Rocío y Eugenia tenían que haber
esperado el Galveston. Era el destino final de la amable pareja que Albert
Bridges había encontrado para que las acompañara, y estaban más que dispuestos
a alojar a las chicas con ellos hasta que Gimena Accardi llegara a buscarlas.
Pero Eugenia se negó en redondo.
No
había dejado de quejarse hasta aquel momento. Incluso antes de dejar la casa,
se había quejado ya de lo apresurado de su marcha. Pero el día después del
entierro zarpaba un barco, y Albert les había sugerido encarecidamente que lo
tomaran, ya que no habría ningún otro en varias semanas. De nuevo en tierra
firme, Eugenia debería haberse apaciguado un poco, pero no, el concurrido puerto
donde estaba su barco fue el siguiente blanco de sus insultos.
De todos
modos, Rocío había logrado disfrutar del viaje por mar. Era la primera vez que
subía a un barco y todo le parecía interesante. El aire salado, la ropa de cama
húmeda, las cubiertas ventosas y a veces resbaladizas, intentar caminar sin
tropezar con nada o acostumbrase al movimiento del barco eran novedades para
ella, y eran esas mismas cosas las que más quejas provocaban en Eugenia.
Era sorprendente
que el capitán no hubiera lanzado a Eugenia por la borda. Una vez, Rocío le
había oído farfullar para sí mismo la posibilidad de hacerlo. Y Eugenia vivió un
momento angustioso a los cuatro días de viaje, cuando acabó colgada de la
barandilla mientras el mar daba lengüetazos al costado del barco. Había jurado
que alguien la había empujado, lo que era ridículo, aunque, con probabilidad,
casi todos a bordo lo hubieran pensado más de una vez.
El
comportamiento de Eugenia había sido como Rocío había esperado. Cuando su
hermana había dicho que no soportaba viajar, no había exagerado. Y cuando Eugenia se sentía abatida, quería que todos los demás también lo estuvieran. Rocío logró evitar ese estado de ánimo, pero es que hacia mucho que había
aprendido a «no escuchar» a su hermana cuando se ponía especialmente pesada.
Sus compañeros habían adoptado la misma actitud, y antes del final del viaje,
asentían y mascullaban frases adecuadas, aunque había dejado de «escuchar» a Eugenia.
Puede que ésa
fuera la razón de que no trataran de impedir que las chicas partieran solas.
Aunque era más probable que estuvieran contentos de librarse de Eugenia. Y las
dos ya eran bastante mayores para viajar solas. Además, estaba con ellas su
doncella, Esperanza. Era unos años mayor que ellas, y en la mayoría de círculos
sería considerada una acompañante apropiada.
Rocío procuró
persuadir a su hermana de que esperaran a que llegara su tía. Señaló que
podrían cruzarse con ella por el camino sin ni siquiera saberlo. Pero Eugenia había insistido que a lo mejor la tía Gimena no había recibido aún la carta
de Albert, de modo que esperar en Galveston sólo era una pérdida de tiempo. Rocío sabía, por supuesto, que era inútil intentar convencer a su hermana. A Eugenia sólo le importaba su opinión, y jamás se equivocaba. Que muchas veces no
tuviera razón no hacia al caso.
Unos días
después se hallaban tiradas en un pueblecito bastante alejado de su destino.
Varios contratiempos e incidentes inesperados habían contribuido a tan
lamentable situación, pero en el fondo, la culpa seguía siendo totalmente de Eugenia. ¿Lo aceptó ella? Claro que no. Desde su punto de vista, la culpa era
siempre de los demás, nunca suya.
Si bien en el
Este se daba por sentado que el modo más veloz de viajar era el tren, ese cómodo
medio de transporte no se había extendido aún por Tejas, motivo que las llevó a
viajar hasta allí en barco. Había una línea ferroviaria en el sur de Tejas que
iba de la costa noroccidental hacia el centro del estado, con unos pocos
ramales de corto recorrido, pero la línea terminaba muy lejos de su destino
final. Aunque habían intentado llegar en tren hasta el final de la línea un grupo de ladrones había alterado ese plan.
Rocío consideraba el asalto al tren como algo que podría contar a sus nietos, si
tenía alguno. Era algo apasionante una vez terminado, aunque aterrador mientras
había ocurrido. El tren había parado en seco, y antes de que pudieran
recuperarse, cuatro hombres armado habían irrumpido gritando en el vagón de
pasajeros. Parecían nerviosos, claro que tal vez aquello fuera normal dadas las
circunstancias.
Dos de los
hombres habían recorrido el pasillo exigiendo que les entregaran los objetos de
valor mientras los otros dos vigilaban las salidas. Rocío tenía guardada la
mayoría del dinero para el viaje en los baúles, y sólo llevaba una pequeña
cantidad en el bolso, así que no dudo en entregarlo. Eugenia, sin embargo, lo
llevaba todo en el bolso, así que cuando se lo arrebataron, gritó enojada e
intentó recuperarlo.
Sonó un
disparo. Rocío no podía afirmar con seguridad si el hombre había fallado
aposta o debido al nerviosismo, pero la bala pasó por encima de la cabeza de Eugenia, por muy poco. Es probable que sintiera el calor del disparo porque se
había producido tan cerca de ella que le quedó la cara manchada de pólvora.
Aunque dado que había dejado conmocionada a Eugenia, que se sentó y calló, que
el hombre no volvió a disparar y siguió pasillo abajo para terminar de robar.
El resultado
del atraco, al margen de la reducción de sus fondos, fue que Eugenia se negó en
redondo a viajar más en tren. El tren tampoco las habría llevado mucho más
lejos pero, aún así, se bajaron en el siguiente pueblo y siguieron adelante en
diligencia. Está no seguía la misma ruta del tren claro. Iba rumbo al este, aunque
volvía a dirigirse hacia el noroeste tras la siguiente parada.
Pero nunca
llegó a la siguiente parada. Tras recibir cada pocos minutos las invectivas de Eugenia sobre los baches del camino, el conductor empezó a beber de una petaca
que guardaba bajo el asiento, se emborrachó y se perdió por completo junto con
sus pasajeros. Se pasó dos días intentando, sin suerte, encontrar el camino que
lo devolviera a la ruta prevista.
Era increíble
que la diligencia no se averiara sin una pista decente por donde circular.
También lo era que el conductor no se hubiera ido sin ellas, pues estaba
furioso consigo mismo y con Eugenia, por haberle empujado a beber. Al final, un
olor a pollo frito los había conducido hasta una casa donde les habían indicado
el camino hasta el pueblo más cercano.
Y era allí
donde se hallaban tiradas entonces, porque el conductor sí las había abandonado
en aquel punto, y también el coche, porque se imaginaba que de todos modos iba
a quedarse sin trabajo. Desenganchó uno de los seis caballos y se marchó sin
decir una sola palabra. En realidad, dijo dos, o más bien las murmuró mientras Eugenia le gritaba para pedirle explicaciones cuando se preparaba para partir.
Ella no le oyó decir «hasta nunca», pero Rocío sí.
Por desgracia,
no las dejó en un pueblo simplemente pequeño, sino en uno que apenas estaba
poblado. De los catorce edificios iniciales, sólo tres seguían ocupados y en
funcionamiento. Era un caso de mala especulación. El fundador del pueblo creía
que el ferrocarril pasaría por allí y esperaba ganar una pequeña fortuna cuando
eso sucediera. Pero el ferrocarril rodeó el pueblo, el fundador se marchó a
especular a otra parte, y las personas que habían montado negocios los fueron
vendiendo o abandonando.
Los tres
edificios que todavía estaban abiertos eran la cantina, que también hacia las
veces de tienda ya que el propietario tenía una buena amistad con un proveedor
y seguía recibiendo remesas de productos de vez en cuando, una panadería que
conseguía algo de cereales de un agricultor de la zona, y una casa de huéspedes
que se autodenominaba hotel y que dirigía el panadero.
No era extraño
que, de los pocos ocupantes, ninguno supiera cómo conducir una diligencia o
estuviera dispuesto a tratar de averiguarlo. El carruaje se quedó aparcado
donde lo habían abandonado, delante del hotel. Alguien había tenido la
amabilidad de desenganchar el resto de los caballos, pero como no había comida
para ellos en la cuadra abandonada, los soltaron para que se alimentaran en un
campo de hierba alta situado detrás del pueblo, y se marcharan si querían.
Eso fue
después de que Eugenia insistiera en que podía conducir la diligencia y sacarlos
de allí. Al ver la habitación del hotel donde iban a tener que hospedarse y
descubrir que era el peor alojamiento con que se habían encontrado hasta el
momento, Eugenia estaba decidida por completo a marcharse del pueblo de
inmediato o, por lo menos, antes de tener que dormir en una habitación tan
horrorosa.
A Rocío tampoco le gustaba el alojamiento. Las sábanas de la cama individual estaban
raídas y puede que alguna vez hubieran sido blancas, pero ahora eran de un gris
mohoso. En una pared había un agujero redondo, como si alguien la hubiera
atravesado con el puño. La alfombra era un nido de pulgas desde que un perro
viejo ocupaba la habitación. Podía verse cómo las pulgas saltaban por ella a la
espera de que llegara su huésped a echar su cabezada diaria. Y era una
incógnita de dónde procedían las manchas del suelo.
En cualquier
caso, por mucho que detestaran la idea de quedarse en ese hotel, el plan
alternativo de Eugenia no merecía ser tenido en cuenta aunque hubiera podido
mover la diligencia. No pudo. Pero se frustró intentándolo.
Rocío y Esperanza se quedaron en el porche del hotel, observando. No iban a subir al coche
mientras la señorita sabelotodo lo condujera. Los pocos vecinos del pueblo se
divirtieron de lo lindo viéndola, antes de regresar a sus respectivos
edificios. Y Rocío y Esperanza se pasaron el resto de la tarde limpiando su
habitación para que dormir en ella fuera, por lo menos, un poco tolerable.
Estaban
tiradas allí, y no tenían idea de por cuánto tiempo. No había telégrafo, ni
línea de diligencia, ni sillas de montar disponibles si se hubieran planteado
utilizar los caballos para el viaje, ni un coche de alquiler que hubieran
podido manejar, ni tampoco un guía que las orientara para volver hasta el
ferrocarril.
Eugenia, por
supuesto, se quejó de su situación todo el día. Mencionar que eran precisamente
sus quejas las que la habían provocado era inútil. Y aunque Eugenia daba a
entender que no volverían a ver la civilización, Rocío era más optimista, en
especial después de que el panadero comentara que las diligencias eran
demasiado valiosas para dejarlas abandonadas y que alguien iría a buscar el
vehículo a fin de ponerlo de nuevo en servicio.
Rocío no
dudaba que su tía también las estaría buscando, o que habría mandado a alguien
a buscarlas. Era probable que se enfadara con ellas por haber seguido el viaje
por su cuenta y causado problemas adicionales para encontrarlas. No era una
buena forma de empezar su relación con aquella pariente a la que ninguna de las
dos conocía y que ahora era su tutora.

pobre Rochi y Esperanza bancar a Eugenia parece insoportable!
ResponderEliminarMe encanta ala nove
El comportamiento de Euge es hartante, no me gusta jajaja. Quiero saber que pasa!!!
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