Hora y media después era
noche cerrada. Las nubes negras que amenazaban tormenta, derramaban una pesada
oscuridad que llenó de frío el espíritu de Rocio cuando cedió a la ocurrencia
de mirar a través del cristal de la ventana.
No tuvo ánimos para llamar
al abogado y pedirle que le explicara lo de la maravillosa casona que según él
había heredado. En ese momento su desesperación seguía siendo lo que había
dejado atrás, el dolor que le causaba recordar lo ocurrido y no ser capaz de
comprenderlo.
Con el estómago vacío, el
miedo en el cuerpo y una soledad en el alma mayor aún que la que tenía cuando
salió huyendo, se metió en la cama y alzó las mantas hasta cubrirse la cabeza,
igual que cuando era niña y jugaba al escondite, tapándose los ojos con las
manos ante la creencia de que, si ella no veía a nadie, nadie la podía ver a
ella.
Ahora necesitaba esconderse
de la vergüenza que sentía, del lugar patético en el que se refugiaba, de la
oscuridad, de la soledad, del silencio.
Mientras tanto, en una
acogedora cocina de Roncal, en el segundo piso de una gran casa de piedra, Silvia
ponía sobre la mesa una bandeja con filetes de merluza rebozada y un cuenco con
ensalada.
Para Hector y su esposa, la
hora de la cena la marcaba la llegada de Gaston, el hijo menor y el único que
aún permanecía soltero. Acostumbraban esperarle sin importar lo que tardara,
excepto en épocas especiales de trabajo intenso. Entonces, llegada una hora
prudente, Silvia ponía un puchero con agua al fuego y colocaba sobre él un
plato hondo con una generosa ración, y lo cubría con una tapa. Una vez que el
agua comenzaba a hervir, reducía la temperatura para que sólo mantuviera el
calor y se acostaba sabiendo que, cuando su hijo llegara, encontraría la cena
caliente.
Pero ésta no era una de esas
noches, y Silvia estaba sentada a la mesa, entre su marido y su hijo, dispuesta
a disfrutar, más de la compañía que del delicioso pescado.
Gaston cenaba en silencio.
Ni participaba de la conversación ni la atendía. Tenía su mente en la borda, en
Rocio, en que con ella la paz se le había acabado. En que si ella no se iba,
tendría que ser él quien abandonara el trabajo, y si la cosa se complicaba demasiado,
tal vez hasta los negocios que ahora compartían.
Terminada la cena y cuando
su padre comenzaba a escenificar por tercera vez el momento sublime del ordago,
Gaston pareció despertar de su letargo.
—Ha llegado —dijo,
manteniendo la vista en el trozo de pescado que le quedaba en el plato y que
desplazaba de un lado a otro con el tenedor.
—¿Ha llegado? —preguntó su
madre, sorprendida—. ¿Quién ha llegado?
—Rocio Igarzabal —con la
mirada aún baja, exageró la resonancia de cada palabra—. Ha llegado hace unas
dos horas.
Hector olvidó su grandiosa
hazaña del mus, y apartando su plato vacío inclinó el cuerpo sobre la mesa.
—¿No habías dicho que
vendría mañana?
—Estaba equivocado. —Gaston
dejó caer el tenedor, que sonó sobre la porcelana, y alzó la mirada—. El abogado
me ha llamado a primera hora de la tarde. Según dijo, ella acababa de decidir
que vendría. ¿Cómo iba a imaginarme que ya estaba en camino? —se lamentó, y
agitó la cabeza, incrédulo—. La gente normal necesita hacer planes, preparar
maletas, avisar en el trabajo. Hector resopló y guardó silencio. Sabía lo que
aquella llegada suponía para su hijo. Hasta había rezado para que la nieta no
se dignara aparecer por allí para conocer lo que había heredado. Se palpó el
bolsillo de la camisa y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Una mirada
reprobatoria de Silvia bastó para que devolviera el tabaco a su lugar.
La madre preocupada pasó a
dedicar toda su atención a su hijo.
—La esperábamos. Poca
importancia puede tener que llegue un día antes o un día después —dijo,
tratando de transmitirle calma.
Gaston ni siquiera la
escuchó. Se sentía demasiado molesto y malhumorado.
—Si la hubierais
visto—comentó entre dientes—. Es orgullosa, estúpida, soberbia...
—No deberías hablar así de
ella —interrumpió con suavidad Silvia—. Es la nieta de Ignacio.
—Nieta de Ignacio... —Sus
labios se curvaron en una sonrisa cínica—. Ese título le queda grande.
Hector volvió a recostarse
en el respaldo de su silla. Sobre aquel asunto prefería no opinar delante de su
esposa, al menos hasta conocer a la muchacha.
—Eso no es de nuestra
incumbencia —continuó diciendo Silvia—. Ella tiene todo el derecho a estar
aquí, y tú no deberías dejar que esto te amargue.
—No lo haré. —Sonrió, sólo
para tranquilizarla. Después miró a su padre, que observaba en silencio. Sabía
que pensaba como él, pero que no lo diría por no comenzar una discusión—. De
todos modos, mamá, parece que has olvidado todo el sufrimiento del viejo.
—¡No se me ha olvidado nada!
—Había alzado demasiado la voz. Suspiró y tomó la mano de Gaston entre las
suyas—. No lo he olvidado, cariño, pero estoy segura de que a estas alturas
Ignacio ya la habría perdonado.
Gaston respiró hondo. Habían
pasado pocos meses desde la muerte del abuelo y aún le dolía recordarlo. Si al
menos Rocio hubiera esperado un poco más para aparecer, él hubiera tenido
tiempo para asimilarlo, para esperarla, para hacerse a la idea de que las cosas
habían cambiado.
Silvia lo sintió lejos, le
vio el brillo en los ojos y le apretó la mano que aún mantenía entre las suyas.
—Cuéntanos cómo es la chica
—dijo, intentando aligerar la conversación.
Gaston agitó la cabeza para
sacudirse los pensamientos y tranquilizó a su madre con una expresiva y
enternecedora sonrisa.
—¿Y para qué, si no merece
la pena? —Suspiró, haciendo una pausa en la que volvió a verla con claridad—.
Es rubia, delgada... más bien seca —aclaró, siendo consciente de que
exageraba—. Seguro que a ti te parecería guapa, pero yo sólo veo una mujer
insoportable que aparenta tener muy mala leche.
—¡Como su abuelo! —intervino
Hector, animado porque aquel comentario no le comprometía.
—Sí—dijo, mirando a su
padre—, como su abuelo, aunque lo domina mejor de lo que lo hacía él. Mientras
hablábamos me sonreía como si todo le pareciera perfecto. Pero te aseguro que
por dentro ardía en furia —añadió con visible satisfacción.
—¡No habrás discutido con
ella! —exclamó Silvia, inquieta.
—No. Tan sólo nos hemos
tanteado. Cuando le mostré... —Pensó mejor lo que iba a decir—. Cuando le
mostré su casa me desaparecieron todas las ganas de pelea.
—Creo que debería ir a verla
—pensó Silvia en voz alta—. Presentarme y ofrecerle mi ayuda para lo que
necesite. —Miró a su marido, que seguía observando en silencio—. En cuanto
recoja la cocina, tú y yo iremos a ver a esa chica.
—No tan deprisa, mamá. —tomó
aire mientras sonreía—. Ella no está en el pueblo.
—¿Cómo que no está en el
pueblo? ¿Dónde está, entonces?
Gaston miró los rostros
interesados de sus padres. Sabía que en cuanto abriera la boca recibiría un
buen sermón. Pero las reprimendas de su madre no le preocupaban, y las de su
padre apenas si se producían. tomó su vaso de vino y apuró despacio el último
sorbo.
—Está en la borda —dijo,
dejándolo de nuevo sobre la mesa—. Pasará allí la noche.
—¡Dios del amor hermoso!
—exclamó Silvia—. Pero, ¿en qué estaba pensando esa chica para quedarse en ese
sitio?
—Dio por sentado que eso no
podía ser la casona de su abuelo. —Gaston recordó el aire de superioridad de Rocio
y apretó los dientes hasta que se le deshizo la sonrisa—. No pude resistirme.
Le dije que eso era la fantástica morada que había heredado.
—¿Cómo has podido hacerlo? —Silvia
se esforzaba en no alzarle la voz—. Si alguien me hubiera dicho que tú harías
una cosa así, no lo hubiera creído.
—No soy un santo, mamá. —Ni
se consideraba un santo ni le gustaba que le presionaran para que lo fuera—. Y
no te pongas trágica por esta tontería, no deja de ser una vivienda aunque
lleve deshabitada mucho tiempo.
—Deberías subir a buscarla y
llevarla a su casa.
—Mamá, ¡por favor! —protestó
con impotencia—. No le des tanta importancia. Es un buen modo de bajarle los
aires de reina con los que ha llegado. ¡Díselo, papá! —pidió, volviéndose hacia
Hector—. Dile que nadie se muere por pasar una noche en la borda.
—Prefiero no opinar, hijo.
Siempre que discuto con tu madre salgo perdiendo. Pero... —miró a su esposa y
susurró—, nosotros hemos vivido allí durante muchos años y somos gente normal;
sin traumas.
—¡No es lo mismo; ella está
acostumbrada a otras cosas! —contestó, y Hector decidió continuar callado—. ¡Es
una señorita!
Gaston rio, poniéndose en
pie y apilando los platos; el suyo en la parte superior por ser el único que
contenía restos.
—Una señorita que, con un
poco de suerte, mañana será historia porque se habrá largado por donde ha
venido —aventuró, dejando los platos junto a la fregadera.
—¿Y si ha llegado para
quedarse? —preguntó la madre, acercándose con los cubiertos en las manos—.
Trata de verle las virtudes, hijo; seguro que las tiene. Hazlo por Ignacio.
—Mamá, te lo ruego. No hagas
eso —suplicó, mirándola con tristeza—. No utilices el cariño que yo tenía al
viejo para convencerme de que tengo que soportar a su nieta.
—Me preocupas. Tal vez si
dejaras de pensar en conseguir esas tierras y ese ganado, mirarías a esa chica
de otro modo.
—No piensas lo que dices.
—Se acercó a la mesa a por los vasos y los dejó junto a la loza—. Tengo motivos
bien fundados para no soportarla, y tú lo sabes. Pero escuchándote parece que
lo que siento hacia ella es sólo resentimiento porque es la dueña de algo que
yo deseo.
—No quise decir eso, cariño
—se disculpó al ver que le había ofendido con sus palabras.
—Pues lo ha parecido.
Silvia suspiró y le miró
dolida por su seca respuesta. Gaston suavizó el semblante.
—Lo siento, mamá. Entiendo
lo que querías decir. —Miró a su padre, buscando su silenciosa complicidad—.
Pero como papá está callado, sólo puedo pagar mi mal humor contigo. —Silvia
sonrió y él se sintió mejor—. Gracias por tu preocupación.
—Pero no vas a seguir
ninguno de mis consejos, ¿verdad?
Gaston negó con la cabeza.
Revolvió con los dedos el bien peinado cabello de su madre, y se dirigió hacia
la puerta que daba al balcón.
Silvia suspiró mientras daba
paso al agua para comenzar a fregar.
La noche era fresca. Gaston
tomó una gran bocanada de aire y apoyó los brazos en la barandilla de madera,
en el corto espacio que quedaba entre los tiestos cargados de geranios. Bajo
él, los costados de un cuidado huerto donde sus padres pasaban las horas se
iluminaban desde las farolas de forja adosadas a las fachadas. Unos doscientos
metros de buena tierra en los que las diferentes verduras y hortalizas ocupaban
su espacio como si de flores ornamentales se tratara.
Pero el verdadero jardín, en
la villa de Roncal, estaba en las ventanas y balcones de madera de sus casas de
piedra y grandes mansiones señoriales, adornados con geranios frescos, grandes
y olorosos; en su mayor parte rojos. Suponía un placer para los sentidos
caminar por sus calles empedradas en forma de y, y ascender sin prisa hasta la
iglesia parroquial.
Su madre tenía razón. A
Ignacio no le habría gustado ver la hostilidad con la que trataba a Rocio. Ella
era su única nieta y seguro que, desde donde estuviera, ya la había perdonado.
Pero él no era Ignacio. Él ni podía ni quería entenderla, mucho menos
perdonarla por todo el dolor que había causado al abuelo.
Frunció el ceño, y su
anguloso perfil de nariz recta y mandíbula marcada se contrajo en un gesto
amargo. ¿Qué buscaba aquella mujer allí? ¿Qué demonios estaba pensando hacer
con todo lo heredado? No se fiaba de los caprichos de una niña pija de ciudad.
No confiaba en que supiera apreciar el verdadero valor de todo aquello.
Comenzó a llover de nuevo. Gaston,
a salvo del agua bajo el pequeño tejado que daba protección al balcón, sonrió
al escuchar el primer estallido de tormenta. Sus ojos verdes otearon el cielo
contando los segundos hasta el primer rayo: seis segundos; la tormenta estaba a
unos dos kilómetros. En unos minutos la tendrían encima. Se peinó el rubio
cabello con los dedos hasta alcanzarse la nuca despejada. La sentía tensa,
agarrotada. Se la frotaba con fuerza cuando un nuevo trueno resquebrajó el
firmamento y aumentó el caudal de agua.
¡Sí, señor! Aquélla iba a
ser una magnífica tormenta que complicaría la noche a aquella niñata y, con
suerte, la espantaría apenas amaneciera. autora; Iribika

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