasta las ocho, y él necesitaba apenas unos minutos para
comprobar si el método de Peter
servía en esa
cerradura. Pero nada de cuanto se decía le daba la suficiente tranquilidad.
Primero había probado con el portal. La oscuridad de
la tarde le había
ayudado a mantener la calma. Había caminado despacio, buscando alcanzar su objetivo
cuando el tramo de calle se encontrara desierto. Todo había ido bien, pero ahora era diferente;
estaba dentro, en el rellano, el último lugar del mundo en el que podía ser descubierto.
Volvió a ordenarse serenidad. La tranquilidad y
la rapidez eran sus principales bazas para salir bien de semejante locura.
Introdujo la llave en la ranura y resopló aliviado al ver que encajaba. Se frotó las palmas de las manos en las perneras
de sus vaqueros negros. Respiró hondo y sacó el mechero de un bolsillo de la
cazadora. Golpeó la
llave con firmeza y, casi al mismo tiempo, la giró. El cerrojo cedió y la puerta se abrió unos centímetros. Sonrió a pesar de que la tensión le tenía agarrotados todos los músculos. La hora de la venganza estaba un
poco más cerca.
Empuñó la manilla dispuesto a alejarse cuanto
antes. Pero se quedó inmóvil recordando todo el tiempo que le había costado a Rocio llevarle a ese piso.
Entonces no le pareció extraña su actitud. Pensó que temía perder su independencia, enamorarse
hasta el punto de necesitarle para siempre. No le importó que se resistiera tanto. Lo consideró una prueba de que terminaría amándole con la misma loca intensidad con la
que él la
amaba. No supo ver que no estaba en sus planes permitirle entrar a formar parte
de su verdadera vida. Por eso no vio nada extraño en que de pronto cambiara y le pidiera
que la acompañara a
esa casa. Entonces le pareció la rendición definitiva al amor que sentía por él: le mostraba el lugar en el que vivía y le abría las puertas para que él entrara cuando quisiera.
Después, cuando cayó el telón y ella dejó de fingir, eso pasó a ser una de las muchas preguntas para
las que nunca encontraría respuesta.
«Tampoco
las necesito», pensó furioso, al tiempo que cerraba para
salir de allí.
La puerta del
ascensor se abrió a su
espalda. Soltó la
manilla, guardó la
llave y el encendedor en un bolsillo y se volvió despacio, para comprobar si debía inventarse una explicación o podía irse sin más problema.
Una sensación gélida le recorrió las venas. La sonrisa que comenzaba a
dibujarse en su boca se transformó en una mueca burda; nada, comparado con el gesto de
sorpresa que descompuso el pálido rostro de Rocio. Mirándola, Gaston supo que debía explicar su presencia allí antes de que ella comenzara a sospechar
algo extraño.
—Como no
estabas ya me iba. Quería... —Se detuvo. Había empezado a hablar sin saber qué decir—. Creo que... que es muy probable que el
otro día me
salvaras realmente la vida. —Se frotó los músculos agarrotados de la nuca mientras seguía improvisando—. Debí... agradecértelo. O al menos no debí comportarme de un modo tan grosero.
Rocio sonrió nerviosa. Retorció entre los dedos la correa de su bolso
mientras sus ojos brillaban, dichosos y atónitos; estaba ante la oportunidad que no
pensó que
tendría.
—Gracias...
—dijo con voz temblorosa, pero Gaston ya
comenzaba a bajar la escalera—. ¡Espera! Hay algo que quiero decirte.
Él se
detuvo y se volvió
despacio. Los peldaños que había descendido dejaban sus rostros a la misma altura.
—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar.
—Por
favor —musitó mirándole directamente a los ojos.
Gaston se
estremeció al
recordar esas dos palabras dichas por ella en otro tiempo, pero en ese mismo
tono ahogado. Una breve ráfaga, veloz como la luz, le llevó hasta la sensación de las sábanas revueltas, a la de sus manos sobre
la suave y cálida
piel de Rocio, a la del sonido dulce de sus jadeos, a la de su apagado «por favor» cuando le aseguraba que no podría soportar más placer.
—Por
favor —volvió a decir mientras él se sorprendía de que hubiera bastado la fugacidad de
un instante para que se le acelerara el corazón y se le secara la boca.
—No tiene
ningún
sentido. Yo no debería estar aquí.
—No te
robaré mucho
tiempo —insistió sonriendo con torpeza—. Apenas unos minutos. Es que... —Apartó la mirada para revolver en el interior
de su bolso.
Gaston se tensó al verla introducir la verdadera llave
en la ranura. No estaba seguro de que no se notara que había sido manipulada, sobre todo para una
persona tan cuidadosa y observadora como recordaba que había sido ella.
—Unos
minutos —concedió únicamente para distraer su atención.
Y esperó con las pupilas clavadas en la escalera
por la que hacía rato
debió haber
desaparecido. El chasquido de la puerta al abrirse le devolvió el alma al cuerpo y volvió a permitirle respirar.
Atravesó tras ella el umbral y se detuvo mientras
la veía
deshacerse de la bufanda. Sin dejar de mirarla, sacó el tabaco, encendió un cigarro y cerró la puerta en la que apoyó después la espalda. Le provocó un oscuro placer verla volverse atónita y desconcertada. Se preguntó cómo actuaría si supiera lo que le tenía preparado, y casi deseó decírselo. Aproximarse, pararse cuando
estuviera a punto de beberse su aliento y susurrarle, muy bajito, que tomara
aire porque no tardaría en estar encerrada en una celda húmeda, fría y maloliente en la que aborrecería respirar.
Ella no necesitó preguntar. Al ver su actitud desafiante
comprendió que no
pasaría de la
entrada y que se iría antes de que se hubiera cumplido un solo minuto.
—No sé cómo explicarte esto —dijo con una dulce sonrisa.
—No te
esfuerces —aconsejó con mofa—. Yo me voy.
—Tenemos
un cliente que quiere que decoremos su casa de la playa —insistió con la esperanza de retenerle al menos
unos segundos.
—¿Y qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó con frialdad.
—Quiere
dibujos con alma y eso lo pueden hacer muy pocos creadores. Pensé que tú...
Volvió a enmudecer al verlo apartarse de la
pared con inquietante parsimonia y acercarse despacio, sacudiendo el cigarro
para que la ceniza cayera sobre la inmaculada alfombra persa.
—¿Me estás ofreciendo un puto trabajo? —rugió conteniendo un estallido de furia—. Te advertí que no volvieras a hacer buenas obras
conmigo —le
recordó con una
calma rígida—. Arregla tu vida mientras puedas y deja
en paz la mía, que
es perfecta desde que tú no estás en ella. —Tras la sentencia le dio la espalda para marcharse.
—Aguarda
un momento...
Él se volvió sin soltar la manilla con la que
comenzaba a abrir la puerta.
—Ya he
estado más tiempo
del que debería. Está claro que ni siquiera debí venir. —Disfrutó del temblor indeciso en los labios de Rocio—. Sobre todo porque en ningún momento me he arrepentido de nada de lo
que dije.
—Deja al
menos que te explique lo que...
—No
existe nada que yo quiera escuchar de tu boca —murmuró mientras en el fondo de sus ojos se le
enconaba la ira—. Hace
mucho que estás muerta
para mí.
Ella no respondió. Se encogió mientras le veía abandonar la casa. Se preguntó por qué la había buscado, cuál había sido la verdadera finalidad de aquella
extraña
visita, qué le bullía en la cabeza para comportarse de ese
modo tan absurdo, como no fuera, simplemente, la necesidad de herirla.
Gaston descendió por la escalera con paso rápido. Precisaba desfogar toda la furia
que al final había estado
conteniendo. Que ella tratara de ayudarle le hacía aflorar sus más irascibles demonios. No existía nada que pudiera pagar la muerte de
Manu, ni los más de
cuatro años que él había permanecido encerrado, ni las noches
que aún tendría que pasar en prisión. Como esta, en la que ella se acostaría en su cama, arropada por su mullido
edredón
blanco, mientras él lo haría en un pequeño camastro en el que se dibujaban las
sombras de unas rejas, con el murmullo continuo de sonidos y voces de presos y
de las almas que allí penaban al no encontrar salida entre los muros.
Gaston se ajustó el casco de protección y continuó con los resistentes guantes de cuero.
Ante él,
gruesos pinos de unos quince metros aguardaban a que la precisión de alguna afilada herramienta acabara
con muchos de ellos.
—¿Qué tal ayer? —preguntó Peter, que se acercó subiéndose la cremallera de su parka
fluorescente.
—Bien —respondió con la vista fija en las cimas
balanceantes de los pinos más altos—. La puerta se abre sin problema.
—¿No te
vio nadie? ¿Ningún vecino?
—Nadie —indicó sin dudar—. Ahora solo falta que me digan que puedo
ir a por el dichoso paquete.
—¿Cómo puedo convencerte de que desistas?
—¿Cómo puedo convencerte yo de que tengo que
hacer esto?
—¡Maldita
sea, Gaston! No entiendo cómo no... —tosió al sentir que volvían a tener compañía. Uno de los chicos nuevos preguntaba
por el modo correcto de colocarse el casco. Peter se ocupó mientras Gaston volvía a subir a la trasera de la camioneta
para coger un hacha.
Agradeció que su trabajo no conllevara la
responsabilidad de otras veces. Seguía teniendo el pensamiento donde no debía. Cada nuevo día pensaba en Rocio con más frecuencia, con más intensidad. Ese proceso le tenía desconcertado. Sobre todo porque, una
gran parte de las veces, ella llegaba junto a recuerdos gratos, divertidos,
apasionados.
Pero la odiaba.
De eso seguía
estando seguro.
Un nuevo grito
de «árbol va» alertó a los hombres. Los que estaban en su
trayectoria de caída se
apartaron con rapidez. Todos excepto Gaston. Él, perdido en sus pensamientos, siguió desroñando uno de los ejemplares ya caídos.
. Peter calculó con la mirada el punto de desplome.
Sintió que el
corazón le
estallaba al descubrir a su amigo en la zona del impacto. Gritó su nombre con todas sus fuerzas, pero él continuó ausente mientras el árbol se precipitaba contra el suelo.
Gaston
desapareció bajo el
amasijo de ramas.
Los miembros del
equipo se precipitaron en su ayuda. Lo hicieron con la eficaz celeridad que les
daba el haber asistido a situaciones de absoluta emergencia. Varios hombres se
ocuparon de mutilar las ramas, otros las apartaron con rapidez para llegar
hasta el herido. Gaston apareció, encogido sobre sí mismo y con los brazos protegiendo su
rostro.
—Estoy
bien —musitó sin moverse cuando escuchó voces y sintió que tocaban sus ropas—. Estoy bien.
Peter llegó abriéndose paso entre los que rodeaban a su amigo.
Se agachó junto a
él y le puso la mano sobre el hombro. Un
gemido de Gaston hizo que la apartara.
—Trata de
mover los brazos y las piernas, muy despacio —le pidió con preocupación.
Con un quejido, Gaston
se volvió hasta
quedar de espaldas en el suelo, con las articulaciones extendidas. Tenía rasponazos en una mejilla y el mentón.
—De
verdad —dijo sin
abrir aún los
ojos—. Estoy
bien. Solo me han golpeado las ramas. Me duele un poco la cabeza y el hombro,
pero no es nada importante.
—¿Seguro?
—volvió a preguntar.
—Seguro —respondió sin moverse.
—¡No ha
ocurrido nada! —gritó Peter al resto de los compañeros—. Vamos a dejarle respirar.
Los hombres se
apartaron y, entre murmullos de alivio, volvieron al trabajo. Peter continuó agachado. El corazón le seguía martilleando contra el pecho.
—¿Me
juras que estás bien?
—Sí —dijo con una exhalación.
Abrió los ojos y trató de incorporarse. Sintió el dolor en el hombro y volvió a dejarse caer. Peter terminó de relajarse cuando le escuchó reír.
—¿Te
parece gracioso? —le
reprendió incapaz
de enfadarse como debía—. ¡Podías haberte matado!
—Me río de mi estupidez. No lo vi —reconoció dándole la mano para que le ayudara a
levantarse—. Ni lo
vi ni escuché el grito
de aviso.
Peter tiró y él se puso en pie. Entonces apreció el peligro en toda su dimensión. La providencia había querido que sobre él coincidiera el hueco entre dos gruesas
ramas y, un metro más a su izquierda, todo el peso del cuerpo del árbol. No se atrevería a volver a decir que la suerte le era
esquiva. No, después de que
unos centímetros
le hubieran librado de serias lesiones y un mísero metro le hubiera salvado la vida.
—Me
preocupas —confesó Peter—. Este no es un trabajo en el que se
pueda estar en Babia. Si no terminas con la historia de esa poli, será esa historia la que termine contigo.
—Descuida.
No volverá a
ocurrir. —Se quitó los guantes y sacudió sus ropas—. Procuraré estar más atento.
Peter alzó las cejas para mostrarle lo poco que creía en esa promesa.
—Vete a
desinfectarte eso. —Le señaló el rostro al tiempo que se apartaba para incorporarse
al trabajo.
Gaston se tocó la mejilla mientras se dirigía a la camioneta y se miró los dedos. La escasa sangre le indicó que los raspones no eran profundos. Sin
detenerse, miró a su
amigo. En ese momento alzaba un hacha y comenzaba a desmochar el pino que había estado a punto de aplastarle. Se sintió culpable por haberle ocultado que se había visto con Rocio, pero no quería agobiarle con más preocupaciones. Opinaba que ya cargaba
con suficientes por su causa. adaptacion del libro a.Iribika

Tienen que besarse de una y ya !! Me encanto!!
ResponderEliminaren serio te lo digo esta novela me pone de los nervios odio k no esten junto kiero k pase algo lindo con los rubios k se besen yaaaaa
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