No había vuelto a ese café desde que Gaston la echó exigiéndole que no regresara nunca. Había obedecido porque sentía que él tenía todo el derecho moral de estar allí, incluso de expulsarla. Y no habría regresado nunca de haber sabido en qué otro lugar podría encontrarse con él.
Se sentó junto a la mesita de mármol blanco mirando hacia la entrada como
siempre la había
esperado Gaston. Pensó que verlo llegar le proporcionaría tiempo para recomponerse de la emoción antes de tenerlo al lado. Había tomado la firme determinación de hablarle de nuevo del trabajo. Lo
había decidido aun sabiendo que tendría que volver a padecer su actitud ácida, sus impertinencias, sus desprecios.
La cafetería se fue llenando de parejas y grupos de
jóvenes. Ella había dejado su abrigo en la silla de al lado
para que nadie se la llevara sin que se diera cuenta, pues estaba del todo
ausente vagando la mirada entre la puerta de entrada y el tostado contenido de
su taza. Además del
desasosiego que le provocaba saber que volvería a verle, no dejaba de preguntarse cómo iba a convencerle; qué podía decirle, suponiendo que él le permitiera decir algo.
No recordaba que
ninguna espera le hubiera parecido tan larga como esa. Ni siquiera las veces en
las que aguardó, desde
el interior de su coche, a que él saliera de casa, de su trabajo o de cualquiera de
los locales de copas que frecuentaba los fines de semana. Su vigilancia había sido tranquila, demasiado tranquila. De
ahí sus primeros recelos de que él fuera el delincuente que necesitaban
para pillar a Carmona. Llegó a creer que en algún punto fallaba la información que tenían. Pero no fue así. Todas las dudas que llegó a plantearse fueron echadas por tierra
por el comisario y, a veces, hasta por el propio Gaston. Como la noche en la
que le habló del
significado de Trazos.
Entonces ella aún alimentaba la incertidumbre de que
fuera un hombre honrado. Por eso nunca le permitía que la acompañara a casa. No podía dejarle saber quién era ella realmente, dónde vivía. Era un sospechoso. No debía proporcionarle datos con los que
pudiera localizarla después, cuando la misión hubiera acabado.
Pero le amaba.
Le amaba y quería creer
que era el fascinante hombre que ella veía cuando le miraba a los ojos.
Y en un instante
regresó a
aquella noche, al piso de Gaston, a su cama.
Han hecho el
amor. Él está tumbado boca arriba, ella descansa la
cabeza en su hombro y le acaricia el torso con las yemas de los dedos. Piensa
en cómo hacer
la pregunta sin levantar sospechas.
—Creo
que deberíamos
buscarte un apodo para cuando triunfes con tus dibujos —dice al fin conteniendo la
respiración—. Estaría bien que fuera algo raro
y desconocido como Picasso, Goya, Dalí.
Gaston la abraza al tiempo que suelta una carcajada.
—Me
gustan. Cualquiera de ellos es lo bastante extraño
como para que encaje con alguien como yo.
La actitud inocente y confiada de Gaston la hace
juzgarse rastrera. Siente que no tiene ningún
derecho a dudar de él,
menos aún
a sonsacarle información
de modo tan sucio. Dispuesta a rectificar, se incorpora hasta apoyar los brazos
en su pecho y coloca sobre ellos la barbilla.
—¡Bueno!
—exclama—. Tal vez no sea tan buena
idea. La verdad es que Gaston Dalanu suena perfecto para un artista.
Él
le peina el cabello con los dedos y lo mantiene atrás, apartado por completo de
su rostro. La mira así,
libre del adorno de su cabellera castaña.
—A
mí
me parece una idea perfecta —musita—. A la primera mujer de mi
vida se le ocurrió
algo parecido.
Una dolorosa punzada vuela a encajarse en el alma de Rocio.
Pero, por encima de esa cruda sensación,
le aflora el temor a escuchar la palabra que despejará sus dudas o confirmará que él es un delincuente.
Suspira agobiada de pronto. Él
no puede tener ningún
apodo. Sencillamente no puede.
—Así que no he sido muy
original.
—Más de lo que crees. —Suelta el pelo y lo
acaricia al tiempo que lo deja caer sobre la almohada—. No imaginas lo que esto,
que puede parecer una tontería,
significa para mí.
—¿El
que yo pretenda ponerte un sobrenombre?
Gaston enreda los dedos en los mechones que a ella le
caen sobre la nuca.
—Me
llaman Trazos —revela
con satisfacción—. Y la mujer maravillosa
que me lo puso fue mi mama. Por
eso me emociona que tú,
la mujer sin la que esa vida que ella me dio carecería de sentido, haya pensado
en que mi habilidad para el dibujo merece un apodo.
Trazos. Una sola palabra basta para destrozar la última de sus estúpidas esperanzas. Los datos
no están
equivocados.
—Me
emociona compartir este honor con tu madre —confiesa
con sinceridad, apoyando la mejilla en su pecho para que él no alcance a ver la
sombra del desánimo
en sus ojos—.
Así
que el sentido de Trazos está
en tu destreza.
—Mi
afición
a dibujar me viene desde que era apenas un renacuajo. —Recorre con los dedos la
espina dorsal de Rocio, en dirección
a su cintura—.
Mi abuea llamaba a mis
creaciones «garabatos
sin sentido».
Mi mama le regañaba y solía decir que eran trazos que
con el tiempo se convertirían
en brillantes dibujos. —Sonríe emocionado—. Eso me gustó. Después, cada vez que hacía algo se lo mostraba para
que me lo repitiera. Entonces ella comenzó
a llamarme Trazos. Por eso seré
Trazos eternamente, me lo digan los demás
o no.
—Por
lo que veo la querías
mucho —dice
sin moverse.
—¿Cómo podía no quererla? —La estrecha con fuerza y
besa su
cabello—.
Fue lo más
dulce y especial de mi vida. Cuando ella faltó
ya no...
Rocio se aprieta contra su pecho. Desea morir ahí, entre sus brazos,
escuchando los latidos de su corazón.
Morir amándolo
para que nunca llegue el momento de verlo esposado en el asiento trasero de un
coche policial.
Gaston olvida lo que fuera que le ha hecho quedarse en
silencio. Entierra el rostro en la cabellera de Rocio y revuelve para abrirse
un sendero.
—¿Qué pasa, mi amor? —susurra al alcanzar la
suavidad de su cuello—.
¿He
dicho algo que te ha molestado?
Ella continúa
pegada a él,
silenciosa, incapaz de mantener por más
tiempo las lágrimas.
Gaston se remueve en la cama hasta poder abarcarle el
rostro con las manos. Se lo alza y la mira con tierna preocupación.
—No
es nada —musita
ella—.
Me has hablado de que soy una de las dos mujeres más importantes de tu vida y
he sentido que no merezco tanto.
—Te
amo —susurra
con una radiante sonrisa—.
Te amo de tal manera que cuando no estoy contigo solo respiro para mantenerme
vivo hasta volver a encontrarte. Tú
llenas toda mi vida. Soy yo quien no merece tanto.
—¡Dios
mío,
Gaston! —exclama
en un sollozo. Trata de bajar la cabeza para ocultarse de nuevo, pero él la mantiene inmóvil. Sonríe mientras le seca las
mejillas con sus pulgares.
—Amar
duele a veces, ¿verdad?
—Ella
afirma en silencio—.
Eso es bueno. Significa que no nos cabe tanto amor y nos golpea por los
costados para apretarse e ir haciendo hueco. Sabe que nunca tendrá espacio suficiente, porque
jamás
dejará
de crecer.
Nuevas lágrimas
brotan de los ojos de Rocio, que se pregunta por qué el destino no los ha unido
antes. Antes de que ella se convirtiera en policía,
antes de que él
hubiera cruzado al otro lado de la ley.
—¿Dónde has estado durante toda
mi vida? —pregunta
apenada.
—Buscándote —susurra al tiempo que
comienza a enjugarle las lágrimas,
esta vez con los labios.
Gaston le ha jurado, cientos de veces, que ella es su
vida. Lo ha jurado y lo ha demostrado con actos. Pero la emoción y la sencillez con la que
lo dice esa noche le llenan a ella el alma de remordimientos.
Remordimientos
que, ahora, después de los
años, seguían martirizándola con la misma intensidad. Pues una
cosa fue el delincuente al que juzgó y condenó la justicia, y otra bien distinta, el hombre que la
amó con toda su alma y al que ella
correspondió con
mentiras.
Apartó a un lado su taza de café. Apoyó los codos sobre la mesa y se frotó la frente con los dedos. No era momento
de recordar el pasado. Era mejor centrarse y prepararse para la conversación que deseaba mantener con él.
Pero dos horas
después seguía sentada en el mismo lugar, ante la
misma taza con café ya frío y sin ninguna esperanza de que Gaston
apareciera.
Pulsó el botón que alejaba el dibujo de una silueta
humana con una diana en el centro del pecho.. El agente Gómez guardó silencio cuando le vio empuñar su arma reglamentaria y esperó.
—Así que no has avanzado demasiado. —Se retiró los cascos que amortiguaban las molestas
detonaciones en ese espacio cerrado.
—Debo ser
cuidadoso, señor. He
tomado confianza con algunas de sus antiguas amigas. Ahora tengo que averiguar
con cuáles de
ellas mantuvo alguna relación. No puedo nombrarle si no quiero levantar sospechas.
—Trabaja
al ritmo que creas conveniente, pero no te duermas. Recuerda que esto me urge.
—Descuide,
señor. —Se mantuvo erguido, casi firme—. También he entrado en contacto con algunos de
los amigos del hermano pequeño. Parecen buenos chicos. —El comisario pulsó para que el grueso papel agujereado
viajara de nuevo hasta el final—. Ellos sí que hablan del chaval fallecido y lamentan lo que le
ocurrió.
—Fue el típico caso del chaval que admira a su
hermano mayor, que lo considera un héroe —opinó agitando la cabeza con pesar—. Lástima que ese admirara a un maldito cabrón y acabara muerto por su culpa. —Sustituyó con habilidad el cargador vacío por uno lleno—. Si fue capaz de conducir a su propio
hermano a la muerte, ¡qué no podría hacer con alguien que no lleve su misma sangre!
Cogió su arma con ambas manos, apuntó tensando la mandíbula y disparó las quince balas del cargador. Sabía que todos los proyectiles habían encajado en lo que sería el cerebro si el contorno hubiera
correspondido al de un enemigo a batir.
Rocio llevaba
rato en la trastienda, en el pequeño despacho. La tarjeta de uno de sus mejores
proveedores le abrasaba los dedos. Pertenecía al que Mery y ella habían elegido para la decoración de la casa de la playa. El sentido común le decía que llamara y le expresara las
exigencias del cliente. No había conseguido ver a Gaston. No había motivos para seguir esperando y
arriesgarse a perder el trabajo más interesante que habían conseguido en años.
Pero no quería rendirse. No hasta que hubiera agotado
todas las posibilidades.
Dejó la tarjeta sobre la mesa, al lado del
teléfono, y pasó a la tienda. Mery se despedía en la puerta de una joven pareja. Ella
aguardó a que
regresara.
—Quiero
pedirte algo —dijo
mientras cerraba el catálogo de tejidos que su amiga había dejado abierto—. Es sobre el señor Ayala.. —Sus dedos repasaban sin cesar el anagrama
abultado de la tapa del muestrario—. Me gustaría que el amigo del que te hablé se hiciera cargo de ese proyecto.
—¡El
artista! —exclamó con expresión dichosa—. Pensaba que no te veías con él.
Así es. Pero puedo intentar localizarle. —Evitó decir que ya había comenzado a hacerlo—. Si tú estás de acuerdo en que se ocupe de esto, por
supuesto.
Mery colocó el rollo de tejido en las baldas y se
volvió hacia Rocio
con actitud pensativa.
—Si te
entendí bien, él nunca ha diseñado telas o papeles pintados. ¿Crees que será capaz?
—Lo creo.
No sería la
primera vez que alguien apuesta por un brillante ilustrador gráfico. El que no tenga ideas preconcebidas
de lo que debe ser el diseño de una pared puede dar un resultado fabuloso. —Se mordisqueó los labios y suplicó con la mirada—. Sé que nadie lo haría como él.
—¿Me
aseguras que esto no obedece, únicamente, a un deseo de tenerlo cerca?
—No
arriesgaría así nuestro negocio —aseguró con gravedad—. Él puede hacerlo y puede hacerlo mejor que
nadie que tú o yo
conozcamos.
—De
acuerdo —aceptó Mery sonriendo con toda la amplitud de
sus labios pintados de rojo—. Confío en tu buen criterio. Pero eso nos plantea otro
problema.
—Ya.
Tengo que localizarle cuanto antes —se adelantó Rocio.
—Exacto.
No podemos entretener al cliente eternamente, a no ser que queramos perderlo.
—Te
prometo que eso no ocurrirá. Si no doy con él y lo convenzo para que acepte durante
esta semana, el lunes, a primera hora, llamo al proveedor que tenemos elegido.
—Vale. —Alzó las cejas sospechosamente satisfecha—. Puede que de esto saquemos varias cosas
buenas: un verdadero artista para nuestra pequeña empresa y que tú te perdones eso tan terrible que le
hiciste.
—No, Mery.
Lo del artista es más que probable, lo otro puede que nunca ocurra —dijo colocándose el pelo tras la oreja con dedos trémulos.
—Pues me
parece una verdadera lástima.
Sin ganas de
conversar, Rocio volvió a la trastienda con la pena ensombreciéndole sus ojos. Su pensamiento estaba
ocupado en buscar un modo de dar con Gaston. Su última esperanza la había puesto en los sábados del café. Que él hubiera faltado la tarde en la que ella
le buscó no quería decir que no fuera a acudir ninguna
otra.
Pero no podía jugárselo todo a una única posibilidad. Tenía que existir otro modo más rápido de dar con él. Una forma de averiguar dónde estaba viviendo.
Y lo había, pensó de pronto.
Había
alguien. Conocía a alguien que podía
ayudarle a encontrarlo. Ahora, su duda se centraba en descubrir si ese alguien
estaría
dispuesto a ayudarla.

en serio te lo digo me azes sufrir con la novela kiere k se besen o algoooo
ResponderEliminarTienen que besarse y ya!! Espero el próximo
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