CAPÍTULO
16
El pañuelo azul
El martes, segundo día de
convención, se extendió el rumor de que el congresista Patrick Kennedy, hijo
del que fuera baluarte del ala liberal del partido, Edward Kennedy, aparecería
para mostrarle su apoyo a Martinez, y los miembros de la prensa anduvieron
especialmente revolucionados. No era humanamente posible asistir a los actos
del Pepsi Center y estar al pie del cañón en el hotel, pero quienes contaban
con más medios pudieron cubrir ambos frentes. Vicco optó por el Centro de
Convenciones, confiando en que si el esperado Kennedy aparecía por la ciudad,
se dejaría ver por allí, o incluso pronunciaría un discurso no programado.
Gaston se dedicó a deambular
por el otro extremo de la ciudad, donde las medidas de seguridad eran menos
asfixiantes y no debía estar mostrando su acreditación a cada paso. Aunque
evitarlas no había sido lo que le llevó a alejarse.
Había pasado casi toda la noche
en vela. Saber que le separaban de ella tan sólo unos metros de pasillo y
algunos escoltas se había convertido en su tormento, en su obsesión. Y, una vez
levantado, ni siquiera el murmullo siempre absorbente de la televisión
consiguió que se la quitara del pensamiento ni de las retinas. Pues, esa
mañana, ella era la noticia. Ella y su fantástico discurso con el que, como ya
auguró Eugenia, había enamorado a media nación. Pero no pudo evitar saltar con
insistencia de una cadena a otra, a pesar de saber que, durante ese día
completo, ella las coparía todas.
Nunca debió pisar aquella
ciudad; nunca debió empeñarse en volver a verla. Al hacerlo, sólo había
conseguido fortalecer la obsesión con que llevaba meses recordándola, en
especial cada vez que había hecho el amor con Lali.
Con ese sentimiento de
impotencia desesperada por no poder volver atrás y deshacer lo hecho, quiso
alejarse del ahogo de banderas y símbolos demócratas que le recordaban su
maldito error y a ella. Pero en cuanto entró en el taxi que lo llevaría hasta
la tranquila zona sur de la ciudad, la cálida voz con que ella había contado en
el Pepsi Center su historia de amor con el senador, volvía a sonar a través de
la radio encendida del taxista. Y, asaltado por los mismos celos que lo habían
mortificado al oírselo decir por primera vez, supo que fuera donde fuese la
llevaría
con él. No únicamente ese día, sino tal vez todos los días del resto de su
vida.
Ni un simple café pudo tomarse
sin que Rocio estuviera presente en la televisión o en las conversaciones de
quienes lo rodeaban. Tampoco durante el simple gesto de recorrer las aceras
pudo ignorarla. Cada vez que se encontró con un expendedor de periódicos, le
costó resistirse a meter unas monedas y hacerse con uno. Lo que no pudo evitar,
fue detenerse a mirar su foto en las primeras planas y leer los grandes y
elogiosos titulares.
Por la tarde, cuando entró en
el taxi que lo llevaría de regreso, sintió alivio al comprobar que el taxista
no llevaba encendida la condenada radio. Tras dar la dirección, se acomodó en
el asiento trasero, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos para
disfrutar del silencio.
Y fue entonces cuando notó lo
cansado que estaba, de cuerpo y alma. Llevaba todo el día tratando de apartarse
de ella cuando, en verdad, era verla lo único que ansiaba. Y él, que no estaba
acostumbrado a luchar contra sus propios sentimientos ni sus deseos, nunca
imaginó que batallar contra uno mismo fuera tan agotador como baldío.
—Así que está aquí por la
convención —trató de conversar el taxista.
Gaston apretó los párpados y
maldijo para sí.
—No me interesa la política.
Estoy aquí por trabajo —comentó con la esperanza de que el hombre cambiara de
tema o directamente guardara silencio.
—Pero veo que se hospeda en el
hotel de los políticos. Imagino que habrá visto a alguno importante. —Se detuvo
en un semáforo y aprovechó para mirar a su pasajero—. ¿Oyó el discurso que dio
ayer la señora Martinez? Ese tal Pablo tiene con ella una gran baza. Es lista,
joven, guapa. Eso le dará más votos, ¿no cree?
—No lo sé. Ya le he dicho que
no me interesa la política —dijo, tratando de no resultar descortés. El buen
hombre no era culpable de sus problemas ni de su sentimiento de frustración.
—Yo tampoco entiendo de esto,
pero estamos muy contentos de que hayan elegido nuestra ciudad —comentó
satisfecho—. ¿Sabe lo que un acontecimiento así hace crecer el lugar en el que
se celebra?
—Lo imagino —respondió,
aliviado de que hubiera dejado de hablar de Rocio.
Pero cuando aún no habían
recorrido más de cuatro manzanas, el taxista retomó el tema que parecía
apasionarle: la hermosa mujer del afortunado
candidato.
Cuando Gaston divisó el
edificio blanco de cristales oscuros, su resistencia se había tensado tanto a
lo largo de largas y eternas horas, que dolía.
—Lléveme al Pepsi Center —pidió
de pronto, seguro de que antes de que acabara el día, se habría arrepentido de
haberse dejado llevar por ese impulso de ir a buscarla. Pero necesitaba
hacerlo. Necesitaba descargar su dolor contra alguien, y nadie mejor para ello
que quien era el origen de su tormento.
El característico olor a
galletas de chocolate recién horneadas lo recibió al atravesar el acceso
principal al estadio y, con paso firme, se dirigió a donde convergían los
pasillos, tan idénticos entre sí como si hubieran sido diseñados para confundir
y extraviar a los recién llegados. El día anterior, el servicial asesor de
campaña le había enseñado a distinguir el que llevaba al backstage y a
los camerinos de las grandes personalidades demócratas. Se le había acelerado
el corazón cuando le vio señalar con orgullo la puerta tras la que Rocio
esperaba para pronunciar su discurso.
Y ahora sabía dónde
encontrarla.
—Para dar conmigo deberías de
seguir ese lío de cables que tienes bajo los pies. —Volvió la cabeza y vio a Vicco,
que llegaba con su inseparable cámara fotográfica al hombro y en las manos una
bolsa de papel grueso con crujientes galletas de chocolate—. Porque era a mí a
quien buscabas para disculparte por no atender a mis llamadas de anoche, ¿no es
cierto? —preguntó con cariñoso sarcasmo.
—Me acosté temprano. Estaba
cansado.
Vicco apreció el agotamiento
que aún llevaba en los ojos, en el semblante sombrío.
—¿Por qué no vuelves a casa?
—le aconsejó con preocupación—. Lali, a la que mi Cande asegura que no has
llamado ni una sola vez, te espera con los brazos abiertos.
—La llamaré esta noche. Ella se
contenta enseguida. —Se pasó las manos por el pelo con gesto impaciente—. Pero
no puedo irme. Tengo un acuerdo con el
senador
y lo voy a cumplir.
—No le debes nada. Vete.
Abandona todo esto que te está hundiendo y, una vez en casa, lo llamas para
decirle que lo has pensado mejor y que no le escribirás ese discurso.
—No puedo hacerlo —insistió él,
pensando no sólo en la promesa hecha, sino también en que irse supondría no
volver a ver a Rocio. Tal vez no volver a verla nunca.
—¿Qué te lo impide? —perseveró Vicco—.
Tu palabra no valdrá menos porque incumplas ésta.
—Valdrá menos para mí.
Se miraron a los ojos, en
silencio, sabiendo ambos la verdadera razón por la que no abandonaría hasta que
no finalizara la convención.
—Hay algo más importante que la
palabra de uno —declaró Vicco con solemnidad—, y es la vida de uno. —Gaston no
respondió. Miró hacia el pasillo que rodeaba el lado derecho del estadio hasta
el backstage—. Acompáñame —trató de retenerle su amigo—. Te presentaré a
un montón de gente interesante sobre los que te gustará escribir en tu columna.
Y, si quieres, también a nuestro amor platónico del Canal 9.
—No tienes que cuidar de mí —le
advirtió sin mirarlo—. Disfruta de tu trabajo como lo harías si yo no estuviera
—dijo, al tiempo que retomaba su camino.
—Pero estás —lo oyó murmurar a
su espalda. Y, aunque no se detuvo, se sintió culpable porque su presencia
estuviera suponiendo para Vicco una preocupación.
Mientras avanzaba por el pasillo,
asegurándose una vez más de que fuera el que conducía al backstage, oyó
el atronador recibimiento que le hacían al senador Morgan Owens, el claro
perdedor
Después de los meses que
llevaba tratando de convencer de que él era la mejor opción, ahora las primeras
palabras de Owens eran una llamada a la unidad, a concienciar de que el partido
sería fuerte si todos eran uno y remaban en la misma dirección. «Martinez es
nuestro hombre —dijo, tragándose su decepción y su orgullo—. Es un gran
político y una gran persona, y os pido, a quienes habéis luchado hasta hoy por
mí, que ahora lo hagáis por él. Porque os aseguro que
nuestro
país le necesita como presidente.»
Todo al ganador, se dijo Gaston
cuando volvieron a sonar los aplausos. Ésa era la hipocresía, comprensible y
necesaria, de la política que él detestaba. Todo se podía comprar o vender, y
lo que hoy era blanco mañana nos lo harían ver negro si eso convenía a sus
intereses. Y eso visto como simple espectador, sin contar con las intrigas
internas o la corrupción.
El corazón se le detuvo en el
pecho cuando se paró ante la puerta del camerino. Estaba a punto de ver a la
mujer a la que llevaba todo el día evitando, todo el día echando de menos. Y,
cuando ya sólo le quedaba golpear con los nudillos, se preguntó qué estaba
haciendo. No era allí donde debía de estar, sino junto a Lali, lejos de la
política, que aborrecía y, sobre todo, lejos de la mujer que había hecho que se
tambalearan los cimientos de su sólida vida.
Resopló, aliviado por la
decisión que acababa de tomar en el último instante, y se volvió para irse con
la conciencia un poco más tranquila, pero con tan mala fortuna que la puntera
de su zapato rozó la puerta y ésta cedió con suavidad.
La sorpresa lo detuvo y los
ojos se le fueron hacia la rendija que dejaba entrever unas sencillas paredes
blancas y el extremo de un sofá gris.
Y la tentación de contemplar
algo más fue demasiado grande.
Empujó la puerta con dedos
trémulos mientras pensaba en cómo explicaría su intromisión si llegaba a
encontrarse con alguien. Pero no necesitó inventar. El interior estaba vacío y
el familiar y leve aroma le indicó que no hacía mucho tiempo que ella había
estado allí.
Echar un vistazo en tres segundos.
Era cuanto quería hacer: echar un rápido vistazo desde el umbral, con el
sencillo anhelo de ver algo que le recordara a ella.
Y en ese espacio impersonal,
sin adornos superfluos, antes de agotar los tres segundos su mirada ya había
tropezado con lo único que destacaba y que además creyó reconocer: un vaporoso
pañuelo de seda atrapado bajo un pequeño bolso femenino.
Unos pocos pasos lo separaban
de la mesa. Tres, si los daba largos. Pero que alguien lo encontrara husmeando
en el camerino de la esposa del senador Martinez era un riesgo que no debía
correr. Y, sin embargo, la atracción por el pañuelo azul, aquel pañuelo azul,
fue más poderosa que todos los razonamientos que pudo hacerse en ese último
segundo que se había dado para alejarse.
Dos zancadas con el corazón a
punto de estallarle le bastaron para encontrarse junto a la mesa y, con la
misma loca inconsciencia con que había entrado, empujó
el
bolso para hacerse con el pañuelo que tan bien conocía. Lo acarició con los
dedos y se lo llevó a la nariz para inspirar con los ojos cerrados.
Recordaba su olor, recordaba su
tacto húmedo… Y volvió a sentirse allí, abrazándola empapada de lluvia,
hundiendo el rostro entre su pelo mojado y rozando con los labios el pañuelo
anudado a su cuello. Y, mientras respiraba aquel olor a pasado, el poco sentido
común que había entrado con él lo obligó a reaccionar.
No podía estar allí. Nadie
podía encontrarlo en aquel espacio prohibido.
Se metió el pañuelo en el
bolsillo de la chaqueta al tiempo que regresaba al pasillo. Y, una vez fuera,
se entretuvo un instante en dejar la puerta exactamente como la había
encontrado.
Fue al volverse cuando la vio.
Avanzando por el último tramo del largo pasillo, acompañada de Eugenia y de dos
escoltas.
Maldijo no haber dispuesto de
otro par de segundos que le hubieran alejado unos metros y poder fingir así que
se dirigía al backstage. Pero ya no había remedio. Su inconsciencia lo
había colocado en una posición incómoda y se consoló pensando que no era lo
peor que podía pasarle después de un día tan desafortunado.
Y mientras ella y la pequeña
comitiva se acercaban, él aguardó, ideando cómo justificar lo injustificable.
—¿Señor Dalmau? —lo saludó Rocio,
desconcertada.
Gaston vio la desconfianza en
sus ojos, en los pequeños pliegues con los que frunció sus delicadas cejas, en
la provocativa altivez con que lo miró desde la sombra de sus rizadas pestañas.
—La buscaba, señora Martinez
—dijo, tras humedecerse los labios resecos—. No la he felicitado por su
espléndido discurso de ayer y me he tomado la libertad de venir hasta aquí para
hacerlo.
—Se lo agradezco —respondió
ella a su cumplido, sorprendida de que, por primera vez, fuera él quien
desviara una y otra vez los ojos.
—Ahora, si me disculpa… —dijo Gaston
deseando irse.
Su nerviosa actitud, tan
diferente a la del hombre templado y seguro de sí que acostumbraba a ser,
terminó de alertar a Rocio.
—Si se queda por aquí, le
presentaré al senador Morgan Owens —dijo Eugenia, igualmente desconcertada por
su comportamiento huidizo—. Y también a un
congresista,
representante de la cámara baja, realmente interesante —añadió, con innecesario
misterio.
—Nada me agradaría más si no
tuviera asuntos importantes que atender. —Se volvió hacia Rocio con rapidez—.
Señora Martinez —volvió a despedirse bajando ligeramente la cabeza.
—Señor Dalmau —repitió ella, y
un instante después entró en el camerino dispuesta a comprobar si su suspicacia
tenía algún sentido.
Un golpe de calor le recorrió
la sangre y le subió hasta el rostro al comprobar que el bolso había sido
movido y que faltaba el pañuelo de seda .
Se volvió y, siguiendo un
impulso, salió con tanta rapidez al pasillo que casi hizo tropezar a Eugenia.
—¿Algún problema, señora?
—preguntó con alarma uno de los guardaespaldas.
—Ninguno, gracias —respondió,
en el fondo aliviada de no haber encontrado a Gaston, pues aquél no era el
mejor lugar para las preguntas que hubiera querido hacerle.
En ese momento, él ya había
llegado al cruce de pasillos y sobrepasado el entramado de cables que llevaba
al espacio reservado a los medios de comunicación. Más que caminar, había
volado sobre las rugosas baldosas verdes, llevándose su pequeño tesoro. Lo
único, además de los recuerdos, que llegaría a tener de ella.
Cuando divisó la salida del
estadio se miró emocionado el bolsillo. Un pequeño extremo de seda azul asomaba
por el borde y lo introdujo con rapidez hasta el fondo. Era suyo, sólo suyo, y
nadie, salvo sus ojos, volvería a contemplarlo jamás. adaptacion

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