martes, 5 de febrero de 2013

Donde siempre es otoño capitulo 1


Capítulo 1

Otoño en Crystal Lake

Dicen que un instante puede cambiarnos la vida. Que un encuentro al que no damos importancia puede convertirse en el suceso que marque toda nuestra existencia. Dicen que puedes ser testigo de ese intervalo fugaz y mágico en el que la rueda del destino se detiene, duda y termina variando la dirección y ocasionando que nada vuelva a ser igual.
Tampoco él supo distinguir ese momento clave en el que su propio universo, absolutamente perfecto, comenzó a quebrarse. No entendió la trascendencia que tendría ese segundo exacto ni vislumbró el motivo por el que de pronto se le aceleró el corazón. Nada le hizo presentir que estaba asistiendo al sencillo hecho que iba a alterar todo su mundo y que, sobre todo, iba a cambiarlo a él.
Esa tarde, el otoño burbujeaba en ocres y amarillos en el extremo noreste de Crystal Lake. El sol desaparecía en el horizonte y los ya débiles rayos penetraban por entre las copas de los árboles dorando las tranquilas aguas del lago y la fachada principal de la solitaria casa victoriana.
Ignorando ese fulgor que lo cegaba, Gaston, de pie en el porche, clavaba los ojos en el cielo rojizo. Miraba sin ver, esperando encontrar lo que había perdido, no sabía cómo ni dónde.
La suave brisa le llegaba de frente, alborotándole la sedosa melena oscura y meciendo, tras él, el banco que cuatro gruesas cuerdas sujetaban al techo. El acompasado crujido de los anclajes oxidados se entremezclaba con el suave pasar de las hojas de un cuaderno que había en una pequeña mesa, junto a una pluma estilográfica y una taza con café.
Crispó las manos sobre la barandilla pintada en blanco, cerró los ojos y bajó la cabeza a la vez que profería una maldición. Le desesperaba presenciar una nueva puesta de sol sabiendo que, una vez más, se acostaría con la misma sensación de vacío y sin haber escrito una sola línea. «Capítulo uno», había anotado hacía casi un mes, y después nada. Se había dedicado a dar largos paseos por los bosques que bordeaban el lago, disfrutando del hermoso espectáculo con el que el verde esplendoroso del verano iba dando paso a los colores incendiados del otoño, gozando del olor a humedad y a musgo, del relajante crujir del mullido manto de hojas bajo sus pies. Pero era ahí, en ese porche, donde había pasado la mayor parte de las horas, sentando frente a un cuaderno y a una taza en la que siempre terminaba enfriándosele el café. No entendía qué le estaba pasando y eso lo frustraba y lo llenaba de impotencia.
Una racha, más fuerte y heladora, irrumpió, agitando a su espalda el banco y pasando con velocidad las hojas del cuaderno hasta lanzarlo al suelo. Gaston se irguió furioso contra no sabía quién y se frotó el rostro con las manos. Inspiró hondo, tratando de calmarse. Sólo si estaba y se sentía en paz recuperaría esa parte de sí que lo había abandonado.
Un movimiento en el sendero llamó su atención, y entrecerró los ojos para evitar los cegadores rayos. Aguzó la mirada y a través del fulgor creyó distinguir la figura de una mujer envuelta en una prenda gris. Pero todo duró un brevísimo instante. Fue como una sombra, un reflejo de oro en medio de minúsculas partículas que brillaban en el aire a contraluz y que parecían el agitado y mágico polvo de un ángel que abría sus alas, o tal vez simplemente los brazos, y que, de pronto, se desvaneció con el último destello de sol.
Algo dulce y extraño impregnó el aire, y su corazón dio un respingo. Desconcertado, se quedó mirando el punto donde casi sin llegar a verla, la había perdido. Se dijo que no era posible. Llevaba toda la vida visitando aquel lugar y años acudiendo cada otoño, y nunca había advertido ninguna presencia humana. Ese extremo del lago era lo más aislado de la civilización que podía encontrar cerca, por eso le gustaba.
Aún conservaba esa confusa visión en la retina cuando, esa noche, sentado frente al escritorio, abrió el cuaderno y contempló durante largo rato la primera página en blanco.
¿De verdad podía hacerlo? ¿De verdad ese impulso por comenzar a escribir no terminaría convertido en otra frustración, como todos los anteriores? A pesar de sus instintivas ganas, era consciente de que si volvía a fracasar pasaría mucho tiempo antes de que se atreviera a intentarlo y eso lo contenía.
Pero, cuando al fin se armó de valor para arriesgarse, su vieja pluma comenzó a hilvanar una frase tras otra sin que le llegara el sueño ni le venciera el cansancio, mientras una redonda luna llena se asomaba, curiosa, por entre los visillos para observarlo.
La mañana siguiente no escribió ni una línea, pero no porque éstas no le bulleran en la cabeza. Necesitaba cerciorarse de que la mujer a la que creyó ver no había sido producto de su desesperada necesidad de imaginar. Por eso se mantuvo vigilante, de pie ante la baranda o sentado en el banco y dejándose mecer por la potencia del viento.
Las horas se le hicieron eternas. Llegó el ocaso y los últimos rayos de sol volvieron a dorar el agua y el frente de su hermosa casa de madera. Pronto anochecería, pero él siguió albergando la esperanza de que esa mujer, real o imaginada, apareciera de nuevo.
Acercó la silla a la baranda y se sentó a horcajadas, con el respaldo delante. Apoyó los brazos en él y sobre ellos el mentón, dispuesto a esperar lo que fuera necesario mientras el frío y las sombras se iban adueñando del entorno.
Tras unos minutos de calma, tomó aire y lo retuvo en los pulmones: la fantasía que le había inspirado durante la noche pasada estaba allí, avanzando por el sendero con paso lento, real y humana, y tan misteriosa como si hubiera surgido de las páginas de uno de sus libros.
La contempló con atención. El cabello rubio, recogido descuidadamente sobre la nuca, el enorme jersey gris con el que se protegía del frío, las largas mangas en las que desaparecían sus manos… Toda esa triste melancolía que parecía desprender acrecentó su interés.
A partir de entonces, se encontró sumido en una entusiasta rutina: escribía sin descanso, comiendo un sándwich hecho con prisa cuando lo apremiaba el hambre y durmiendo sólo cuando lo doblegaba el sueño. Y, al comenzar cada ocaso, lo dejaba todo y se acercaba a la barandilla para no perderse su llegada entre el ramaje, su paseo junto al lago y su desaparición en el cerrado bosque de robles y hayas. Contemplaba hasta el más insignificante de sus movimientos. Lo hechizaba simplemente verla sujetarse los mechones que le alborotada el aire, pues sólo entonces aparecían sus delicados dedos bajo la gruesa lana. A veces, cerraba por un instante los ojos para rescatar de su memoria el suave crujir de la hojarasca bajo sus pies y sentía que estaba junto a ella, andando a su lado y respirando su aroma. Porque no necesitaba acercarse para saber que ella olía como un cálido atardecer de otoño.
Escribir y aguardar, verla y volver a escribir: una repetición constante que lo absorbía y lo satisfacía por completo.
Hasta que una de esas tranquilas esperas se alargó hasta convertirse en eterna. Terminó de ocultarse el sol y cayó el manto de oscuridad sin que la hubiera visto.
No le dio importancia, como tampoco le preocupó que esa noche no consiguiera escribir ni una línea. Estaba seguro de que las cosas volverían a la normalidad al día siguiente. En ese momento, el pensamiento se le iba una y otra vez a ella y a los motivos que podían haberla retenido esa tarde en otro lugar.
Pero con el amanecer regresaron los días largos de horas interminables, las pesadas jornadas sentado en el porche, mirando las apacibles aguas del lago o haciendo girar la pluma entre los dedos mientras el café se enfriaba.
Se preguntaba qué le estaba ocurriendo. Por qué no le brotaban las historias con la misma facilidad de cada otoño en ese rincón apartado. No entendía que ni siquiera pudiera continuar desde donde, de forma tan abrupta, se había parado. Por eso leía y releía durante horas el último párrafo, esperando que eso le abriera la mente.
«El otoño enfermó de invierno la tarde en que ella desapareció», escribió de pronto, sin pensar, deseando que a partir de ahí las palabras fluyeran solas. Pero fue inútil. Las tenía atascadas en algún lugar inaccesible de su cerebro, o tal vez más lejos.
Asió la taza y dio un pequeño sorbo: el café estaba helado; helado y amargo. La dejó en la mesa con tal brío y tan mala fortuna, que el líquido se derramó sobre el espacio en blanco de la hoja. Lo secó presuroso, dando pequeños golpecitos con el pañuelo, y contempló el desastre: lo escrito estaba a salvo, excepto por una pequeña salpicadura que teñía de ocre el término «desapareció».
«Desapareció», repitió en voz baja. Ella le había devuelto la inspiración al llegar con los últimos rayos de un atardecer. O eso creyó él. Porque ahora comprendía que era su simple presencia la que le había estado contando una historia que ya no sabía cómo continuar. Necesitaba que volviera, se dijo sin apartar los ojos de la mancha oscura. Lo necesitaba para escribir lo que únicamente ella y su silencio podrían dictarle.                                       A.Iribika

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