Gaston se detuvo
ante la cafetera y observó cómo el oscuro brebaje comenzaba a filtrarse hasta el
interior del recipiente de cristal. Un instante después volvía a caminar de un lado a otro de la
cocina. Hacía rato
que no oía el
sonido del agua de la ducha. En unos segundos aparecería Peter y él le esperaba ansioso por contarle lo
acontecido durante los últimos días. Había recorrido la distancia desde la cárcel imaginando su reacción, y ahora quería contemplarla.
--Tengo
algo importante que contarte —tomó aliento antes de continuar—. ¿Qué pensarías si te dijera que he dado con la forma
de entrar en la tienda?
Peter agarró con fuerza la jarra con café recién hecho y se volvió. Una señal de alarma brillaba en sus ojos
marrones.
—Me
acojonaría.
—Pues la
tengo —respondió Gaston con gesto complacido.
—¡No
jodas,! Creí que había quedado claro que eso no se puede hacer.
Gaston tomó dos tazas del armario y las dejó sobre la mesa.
—Tranquilo.
No necesito forzar ninguna cerradura.
—Entonces,
¿por qué me sigue preocupando tu sonrisa de
satisfacción? —consultó con los dedos crispados en el asa de
vidrio.
—Siéntate y escucha —dijo Gaston por toda respuesta mientras
ocupaba una de las sillas.
Peter se sentó frente a su amigo.
—Desembucha
—pidió con aprensión.
—Rocio ha
estado unos días detrás de mí, ofreciéndome un trabajo. Se trata de hacer unos
diseños.
—¡No me
embrolles,! —estalló Peter—. Quedamos en que te ibas a mantener
lejos de esa tipa. ¿Ahora vuelves a verla y quieres hacerme creer que ha
sido ella quien te ha buscado?
—Sabía que te costaría creerlo, aunque no esperaba que dudaras
de mí —dijo con reticencia, sirviendo el café en las dos tazas.
Peter,
impaciente por conocer más detalles,
—¡Júrame que no has sido tú quien la ha buscado, y en todo caso explícame qué quiere de ti y qué es eso del puto trabajo!
La mirada de Gaston
se endureció durante
unos segundos.
—Prometí que no volvería a acercarme a ella y así lo he hecho —aseguró con forzada calma—. Ella sólita ha caído en la trampa al buscarme para
proponerme algo perfecto. Y aún no entiendo por qué lo ha hecho —continuó seguro de que habían terminado los malos entendidos—. Le dije que me dejara en paz. Te juro
que no tenía
ninguna intención de
aceptar ese trabajo, hasta que le escuché hablar de la tienda.
—¡No me
jodas! —Apartó su taza sacudiendo el café y derramándolo por el borde—. ¿No me digas que aceptaste para tener
acceso a su negocio?
Gaston trató de tranquilizarse. No quería discutir por algo que debería ser un motivo para alegrarse.
—Sí, acepté. —Cogió la cucharilla y comenzó a remover con insistencia su café, en el que no había vertido azúcar—. Comprendí que eso solucionaba todos mis problemas
y por supuesto acepté.
—¡Maldita
sea! —exclamó Peter poniéndose en pie y empujando la silla hasta
hacerla chocar contra la pared—. ¿Se puede saber dónde te has dejado el cerebro? —preguntó al tiempo que le daba la espalda y se
alejaba hacia la ventana.
—¡Tranquilo,
¿vale?! —gritó Gaston golpeando la mesa con el puño cerrado.
Sacó el tabaco del bolsillo de su cazadora y
prendió un
cigarro. Nada le sosegaba tanto como inspirar y espirar el humo con lentitud.
—Es que
las cosas no son tan sencillas como tú las pintas —contestó Peter volviéndose hacia él de nuevo—. Desde el comienzo te has saltado tus
propias normas y esto ya no se parece en nada a tu plan original.
—¡Pero es
mi problema y es mi jodido plan! —gritó—. No te preocupes si no te gusta, porque no necesito
tu ayuda —aseguró alejando su taza, que fue a colisionar
con la de Peter.
—¡Pues tu
plan es una puta mierda, y lo sabes! —masculló entre dientes—. Te la estás jugando, y me pregunto si merece la
pena.
Gaston se levantó y se lanzó hacia su amigo. Se detuvo ante él como si un ser invisible le hubiera
sujetado por la espalda. Le miró a los ojos y aspiró el pitillo con más apremio del que sabía que necesitaba.
—¿Y tú me preguntas si merece la pena? —Asió el cigarro con las yemas de dos dedos—. Creí que lo sabías mejor que nadie.
—Y lo sé. Pero también sé que si fueras más racional te dedicarías únicamente a vivir tu vida —opinó clavándole su dedo índice en el pecho.
Gaston soltó una risa inquieta. El esfuerzo por
contenerse le recordó los años en los que callar y aguantar fue lo único que le permitieron hacer. Expelió el humo despacio, diciéndose que quien ahora le desafiaba era su
amigo.
—El odio
nunca es racional —aseguró mirándole sin pestañear—. Sobre todo cuando emerge de un daño tan atroz como el que ella me hizo. ¿Has intentado ponerte alguna vez en mi
lugar? —preguntó apretando la mandíbula—. ¿Lo has hecho? ¿Has imaginado que una maldita mujer se
mete en tu vida, en tu cama, consigue que te enamores de ella como un perro y
después te
deja y se lleva todo, absolutamente todo lo que tienes? ¿Has pensado en cómo de eternas han sido mis noches bajo
esas mantas ásperas
sabiendo que pagaba el precio de haberla poseído entre suaves y delicadas sábanas? No. ¡Claro que no lo has hecho! Si lo hubieras
vislumbrado siquiera, me entenderías, y no me entiendes.
—¡Te
entiendo! —chilló volviendo a empujar el índice contra su pecho—. Te entiendo, pero no puedo comprender
que estés
dispuesto a perderlo todo de nuevo por ella. Sé lo que va a ocurrir, y me jode. Me jode
asumir que vas a dejar que te hunda por segunda vez.
—Es muy
posible, pero no me preocupa. Me basta con saber que la arrastraré hasta mi infierno. —Su boca formó una sonrisa rígida antes de volver a apoderarse del
pitillo—. Estoy
seguro de que ese trayecto es menos terrible cuando se hace en una compañía como la suya.
Peter agitó con suavidad la cabeza sin dejar de
mirarle.
—¿Por qué insistes en cavar tu tumba? Tienes cosas
en tu vida que no entiendo que no te mueras por conservar. Especialmente a Lali.
Ella te quiere.
—Sí, me quiere y lo entenderá cuando se lo cuente. Ella sí sabe lo importante que es todo esto para
mí —continuó ironizando.
—¿No le
estás pidiendo demasiado? —preguntó Peter empujado por un destello de celos
y rabia.
—Para lo
poco que le doy, ¿quieres
decir? —Alzó las cejas en un gesto de cinismo—. ¿Ahora, aparte de loco, también soy un puto egoísta?
—Eres tú quien lo ha dicho —aclaró con la misma impertinencia.
Gaston regresó junto a la mesa y aplastó el cigarro en el cenicero, en silencio y
durante largo rato, hasta hacerlo trizas.
—Nada ni
nadie me hará cambiar
de idea —dijo
cogiendo las tazas aún llenas del desayuno—. Lo haré, y no importa el precio que me toque
pagar. —Despacio
y pensativo las llevó hasta el fregadero—. Me lo debo, pero sobre todo se lo debo
a Manu, que fue quien más perdió.
—¿Y qué le debes a Lali?
Se quedó inmóvil. Se había preguntado muchas veces cómo podría pagarle tanta fidelidad. Ella era quien
atenuaba la amargura de su alma y quien satisfacía sus deseos de hombre a pesar de que jamás le había hecho ninguna promesa.
—Todo. —Atrapó aire con los ojos cerrados—. Todo y nada, supongo. —Le dio la espalda y repitió—: Todo y nada.
Salió de la cocina. Comenzaba a sentirse
culpable y no necesitaba más remordimientos. Ya tenía bastantes. Además, como cada mañana, le acuciaba la necesidad de meterse
bajo la ducha para quitarse de encima el rancio olor a cárcel.
Peter juró en voz baja mientras vertía el café por el desagüe. Después fregó los cacharros, ausente y cabizbajo. Miró varias veces el reloj, la hora para
salir hacia el trabajo estaba al caer. Pensó que esta vez los dos llevarían en su cabeza una nueva e idéntica preocupación.
De nuevo era una
mañana fría, una mañana de viento; una mañana perfecta para caminar sin prisa hasta
el centro, pensó Rocio
cuando, apenas salió del portal, inspiró el delicioso olor a invierno.
—Buenos días —emitió una voz masculina, a su izquierda.
Rocio cruzó las solapas de su abrigo sobre la
bufanda de lana y se volvió.
Pablo estaba en
la acera, con el hombro apoyado en la pared del edificio, un gran ramo de rosas
blancas en las manos y una media sonrisa en la boca.
—Espero
ser bien recibido. —Le mostró las flores—. Un pequeño soborno para que perdones mi comportamiento del otro
día. Fui un completo imbécil, lo sé. No quiero perder tu amistad, Rocio. —Sus ojos, fijos en ella, expresaron lo
mismo que sus palabras—. Por nada del mundo querría perder tu amistad.
—Yo
tampoco quiero perder la tuya —confesó con llaneza—.
Pero no voy a permitir que interfieras en mi vida. Siempre has cuidado
de mí, y te
lo agradezco. Pero no puedes pretender tomar decisiones que no te atañen.
—Lo
siento. Tienes razón y lo sé. Un amigo no puede ser un guardaespaldas
ni un padre, menos aún el marido celoso que parezco a veces. —Se frotó la nuca con gesto azorado—. Prometo que no volverá a ocurrir.
—Me
alegra escuchar eso —sonrió al decirlo.
Pablo advirtió en sus ojos aquel antiguo brillo
plateado que durante un tiempo hizo que él se consumiera de intranquilidad y de
celos.
—Lo
conseguiste. Hablaste con él, ¿verdad? —afirmó más que preguntó.
—Así es —ratificó atenta a sus disimulados signos de
contrariedad.
—¿Y aceptó el trabajo? —insistió ante la sospecha de que el punto de desánimo, que creía verle, se debiera a que no había logrado su objetivo. Una débil sonrisa le sacó del error—. ¿Puedo opinar sobre esto? —tanteó mientras sus nudillos blanqueaban sobre
los tallos de las rosas. No entendía que Gaston hubiera aceptado la ayuda de Rocio cuando
debería
odiarla. Le inquietaba lo que pudiera estar buscando.
—Claro
que puedes —dijo
ella con suavidad—. Y no
es necesario que me digas que no te gusta lo que estoy haciendo. Lo sé muy bien, pero voy a ayudarle a pesar de
todo.
—No
desapruebo esto por capricho. Es una locura que estés cerca de él. Ya fue una locura la primera vez, y
entonces lo sabías igual
que lo sabes ahora. —Se frotó el mentón buscando sosegarse antes de continuar—. Pero ya que no vas a hacerme ningún caso, quiero que sepas que pase lo que
pase estaré
contigo. Y prometo que no te diré que ya te lo advertí.
Su último comentario la hizo sonreír. El resto la inquietó porque en el fondo de su alma sabía que él tenía razón.
—Te lo
agradezco. —Pablo
negó con la cabeza mientras la adoraba con
los ojos—. No es
necesario que te diga que si te necesito, te llamaré.
—Eso no
me tranquiliza demasiado. —Trató de no mostrar la verdadera dimensión de su disgusto.
Rocio se
enterneció al ver
que no cejaba en su preocupación.
Contempló el ramo de rosas que él continuaba sujetando con su mano
izquierda.
—¿No es
este mi soborno? —Se lo
arrancó dando
un pequeño tirón y lo acercó a la nariz para inspirar su aroma—. Acepto si me prometes que esto queda
entre nosotros y que no me detendrás por cohecho.
El comisario
rio, más
relajado. En su mirada se advertían la admiración y el amor que sentía por ella.
—De
acuerdo —aceptó sobre todo el cambio de conversación—. Me gusta eso de que quede entre
nosotros. —Se ajustó los puños de la camisa, que asomaban bajo las
mangas del abrigo. Sus ojos volvían a brillar seductores y misteriosos—. También me gustaría que me permitieras acompañarte a la tienda y que me dijeras que
esta noche puedo pasar a buscarte para llevarte a cenar.
—Está bien —dijo risueña—. Creo que es lo menos que me debes como
desagravio. —Pablo
asintió
satisfecho—. Pero
antes subamos a casa un momento. Quiero poner el soborno en un jarrón con agua para que no se estropee. —Arrugó la nariz. Él se la acarició con las yemas de los dedos—. Y también invitarte a un café con el que sellemos la paz. ¿Tienes tiempo para eso?
—Siempre
tengo tiempo para ti —aseguró Pablo pasándole el brazo por la cintura para conducirla hacia la
puerta—. Y si
no lo tengo lo saco de donde sea. Además, los dos sabemos que eres tú quien manda en esta «relación» —añadió riendo. adaptacion A.Iribika

en serio te lo digo no me gusta pablo en ninguna de tus novelas jajaja kiero k pase algo entre los rubios eres mala ehh me pones terceros en las novelas y no m gusta fata poco para el beso de los rubios o algo k pase dime porfa jajaja besos
ResponderEliminarChomaso lo que quiere hacer Gaston, pobre Rochi, igual en aprte se lo merece, pero no demasiado, oig, quiero más:))))))
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