viernes, 28 de septiembre de 2012

Antes y despues de odiarte capitulo 28


Alguien que es capaz de dibujar así debe tener una gran sensibilidad opinó Mery, con los bocetos aún en las manos, unos minutos después de que Gaston se hubiera ido.
Rocio asintió con descuido. La fugaz visita de Gaston la había dejado pensativa. Se preguntaba por qué se había tomado la molestia de reducir algunos dibujos para enseñárselos, y, sin embargo, le había incomodado su petición de ver los originales. Tenía la sensación de que había aceptado debido únicamente a la presión de Mery. Y esas dos actitudes tan dispares, en una misma tarde, no le encajaban.
No entiendo que con su talento abandonara este trabajo siguió diciendo Mery. Y lo hizo para... ¿para trabajar en el monte, dijiste?
Rocio volvió a confirmar en silencio. Se encogió al sentir un temblor. Había comenzado a llover, y contemplando las gotas que se estrellaban contra el cristal del escaparate fue rememorando la tarde que lo cambió todo.
Quiere retenerlo. Se abraza bajo las sábanas a su piel desnuda y le advierte, riendo, que no se esfuerce porque no le va a dejar marchar.
Es importante, tengo prisa y aún tengo que pasar por casa susurra él sin dejar de acariciarla. No puedo dejar de ir por más que desee quedarme aquí, contigo. Pero en dos horas estaré de regreso.
Agotadas las bromas y las súplicas, ella despliega todas sus armas de mujer para retenerlo. Suele resultarle fácil excitarlo. Normalmente le basta con una mirada, una sonrisa, un susurro.
Una hora promete él con voz enronquecida. Espérame tan solo una hora y continuaremos donde lo estamos dejando. Le desliza los dedos entre los muslos y sonríe excitado. Justo donde lo estamos dejando.
Pero no es el tiempo de espera lo que a ella le preocupa, sino el lugar al que se dirige. Se ha percatado de sus movimientos en los últimos días, de sus visitas a locales poco recomendables. Y ha escuchado su última conversación telefónica. Sabe que se encontrará con Carmona para hacerle entrega de una mercancía. Sus esperanzas de haber estado vigilando al hombre equivocado se han desvanecido como humo entre niebla.
Aferrada a la almohada y conteniendo las lágrimas, le contempla ponerse la camisa y abrocharse los vaqueros con dedos raudos. En el último instante le puede la angustia. Se levanta y vuelve a abrazarle, a decirle que le ama, a suplicarle que no la deje sola.
Él la besa en la boca con apasionada codicia mientras desliza las manos hasta su trasero desnudo.
Te amo le susurra sin apartarse. Eres toda mi vida y lo sabes. Pero hay algo que desconoces. Ella contiene el aliento. No sabes que mi vida fue miserable hasta que te conocí. Que tengo más recuerdos hermosos de estos meses a tu lado que de todo el resto de mi vida sin ti. Es la parte dolorosa de la que nunca hablo porque me juré que enterraría.
Rocio deja escapar el aire, incapaz de discernir si lo que siente es alivio o decepción.
No te creo. Refugia el rostro en su pecho. He visto cómo vives.
No hace mucho que conseguí dinero suficiente para salir de la miseria en la que crecí. Y tampoco había conocido el amor de verdad hasta que tú llegaste. La abraza con fuerza, le acaricia con los labios la delicada piel del cuello y le susurra junto al oído: Te lo contaré todo cuando vuelva. Entonces comprenderás que no tengo vida sin ti; que si por alguna razón llegara a perderte tan solo querría morirme.
Pero esa explicación nunca llega. Unos minutos después, tras más besos y palabras apasionadas, él se aleja de su lado para no regresar.


El encuentro fue como había planeado, en un local atestado de gente, con música a todo volumen y una discreta salida trasera por si algo escapaba a su control y tenía que desaparecer con rapidez.
El corazón amenazaba con fundírsele en el pecho y un sabor amargo, como a hiel, le estalló en la boca cuando reconoció al tipo. Los años no le habían cambiado. Seguía siendo el mismo personaje discreto de aire bobalicón que pasaba desapercibido, pero que te congelaba la sangre si te miraba directamente a los ojos.
Se le desgarraron las entrañas cuando rozó el envoltorio. Era exactamente igual al que destruyó las vidas de Manu y la suya. Un kilo de cocaína en un compacto paquete de pocos centímetros.
Cuando salió de allí le sudaban las manos y le ardía el costado en el que lo llevaba oculto. Era el miedo que rezumaba por cada poro de su piel; el miedo a que de nuevo le pillaran con algo tan comprometido, más ahora que contaba con antecedentes penales. Tenía que deshacerse de él y tenía que hacerlo con rapidez.
No dejó pasar muchas horas. A la mañana siguiente, apenas despertó, preparó la mercancía para llevarla al destino que le había dispuesto.
Se puso su antiguo tabardo azul marino. Era holgado, con amplios bolsillos internos. Lo había usado Manu en varias ocasiones. Por eso no lo utilizaba. Si verlo era como clavarse puñales en el corazón, llevarlo encima constituía una agonía. Pero no le quedaba otra alternativa. Su cazadora de cuero no le servía para introducir la mercancía en la tienda con discreción.
Cuando llegó al comercio encontró a Mery con unos clientes. Extendía sobre el mostrador los primeros metros de una pieza de tela rayada y se detuvo un momento para dedicar a Gaston una amplia y cariñosa sonrisa.
Rocio está en el despacho. La llamaré.
—¡No! exclamó de inmediato. Conozco el camino y no quiero molestar.
Ella volvió a sonreír, esta vez con aire de complicidad.
Una punzada de lástima rozó el corazón de Gaston sin llegar a herirlo. Se habría sentido mejor si ella hubiera desconfiado o si hubiera insistido en que esperara fuera. Pero la incómoda sensación le duró el tiempo que tardó en pasar al almacén.
Debía actuar con celeridad para no ser descubierto. Hacía mucho que había escogido el sitio. Acercó la escalera de madera al ángulo del rincón. Sus guantes de cuero no le entorpecieron para abrir la cremallera de su tabardo y sacar el paquete. Lo había envuelto con la bolsa de plástico transparente en la que no había más huellas que las de Rocio. Ascendió los peldaños con rapidez y colocó la mercancía en la balda más alta, tras unos viejos rollos de papel pintado.
Descendió con la misma ligereza. Colocó la escalera en su lugar y sin detenerse un segundo caminó hacia el pequeño despacho.
Se detuvo ante la puerta para recuperar el aliento. Mientras lo hacía se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo. Un instante después golpeaba con los nudillos y entraba.
Rocio, sentada ante su mesa, reaccionó con torpeza al verlo. Se frotó los párpados y, con los ojos bajos, comenzó a mover papeles sin ningún sentido.
Se sintió violento. Tenía casi la seguridad de que la había encontrado llorando. Se acercó despacio mientras ella continuaba fingiendo poner un poco de orden. Arrastró la silla para alejarla del escritorio y se sentó con las piernas separadas y una actitud dominante e indagadora. Miró con insistencia hacia sus largas pestañas esperando a que las alzara para poder ver sus ojos y descubrir si en ellos brillaban las lágrimas.
—Últimamente vengo mucho dijo con un punto de sarcasmo. Espero no estar quitándole tiempo a tu trabajo.
No exclamó nerviosa. Precisamente estaba mirando un catálogo de muebles. Cogió el que tenía más cerca y lo abrió por una página al azar. Estoy seleccionando los que pondremos en la casa de la playa cuando tú hayas terminado con las paredes.
Estará en unos días dijo, y esperó inútilmente a que ella alzara la vista.
Pensó en marcharse. No sabía qué decir para justificar su visita y ella no le estaba ayudando en absoluto. Se ponía en pie cuando la fotografía de una niña, al lado del teléfono, llamó su atención. Cogió el portarretratos tallado en madera y volvió a sentarse.
Tsamoha musitó mientras contemplaba sus grandes ojos negros y su piel del color del café tostado.
Rocio alzó la cabeza. Lo encontró acariciando la foto y olvidó que se había propuesto ocultarle sus ojos enrojecidos.
—¡Está preciosa! exclamó sonriendo con orgullo. Ha crecido mucho. En las últimas fotos se la ve convertida en una hermosa mujercita.
¿Por qué lloraba?, se preguntó Gaston. ¿Qué o quién la estaba haciendo sufrir? Tiempo atrás él hubiera partido el alma de cualquiera que hubiera osado entristecerla.
Abrumado, se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre sus rodillas. Durante unos instantes miró la imagen de la chiquilla de pelo ensortijado que sujetaba entre las manos.
Rocio siempre había dicho que le gustaban los niños. En una ocasión le contó que por cada hijo propio que llegara a parir, adoptaría otro que no tuviera hogar. Se había sorprendido al escucharla. «¿Eso supone que si llegamos a tener unos... unos tres hijos, nos encontraremos con seis?» Ella había sonreído con picardía. «¿Te asusta?», preguntó. «No. Eso me estimula. Tengo el presentimiento de que vamos a tener una vida interesante», le había respondido, pleno de felicidad.
Osciló ligeramente la cabeza. Llevaba demasiado tiempo en silencio, rozando con los dedos la fotografía. Alzó la mirada hacia Rocio.
—¿Fuiste a conocerla?
No. Aún no.
Deberías haber ido comentó dejando el retrato en la mesa y poniéndose en pie. Era tu sueño y seguro que también era el sueño de esa niña.
Lo haré. Probablemente este mismo verano.
Continuó mirándola durante breves pero interminables segundos, guardando silencio, y volvió a sentir un leve arañazo de lástima. Si las cosas salían como esperaba, todo lo que ella podría decidir, sobre cómo pasar sus vacaciones, sería en qué lado del patio prefería colocarse para que le diera un poco de sol. Y eso contando con que el lugar elegido no lo ocupara una reclusa más fuerte.
Deberías haber hecho ese viaje volvió a indicar antes de salir y cerrar tras de sí la puerta.


El bar estaba tan concurrido como cualquier otra noche de sábado. Gaston, en un extremo de la barra, giraba con los dedos un vaso de whisky. Celebraba que esa misma mañana había colocado el paquete y que su anhelado desquite estaba en marcha.
La primera copa la había tomado de un trago, con una satisfacción rabiosa y violenta.
La segunda le apagó la euforia. La garganta comenzó a arderle y entreabrió los labios para tratar de aliviarla con su aliento. Entonces pensó que vengarse era su obligación, su necesidad, pero no se sentía orgulloso. Si lo analizaba bien, no había nada de lo que pudiera sentirse satisfecho.
La tercera le oscureció la mente, pero le mostró con claridad quién fue el primer responsable de sus desgracias. Quién había iniciado la cadena interminable de miserias en la que se estaba consumiendo su vida.
Esta te la bebes despacio, Gaston le dijo en voz baja el camarero, porque no pienso servirte ni una más. Los problemas no desaparecen con la bebida.
—¿Cuántas borracheras hay que agarrar para convertirse en un alcohólico? preguntó al tiempo que se frotaba los párpados con gesto de cansancio.
Si no estoy equivocado contigo, harían falta más de las que tú agarrarás en toda tu vida respondió, con las manos sobre la barra y mirándole con aprecio.
No soy la buena persona que aparento confesó Gaston alzando los ojos.
—¡Anda, termina eso y vete a dormir! Cuéntale a Peter el problema que te ha traído hoy aquí. Seguro que te ayuda mejor de lo que lo hará el whisky.
La última confirmó para tranquilizarle. Esta va por el cobarde de mi padre. Alzó el vaso con decisión. Por el desgraciado que nos abandonó cuando más le necesitábamos. Espero que los remordimientos le persigan toda la eternidad al muy cabrón.
Un único trago consumió el líquido y selló el crispado brindis. Esta vez dejó que le hirviera la tráquea para compensar el dolor que el recuerdo de su padre infligía a su alma. No era fácil comprender que quien debió ampararles aun a costa de su propia vida les hubiera dañado tanto.
Dejó el vaso en el mostrador con un golpe seco y se levantó del taburete. Cerró los ojos al sentir un ligero mareo.
—¿Necesitas que alguien te acompañe?
No. Estoy bien. Se frotó la frente con los dedos tratando de recuperar el equilibrio. Es la falta de costumbre, pero estoy bien.
La preocupada mirada del camarero le acompañó hasta la salida. Fuera, el aire nocturno contribuyó a despejarle un poco. Olía a humedad. En cuanto cesara el viento comenzarían a caer las primeras gotas.
Se encaminó hacia casa con paso lento y vacilante. No estaba borracho. Sabía lo que hacía, pero le costaba pensar con claridad. Además, llevaba el pecho saturado de angustia. Era como si le hubieran arrancado todos sus órganos y la cavidad completa se hubiera rellenado con ese destructivo sentimiento. Pero ¿angustia por qué? Si las cosas estaban saliendo como quería, ¿angustia por qué?


Los temores de Lali se aquietaron. Sus expectantes ojos negros brillaron y su rostro se iluminó con una indecisa sonrisa.
—¿Entonces está a punto de terminar esta pesadilla?
Gaston la estrechó por la cintura y siguió caminando. No le quedaba mucho tiempo para acompañarla a casa, coger su coche y llegar a la cárcel antes de la hora límite.
Yo no diría tanto. Le besó con suavidad la frente. Aún no pienso hacer esa llamada.
—¿Por qué no? Intentó pararse, pero el paso firme de Gaston no se lo permitió—. No te entiendo. ¿A qué vas a esperar?
Ella acabó con lo que yo era, con lo que yo hacía. Me gusta la idea de que lo último que haga, antes de ir a prisión, sea devolverme algo de lo que me robó: mis dibujos, mis creaciones, el trabajo que me apasionaba aminoró el ritmo de modo inconsciente. Me lo debe y me lo voy a cobrar hasta el final.
Tiene una socia adujo con impaciencia. No creo que las cosas en la tienda vayan a cambiar porque detengan a esa poli.
Él inspiró buscando otra excusa que hiciera comprensible su obstinación.
No quiero correr ese riesgo. Si voy a pasarme la vida talando árboles y limpiando maleza, antes quiero hacer esto. Te juro que lo necesito.
Y lo comprendo se disculpó—. Perdóname. Es que sueño con el día en el que esa mujer desaparezca para siempre de nuestras vidas.
Lo hará afirmó con una sonrisa. Pero si he esperado años, ¿qué importancia pueden tener unos días más, o unas semanas, incluso unos meses? La prisión te enseña a ser paciente, a esperar el momento preciso.
—¿Y cuándo será eso? preguntó, de nuevo ansiosa.
Cuando haya terminado los diseños, cuando me hayan pagado por ellos. Entonces ella pasará a ser historia.
Tras despedirse, Gaston recogió su coche y dio un absurdo rodeo con el único propósito. Condujo despacio por la Rivera mirando hacia las ventanas que correspondían al piso de Rocio. Una de ellas estaba iluminada; la que daba a su dormitorio.
¿Estaría sola? ¿Estaría con el maldito comisario?
¡Malditos los dos!
Curvó los labios en un gesto amargo y pisó el acelerador. Sus emociones, a veces, se asemejaban un poco a los celos. No le extrañaba que sus dos mejores amigos hubieran llegado a dudar de lo que sentía. Pero él lo sabía bien. Su corazón estaba lleno de odio, de rencor, de ira, de resentimiento. Nada que ver con los irracionales celos que pudiera padecer un enamorado sin rendición. Aunque era consciente de que celos y odio compartían, a veces, el mismo doloroso y fiero resquemor.
Cuando terminaba de cruzar la ría y ascendía por el puente echó un último vistazo. Pero desde esa distancia no se apreciaba si la luz continuaba encendida. Solo entonces se llamó necio por haber sucumbido a la tentación de pasar bajo su casa aun sabiendo que no conseguiría verla.                                      adap Iribika

3 comentarios:

  1. Cada vez más tonto Gaston, que capitulo tan triste :'( quiero saber que va a apsar.

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  2. Hola soy Lucia, ( para que no digas que no comento ;)), recien lo leo y bueno todos los caps de esa nove son hermosos, pero este era demasiado triste! epero el proximo ;)

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  3. Capitulo triste :( necesito màs.. quiero saber que va a pasar con estos dos.

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