Gaston no había
buscado, de modo consciente, el rincón del café. Habían sido sus pensamientos los que guiaron los pasos que él creyó dar sin ningún rumbo. Fue su necesidad de
recordar, de zarandear a su alma la que le había
llevado a sentarse de nuevo ante la pequeña
mesa de mármol.
Llevaba toda una semana pensando en cómo devolver a Rocio una parte de su traición y aún no había dado con nada que tuviera
sentido. Pero no quería resignarse a olvidar la
venganza. Ni siquiera quería preguntarse si podía hacerlo. Sabía que no podía, porque esa locura se había
convertido en la obsesión que, irracionalmente, le mantenía cuerdo. Toda vida necesita una finalidad y él había encontrado la suya.
Pero seguía sin
saber cómo podía llevarla a cabo.
Sus dedos temblaron al coger por el asa
su taza vacía. Había pasado mucho tiempo desde que volteó, por
última vez, la de Rocio para leerle el poso y todavía recordaba aquel momento con claridad. Especialmente el gesto,
atento y fascinado, con el que ella atendió sus
explicaciones. Se le había dado condenadamente bien
aparentar, durante meses, ser una mujer dulce y enamorada.
Invirtió la
taza con rapidez, sin darse tiempo a pensarlo. Apoyó los
codos sobre la mesa y cogió el pitillo entre los dedos para
aspirar con ansia. Se dijo que era infantil que quisiera leer su poso y, si a
pesar de eso iba a hacerlo, era ridículo que ese simple acto le
llenara el cuerpo de recuerdos.
Apartó la
taza y expulsó el humo mientras miraba hacia la oscuridad de la calle, más allá de la luz de las farolas, entre los árboles,
hacia las ramas medio desnudas que se alargaban hasta perderse en un cielo
negro. Se preguntó qué estaba haciendo con su vida, qué estaba
haciendo con la vida de Lali; por qué no podía
disfrutar del amor que ella le daba y olvidar la amargura que le provocaba
pensar en Rocio. Tal vez la verdadera condena era esa y había tenido que salir de la cárcel
para descubrirlo.
Trató de
desviar la constante dirección de sus pensamientos hacia otra
que le trajera recuerdos agradables. En ese rincón había pasado tardes realmente especiales con la única compañía de sus cuadernos y sus lápices. Solo había necesitado levantar la cabeza
del papel y mirar a su alrededor en busca de una cara, unos ojos, un gesto que
le emocionara. Volvió a hacerlo. Giró el rostro a su derecha... pero
lo que vio, lejos de emocionarle, le enfureció con
tal intensidad que los músculos se le agarrotaron hasta
dolerle.
Ese era su rincón,
esa era su tarde de sábado y ese era el recuerdo de su
casi perfecta vida que ella había destruido. Pero volvía a entrar allí para martirizarle, para
contemplar al hombre sin pasado ni futuro en el que le había convertido.
—¿Puedo sentarme? —dijo, y Gaston rugió para sus entrañas y retuvo el aliento.
—No —respondió con sequedad.
Aún no
sabía que Rocio llegaba dispuesta a soportarlo todo a cambio de que le
permitiera hablarle del trabajo.
Ella arrastró la
silla y se sentó, con el abrigo puesto y atado hasta el cuello y el bolso en
bandolera. Observó con preocupación los rasponazos que le cruzaban
la mejilla.
—¿Qué parte del no, no has entendido? —dijo él con sorna, y volvió a inspirar el pitillo para
tranquilizarse—. ¿Puedo saber qué cojones haces aquí si ya te advertí que no volvieras?
—Este es el único sitio en el que tenía la esperanza de encontrarte —confesó bajando las manos hasta su regazo—.
Necesito hablar contigo.
—Pues tienes un problema —indicó con desdén—,
porque yo no tengo el menor interés en escucharte.
—Y yo no tengo intención de marcharme hasta que lo hayas
hecho —aseguró, y continuó como si él le hubiera pedido que lo hiciera—. Te
estoy ofreciendo la posibilidad de volver a crear. Te ruego que vuelvas a
pensarlo, porque...
—¿Volver a pensarlo? —Frunció el
ceño con incredulidad—. ¿Es
que acaso crees que lo he pensado durante un solo puto segundo?
—No malgastes tu vida cortando árboles
cuando puedes hacer lo que te gusta —musitó
haciendo caso omiso a sus malos modos.
—¡No me conoces! —interrumpió al tiempo que aplastaba el pitillo contra el cenicero—. El Gaston que fui murió
aquella tarde, junto a mi hermano. Este que ves se ha forjado en un infierno en
el que nunca has estado, por suerte para ti —indicó con ironía.
—No, no he estado encerrada allí,
pero eso no significa que no sepa lo que cuesta volver a integrarse en el mundo
que te olvidó
durante años. Hay estudios de psicólogos que...
—¡¿Me estás haciendo un jodido psicoanálisis?!
—preguntó
furioso.
—Escucha, por favor —dijo de modo acelerado al verle tomar
el tabaco y el encendedor—. Esto no tiene nada que ver con
analistas ni con nada extraño. Es algo que tú puedes hacer y que te ayudará a
comenzar de nuevo de la forma en la que te gustaría
hacerlo.
—¿Me jodiste la vida y ahora te preocupa si mi trabajo me conviene o
no? —preguntó furioso—. ¡Olvídame! —exigió poniéndose en pie—. No me interesa tu maldita ayuda.
No me interesa nada que venga de ti.
Fue poniéndose
la cazadora mientras se dirigía a la salida.
Rocio se frotó los
párpados con las manos, decepcionada. Temblaba de pies a cabeza.
Cuando volvió a abrir los ojos se fijó en
la taza volcada sobre el plato. Se le encogió el
corazón al recordar la ternura con la que Gaston solía leerle los posos, su dulzura, su risa, sus ganas de vivir. Pensó que todo eso seguía estando allí, en algún lugar escondido dentro del
hombre amargado que la acababa de dejar plantada.
Se levantó y
echó a correr hacia la calle. No podía
abandonarle por el hecho de que él se lo hubiera pedido, se dijo
al tiempo que alcanzaba la acera y miraba hacia los lados. No encontró rastro de él. Desesperada, se lanzó hacia su derecha; el tramo más
corto de calle y por el que pensó que existían más posibilidades de que hubiera desaparecido en tan breve espacio
de tiempo.
Lo descubrió nada
más doblar la esquina. Caminaba con paso rápido
y resuelto, con las manos en los bolsillos y la cabeza erguida.
Otra carrera y, cuando todavía le faltaban unos metros para darle alcance, se dirigió a él en voz muy alta.
—Si el problema es que no quieres tener nada que ver conmigo, te
prometo que ni siquiera me verás. —Varios
transeúntes se volvieron a mirarla, pero él
continuó su camino. Ella voceó más
fuerte, sin dejar de avanzar—. Tengo una socia. Puedes
tratarlo todo con ella. Puedes ir a la tienda cada vez que necesites cualquier
cosa. Yo no te molestaré.
Gaston se detuvo. Ella se paralizó a pesar del largo trecho que aún les
separaba. Estaba sin aliento por la carrera, por la tensión, por la duda, porque tenía
ante ella al hombre que amaba con todo su corazón.
También a Gaston
le faltó el aire al oírle nombrar la tienda. Ella había dicho que podía entrar cuando quisiera. Entrar
cuando quisiera, sin necesidad de forzar ninguna cerradura. Simplemente,
entrar. Esa
era la solución que
había estado buscando. Si podía
entrar y salir con libertad, no le resultaría difícil encontrar el modo de colocar la droga en algún lugar que la inculpara.
Se volvió a
mirarla. Estaba parada junto a la boca del metro. Temblaba, y en su rostro se
advertía la ansiedad con la que aguardaba su respuesta. Ansiedad parecida
a la que mostró otras veces, mientras fingió ser
quien no era. Comenzó a sentir pena por ella, pero le duró un
instante. Si ella no tuvo ninguna piedad cuando le engatusó para tenderle una trampa, él no
se la tendría ahora que estaban cambiando las tornas.
—¿Qué tendría que hacer? —gritó sin
molestarse en acortar la distancia.
—Lo que siempre hiciste; dibujar —respondió ella conteniendo la emoción.
Ninguno reparó en
la expectación que causaban a su alrededor, en las miradas de curiosidad, en
los cuchicheos, en las sonrisas. Los dos tenían la
atención puesta en algo más importante.
Gaston se acercó
despacio, sin apartar sus ojos de ella, sorprendido de lo sencillo que le iba a
resultar engañarla.
—¿Dibujar, qué? —preguntó cuando estuvo a su altura.
—Diseños que después se imprimirían en papeles pintados y telas. Sí, ya
sé que nunca lo has hecho, pero te resultaría sencillo. —Hablaba de modo precipitado, como
si creyera que aún le iba a faltar tiempo para convencerlo—. En la tienda podrías ver lo que hacen otros diseñadores y te darías cuenta de que tú también puedes hacerlo.
—¿Me dirían qué debo dibujar?
—No —respondió con rapidez—. No, no. Si aceptaras tendrías
que ir hasta la playa, ver la casa y la naturaleza que la rodea, y hablar con
el dueño. Él te diría qué
quiere que se sienta al entrar en cada habitación, y
tú tendrías que conseguir eso con tus dibujos. Es un reto al que pocos se
atreverían a enfrentarse.
La tentación era
grande. Y era grande por algo más que tener acceso a la tienda.
Era grande porque podría trabajar en lo que seguía siendo su pasión, y era grande porque podría verla a ella sin necesidad de perseguirla ni mentir a nadie.
—¿Qué ganarías tú con esto? —preguntó con
desconfianza.
—Un cliente satisfecho.
Gaston soltó una
suave e irónica risa mientras en sus ojos danzaba la incredulidad. No cambió el gesto cuando se acercó a su
rostro y le susurró:
—¿Ahora qué es lo que quieres tú de mí?
—Puede que lo mismo que tú —le desafió inmóvil y
expectante.
Entonces sí se
le deshizo la sonrisa. No por la preocupación,
sino por la intriga. Lo que ella estuviera planeando no le inquietaba porque
esta vez ya la conocía, ya estaba alerta, ya estaba listo para ser él quien asestara el golpe definitivo.
—Probaré. —No mostró ninguna emoción—. Veré la casa, hablaré con el tipo, y si me convence
aceptaré el trabajo.
—No te arrepentirás —aseguró ella temblando de modo ya ostensible—.
Pero no hay mucho tiempo para decidirse. Hablaré con
el cliente esta noche. Tal vez quiera verte mañana
mismo, aprovechando que es domingo.
—¿Cómo lo sabré?
—Puedo llamarte por teléfono.
Él volvió a reír negando lentamente con la cabeza.
—Yo te llamaré a ti.
«Yo te llamaré a ti» fue
la frase que durante mucho tiempo Rocio recitó para
no darle datos de sí misma. Ahora, al escucharla de sus labios, sintió que merecía esa respuesta. Abrió el bolso con celeridad y sacó una
tarjeta de visita. Se la tendió con cuidado de no rozarle los
dedos.
—Ahí tienes el teléfono de la tienda, el de mi casa
y también mi móvil. Puedes llamarme esta noche o... o mañana por la mañana. Cuando prefieras.
Gaston inclinó la
pequeña cartulina hacia la luz que emergía de
la boca del metro, y leyó «Rocio
Igarzabal», y, debajo, con letra más
pequeña y cursiva, «arte e imaginación». Le resultó curioso, pero no preguntó. La guardó en el bolsillo interior de su
cazadora y volvió a mirar a Rocio con gesto cínico,
en silencio, disfrutando de su incomodidad hasta que la escuchó decir:
—Mi socia y el cliente te esperarán
en...
—Quiero que estés tú —interrumpió con rudeza.
Y se alejó, sin
más. desapareció al doblar la esquina en dirección a la plaza.
Ella
no pudo moverse. Permaneció encogida, como si el intenso frío
le hubiera penetrado por la gruesa tela del abrigo. Se preguntaba qué,
de todo cuanto le había dicho, había
obrado el milagro. No recordaba ni la mitad de las palabras que habían
salido de su boca, pero sí las que había
pronunciado Gaston. Sobre todo las últimas. Esa petición
rotunda, más
bien orden indiscutible, que la había dejado aturdida. adap Iribika

Wow, que interesante que se esta poniendo, pero espero que al final Gaston no haga nada, ojala se de cuenta, ahora me parece que se vienen los acercamientos, me gusta mucho esta adaptacion, estoy muy atrapada y espero el proximo con ansia.
ResponderEliminarahhh por fin capitulo de esta novela me encanto el capitulo ahora van a estar mas tiempo juntos estoy deseando k se besen falto muxo y k gas drje de lado la venganza k noes bueno subi rapido besosss
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