Pálida y temblorosa, abrió la portezuela y bajó los pies al suelo con el mismo temor que
si los posara sobre el aire inmaterial de un abismo. Ese abismo en el que una
vez hundida no le quedarían fuerzas para remontar. Le sorprendió que las piernas la sujetaran cuando
comenzó a
caminar con la vista al frente, perdida y confusa, queriendo llorar, romperse a
gritos, desahogar el dolor del que se le estaban llenando las pupilas.
Pero no pudo.
El rostro
sonriente de Gaston llegó a su pensamiento como un fogonazo. Sus ojos verdes,
sin sombras; su sedoso cabello dorado; sus delgados y largos dedos sujetando
una taza mientras le explicaba que las manchas de café eran reveladores dibujos. Aquella
dulzura del hombre que la enamoró y al que eternamente llevaría dentro de sí.
La angustia le
oprimía el
pecho y la dejaba sin aire. Deseaba y temía llegar a su destino, acabar con el
padecimiento de la duda o ahogarse en dolor. Y su destino era él, siempre sería él y las horas eternas que pasaron
abrazados, acariciándose,
diciéndose al
oído cuánto se amaban.
De pronto, sus
pies se clavaron en la tierra y un estremecimiento le desgarró el alma. Distinguió el cuerpo inmóvil, echado en el suelo y con la espalda
derramada sobre la pared de hormigón. Sus latidos se detuvieron desfallecidos y bajó los párpados. Dos gruesas lágrimas asomaron bajo sus pestañas mientras sus pulmones se ensanchaban
con un aire que asfixiaba. No podía existir prueba de amor más contundente y hermosa que la que él le había ofrecido. Ni en esta vida ni después de ella podía nadie entregar tanto amor en una
despedida. Y ahora ella necesitaba tenerle consigo, aunque fuera por un brevísimo espacio de tiempo. Habría cambiado su alma, y hasta lo que le
restaba de vida, por unos minutos en los que poder entregarle su amor eterno.
Reinició la marcha al tiempo que abría los ojos, encharcados y agonizantes. La
escasa luz de la tarde se volvió gris y sin brillo y las primeras sombras de la noche
se abatieron sobre la figura yerta de Gaston. Ella aceleró el paso al ritmo al que volvía a agitársele el corazón. Y al fin corrió. Corrió entre los destellos azulados de los
coches patrulla que comenzaban a iluminar el anochecer; entre los agentes que la miraban en silencio
mientras inmovilizaban a los apresados; entre los hombres tendidos en el suelo,
unos inertes, otros con las manos en la nuca esperando a que los esposaran.
Corrió hacia
el único ser al que veía entre todo ese desconsuelo; corrió hasta que pudo abrazarlo, inspirar su
olor y romper por fin en sollozos. La emoción no la dejaba hablar, pero tampoco
necesitaba hacerlo para que él la entendiera.
Gaston gimió, aliviado. Todos los sonidos a su
alrededor se apagaron. Todos, excepto el murmullo, dulce y entrecortado, de su
llanto. Se apartó
ligeramente hasta que pudo verle los ojos. Tragó, conmovido por sus lágrimas, y la miró con la misma emoción con la que la había descubierto hacía unos segundos, cuando el dolor físico le tenía postrado en el suelo; con el mismo amor
que le ayudó a
levantarse utilizando el apoyo de la pared para no preocuparla; con la misma
necesidad de llenarse el espíritu y los ojos de ella. La contempló queriendo olvidar el miedo atroz que había tenido, no a morir, pero sí a esa muerte que le condenaría a pasar la eternidad sin ella. La dibujó con los ojos mientras ella le acariciaba
el rostro con dedos trémulos asegurándose de que lo tenía a su lado, y esta vez para siempre.
Siguió con la mirada la hilera de botones del
abrigo de Rocio buscando el punto bajo el que se formaba su hijo. Ella, que no
se había
perdido ni uno de sus emocionados gestos, le sintió estremecer. Le cogió la mano izquierda y la condujo por la
abertura de la prenda hasta posarla en su vientre, donde ya latía el pequeño corazón.
Alzaron a la vez
los ojos, incrédulos y
dichosos mientras la lana del vestido traspasaba el calor de la palma abierta. Rocio
sonrió y la
apretó más contra sí. Entonces se abrazaron con ímpetu, con fuerza, como si necesitaran
estrecharse hasta cortarse el aliento para asegurarse de que nada de cuanto
estaban viviendo era un sueño.
—Pensé que no llegaba —dijo ella entre nuevos sollozos.
—Y yo que
no volvía a
tenerte así, a mi
lado.
—Creí que desaparecías de mi vida, y... y esta vez para
siempre —musitó Rocio.
—Y yo que
me iría sin
acariciarte una última
vez y sin confesarte que te amo más que a mi vida.
Bajó el rostro hasta rozarle los labios, húmedos y con sabor a mar. Se besaron con
desesperada ternura, se bebieron con la feroz ansia que el miedo a perderse les había cosido a las entrañas. Pero ni la profunda calidez de sus
bocas colmaba por completo el anhelo con el que se deseaban.
—¡Dios, cómo necesitaba verte y sentirte así, conmigo! —exclamó enterrándose en su frondosa cabellera rubia—. Esa noche iba a decirte que te amo más que a nada en el mundo. Iba a pedirte
que habláramos de
lo que quisieras, cuando quisieras, todas las veces que quisieras. Pero solo te
hice daño por...
—La angustia de aquel momento volvió a encogerle el corazón—. Perdóname por todas las cosas terribles que te
dije, pero tenía que
hacerlo. Necesitaba alejarte de mí y no encontré forma más segura de lograrlo que ganándome tu odio.
—Nunca
podría
odiarte. No existe nada que puedas hacer para conseguirlo.
—Lo sé —susurró cerrando los ojos—. No se puede odiar cuando se ama de esta
manera. Yo lo sé. He
puesto mi alma en intentarlo.
Rocio sonrió, recostada en su pecho. Por el ajustado
espacio entre la manga de cuero de la cazadora de Gaston y su propio cabello,
pudo apreciar dos cadáveres. Reconoció la figura impecablemente vestida de
Carmona, boca abajo, junto a la puerta abierta de su lujoso Mercedes negro. Se
encogió al
sentir un escalofrío.
—Ya ha
pasado, mi vida —dijo él al notar su temblor—. Todo ha pasado. Nadie te hará daño jamás.
—Dime que
no lo has hecho tú —suplicó.
—¿Importa
eso? —preguntó, tenso, abrazándola y conteniendo la respiración.
—Dime que
no lo has hecho —insistió angustiada—. Dime que esto no volverá a separarnos.
—No
sufras. Todo va a estar bien. —Le acarició la espalda con suavidad—. Él me ha ayudado. —Alzó los ojos, extrañada, y se encontró con su tranquilizadora sonrisa—. El comisario —aclaró tomando aire—. Al enterarse de la verdad, de los planes
de Carmona y de la existencia del CD, quiso pactar conmigo. Llegó a casa cuando yo pensaba que todo había terminado, me expuso sus planes y no
tuve más
remedio que aceptar. —Deslizó la mirada por cada línea de su sorprendido rostro—. Lo que me ofrecía a cambio era demasiado valioso como
para no tragarme el orgullo.
—¿Qué te ofreció? —preguntó con cautela.
La frente de Gaston
se posó con
suavidad en la suya.
—Vivir.
Vivir para compartir mis días con la mujer que amo. —Bajó los párpados, conmovida—. Pero también él tuvo que aceptar una condición. —Suspiró junto a sus labios—: Dejarme cuidar a esa mujer a mi manera.
—Yo pensé que él...
—A ese típo le importas. Te quiere y haría cualquier cosa por ti.
Rocio miró a su alrededor, buscándolo. Cuando sus ojos se encontraron, Pablo
sonrió y la
saludó rozándose la frente con el extremo de los
dedos de su mano abierta y rígida. Fue su forma de dedicarle el resultado de la
operación y
decirle que siempre le tendría a su servicio. Ella le pagó con otra sonrisa y se volvió hacia Gaston, asustada y temblorosa.
—Si él no hubiera estado aquí.
—Seguirías estando a salvo —susurró rebosando ternura.
Rocio se
sobrecogió al
pensar que sí, que
estaría a
salvo, pero sin él. Volvió a abrazarle con fuerza para sentirle
palpitar. Gaston se tambaleó. Retrocedió un paso llevándosela consigo y se recostó en el muro de hormigón.
—Juntos —susurró emocionado—. Otra vez juntos, y esta vez para
siempre.
—Sin
secretos —añadió ella, refugiada en su pecho.
—Tú aún guardas algunos.
El corazón de Rocio se detuvo.
—Yo no...
—Tú sí —murmuró sobre su cabello—. ¿Me has contado que me querías tanto que me aceptaste aun creyéndome un maldito narcotraficante? —Se enterneció cuando la oyó suspirar—. ¿Qué te convertiste en mi cómplice cuando dejaste de informar de mis
movimientos? —Un nuevo
suspiro, más dulce
y profundo, le penetró por los oídos y se le instaló en el alma—. ¿Que no te importó exponerte a que te abrieran un
expediente o te investigaran en asuntos internos? —Cuando ella alzó la cabeza él le rozó los labios y los besó despacio—. ¿Me has contado que las tardes de los sábados las pasabas en nuestro café para recordarme y sentirte un poco más cerca de mí? —musitó con emoción—. El comisario ha estado muy conversador.
Pensó que yo
debía saber algunas cosas.
—Debí creer en ti, en tu inocencia —dijo con pesar.
—Y yo en
la tuya —se tensó al recordar el encarnizado sufrimiento
que aquella tarde destruyó su alma y su mente—. Pero el dolor me cegó. A veces creo que fue la necesidad de
castigarme la que me alejó de ti.
—Debes aprender
a perdonarte —dijo mirándole a los ojos y lamentando que no
fuera tan indulgente consigo mismo como lo era con ella.
—Enséñame —rogó en un murmullo.
—Lo haré. Puedes estar seguro.
Una risa clara
surgió de la
boca de Gaston. Una risa como aquellas con las que la cercó cada vez que pretendió robarle un beso.
El sonido de una
ambulancia se oyó a lo
lejos. Gaston imploró que se retrasara un poco más. No quería apartarse de Rocio, no quería dejar de sentir sus brazos alrededor de
su cuerpo ni el calor de sus labios acariciando los suyos. No quería separarse de ella ni un momento. El
agujero de bala que tenía en su hombro izquierdo podía esperar, su corazón no. Su corazón necesitaba latir pegado al pecho en el
que palpitaba la vida de la mujer que amaba.
Se aseguró de que la pared y sus pocas fuerzas le
mantuvieran en pie y apartó el brazo de su cintura. Le cogió la mano y le pidió que la extendiera. Ella lo hizo, con la
palma hacia arriba, y la emoción le condensó el aire cuando él la rozó con las yemas de sus dedos.
—¿Recuerdas
lo que significa este punto del centro? —preguntó en voz baja. Ella asintió a pesar de haberlo buscado numerosas
veces sin encontrarlo—. Soy yo: tu eje, tu principio y tu fin, tu amor, tu
vida —repitió al cabo de los años—. Y lo seré siempre. Está escrito aquí, y en los posos de café, y seguramente está escrito en todos los sitios imaginables.
Eres mía y
nadie nos separará jamás.
Rocio suspiró bajito, temerosa de romper la magia. Alzó las manos para acariciarle el pelo. Ya
era lo bastante largo como para enredar los dedos en él. Comenzaba a parecerse al cabello del
hombre dulce y apasionado que la enamoró, el hombre que volvía a hablarle de líneas de la vida, de posos de café, de futuro escrito en las estrellas.
De
su futuro escrito en las estrellas.

ayyyy k lindos menos mal k no le a pasado nada a gas estubien pablo en ayudarlos este el ultimo capitulo? Espero k no subi el siguiente prontoooooo
ResponderEliminarno es el final falta el epilogo q lo subo el 1/feb Gracias x leer esta hermosa historia
Eliminarme muero! fue tan tierno!!! este es el finaaaal? no entendí muy bien :(
ResponderEliminarfalta el epilogo q lo subo el 1/feb Gracias x los comentarios
Eliminar@claudiarivero1 me mueroooo de amor que bueno que gas esta bien y no le paso nada estan juntos otra ves y que divinosss PABLO SE PORTO MUY BIEN no lo esperaba eso me encantooo... es el final o hay otros cap ? quiero mas besos
ResponderEliminarno es el final falta el epilogo q lo subo el 1/feb Gracias x leer y x los comentarios a esta historia
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