domingo, 23 de septiembre de 2012

Un Hombre para Mi... Capitulo 2






Estaban sentadas en el estudio de su padre, oyendo la lectura de su testamento. Eugenia se veía hermosa, como siempre, incluso de luto. Llevaba un vestido elegante; no podía ser de otro modo. En realidad, con sus adornos de encaje y su pedrería incrustada en diseños artísticos, era más favorecedor que algunos de sus vestidos más elaborados. Su peinado no era frívolo como de costumbre; por una vez, se había recogido los rizos dorados.
Rocío, por su parte, pasaba desapercibida, como siempre. Su vestido negro no tenía detalles intrincados que pudieran admirarse, ni lucía un flequillo elegante que le enmarcara el rostro o desmereciera las feas gafas que dominaban su aspecto. Era la polilla al lado de la mariposa. Y si bien sospechaba que ser una mariposa era fácil, sabía con certeza que costaba mucho ser una polilla.
La estancia era casi irreconocible con el abogado de Mortimer sentado a su mesa en lugar de aquél. Conocían bien a Albert Bridges. Había cenado a menudo con la familia cuando su padre andaba escaso de tiempo y se llevaba trabajo a casa.
Albert solía llamarlas por su nombre de pila; las conocía desde hacía suficiente tiempo para hacerlo. Pero hoy se dirigía a cada una de ellas como señorita Laton y parecía incómodo al realizar su trabajo.
Hasta entonces no había habido sorpresas en el testamento. Unos cuantos criados de la familia recibirían pequeños legados, pero sus hijas heredaban el grueso del patrimonio de Mortimer, a partes iguales. De nuevo lo único que no había dividido de modo equitativo era su cariño, jamás su fortuna. Había intereses en media docena de negocios, propiedades de explotación en la ciudad y en otras partes del estado y una cuenta bancaria mayor de lo que ninguna de las dos muchachas podría haber imaginado. Pero ninguna verdadera sorpresa, hasta el final.
—Hay una condición —les dijo Albert, que se tiró del cuello de la camisa  nervioso—. Su padre quería asegurarse de que iban a estar bien atendidas, y de que no las engañaran cazadores de fortuna interesados sólo en su herencia. De modo que no recibirán nada de la herencia salvo para cubrir sus necesidades básicas hasta que se casen. Y, hasta entonces, su tía, la señora de Gimena Accardi, será su tutora.
Eugenia no dijo nada. Tenía el ceño fruncido, pero todavía no había captado por completo las implicaciones. Rocío la observaba, a la espera de la tormenta que estallaría cuando lo hiciera.
Albert Bridges también había esperado una mayor reacción y miró con cierta cautela primero a una hermana y luego a la otra.
—¿Entienden lo que eso significa? —les preguntó.
—Supongo que la tía Gimena no cambiará su vida para acomodarse a nosotras sólo porque su hermano haya muerto; así pues, nosotras tendremos que ir a vivir con ella —asintió Rocío, que incluso le sonrió—. ¿Quiere decir eso?
—Exacto. —El abogado suspiró aliviado— Ya sé que quizá les resulte desalentador tener que trasladarse tan lejos de todas las cosas y personas que conocen, pero no puede evitarse.
—En realidad, no me importa en absoluto. No siento ningún apego por esta ciudad.
Llegó la tormenta. Eugenia se puso de pie tan deprisa que no se descolocó uno, sino dos mechones de su peinado, ambos del mismo lado, de modo que una larga onda de cabellos dorados le caía hasta más abajo del pecho. Sus ojos azul oscuro brillaban como zafiros bajo la luz de un joyero y tenía los labios fruncidos.
—¡Ni hablar!¿Tiene idea de donde vive esta señora? ¡Esta en el otro extremo del mundo!
—En el otro extremo del país, en realidad —corrigió Rocío con calma.
—¡Es lo mismo! —gritó Eugenia—. Vive entre salvajes.
—Los salvajes han sido reducidos, en su mayoría.
—Cállate. —Eugenia la fulminó con la mirada—. ¡Cállate! Por mí te puedes ir a las tierras inexploradas de Tejas a pudrirte y morirte si quieres. Pero yo me casaré de inmediato y me quedaré aquí, muchas gracias.
Albert intentó detenerla, explicárselo mejor, pero Eugenia estaba demasiado furiosa para escucharlo y salió de la habitación. El abogado lanzó una mirada de resignación a Rocío.
—No puede casarse así como así —dijo a Rocío con un suspiro cansado.
—Ya me lo parecía.
—Quiero decir que sí puede, pero entonces perdería su herencia. Vuestra tía, como tutora, tiene que dar su consentimiento para que cualquiera de las dos se case.
—¿Quiere que vaya a buscarla? —se ofreció Rocío—. Todavía no ha salido de casa. Habríamos oído cerrarse de golpe la puerta principal.
—Ya voy yo. —Albert suspiró de nuevo—. Debería haber sido más claro para empezar.
Albert se levantó de la mesa, pero no era necesario. Eugenia regresó con aire decidido y con Agustin Sierra a la zaga. Agustin era uno de sus esperanzados pretendientes. De hecho, el que menos prefería, pero lo toleraba porque era atractivo y un buen partido desde cualquier punto de vista. Siempre que hubiera otras mujeres interesadas por un hombre, aunque sólo fuera una, Eugenia quería gustar más a aquél porque le encantaba que las demás mujeres la envidiaran.
Agustin había estado junto a ellas esa mañana para acompañarlas al cementerio. Eugenia había estado demasiado absorta para darse cuenta de que era el único de sus pretendientes que había ido a darles el pésame. Rocío sabía que se había rechazado a los visitantes en la puerta, con la simple explicación de que las jóvenes no recibían a nadie. Alguien había decidido que tuvieran unas horas de tranquilidad para llorar a su padre. Rocío lo había agradecido porque no deseaba tratar con nadie en ese momento. Eugenia, de haberlo sabido, a buen seguro se habría opuesto.
Pero no había sido posible echar a Agustin, ya que había llegado justo después de que recibieran la noticia de la muerte de Mortimer, y Eugenia se lo había contado. Había estado esperando en el salón desde que regresaron del funeral, dispuesto a ofrecer todo el consuelo que pudiera. Pero Eugenia no parecía necesitar que la consolaran; lo que necesitaba era que la tranquilizaran, pues seguía furiosa.
—Ya está, asunto arreglado —afirmó triunfal—. Estoy prometida al señor Sierra. Así que no pienso oír nada más sobre irme de casa. —Y añadió con sarcasmo—: Pero te ayudaré encantada a hacer el equipaje, Rocío.
—A no ser que el señor Sierra este dispuesto a viajar con usted a Tejas para conocer a su tía y obtener su consentimiento, casarse con él no le permitirá cobrar la herencia, señorita Laton —se vio obligado a aclarar Albert—. Sin ese consentimiento lo perdería todo.
—¡No! Dios mío, no me puedo creer que papá me hiciera esto. Sabía que no soporto viajar
—No se murió sólo para molestarte, Eugenia —exclamó Rocío, enojada—. Estoy segura de que pensaba que llevarías mucho tiempo casada cuando falleciera.
—Estaré encantado de viajar contigo a Tejas —se ofreció Agustin.
—No digas tonterías —le replicó Eugenia—. ¿No ves que esto lo cambia todo?
—Claro que no —insistió Agustin—. Todavía quiero casarme contigo.
Rocío intuyó lo que iba a ocurrir y quiso ahorrar sufrimiento a Agustin.
—Sería mejor que te marcharas ahora —sugirió deprisa—. Está alterada…
—¡Alterada! —gritó Eugenia—. Estoy más que alterada. Pero sí, márchate. Ya no tengo motivos para casarme contigo; de hecho, ahora no se me ocurre ninguno.
Marian desvió la mirada para no ver como esas palabras despreocupadas herían a Agustin, aunque no lo bastante rápido. Lo vio de todos modos. Parecía tan feliz cuando había entrado en el estudio unos momentos antes, tras haber conseguido inesperadamente lo que su corazón ansiaba. Quería de verdad que Eugenia fuera su esposa, Dios sabría por qué, pero era así. Por alguna razón no había visto su lado malo, o había elegido ignorarlo hasta entonces.
Pero era de esperar que, una vez hubiera superado el rechazo, se alegrase de haberse librado de casarse con aquella arpía cruel.

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