—Alguien que es capaz de dibujar así debe tener una gran sensibilidad —opinó Mery, con los bocetos aún en las manos, unos minutos después de que Gaston se hubiera ido.
Rocio asintió con descuido. La fugaz visita de Gaston
la había dejado
pensativa. Se preguntaba por qué se había tomado la molestia de reducir algunos dibujos para
enseñárselos,
y, sin embargo, le había incomodado su petición de ver los originales. Tenía la sensación de que había aceptado debido únicamente a la presión de Mery. Y esas dos actitudes tan
dispares, en una misma tarde, no le encajaban.
—No
entiendo que con su talento abandonara este trabajo —siguió diciendo Mery—. Y lo hizo para... ¿para trabajar en el monte, dijiste?
Rocio volvió a confirmar en silencio. Se encogió al sentir un temblor. Había comenzado a llover, y contemplando las
gotas que se estrellaban contra el cristal del escaparate fue rememorando la
tarde que lo cambió todo.
Quiere retenerlo. Se abraza bajo las sábanas a su piel desnuda y
le advierte, riendo, que no se esfuerce porque no le va a dejar marchar.
—Es
importante, tengo prisa y aún
tengo que pasar por casa —susurra
él
sin dejar de acariciarla—.
No puedo dejar de ir por más
que desee quedarme aquí,
contigo. Pero en dos horas estaré de
regreso.
Agotadas las bromas y las súplicas, ella despliega
todas sus armas de mujer para retenerlo. Suele resultarle fácil excitarlo. Normalmente
le basta con una mirada, una sonrisa, un susurro.
—Una
hora —promete
él
con voz enronquecida—.
Espérame
tan solo una hora y continuaremos donde lo estamos dejando. —Le desliza los dedos entre
los muslos y sonríe
excitado—.
Justo donde lo estamos dejando.
Pero no es el tiempo de espera lo que a ella le preocupa,
sino el lugar al que se dirige. Se ha percatado de sus movimientos en los últimos días, de sus visitas a
locales poco recomendables. Y ha escuchado su última
conversación
telefónica.
Sabe que se encontrará con
Carmona para hacerle entrega de una mercancía.
Sus esperanzas de haber estado vigilando al hombre equivocado se han desvanecido
como humo entre niebla.
Aferrada a la almohada y conteniendo las lágrimas, le contempla
ponerse la camisa y abrocharse los vaqueros con dedos raudos. En el último instante le puede la
angustia. Se levanta y vuelve a abrazarle, a decirle que le ama, a suplicarle
que no la deje sola.
Él
la besa en la boca con apasionada codicia mientras desliza las manos hasta su
trasero desnudo.
—Te
amo —le
susurra sin apartarse—.
Eres toda mi vida y lo sabes. Pero hay algo que desconoces. —Ella contiene el aliento—. No sabes que mi vida fue
miserable hasta que te conocí.
Que tengo más
recuerdos hermosos de estos meses a tu lado que de todo el resto de mi vida sin
ti. Es la parte dolorosa de la que nunca hablo porque me juré que enterraría.
Rocio deja escapar el aire, incapaz de discernir si lo
que siente es alivio o decepción.
—No
te creo. —Refugia
el rostro en su pecho—.
He visto cómo
vives.
—No
hace mucho que conseguí
dinero suficiente para salir de la miseria en la que crecí. Y tampoco había conocido el amor de
verdad hasta que tú
llegaste. —La
abraza con fuerza, le acaricia con los labios la delicada piel del cuello y le
susurra junto al oído—: Te lo contaré todo cuando vuelva.
Entonces comprenderás
que no tengo vida sin ti; que si por alguna razón
llegara a perderte tan solo querría
morirme.
Pero esa explicación
nunca llega. Unos minutos después,
tras más
besos y palabras apasionadas, él
se aleja de su lado para no regresar.
El encuentro fue
como había planeado,
en un local atestado de gente, con música a todo volumen y una discreta salida trasera por
si algo escapaba a su control y tenía que desaparecer con rapidez.
El corazón amenazaba con fundírsele en el pecho y un sabor amargo, como
a hiel, le estalló en la
boca cuando reconoció al tipo. Los años no le habían cambiado. Seguía siendo el mismo personaje discreto de
aire bobalicón que
pasaba desapercibido, pero que te congelaba la sangre si te miraba directamente
a los ojos.
Se le
desgarraron las entrañas cuando rozó el envoltorio. Era exactamente igual al
que destruyó las
vidas de Manu y la suya. Un kilo de cocaína en un compacto paquete de pocos centímetros.
Cuando salió de allí le sudaban las manos y le ardía el costado en el que lo llevaba oculto.
Era el miedo que rezumaba por cada poro de su piel; el miedo a que de nuevo le
pillaran con algo tan comprometido, más ahora que contaba con antecedentes
penales. Tenía que
deshacerse de él y tenía que hacerlo con rapidez.
No dejó pasar muchas horas. A la mañana siguiente, apenas despertó, preparó la mercancía para llevarla al destino que le había dispuesto.
Se puso su
antiguo tabardo azul marino. Era holgado, con amplios bolsillos internos. Lo
había usado Manu en varias ocasiones. Por eso
no lo utilizaba. Si verlo era como clavarse puñales en el corazón, llevarlo encima constituía una agonía. Pero no le quedaba otra alternativa.
Su cazadora de cuero no le servía para introducir la mercancía en la tienda con discreción.
Cuando llegó al comercio encontró a Mery con unos clientes. Extendía sobre el mostrador los primeros metros
de una pieza de tela rayada y se detuvo un momento para dedicar a Gaston una
amplia y cariñosa
sonrisa.
—Rocio
está en el despacho. La llamaré.
—¡No! —exclamó de inmediato—. Conozco el camino y no quiero molestar.
Ella volvió a sonreír, esta vez con aire de complicidad.
Una punzada de lástima rozó el corazón de Gaston sin llegar a herirlo. Se habría sentido mejor si ella hubiera
desconfiado o si hubiera insistido en que esperara fuera. Pero la incómoda sensación le duró el tiempo que tardó en pasar al almacén.
Debía actuar con celeridad para no ser
descubierto. Hacía mucho
que había
escogido el sitio. Acercó la escalera de madera al ángulo del rincón. Sus guantes de cuero no le
entorpecieron para abrir la cremallera de su tabardo y sacar el paquete. Lo había envuelto con la bolsa de plástico transparente en la que no había más huellas que las de Rocio. Ascendió los peldaños con rapidez y colocó la mercancía en la balda más alta, tras unos viejos rollos de papel
pintado.
Descendió con la misma ligereza. Colocó la escalera en su lugar y sin detenerse
un segundo caminó hacia
el pequeño
despacho.
Se detuvo ante
la puerta para recuperar el aliento. Mientras lo hacía se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo. Un instante después golpeaba con los nudillos y entraba.
Rocio, sentada
ante su mesa, reaccionó con torpeza al verlo. Se frotó los párpados y, con los ojos bajos, comenzó a mover papeles sin ningún sentido.
Se sintió violento. Tenía casi la seguridad de que la había encontrado llorando. Se acercó despacio mientras ella continuaba
fingiendo poner un poco de orden. Arrastró la silla para alejarla del escritorio y
se sentó con las
piernas separadas y una actitud dominante e indagadora. Miró con insistencia hacia sus largas pestañas esperando a que las alzara para poder
ver sus ojos y descubrir si en ellos brillaban las lágrimas.
—Últimamente
vengo mucho —dijo con
un punto de sarcasmo—. Espero no estar quitándole tiempo a tu trabajo.
—No —exclamó nerviosa—. Precisamente estaba mirando un catálogo de muebles. —Cogió el que tenía más cerca y lo abrió por una página al azar—. Estoy seleccionando los que pondremos
en la casa de la playa cuando tú hayas terminado con las paredes.
—Estará en unos días —dijo, y esperó inútilmente a que ella alzara la vista.
Pensó en marcharse. No sabía qué decir para justificar su visita y ella
no le estaba ayudando en absoluto. Se ponía en pie cuando la fotografía de una niña, al lado del teléfono, llamó su atención. Cogió el portarretratos tallado en madera y
volvió a
sentarse.
—Tsamoha —musitó mientras contemplaba sus grandes ojos
negros y su piel del color del café tostado.
Rocio alzó la cabeza. Lo encontró acariciando la foto y olvidó que se había propuesto ocultarle sus ojos
enrojecidos.
—¡Está preciosa! —exclamó sonriendo con orgullo—. Ha crecido mucho. En las últimas fotos se la ve convertida en una
hermosa mujercita.
¿Por qué lloraba?, se preguntó Gaston. ¿Qué o quién la estaba haciendo sufrir? Tiempo atrás él hubiera partido el alma de cualquiera
que hubiera osado entristecerla.
Abrumado, se
inclinó hacia
delante y apoyó los
codos sobre sus rodillas. Durante unos instantes miró la imagen de la chiquilla de pelo
ensortijado que sujetaba entre las manos.
Rocio siempre
había dicho que le gustaban los niños. En una ocasión le contó que por cada hijo propio que llegara a
parir, adoptaría otro
que no tuviera hogar. Se había sorprendido al escucharla. «¿Eso supone que si llegamos a tener
unos... unos tres hijos, nos encontraremos con seis?» Ella había sonreído con picardía. «¿Te asusta?», preguntó. «No. Eso me estimula. Tengo el
presentimiento de que vamos a tener una vida interesante», le había respondido, pleno de felicidad.
Osciló ligeramente la cabeza. Llevaba demasiado
tiempo en silencio, rozando con los dedos la fotografía. Alzó la mirada hacia Rocio.
—¿Fuiste
a conocerla?
—No. Aún no.
—Deberías haber ido —comentó dejando el retrato en la mesa y poniéndose en pie—. Era tu sueño y seguro que también era el sueño de esa niña.
—Lo haré. Probablemente este mismo verano.
Continuó mirándola durante breves pero interminables
segundos, guardando silencio, y volvió a sentir un leve arañazo de lástima. Si las cosas salían como esperaba, todo lo que ella podría decidir, sobre cómo pasar sus vacaciones, sería en qué lado del patio prefería colocarse para que le diera un poco de
sol. Y eso contando con que el lugar elegido no lo ocupara una reclusa más fuerte.
—Deberías haber hecho ese viaje —volvió a indicar antes de salir y cerrar tras
de sí la
puerta.
El bar estaba
tan concurrido como cualquier otra noche de sábado. Gaston, en un extremo de la barra,
giraba con los dedos un vaso de whisky. Celebraba que esa misma mañana había colocado el paquete y que su anhelado
desquite estaba en marcha.
La primera copa
la había tomado
de un trago, con una satisfacción rabiosa y violenta.
La segunda le
apagó la
euforia. La garganta comenzó a arderle y entreabrió los labios para tratar de aliviarla con
su aliento. Entonces pensó que vengarse era su obligación, su necesidad, pero no se sentía orgulloso. Si lo analizaba bien, no había nada de lo que pudiera sentirse
satisfecho.
La tercera le
oscureció la
mente, pero le mostró con claridad quién fue el primer responsable de sus
desgracias. Quién había iniciado la cadena interminable de
miserias en la que se estaba consumiendo su vida.
—Esta te
la bebes despacio, Gaston —le dijo en voz baja el camarero—, porque no pienso servirte ni una más. Los problemas no desaparecen con la
bebida.
—¿Cuántas borracheras hay que agarrar para
convertirse en un alcohólico? —preguntó al tiempo que se frotaba los párpados con gesto de cansancio.
—Si no
estoy equivocado contigo, harían falta más de las que tú agarrarás en toda tu vida —respondió, con las manos sobre la barra y mirándole con aprecio.
—No soy
la buena persona que aparento —confesó Gaston alzando los ojos.
—¡Anda,
termina eso y vete a dormir! Cuéntale a Peter el problema que te ha traído hoy aquí. Seguro que te ayuda mejor de lo que lo
hará el whisky.
—La última —confirmó para tranquilizarle—. Esta va por el cobarde de mi padre. —Alzó el vaso con decisión—. Por el desgraciado que nos abandonó cuando más le necesitábamos. Espero que los remordimientos le
persigan toda la eternidad al muy cabrón.
Un único trago consumió el líquido y selló el crispado brindis. Esta vez dejó que le hirviera la tráquea para compensar el dolor que el
recuerdo de su padre infligía a su alma. No era fácil comprender que quien debió ampararles aun a costa de su propia vida
les hubiera dañado
tanto.
Dejó el vaso en el mostrador con un golpe
seco y se levantó del
taburete. Cerró los
ojos al sentir un ligero mareo.
—¿Necesitas
que alguien te acompañe?
—No.
Estoy bien. —Se frotó la frente con los dedos tratando de
recuperar el equilibrio—. Es la falta de costumbre, pero estoy bien.
La preocupada
mirada del camarero le acompañó hasta la salida. Fuera, el aire nocturno contribuyó a despejarle un poco. Olía a humedad. En cuanto cesara el viento
comenzarían a
caer las primeras gotas.
Se encaminó hacia casa con paso lento y vacilante.
No estaba borracho. Sabía lo que hacía, pero le costaba pensar con claridad.
Además,
llevaba el pecho saturado de angustia. Era como si le hubieran arrancado todos
sus órganos y
la cavidad completa se hubiera rellenado con ese destructivo sentimiento. Pero ¿angustia por qué? Si las cosas estaban saliendo como quería, ¿angustia por qué?
Los temores de Lali
se aquietaron. Sus expectantes ojos negros brillaron y su rostro se iluminó con una indecisa sonrisa.
—¿Entonces
está a punto de terminar esta pesadilla?
Gaston la
estrechó por la
cintura y siguió
caminando. No le quedaba mucho tiempo para acompañarla a casa, coger su coche y llegar a la
cárcel antes de la hora límite.
—Yo no
diría tanto. —Le besó con suavidad la frente—. Aún no pienso hacer esa llamada.
—¿Por qué no? —Intentó pararse, pero el paso firme de Gaston no
se lo permitió—. No te
entiendo. ¿A qué vas a esperar?
—Ella
acabó con lo
que yo era, con lo que yo hacía. Me gusta la idea de que lo último que haga, antes de ir a prisión, sea devolverme algo de lo que me robó: mis dibujos, mis creaciones, el trabajo
que me apasionaba —aminoró el ritmo de modo inconsciente—. Me lo debe y me lo voy a cobrar hasta
el final.
—Tiene
una socia —adujo
con impaciencia—. No
creo que las cosas en la tienda vayan a cambiar porque detengan a esa poli.
Él inspiró buscando otra excusa que hiciera comprensible
su obstinación.
—No
quiero correr ese riesgo. Si voy a pasarme la vida talando árboles y limpiando maleza, antes quiero
hacer esto. Te juro que lo necesito.
—Y lo
comprendo —se
disculpó—. Perdóname. Es que sueño con el día en el que esa mujer desaparezca para
siempre de nuestras vidas.
—Lo hará —afirmó con una sonrisa—. Pero si he esperado años, ¿qué importancia pueden tener unos días más, o unas semanas, incluso unos meses? La
prisión te
enseña a ser
paciente, a esperar el momento preciso.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó, de nuevo ansiosa.
—Cuando
haya terminado los diseños, cuando me hayan pagado por ellos. Entonces ella
pasará a ser
historia.
Tras despedirse,
Gaston recogió su
coche y dio un absurdo rodeo con el único propósito. Condujo despacio por la Rivera mirando hacia las
ventanas que correspondían al piso de Rocio. Una de ellas estaba iluminada; la
que daba a su dormitorio.
¿Estaría sola? ¿Estaría con el maldito comisario?
¡Malditos
los dos!
Curvó los labios en un gesto amargo y pisó el acelerador. Sus emociones, a veces,
se asemejaban un poco a los celos. No le extrañaba que sus dos mejores amigos hubieran
llegado a dudar de lo que sentía. Pero él lo sabía bien. Su corazón estaba lleno de odio, de rencor, de
ira, de resentimiento. Nada que ver con los irracionales celos que pudiera
padecer un enamorado sin rendición. Aunque era consciente de que celos y odio compartían, a veces, el mismo doloroso y fiero
resquemor.
Cuando terminaba de cruzar la ría y ascendía por el puente echó un último vistazo. Pero desde esa distancia
no se apreciaba si la luz continuaba encendida. Solo entonces se llamó necio por haber sucumbido a la tentación de pasar bajo su casa aun sabiendo que
no conseguiría verla. adap Iribika

Cada vez más tonto Gaston, que capitulo tan triste :'( quiero saber que va a apsar.
ResponderEliminarHola soy Lucia, ( para que no digas que no comento ;)), recien lo leo y bueno todos los caps de esa nove son hermosos, pero este era demasiado triste! epero el proximo ;)
ResponderEliminarCapitulo triste :( necesito màs.. quiero saber que va a pasar con estos dos.
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