Rocio se había internado unos pocos pasos en esa
habitación
sencilla e impersonal, pero limpia y ordenada que olía a él; a él y a tabaco.
El recibimiento
de hacía un
instante la había dejado
aturdida. Gaston la había acogido con la áspera indiferencia de costumbre, y su
compañero de
piso, con una frialdad desconcertante que le había apagado la felicidad de descubrir que
no era el hogar de Lali. Había esperado apenas un simple y educado saludo, pero
nunca ese escueto y forzado «hola» sin que se molestara siquiera a mirarla.
Aún se preguntaba si ese había sido el motivo por el que Gaston la había conducido con rapidez a su habitación, pero allí estaba, parada junto a él, sin atreverse a tomar la iniciativa de
hablar.
Hasta que algo
llamó
poderosamente su atención.
En el amplio
escritorio, una serie de grandes láminas, bien ordenadas unas sobre otras, ocupaban todo
el espacio. Una hoja de papel fino, semitransparente, las cubría para evitar que nada, ni las minúsculas partículas de polvo, las ensuciara.
—¿Puedo? —preguntó con recelo.
—Claro —respondió sarcástico—. A eso has venido. —Y cuando la tuvo de espaldas la contempló sin ninguna cautela.
Se desenrolló con rapidez la bufanda, se sacó la correa del bolso y se quitó el abrigo. Con una precipitación que no se molestó en disimular, lo colocó todo sobre el respaldo de la silla y tomó asiento. Apartó con sumo cuidado la delicada protección y le impactó un llamativo ramaje verde y dorado que
había sido trazado a contraluz y que llenaba
toda la superficie del papel.
—¡Es magnífico! —exclamó con emoción—. Es... mágico. —Se volvió hacia él—. Parece que tuviera vida propia.
Gaston la miró con sus grandes ojos verdes preguntándose por qué le había dicho que ya podía ver su trabajo. Se había dejado vencer por su absurda necesidad
de verla, por la ansiedad que le causaba no encontrar motivos para volver a la
tienda y pararse ante ella. Había desoído a la intuición, que le decía que le iba a resultar incómodo, y ahora comprobaba que contemplarla
en su habitación,
sentada en su silla y tocando sus cosas, le creaba un apretado nudo en el estómago y le comprimía el pecho obstruyéndole la respiración.
Unos golpecitos
en la puerta le evitaron tener que responder. Antes que ninguno de los dos
pudiera reaccionar, sonó la voz de Peter diciendo, de modo escueto, que iba a
salir y que regresaría tarde.
Un incómodo silencio empequeñeció la habitación. A Gaston le pareció que la tenía más cerca cuando la observó tensarse.
—No le
gusto a tu amigo —dijo
ella tras unos segundos de indecisión.
—No se fía de ti —respondió con fingida indiferencia—. Teme que vuelvas a hacerme sufrir.
La frialdad de
los ojos de Gaston le encogió el corazón. Deseó decirle que jamás le causaría ningún dolor, que le amaba. Tragó y separó los labios para hablar, pero él la detuvo sin necesidad de ningún movimiento, de ningún gesto. Después abandonó la habitación dejándola sola.
Suspiró, abatida.
Hizo el esfuerzo
de apartar la tristeza que le había causado y volvió su atención a los diseños. No tardó en sumergirse en trazos, colores y
sensaciones hasta perder la noción del tiempo, y, a ratos, hasta la del lugar en el que
se encontraba. Cuando miró su reloj se sobresaltó. Cogió sus cosas y salió al pasillo sin saber qué rumbo debía tomar. Una luz la condujo hasta el salón. Allí, Gaston fumaba junto a la ventana
contemplando la calle. Se volvió hacia ella sin ninguna emoción que se pudiera leer en su rostro.
—¿Qué opinas? —preguntó, y dio una profunda calada que fue la
evidencia de toda la ansiedad con la que la había estado esperando.
—Son fantásticos —dijo con sinceridad—. En realidad no creo que existan
palabras para definirlos con justicia. Son lo mejor que he visto en los años que llevo dedicada a la decoración.
—Gracias.
—Expulsó el humo con alivio, sin dejar de mirarla—. Me agrada saberlo.
Rocio sintió felicidad ante lo que le pareció emoción contenida de Gaston.
—Te
surgirán
ofertas después de
esto. —Dejó el abrigo en el sofá y, sobre él, el bolso y la bufanda—. Todos querrán tenerte como diseñador.
Gaston soltó una risa corta y ofensiva.
—No suelo
fantasear con castillos en el aire. Prefiero la realidad del día a día para no llevarme sorpresas. Los grandes
planes de futuro siempre salen mal.
—Este no
lo hará —insistió con dulzura—. Tienes un talento increíble.
—¿Y para
qué sirve el talento si no es para sufrir
una decepción tras
otra? Yo lo sé muy
bien —se
respondió con
acritud—. No he
tenido una vida fácil. —Rocio, que comenzaba a bordear el sofá, se paralizó—. Y no me refiero a mis últimos malditos años —dijo con rabia—. Hablo de mi vida; de toda mi vida.
—Todos
pasamos por problemas en algún momento —razonó conmovida—, pero no por eso hacemos...
—¡Qué sabrás tú lo que son los problemas! —increpó con desdén, tensando todos los músculos del rostro—. Seguro que fuiste una niña feliz a la que nunca le faltó nada. ¿Sabes lo que es un problema? —preguntó mirándola fijamente a los ojos—. Un problema es cuando tienes siete años y tu padre llega a casa con un bebé feo y arrugado y te dice que tu madre ha
ido al cielo. —Comprimió los labios con rabia—. Un problema es cuando el puto niño no deja de llorar y tu padre tampoco.
Cuando te dicen que tienes que quererlo porque es tu hermano, pero tú solo quieres odiarlo porque le
consideras el culpable de todo. —Sus ojos enrojecieron de ira y la apuntó con el dedo—. Un problema es cuando rezas cada noche
para que el maldito niño se muera y regrese tu madre. ¡Eso es un problema!
Rocio enmudeció. ¡Qué podía decir ante un sufrimiento cuya magnitud
no era capaz ni de imaginar! Le observó volverse de nuevo hacia la ventana y
contemplar la calle, y dio por hecho que la estaba invitando a que se fuera.
—Creo que
se está
haciendo tarde y...
—Sí, vete —dijo furioso—. Vete, no sea que conocer una historia
tan patética
estropee tus bonitos sueños.
—Lo siento
—murmuró a la vez que se quedaba sin aire.
—Yo también siento muchas cosas. —Se volvió con un gesto de amargura en la boca—. Las llevo todas encajadas aquí —afirmó golpeándose el pecho con rudeza.
Y una de ellas
era haber aborrecido al desdichado bebé.
Se conmovió al recordar el instante en el que
descubrió que los
ojos de Manu se parecían a los limpios y serenos de su madre. En aquel
momento comprendió que
aquel ser indefenso era un pedacito de ella, que quererlo era quererla a ella,
que cuidar de él era
como cuidar de ella.
Se llevó de nuevo el cigarro a la boca y
entrecerró los párpados fingiendo que era el humo, y no la
emoción, el
que los había
humedecido.
Rocio desvió la mirada para no hacerle sentirse incómodo.
—No tuvo
que ser fácil.
—¡Cómo iba a ser fácil! —exclamó crispado—. ¡Cómo iba a ser fácil si mi padre se convirtió en un condenado borracho al que tuve que
cuidar igual que tuve que cuidar al ruidoso niño que detestaba!
Se volvió de nuevo hacia el cristal. Ella
interpretó que lo
hacía como defensa, para no mostrarle
debilidad. Le observó deslizarse la mano por la cabeza, en su eterno gesto
de apartarse su sedoso cabello rubio, y esperó unos interminables minutos a que
volviera a hablar. Cuando se convenció de que no lo haría, recogió sus cosas y comenzó a caminar hacia la salida, esta vez sin
despedirse.
—Y el muy
cabrón nos
abandonó —reveló Gaston al oír sus pasos—. Se arrojó a las vías del tren desde el puente. A unos pocos
metros de casa. —Se volvió despacio y la vio junto a la puerta,
abrazada a su abrigo, dispuesta a irse—. Entonces ya había malvendido nuestra casa y nos había llevado a un piso ruinoso. Compartíamos calle, portal y escaleras con putas
y yonquis. —Rocio le
miró sobrecogida—. Fue un desgraciado cobarde que decidió desaparecer sin que le importara la
suerte que corriéramos.
La miró con expresión vacía. Tenía el pensamiento puesto en los años que les habían obligado a pasar en la casa social, en
su obsesión por
proteger a su hermano, en el dolor que le produjo abandonar el lugar dejándolo allí porque aún era un menor, en lo que le costó demostrar que podía cuidar de él con responsabilidad.
—Ahora lo
entiendo todo —dijo en
un susurro tenue.
Él se
acercó,
herido, apretando los dientes para controlar el dolor.
—Lo
entiendes —masculló—. Sí; entiendes que necesitaba dinero para
que mi hermano pudiera vivir en una verdadera casa, en un buen barrio. Pero no
tienes ni idea de lo que hice para conseguirlo —dijo señalándola con la colilla humeante que
sujetaba entre el pulgar y el corazón—. ¡Crees saberlo todo pero no tienes ni puta idea de nada!
—Cuéntamelo —rogó en un murmullo, con la esperanza de que
ese fuera el comienzo de una sincera conversación en la que aclararan los errores del
pasado.
—Ya es
tarde para eso —aseguró bajando también él la voz—. Es cuatro años y medio tarde para eso.
La estaba
culpando, y el frío
glacial de sus ojos verdes le penetró hasta el alma.
Gaston fue hacia
la mesa. Aplastó lo que
quedaba de cigarro en el cenicero lleno hasta los bordes, despacio, otorgando tiempo
a que sus emociones se tranquilizaran. Cuando se irguió ella seguía inmóvil y con ojos brillantes, esperando a
que él
prosiguiera.
—Quería pedirte algo. —Cogió aliento sin desviar la mirada—. Todavía me queda por terminar algún boceto, pero me gustaría comenzar a pintar la habitación del ático. Necesitaré tres o cuatro días y de momento solo cuento con sábados y domingos. ¿Debo hablar con el señor Ayala?
—No será necesario —afirmó aún consternada—. Él me dejó un juego de llaves. Podemos... —Se detuvo al pensar que no aceptaría viajar en su compañía—. Podemos vernos allí, como la otra vez.
—Como la
otra vez —repitió sin razonarlo siquiera. Su mente no había abandonado por completo a los seres que
amaba y seguía
echando de menos.
Rocio
se fue con una maraña de púas
encajada en la garganta y otra en el corazón.
Al fin conocía
aquello que él
prometió
contarle pero el destino dejó pendiente. No había
imaginado que su existencia hubiera sido tan dura, tan carente de felicidad,
tan cargada de responsabilidad y de culpas. Ella había
llegado a él
cuando todo eso había pasado, cuando la vida le sonreía;
cuando él
mismo sonreía
y disfrutaba más que nadie que ella hubiera conocido nunca. Y
fue ella, que le amaba con toda su alma, quien acabó
con todo lo que había conseguido para escapar de un pasado de
sufrimiento. adap A.Iribika

increible nove! me quede re enganchada con el blog en realidad todas las novelas que publican estan buenisimas!
ResponderEliminarWooow, que buen capitulo..! Necesito màs, quiero acercamiento en estos dos ♥
ResponderEliminarMe mato como reacciono Gaston, quiero que el entienda todo, en realidad, pobre, todo lo que sufrio, mepa que si Rochi fuera un poco más avivada le diria más cosas pero no, fue duro el capitulo, se puso tenso esto, quiero un acrcamiento de amor, ah. MÁS!
ResponderEliminar