«¡Cuánta confusión puede
desencadenar un simple beso!», se decía Rochi esa mañana, sentada ante la mesa
de la cocina y observando la espumosa superficie de su taza de leche a la vez
que, a quinientos kilómetros de allí, Pablo descubría su paradero. Nadie la había
besado con la dulzura con la que lo hacía Gaston. Aunque pensara en la vez
anterior, cuando quien la besó fue el Gaston duro y arrogante, lo que recordaba
era la suavidad con la que su boca quiso reparar la violencia de su ofensa.
Era un hombre apasionado y
visceral, pero tierno, pensó. Un hombre que había conseguido enmarañarle los
sentimientos. Porque amaba a Pablo, de eso su razón estaba segura; pero era Gaston
quien ocupaba su mente la mayor parte del tiempo, y ese hecho confundía a su
corazón.
Aquella mañana, después de
haber pasado toda la noche soñando con tartas y besos, pensar en que tendría
que regresar a Madrid era como si una espina de desazón se le clavara en el
alma. Del mismo modo, imaginarse viviendo para siempre en un espacio alfombrado
de verde y abierto a un cielo azul, le envolvía esa desazón en agobio.
Y es que, «¡cuánta confusión
puede desencadenar un simple beso!», se repetía aún llegada la tarde, sentada
en el banco de madera, junto a la pared de la borda, con los pies sobre la hierba
fresca y la mirada en la cadena de montañas que custodiaban el valle.
La confusión de Gaston no
era mayor de la que le venía torturando desde que había descubierto que la
deseaba pero que nunca la tendría ardiendo entre sábanas.
Tal vez por eso, aquel día
no se le veía más inquieto de lo habitual. Mientras volteaba las hileras de
queso que aún maduraban en la cámara frigorífica, recordaba su atrevimiento de
la noche anterior. La paz que sintió al verla en la cocina fue más poderosa que
cualquiera de los deseos que se le habían despertado mirándola. El beso que le
había robado, poniendo un especial cuidado en no ofenderla, le había
descubierto que sus labios, cuando estaban relajados, eran la esencia misma de
la dulzura.
A media tarde, cuando
terminó con el queso y salió para regresar a Roncal, la vio sentada en el
banco, con la espalda apoyada en la pared de piedra, tranquila y absorta.
Caminó hacia ella sin
reparar en que, a la vez que disminuía la distancia que les separaba, se le
acrecentaba el hormigueo que el beso con sabor a tarta le había dejado en el
corazón. Con una sonrisa de complacencia, se sentó a su lado, apoyó la espalda
contra la piedra, y miró a lo lejos, como lo hacía Rochi.
—Es hermoso, ¿verdad?
—preguntó en voz baja, para no sacarla de su abstracción.
Rochi suspiró. Le gustaba su
compañía y su conversación, pero, ahora, su presencia agrandaba el sentimiento
confuso que le había dejado el beso... ese beso robado como en un juego.
—Sí que es hermoso
—respondió—. Llevo horas aquí, observando cómo cambian los colores de la
montaña según avanza la tarde. —Se le escapó una risa temblorosa—. No me
creerías si te dijera lo que he estado pensando.
—¡Prueba! —pidió Gaston,
volviendo el rostro para mirarla. Ella no se movió.
—Pensaba que un hotel en un
lugar como éste, sería algo fantástico. Poder ver esas montañas al amanecer,
desde la cama a través del cristal de la ventana; o estos colores cambiantes
del atardecer.
—¿Un gran hotel, como el que
tendrás algún día?
—¡No! —protestó, girando la cabeza
para mirarle a los ojos—. Por supuesto que no. Si yo llegara a un lugar como
éste a pasar unos días en un hotel, me gustaría que fuera algo íntimo y
especial que se fundiera con la naturaleza. Creo que... —Sonrió y volvió a
mirar hacia las cumbres—. Creo que debería ser algo mágico, como todo lo que
hay por aquí. Un sitio con pocas habitaciones, camas en las que las sábanas
blancas olieran a lavanda. Y algo imprescindible —dijo, riendo—: deberían tener
fuego bajo, para encenderlo por las noches y disfrutarlo acurrucada entre las
mantas.
—¿Y todo eso para observar
las montañas y el infierno verde? —bromeó, con una deslumbrante sonrisa.
—Creo que debería ser un
hotel especial, como este lugar —le miró, correspondiendo a su sonrisa con
otra, relajada y feliz—. Los huéspedes se enamorarían primero del rincón
acogedor que sería su hogar por unos días, y así no les sorprendería cuando
toda esta naturaleza y sus gentes se les metieran en el alma y ya no pudieran
sacárselos nunca. —Inspiró, volviendo a fijar los ojos en las montañas—. Es lo
que me ha ocurrido, y eso que yo no paso los días en ningún hotelito mágico
—dijo bajando el tono de su voz hasta que se le desvaneció.
«En el alma», se repitió Gaston,
quedándose a su vez en silencio.
¿En verdad se le habían
metido en el alma; también él? Porque si se atreviera a preguntarse cómo y
hasta dónde se le había clavado ella, ni siquiera sería capaz de definir el
lugar. Muy firme, muy profundo; más allá de las entrañas. En algún lugar
impreciso del que ya nunca podría arrancársela y desde el que se estaba
apoderando de todo su ser.
La cocina olía a cebolla
caramelizada, setas asadas y queso fundido.
Durante los últimos días, Rochi
había estado probando recetas elaboradas con todo tipo de hongos. Había pensado
que la carta del restaurante de su hotel cambiaría cada temporada y, en otoño,
abundarían las recetas con diversas variedades de setas y verduras que
recordaran las tardes húmedas y frías al refugio y el calor del fuego.
Esa mañana había asado
calabacín, rodajas de cebolla caramelizada y setas de cardo con una fina capa
de queso Roncal fundida por toda la superficie.
El aspecto y el aroma eran
tan deliciosos que habría dado cualquier cosa por encontrar el valor para pedir
a Gaston que comiera con ella.
En su lugar, dejó la bandeja
en el horno y salió a pasear un rato y a ver a las futuras madres. Desde que
las habían bajado a la finca, había más movimiento en las cuadras, y eso le
gustaba.
Le sorprendió ver el tractor
en el pastizal. Lo normal era que pasara el día bajo el cobertizo que cubría el
Land Rover. De allí lo sacaban cada mañana para arrastrar la cama de paja usada
en los establos antes de poner una nueva capa, limpia y seca.
Su extrañeza aumentó a
medida que se fue acercando. La tapa del motor estaba levantada, y Gaston
husmeaba entre piezas grasientas.
—¿También entiendes de
mecánica? —preguntó, aproximándose para curiosear.
Gaston la recibió con una
sonrisa. Le bastó una mirada rápida para grabársela en la retina, con las botas
de monte, los vaqueros desgastados y un grueso jersey naranja sobre el que
rozaba su melena ondulada.
—No tengo ni idea —dijo,
volviendo su atención hacia el motor—. De esto se suele encargar Nachito, pero
él y su hermano se han tomado el día libre.
—¿Y por qué no esperas a que
lleguen y lo revisen?
—Porque no tengo paciencia
—respondió, inspirando para identificar el suave aroma a moras entre la peste a
grasa—. Según lo ha sacado Vicco esta mañana, se le ha parado aquí y no ha
habido forma de ponerlo en marcha. Hemos tenido que limpiar el establo a mano,
como en los viejos tiempos.
Rochi miró al cielo y
después apoyó los brazos en la chapa roja del tractor.
—Va a llover enseguida
—aseguró, observando cómo los dedos de Gaston abrían la tapa del depósito del
aceite.
—Dile que espere un poco;
hasta que yo termine —apuntó, sacando la varilla y comprobando el nivel.
La respuesta hizo sonreír a Rochi.
—Mientras me aproximaba iban
cayendo chispitas —continuó informando a la vez que apartaba un trapo grasiento
que no le permitía ver el entramado de filtros y cables.
Gaston alzó la cabeza para
echar un vistazo a las negras nubes.
—Lleva así toda la mañana.
—La miró sonriendo—. No lloverá aún —añadió, pasándole el índice por la nariz y
dejando una pequeña mancha negra.
Aquel gesto cariñoso emocionó
a Rochi. Apoyados los codos sobre la chapa, se sujetó el rostro entre las manos
y se olvidó del cielo y de la lluvia.
—¿Por qué no te ayuda Vicco?
—Porque aún es más inútil
que yo en estas lides. Además, ha bajado a Candela hasta Roncal, para que haga
algunas compras.
—O sea, que nos han dejado
solos ante el peligro —bromeó, refiriéndose al improvisado taller de mecánica.
—«¡O sea!» —repitió Gaston,
sonriendo ante aquella expresión a la que no terminaba de acostumbrarse—, que
me vas a echar una mano.
—No habrá problema si me
indicas qué debo hacer —respondió, sonrojándose ante su guasona mirada.
—Si yo lo supiera... —dijo
pensativo y volviendo su atención al motor.
Dos minutos después, las
primeras gotas penetraron por el grueso jersey de Rochi.
—Comienza a llover —informó,
mirando de nuevo hacia los nubarrones negros.
—Ya lo noto. Pero aguantará
—dijo Gaston, girando con rapidez el tapón del aceite—. No me queda mucho.
No había acabado de decirlo
cuando las gotas de lluvia arreciaron y el cielo pareció abrirse, dando
comienzo al diluvio.
Gaston se frotó la suciedad
con el viejo trapo mientras Rochi gritaba, cubriéndose la cabeza con las manos.
Ya entonces, el chaparrón era denso y las gotas golpeaban con fuerza.
El instinto protector de Gaston,
que lo olvidaba todo cuando se trataba de Rochi, fue el que la agarró por la
cintura y la estrechó contra su cuerpo para echar a correr hacia la parte
trasera de la última nave.
Rochi gritó y rio como una
niña mientras la sensación helada le iba penetrando la ropa hasta mojarle la
piel.
Cuando alcanzaron la pared
del establo, no sabía si había disfrutado más del aluvión, de sus propios
chillidos o del posesivo abrazo de Gaston sobre su cuerpo.
Apoyados contra la pared,
bien juntos para que el estrecho alero les diera cobijo, Gaston cedió a la
tentación de no soltarla. Su mano la acarició con tiento hasta acoplarse al
punto en el que la cintura comienza a descender hacia la cadera.
Estaba hermosa. Con los
bucles perlados de transparencias de agua y la piel húmeda en la que se
dibujaba una tentadora sonrisa de felicidad.
—Tenías razón —susurró
mientras el corazón se le iba agitando—: Estaba a punto de llover.
Rochi no pudo pensar en nada
gracioso que decir. La pared y la cortina de agua que caía por el borde del
alero los encerraban en un estrecho espacio del que no podían moverse si no
querían acabar empapados. Tras la carrera, sus respiraciones aún se escuchaban
agitadas y la turbación se agolpaba a su alrededor, haciéndolos vulnerables a los
deseos que llevaban escondidos.
Gaston volvió a fijarse en
la mancha oscura en la nariz de Rochi. Allí las gotas no se detenían;
resbalaban con rapidez sobre su superficie aceitosa.
Se aseguró de que sus manos
estuvieran limpias frotándoselas sobre la tela de su pantalón. Después, con el
corazón palpitándole en las yemas de los dedos, frotó con cuidado sobre la
sombra hasta hacerla desaparecer.
Rochi inspiró despacio
mientras él la acariciaba. Porque eso fue para ella aquel gesto: la caricia
tierna de unos dedos temblorosos. Y sólo pudo sonreír para devolverle la
terneza con los ojos.
Y aquella mirada
complaciente fue la llave de la audacia. Del atrevimiento que gastón necesitó
para inclinarse sobre los húmedos labios de Rochi y rozarlos con los suyos
rememorando un beso con sabor a tarta de manzana con almendras. La misma que le
hizo falta a Rochi para presionar sus labios sobre aquellos que sabían a
pasiones que se mantenían a la espera.
Gaston se apartó para
mirarla a los ojos. Deseaba continuar, pero temía hacerlo. Un simple roce le
había dejado sin aliento. No tuvo que pensarlo. A Rochi aún le quedaban restos
de osadía. La suficiente como para acariciarle la nuca y pedir, sin palabras,
que volviera a besarla.
Con la piel erizada por
aquella leve caricia, Gaston volvió a tomarle los labios con suavidad, hasta
que la necesidad le hizo buscar una posesión más intensa.
Rochi se estremeció al
sentir el lento roce de la lengua, y gimió dándole la bienvenida. Pero cuando
la caricia se volvió más exigente, rastreando el hueco por el que invadir su
boca, un cielo de realidades se le desplomó encima.
¿Por qué permitía que un
hombre que no fuera Pablo la besara de aquel modo?, se preguntó mientras la
lengua traspasaba sus débiles defensas, amenazando con licuarle la voluntad.
Retirando a un lado su
rostro, empujó con suavidad a Gaston, para que se apartara.
Fue fácil. La besaba con
tanta adoración, que ella podía haberlo arrastrado hasta el otro extremo de la
finca sin que él se hubiera dado cuenta de que se movían.
Empujarle y que él
obedeciera fue fácil. Lo difícil resultó ver, después, el desconcierto en su
mirada, leer sus preguntas y no tener respuestas para darle.
Aturdida, buscó a su
alrededor y se fijó en el tractor, bajo la lluvia.
—Se está mojando el
motor—musitó sin quejón la entendiera—. Has dejado el capó levantado y se está
mojando el motor —repitió sin mirarle—. ¿Se puede estropear si se moja?
—Ni lo sé ni me importa
—susurró él, rozándole la mejilla con los labios.
—Gaston —murmuró como una
súplica—. Creo que deberías hacer algo con ese motor.
El temblor que él sintió
bajo sus manos se hizo más intenso. Volvió a mirarla a los ojos. Estaban
brillantes; cargados de lágrimas que pugnaban por salir. Supo que el momento de
intimidad había acabado. Que el alma de Rochi, al finalizar la magia del beso,
había dado paso al sentimiento de culpabilidad y al arrepentimiento.
—Sí —susurró sin dejar de
mirarla—. Tengo que hacer algo con ese motor.
Apartar la mano de su
cintura fue, para Gaston, como arrancarse un trozo de corazón. Pero, sin más
palabras ni más gestos, se volvió y caminó despacio, dejando que la lluvia le
calara hasta los huesos.
Cubrió el motor bajando la
tapa.
Chorreando agua, volvió los
ojos hacia el campo de hierba sabiendo que sería allí donde la encontraría,
huyendo hacia la borda. La vio alejarse desdibujada por la lluvia mientras el
sabor dulce de sus besos se le fue envolviendo en una costra amarga.
Se dijo que aquél era el
precio a pagar por haber puesto los ojos en una mujer que ya tenía dueño, pero,
sobre todo, era el precio por el tiempo en el que su sinrazón la había odiado.
Un castigo muy pequeño para
una osadía demasiado grande.
Llevaba días realizando
gestiones que le asegurarían la morada en el corazón de rochi.
Ahora le llegaba el turno a
su divorcio. Divorciarse no debía de ser muy difícil, pensaba
Pablo. Divorciarse y no irse
con las manos vacías, sí. Por eso quería actuar con cautela. Porque aunque
había descubierto que rochi le proporcionaba más felicidad
que todo el dinero y el poder del mundo, necesitaba ese dinero para que viviera
como una reina.. Sabía que no le iba a bastar toda su existencia para
compensarla por los años que la había mantenido siendo la otra. Pero la
rodearía de amor, lujos y comodidades. Iba a vivir y a respirar para ella. Iba
a adorarla, amarla y emocionarla cada minuto de los días que le restaban de
vida.
.
Le iba a costar llegar a
sentirse limpio cuando saliera para siempre de esa casa, pensó, apretando las
manos sobre la madera tallada de la cama; pero lo lograría. El amor puro y
desinteresado de rochi le ayudaría a conseguir el
milagro.
—Buenos días —dijo, sin
añadir un amor, cariño o simplemente Mery.
Ella abrió los ojos,
sorprendida. Estiró los brazos y volvió a desperezarse mientras lo que quedaba
de camisón se le deslizaba hasta la cintura.
—¿Qué haces aquí a estas
horas? —ronroneó como una gatita en celo al recordar lo perverso que había sido
Pablo esa noche—. ¿No te encuentras bien?
—Estoy perfectamente
—respondió él, sin moverse—. Tengo que hablar contigo y éste me parece un buen
momento. Durante el día es difícil encontrar el tiempo suficiente para tratar
de cosas importantes, y por las noches siempre tienes otros detalles en la
mente que te desconcentran.
—Y tú gozas como un
depravado cuando yo me desconcentro —aseguró, tomando los tirantes por los
extremos rasgados y mostrándoselos con una sonrisa lujuriosa.
Pablo suspiró incómodo. No
le gustaba el hombre que era junto a Mery. No, desde que había descubierto que
no le compensaba.
—Necesito que hablemos, Mery
—dijo, con la mirada perdida en las doradas hojas de los arces—. Tengo algo muy
importante que decirte.
—Tú dirás, querido —dijo,
apoyando la espalda en el cabecero.
Pablo hubiera preferido que
estuviera más vestida. Pero aceptó las cosas como estaban. Si ella se percataba
de que aquello le incomodaba, sería capaz de quitarse el camisón por completo y
pasearse desnuda por la habitación.
—Quiero el divorcio —dijo,
volviéndose a mirarla pero sin apartarse del ventanal.
El sorbo que Mery daba a su
zumo se le atragantó. Apartó el vaso, derramando parte de su contenido sobre la
cama, y tosió mientras con su mano libre se golpeaba el pecho.
—Si esto es una broma, te
aseguro que no tiene ninguna gracia —dijo con una digna y orgullosa furia y
secándose los dedos con la sábana ya manchada.
—No es ninguna broma —afirmó
Pablo—. Quiero el divorcio y me gustaría que tratáramos esto como personas
civilizadas.
—¿Sabes lo que estás
diciendo? —exclamó, poniéndosela y anudándola a la cintura con tanta holgura
que los lados apenas si cubrieron la mitad de sus pezones—. ¿Es que ya no
recuerdas que te saqué de la miseria para convertirte en lo que eres? ¿Se te ha
olvidado que seguirás siendo rico y poderoso sólo mientras continúes casado
conmigo?
—No olvido nada, Mery. Te
agradezco todo cuanto has hecho por mí, pero esto se acabó. —Se apoyó sobre la
madera, fingiendo tranquilidad—. Nunca te he amado y tú lo sabes. No quiero
seguir viviendo así.
—¿Así? ¿Así, cómo? —dijo con
soberbia, parada ante él—. ¿Desayunando caviar, conduciendo un lujoso Mercedes,
codeándote con políticos y empresarios, vistiendo trajes de grandes
diseñadores...? ¿Te agobia la vida de lujo que buscabas al casarte conmigo?
—Todo lo que disfruto me lo
gano con creces —dijo, expectante ante las reacciones de su esposa.
—¿Te lo ganas? —ironizó
ella, que se lanzó de nuevo a la mesilla a por su paquete de tabaco—. ¿En tan
alta estima tienes a tus polvos?
—La empresa de tu padre que
yo dirijo me ocupa todas las horas del día —aseguró, ignorando el sarcasmo
porque en el fondo ella decía la verdad—. Ha triplicado sus beneficios desde
que yo estoy al frente. Y acabo de cerrar un acuerdo que nos va a abrir a
Europa y nos hará crecer de un modo que ni tú ni tu padre habríais llegado a
soñar nunca.
—Yo no sueño con empresas,
imbécil —gritó antes de encender su cigarrillo con un elegante mechero dorado—.
Yo dispongo de más dinero del que seré capaz de gastar en toda mi vida. —Se
acercó para lanzarle el humo al rostro a sabiendas de que él lo detestaba—. Tú
eres el rastrero que tiene que trabajar para ganarse el pan que te sirven cada
día en un plato de oro. Tú, el que debe tenerme satisfecha a mí, porque si no
lo haces papá te enviará a la cuadra de caballos de donde te sacó.
—No voy a discutir esto
contigo —declaró, y caminó de nuevo hacia la ventana para alejarse del humo sin
que se notara que le molestaba—. Sólo quiero que sepas que voy a pedir el
divorcio. Me marcho, lo aceptes o no.
—Pensaba que habías dejado
de ver a la zorra roba-maridos que tenías como secretaria —dijo Mery, yendo
tras él—. Pero ya veo que no es así.
—A ella déjala fuera de
esto. Este divorcio es cosa nuestra.
—También este matrimonio es
cosa nuestra, y esa trepadora lleva años entrometiéndose. ¿Es ella quien te ha
metido en la cabeza lo del divorcio? ¿Tu putita se ha cansado y quiere pasar a
ser la gran señora?
—No te voy a permitir que la
insultes. —Se volvió para mirarla de frente—. Esto es algo que vamos a
solucionar entre tú y yo.
—¿Sabe ella que si te
divorcias te irás con una mano delante y otra detrás? —Su sonrisa de
satisfacción resultaba malévola—. ¿Sabe que pasarás de llevar esos trajes de
Armani a comprarte ropa en los mercadillos?
—¡Ya basta! —gritó, alzando
los brazos con impotencia—. Céntrate en lo que de verdad nos ocupa, y ten
presente que no pienso irme con las manos vacías después de todo lo que he
hecho por la empresa y por tu familia.
—¿Recuerdas el contrato
prematrimonial que te hizo firmar papá? —preguntó, expulsando el humo con una sonrisa
perversa—. Pues eso mismo, querido, tú lo firmaste y tú te vas sin nada. —Se
acercó para susurrarle al oído—: O te quedas para follarme cuando y como a mí
me dé la real gana, o te vas a vivir en la miseria junto a tu putita barata.
Pablo la sujetó por los
brazos, con fuerza, y la empujó contra el cristal de la ventana a la vez que se
mordía los labios intentando contenerse.
—No trates de joderme
—advirtió, apretando los dientes—. Te aseguro que tú no conoces al hombre que
de verdad soy. Me divorciaré de ti, me casaré con rochi
y no me iré con las manos vacías. Te lo aseguro.
—Estos diez años viviendo en
la abundancia te han hecho creerte lo que no eres —lanzó Mery, sonriendo porque
su violencia le gustaba—. Papá sabrá arrojarte al lugar inmundo del que
procedes.
Pablo la soltó, asqueado.
—Llegué a creer que
podríamos separarnos como buenos amigos —dijo, retrocediendo unos pasos—. Entre
nosotros nunca ha habido amor y tú lo sabes.
—Claro que lo sé —aceptó,
sujetando el cigarrillo entre los labios y frotándose los brazos doloridos—.
Aunque nunca llegamos a hablarlo, los dos sabíamos que tú buscabas riquezas y
que yo necesitaba un hombre que siempre estuviera dispuesto a darme lo que yo
exigía.
—Para eso no me necesitas
—dijo, en tono conciliador—. Eres una mujer muy hermosa, además de inmensamente
rica. Seguro que encontrarás cientos de hombres preparados para someterse a
todos tus deseos.
—No tienes ni idea de lo que
dices —exclamó, riendo y apoyando la cabeza contra el cristal—. Los he buscado.
Porque imagino que sabes que tampoco yo te he sido fiel. No es que estuviera
buscándote sustituto —dijo con ironía—. Es que me apetecía probar cosas nuevas.
Pero, ¿sabes?, no encontré ninguno tan bueno como tú. —Dio una larga calada a
su cigarro—. Si pides a un hombre que se humille, lo hace sin ninguna clase,
sin dignidad ni orgullo. Si le sugieres que te fuerce, también lo hace, pero sin
realismo. No consigues creerte que te está obligando —cinismo y malicia
centellearon en sus pupilas—. ¿Por qué supones que después de diez años sigues
aquí, conmigo?
Lo sabía bien. A ella le
había dado el máximo de sí mismo, siempre, hasta hacía tan sólo unas horas.
Porque sabía que con cada gemido que le arrancaba se pagaba un traje, una cena,
una reunión con un político, un BMW.
No era difícil ser el mejor
cuando cada brillante gota de sudor que se dejaba entre las sábanas, Mery se la
amortizaba al precio de cotización de un diamante.
—Pues lo siento mucho —dijo,
inspirando al recordar su maldito buen hacer de esa misma noche—. Porque no
estoy dispuesto a seguir con esto.
Mery caminó hacia la cama y
se sentó sobre el borde, cruzando las piernas con sensualidad.
—¿Estás seguro? —preguntó,
mordisqueándose los labios y alzando una ceja.
—Más de lo que he estado en
toda mi vida —le dijo despacio, para que se le quedara bien grabado.
—¿Aunque te garantice que
podrás seguir disponiendo de todo el dinero y las comodidades que tienes ahora,
a pesar de que convivas con tu fulana, y sólo a cambio de que vengas a follarme
a domicilio dos o tres veces por semana? —propuso, tumbándose sobre la cama y
alzando los brazos sobre su cabeza.
—Estás loca. ¡Claro que no
aceptaría!
—Tampoco yo —dijo con una
carcajada—. Sólo te estaba probando. Yo no acepto cosas a medias. O te quedas
como mi marido o te largas. Pero si decides marcharte, volverás a sacar el
estiércol de esas cuadras a las que ahora no te aproximas ni para ensillar a
tus caballos.
—Tendrás noticias de mi
abogado —dijo, antes de comenzar a caminar hacia la salida.
—Y tú las tendrás de los
abogados de papá —respondió ella, soltando una histérica y sonora carcajada.
Una carcajada que Pablo aún
escuchó mientras descendía la escalera. adaptacion

ayyy k lindos los rubios pero no entiendo a rochi y m parece k ahora va a empezar lo peor x k va a yegar pablo y va a empezar a estropear la relacion de los rubioss espero k rochi no acepte a pablo no m hagas sufrirrr jajaja besoss
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