Gimena empezaba
a bajar las escaleras para atender a sus otros invitados cuando comenzó el
ruido. Se volvió, regresó a la habitación de sus sobrinas y se encontró con la
doncella, que salía. Al verla, Esperanza sacudió la cabeza.
—Es mejor que no se meta,
señora —le advirtió—. Tendrían que haberlo hecho mucho antes.
Será más fácil vivir con ellas después.
Gimena se mordió un labio. No costaba
descifrar qué quería decir la sirvienta. El ruido era muy evidente, lo que le
hacía difícil no intervenir.
—Pero ¿no
se lastimarán?
—No más que dos gatos en un callejón. No saben
pelear de verdad. Unos cuantos arañazos, quizás un cardenal, y mucho
revolcones. No es la primera vez, señora.
—Entiendo.
Gimena no supo qué más decir, pero no
lo entendía en absoluto. Quienes se peleaban al otro lado de la puerta no eran
criaturas, eran mujeres adultas. Y aunque lo que había ocurrido frente a la
casa dejaba claro que sus sobrinas, o una de ellas, al menos, iba a ser un
problema, hasta entonces no había imaginado hasta qué punto.
Su hermano tenía toda la culpa.
Sabía que Mortimer no sería un buen padre como no había sido un buen hermano.
La clase de favoritismo que había ejercido desde su infancia no era normal.
Había elegido a su hermana gemela para que fuera su fiel compañera, y ambos
prestaban a Gimena la misma atención que si estuviese muerta, calvo cuando querían
restregarle por las narices que no la admitían nunca en su pequeño círculo.
Había crecido con ello, había odiado a su hermano por ello y había visto como
volvía a suceder cuando nacieron sus hijas.
Fue la razón principal para que Gimena deseare irse de Haverhill, y para que se casase con Frank Dunn, que planeaba
montar un rancho en el Oeste. No lo amaba. Había sido un medio para lograr un
fin. Imaginó que trasladarse al Oeste la llevaría lo bastante lejos de su
hermano para permitirse algo de paz y felicidad. Y así había sido. No tuvo más
contacto con Mortimer y su familia. No quería tenerlo.
Había usado a Frank. No había una
forma más suave de decirlo. Pero le había compensado siendo una buena esposa.
No tuvo queja de ella y no la culpó por no darle ningún hijo. De hecho, no
podía hacerlo porque un médico había dado a entender que la culpa era de Frank
y no suya. Después de eso, Frank se había sentido algo culpable por no haberle
dado hijos, pero la vida era así y la suya juntos había sido buena hasta su
muerte.
Bueno, en realidad, más que buena,
confortable. Y aunque otro hombre era capaz de acelerarle el corazón, sólo ella
lo sabía.
Su corazón se había acelerado mucho
la noche anterior cuando Nicolas se había presentado y más o menos invitado él
mismo a cenar. Pero había logrado superar la velada sin hacer el ridículo,
cuando menos, no demasiado.
Gimena había soltado alguna que otra
risita, lo que rara vez hacía. Había estado mucho más tímida. Y no se había
sonrojado tanto desde que era joven. Pero nunca antes había estado a solas con Nicolas. Siempre que lo había visto, había gente delante.
No había esperado que fuera a ser
distinto la noche anterior cuando lo había invitado a él y a sus hombres a
cenar mientras esperaban que llegara Gastón. Pero no sabía que sus hombres no
comían nunca con él, y que sólo él estaría sentado en el comedor cuando ella
llegó para cenar, y empezó a portarse como una colegiala.
Sin embargo, lo más probable era que Nicolas hubiera pensado que aquella conducta extraña obedecía a la culpa que
sentía ella por haber alejado a su hijo los últimos tres meses sin que él se
enterara, cuando todo el mundo sabía que lo estaba buscando. Nicolas, por lo
menos, no le hizo ningún comentario. Y no dio muestras de que lo hubiera
decepcionado cuando le explicó por qué Gastón estaba en su casa. De hecho, la
regañó un poco por no haberle pedido ayuda cuando la necesitaba.
Había ofrecido a Nicolas que durmiera
en su casa cuando resultó evidente que Gastón no iba a aparecer esa noche. Sus
hombres se instalaron en el barracón, pero no cabía duda de que el ranchero más
importante del condado no podía pasar la noche allí. Con él al otro lado del
pasillo no había pegado ojo, claro. Y a la hora del desayuno se había esfumado
aposta. No lo había vuelto a ver hasta que la sirvienta había ido a decirle que
las chicas estaban llegando.
Y menuda sorpresa eran.
Eran gemelas, si bien no era
probable que la gente se percatara de ello de inmediato. Recordaba que, de
pequeñas, eran idénticas y era difícil distinguirlas. Pero ya no.
Rocío, pobre, había tenido que
presentarse. A primera vista, Gimena la había tomado por una sirvienta. Pero
enseguida se había dado cuenta de su error al examinarla mejor. Tenía un
aspecto muy extraño con aquellas gafas; era una lástima que tuviera que
llevarlas.
Eugenia, en cambio era tan linda como
cabía esperar. Ya de pequeñas, resultaba evidente que sus sobrinas serían unas
bellezas, y en el caso de Eugenia, había sido así. Su conducta, en cierto modo
también era la esperada: el resultado de estar consentida sin remedio. Era
asombroso lo mucho que se parecía a la hermana de Gimena. Y exactamente por lo que Gimena se había ido de casa. Se había negado a presenciar cómo el favoritismo de
su hermano dividía a sus hijas como hizo con sus hermanas.
No había estado allí para verlo,
pero era evidente que había ocurrido como ella había imaginado. Lo poco que
había visto hasta aquel momento lo decía todo. Eugenia se había convertido en
una bruja malcriada. Rocío se había convertido en una timorata sumisa. Bueno,
tal vez no. Una timorata no solía pelearse como una tigresa...
Abajo, Nicolas se partía de risa. Lo
había hecho desde el tercer estrépito procedente del piso superior. El primero
había sido sólo sorprendente, el segundo había sido curioso, pero el tercero
era sin duda de una reyerta, y cada ruido posterior le provocaba otra
carcajada.
Gastón sabía muy bien qué divertía
tanto a Nicolas. Puede que la elegida de su padre para él no tuviera demasiadas
luces, pero era linda y tranquila. Mientras que la mujer por la que él
manifestaba interés estaba arriba rompiendo muebles y Dios sabía qué más, y
podía gritar lo bastante fuerte para hacer saltar las vigas.
—Lo siento
por la fea— comentó Nicolas cuando recuperó el aliento.
—Sí, ya se
nota— contestó Gastón con sequedad, y después se sintió obligado a añadir—:
Y Rocío no es fea, sólo es ciega como un topo.
—Como sea,
no podrá resistir mucho rato. La otra tiene muy mal genio. Lo vi por el modo en
que golpeó esa puerta.
—¿Te
sientes obligado a insultar a Eugenia de ese modo sólo porque podría estar
interesado por ella?— preguntó Gastón con el ceño fruncido.
—¿La estaba
insultando?— replicó Nicolas con inocencia.
Gastón dirigió una mirada de
indignación a su padre, lo que le arrancó otra carcajada. Y aunque era posible
que Nicolas sólo quisiera chincharle, sus comentarios le habían preocupado. La
solterona no le caía bien, pero tampoco quería que le hicieran daño.
Sin pensarlo más, se dirigió hacia
las escaleras. Nicolas lo llamó.
—Se
requieren agallas para poner fin a una pelea entre mujeres. Una vez vi cómo las
dos atacaban al hombre que lo intentaba. Casi le arrancaron los ojos.
¿Se suponía que eso iba a detenerlo?
¿En especial cuando Nicolas reía de nuevo? Pero Gimena, que bajaba las escaleras
entonces, le impidió pasar.
—No te
entrometas— dijo al ver su mirada resuelta—. Me han dicho que es
normal.
—¿Quién te
lo dijo?
—Su
doncella. Está arriba vigilando la puerta. Parece creer que las dos están de
mejor humor después de desahogarse de este modo.
Gimena todavía parecía aturdida. Le
rodeó los hombros con un brazo en un gesto comprensivo. Debía de estar
pasándolo mal. Seguro que había esperado algo muy distinto. Trató de
relativizarle la situación.
—Seguramente
la sirvienta tiene razón. Ha sido un viaje terrible para ellas: asaltaron su
tren, atracaron su diligencia, apareció un hombre en plena noche para intentar
llevarme a mi casa a punta de revólver. Una cosa tras otra desde que su barco
atracó, y proceden de una ciudad tranquila del Este donde nunca ocurre gran
cosa. Cualquiera explotaría.
—No tienes
que justificarlas.— Lo miró con curiosidad.
—Ya lo sé.
Sólo intentaba que me sonara mejor a mí— contestó Gastón.
Gimena lo contempló enojada, lo que
hizo que se sonrojara un poco, Se suponía que quería consolarla a ella, no
sentirse mejor él.
Los dos observaron más o menos a la
vez que el ruido había cesado detrás de ellos. No del todo. Las chicas se
estaban hablando. No se distinguía qué decían, pero eso significaba que ninguna
de las dos estaba muerta.
—Hazte un
favor, Gimena— comentó Gastón muy en serio a su amiga—. Cásalas pronto
y quítatelas de encima. Te lo aconsejo.
—¿Y piensas
ayudarme a lograrlo?— le contestó Gimena con una sonrisa.
—Sí, sólo
necesitaba desahogarse un poco, y si empieza a portarse como una dama que
debería ser, puede que sí.
—¿Hablas en
singular? No importa, me lo puedo imaginar.— Lo miró con tristeza y
suspiró—. Esperemos que tengas razón.
Se preguntó por qué Gimena parecía
triste de repente, pero prefirió no averiguarlo. Quizá fuera sólo su reacción
en general ante aquel reencuentro con sus sobrinas. ¿Y quién podría culparla
por estar tan decepcionada?

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