viernes, 20 de julio de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 16


Le sudaban las manos al sacar la llave de dientes limados de su bolsillo. Tenía el presentimiento de que algo iba a salir mal. Eran las seis y media de la tarde. Si Rocio era fiel a sus costumbres no llegaría a su casa hasta las ocho, y él necesitaba apenas unos minutos para comprobar si el método de Peter servía en esa cerradura. Pero nada de cuanto se decía le daba la suficiente tranquilidad.
Primero había probado con el portal. La oscuridad de la tarde le había ayudado a mantener la calma. Había caminado despacio, buscando alcanzar su objetivo cuando el tramo de calle se encontrara desierto. Todo había ido bien, pero ahora era diferente; estaba dentro, en el rellano, el último lugar del mundo en el que podía ser descubierto.
Volvió a ordenarse serenidad. La tranquilidad y la rapidez eran sus principales bazas para salir bien de semejante locura. Introdujo la llave en la ranura y resopló aliviado al ver que encajaba. Se frotó las palmas de las manos en las perneras de sus vaqueros negros. Respiró hondo y sacó el mechero de un bolsillo de la cazadora. Golpeó la llave con firmeza y, casi al mismo tiempo, la giró. El cerrojo cedió y la puerta se abrió unos centímetros. Sonrió a pesar de que la tensión le tenía agarrotados todos los músculos. La hora de la venganza estaba un poco más cerca.
Empuñó la manilla dispuesto a alejarse cuanto antes. Pero se quedó inmóvil recordando todo el tiempo que le había costado a Rocio llevarle a ese piso. Entonces no le pareció extraña su actitud. Pensó que temía perder su independencia, enamorarse hasta el punto de necesitarle para siempre. No le importó que se resistiera tanto. Lo consideró una prueba de que terminaría amándole con la misma loca intensidad con la que él la amaba. No supo ver que no estaba en sus planes permitirle entrar a formar parte de su verdadera vida. Por eso no vio nada extraño en que de pronto cambiara y le pidiera que la acompañara a esa casa. Entonces le pareció la rendición definitiva al amor que sentía por él: le mostraba el lugar en el que vivía y le abría las puertas para que él entrara cuando quisiera.
Después, cuando cayó el telón y ella dejó de fingir, eso pasó a ser una de las muchas preguntas para las que nunca encontraría respuesta.
«Tampoco las necesito», pensó furioso, al tiempo que cerraba para salir de allí.
La puerta del ascensor se abrió a su espalda. Soltó la manilla, guardó la llave y el encendedor en un bolsillo y se volvió despacio, para comprobar si debía inventarse una explicación o podía irse sin más problema.
Una sensación gélida le recorrió las venas. La sonrisa que comenzaba a dibujarse en su boca se transformó en una mueca burda; nada, comparado con el gesto de sorpresa que descompuso el pálido rostro de Rocio. Mirándola, Gaston supo que debía explicar su presencia allí antes de que ella comenzara a sospechar algo extraño.
Como no estabas ya me iba. Quería... Se detuvo. Había empezado a hablar sin saber qué decir. Creo que... que es muy probable que el otro día me salvaras realmente la vida. Se frotó los músculos agarrotados de la nuca mientras seguía improvisando. Debí... agradecértelo. O al menos no debí comportarme de un modo tan grosero.
Rocio sonrió nerviosa. Retorció entre los dedos la correa de su bolso mientras sus ojos brillaban, dichosos y atónitos; estaba ante la oportunidad que no pensó que tendría.
Gracias... dijo con voz temblorosa, pero Gaston ya comenzaba a bajar la escalera. ¡Espera! Hay algo que quiero decirte.
Él se detuvo y se volvió despacio. Los peldaños que había descendido dejaban sus rostros a la misma altura.
Tú y yo no tenemos nada de qué hablar.
Por favor musitó mirándole directamente a los ojos.
Gaston se estremeció al recordar esas dos palabras dichas por ella en otro tiempo, pero en ese mismo tono ahogado. Una breve ráfaga, veloz como la luz, le llevó hasta la sensación de las sábanas revueltas, a la de sus manos sobre la suave y cálida piel de Rocio, a la del sonido dulce de sus jadeos, a la de su apagado «por favor» cuando le aseguraba que no podría soportar más placer.
Por favor volvió a decir mientras él se sorprendía de que hubiera bastado la fugacidad de un instante para que se le acelerara el corazón y se le secara la boca.
No tiene ningún sentido. Yo no debería estar aquí.
No te robaré mucho tiempo insistió sonriendo con torpeza. Apenas unos minutos. Es que... Apartó la mirada para revolver en el interior de su bolso.
Gaston se tensó al verla introducir la verdadera llave en la ranura. No estaba seguro de que no se notara que había sido manipulada, sobre todo para una persona tan cuidadosa y observadora como recordaba que había sido ella.
Unos minutos concedió únicamente para distraer su atención.
Y esperó con las pupilas clavadas en la escalera por la que hacía rato debió haber desaparecido. El chasquido de la puerta al abrirse le devolvió el alma al cuerpo y volvió a permitirle respirar.
Atravesó tras ella el umbral y se detuvo mientras la veía deshacerse de la bufanda. Sin dejar de mirarla, sacó el tabaco, encendió un cigarro y cerró la puerta en la que apoyó después la espalda. Le provocó un oscuro placer verla volverse atónita y desconcertada. Se preguntó cómo actuaría si supiera lo que le tenía preparado, y casi deseó decírselo. Aproximarse, pararse cuando estuviera a punto de beberse su aliento y susurrarle, muy bajito, que tomara aire porque no tardaría en estar encerrada en una celda húmeda, fría y maloliente en la que aborrecería respirar.
Ella no necesitó preguntar. Al ver su actitud desafiante comprendió que no pasaría de la entrada y que se iría antes de que se hubiera cumplido un solo minuto.
No sé cómo explicarte esto dijo con una dulce sonrisa.
No te esfuerces aconsejó con mofa. Yo me voy.
Tenemos un cliente que quiere que decoremos su casa de la playa insistió con la esperanza de retenerle al menos unos segundos.
—¿Y qué tiene que ver esto conmigo? preguntó con frialdad.
Quiere dibujos con alma y eso lo pueden hacer muy pocos creadores. Pensé que tú...
Volvió a enmudecer al verlo apartarse de la pared con inquietante parsimonia y acercarse despacio, sacudiendo el cigarro para que la ceniza cayera sobre la inmaculada alfombra persa.
—¿Me estás ofreciendo un puto trabajo? rugió conteniendo un estallido de furia. Te advertí que no volvieras a hacer buenas obras conmigo le recordó con una calma rígida. Arregla tu vida mientras puedas y deja en paz la mía, que es perfecta desde que tú no estás en ella. Tras la sentencia le dio la espalda para marcharse.
Aguarda un momento...
Él se volvió sin soltar la manilla con la que comenzaba a abrir la puerta.
Ya he estado más tiempo del que debería. Está claro que ni siquiera debí venir. Disfrutó del temblor indeciso en los labios de Rocio. Sobre todo porque en ningún momento me he arrepentido de nada de lo que dije.
Deja al menos que te explique lo que...
No existe nada que yo quiera escuchar de tu boca murmuró mientras en el fondo de sus ojos se le enconaba la ira. Hace mucho que estás muerta para mí.
Ella no respondió. Se encogió mientras le veía abandonar la casa. Se preguntó por qué la había buscado, cuál había sido la verdadera finalidad de aquella extraña visita, qué le bullía en la cabeza para comportarse de ese modo tan absurdo, como no fuera, simplemente, la necesidad de herirla.
Gaston descendió por la escalera con paso rápido. Precisaba desfogar toda la furia que al final había estado conteniendo. Que ella tratara de ayudarle le hacía aflorar sus más irascibles demonios. No existía nada que pudiera pagar la muerte de Manu, ni los más de cuatro años que él había permanecido encerrado, ni las noches que aún tendría que pasar en prisión. Como esta, en la que ella se acostaría en su cama, arropada por su mullido edredón blanco, mientras él lo haría en un pequeño camastro en el que se dibujaban las sombras de unas rejas, con el murmullo continuo de sonidos y voces de presos y de las almas que allí penaban al no encontrar salida entre los muros.

Gaston se ajustó el casco de protección y continuó con los resistentes guantes de cuero. Ante él, gruesos pinos de unos quince metros aguardaban a que la precisión de alguna afilada herramienta acabara con muchos de ellos.
—¿Qué tal ayer? preguntó Peter, que se acercó subiéndose la cremallera de su parka fluorescente.
Bien respondió con la vista fija en las cimas balanceantes de los pinos más altos. La puerta se abre sin problema.
—¿No te vio nadie? ¿Ningún vecino?
Nadie indicó sin dudar. Ahora solo falta que me digan que puedo ir a por el dichoso paquete.
—¿Cómo puedo convencerte de que desistas?
—¿Cómo puedo convencerte yo de que tengo que hacer esto?
—¡Maldita sea, Gaston! No entiendo cómo no... tosió al sentir que volvían a tener compañía. Uno de los chicos nuevos preguntaba por el modo correcto de colocarse el casco. Peter se ocupó mientras Gaston volvía a subir a la trasera de la camioneta para coger un hacha.
Agradeció que su trabajo no conllevara la responsabilidad de otras veces. Seguía teniendo el pensamiento donde no debía. Cada nuevo día pensaba en Rocio con más frecuencia, con más intensidad. Ese proceso le tenía desconcertado. Sobre todo porque, una gran parte de las veces, ella llegaba junto a recuerdos gratos, divertidos, apasionados.
Pero la odiaba. De eso seguía estando seguro.
Un nuevo grito de «árbol va» alertó a los hombres. Los que estaban en su trayectoria de caída se apartaron con rapidez. Todos excepto Gaston. Él, perdido en sus pensamientos, siguió desroñando uno de los ejemplares ya caídos.
. Peter calculó con la mirada el punto de desplome. Sintió que el corazón le estallaba al descubrir a su amigo en la zona del impacto. Gritó su nombre con todas sus fuerzas, pero él continuó ausente mientras el árbol se precipitaba contra el suelo.
Gaston desapareció bajo el amasijo de ramas.
Los miembros del equipo se precipitaron en su ayuda. Lo hicieron con la eficaz celeridad que les daba el haber asistido a situaciones de absoluta emergencia. Varios hombres se ocuparon de mutilar las ramas, otros las apartaron con rapidez para llegar hasta el herido. Gaston apareció, encogido sobre sí mismo y con los brazos protegiendo su rostro.
Estoy bien musitó sin moverse cuando escuchó voces y sintió que tocaban sus ropas. Estoy bien.
Peter llegó abriéndose paso entre los que rodeaban a su amigo. Se agachó junto a él y le puso la mano sobre el hombro. Un gemido de Gaston hizo que la apartara.
Trata de mover los brazos y las piernas, muy despacio le pidió con preocupación.
Con un quejido, Gaston se volvió hasta quedar de espaldas en el suelo, con las articulaciones extendidas. Tenía rasponazos en una mejilla y el mentón.
De verdad dijo sin abrir aún los ojos. Estoy bien. Solo me han golpeado las ramas. Me duele un poco la cabeza y el hombro, pero no es nada importante.
—¿Seguro? volvió a preguntar.
Seguro respondió sin moverse.
—¡No ha ocurrido nada! gritó Peter al resto de los compañeros. Vamos a dejarle respirar.
Los hombres se apartaron y, entre murmullos de alivio, volvieron al trabajo. Peter continuó agachado. El corazón le seguía martilleando contra el pecho.
—¿Me juras que estás bien?
Sí dijo con una exhalación.
Abrió los ojos y trató de incorporarse. Sintió el dolor en el hombro y volvió a dejarse caer. Peter terminó de relajarse cuando le escuchó reír.
—¿Te parece gracioso? le reprendió incapaz de enfadarse como debía. ¡Podías haberte matado!
Me río de mi estupidez. No lo vi reconoció dándole la mano para que le ayudara a levantarse. Ni lo vi ni escuché el grito de aviso.
Peter tiró y él se puso en pie. Entonces apreció el peligro en toda su dimensión. La providencia había querido que sobre él coincidiera el hueco entre dos gruesas ramas y, un metro más a su izquierda, todo el peso del cuerpo del árbol. No se atrevería a volver a decir que la suerte le era esquiva. No, después de que unos centímetros le hubieran librado de serias lesiones y un mísero metro le hubiera salvado la vida.
Me preocupas confesó Peter. Este no es un trabajo en el que se pueda estar en Babia. Si no terminas con la historia de esa poli, será esa historia la que termine contigo.
Descuida. No volverá a ocurrir. Se quitó los guantes y sacudió sus ropas. Procuraré estar más atento.
Peter alzó las cejas para mostrarle lo poco que creía en esa promesa.
Vete a desinfectarte eso. Le señaló el rostro al tiempo que se apartaba para incorporarse al trabajo.
Gaston se tocó la mejilla mientras se dirigía a la camioneta y se miró los dedos. La escasa sangre le indicó que los raspones no eran profundos. Sin detenerse, miró a su amigo. En ese momento alzaba un hacha y comenzaba a desmochar el pino que había estado a punto de aplastarle. Se sintió culpable por haberle ocultado que se había visto con Rocio, pero no quería agobiarle con más preocupaciones. Opinaba que ya cargaba con suficientes por su causa.                                                              adaptacion del libro a.Iribika

2 comentarios:

  1. Tienen que besarse de una y ya !! Me encanto!!

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  2. en serio te lo digo esta novela me pone de los nervios odio k no esten junto kiero k pase algo lindo con los rubios k se besen yaaaaa

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